Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XII

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La fortificación del Muro no era distinta a cualquier otro puesto militar romano. Un viajero que recorriera el imperio desde la remota e inhóspita Caledonia hasta las fronteras de Siria, se encontraría una y otra vez con la misma planta cuadrada, los mismos fosos y empalizadas y, dentro de los campamentos, el mismo desarrollo en cuadrícula de la distribución de letrinas y barracones. El ejemplo perfecto de la regularidad y pulcritud romanas.

Lo que sí cambiaba de una fortificación a otra era, evidentemente, el clima. Marco, antes de conocer cómo se vivía el invierno al pie del Muro, pensaba que el cierzo que azotaba los yermos páramos de Cambridge era frío.

La piel de sus manos y su cutis se curtieron hasta parecer cuero, sus resecos labios se agrietaban y sangraban muy a menudo, como si se hubiesen secado al sol. Los carámbanos colgaban perennes de los aleros, goteando algo durante el día y volviendo a crecer con las heladas nocturnas. Los caballos piafaban penosamente y, acuciados por el hambre, apartaban la nieve con las pezuñas en busca de algún posible resto de hierba helada que hubiese. El terreno, como todas las cosas, estaba helado y había adquirido la dureza del metal, por lo tanto las nobles bestias se partían las patas al menor salto que realizasen; el ganado moría de frío. Nevaba a menudo y cuando las temperaturas bajaban tanto que no permitían precipitaciones, ni de nieve ni de cualquier otro tipo, el vasto y desforestado paisaje brillaba como un diamante.

Con el frío, llegaron las hordas de celtas caledonios, los llamados pictos.

Al otro lado del muro se asentaban tribus de toda clase y condición. Marco, aunque lo intentó, no consiguió reconocer todos los nombres y sus características. Lo primero que aprendió fue que el nombre de «picto», la gente pintada, era un apelativo romano que no significaba absolutamente nada. El nombre general era el de caledonios, que daba nombre al territorio, pero ese nombre englobaba a numerosas tribus, la mayoría de ellas gobernadas por clanes guerreros. Nombres de tribus tales como novantes, situados al oeste, selgoves, procedentes de la brumosa Hibernia, votadinos, escotos, venicones y atacotos, una confederación de tribus, quizá la más fiera de todas, pronto le resultaron familiares.

A Mus le desconcertaba la perplejidad de Marco. Un día, rascándose la oreja con su espada desenvainada, refunfuñó:

—De verdad, no entiendo por qué andas haciendo siempre tantas preguntas. No son más que unos salvajes de mierda y el único lenguaje que entienden es la maldita guerra. ¿A quién coño le importa cómo se llamen o se dejen de llamar?

La única cosa que tenían en común las tribus caledonias era que no les importaba lo más mínimo declararse vasallos de Roma, doblar la rodilla, jurar fidelidad eterna al divino y desconocido emperador o cualquier cosa que les exigiesen los «cabezas de hierro», como llamaban a los oficiales, incluso parecían felices al hacerlo... con tal de que tales juramentos les reportasen algún tipo de beneficio. Después de realizar los solemnes juramentos, solían regresar a sus poblados para que los chamanes los librasen de su cumplimiento mediante algún hechizo. Liberados de sus obligaciones morales, se podían dedicar tranquilamente, si obtenían un buen botín, a regresar una noche y rebanar todos los cuellos romanos que pudiesen.

Los caledonios únicamente le prestaban auténtica fidelidad a dos cosas: al cacique y al clan. El resto sólo podía esperar de ellos mentiras y traición. Robar el ganado de una tribu vecina estaba bien visto, sobre todo en invierno, cuando el hambre hacía que sus tripas gimiesen como el viento que barre los páramos.

Un día, uno de esos jefes aliados se presentó en el campamento acompañado del mejor guerrero del clan, un hombre alto, con una impresionante estructura ósea, rubio o casi pelirrojo, un magnífico ejemplar humano a su manera. El jefe caledonio se entrevistó con el legado, un débil mental, oficial de caballería, demasiado sonriente que titubeaba patéticamente sus órdenes.

Una vez partieron los caledonios, el comandante citó a Milo para decirle que preparase inmediatamente una partida a caballo y que la quería lista para salir en el menor tiempo posible.

—Una tribu vecina les ha robado ganado, a estos nuestros aliados, y se nos ha rogado actuar para recuperarlo —informó—. Llévate a ese hombre como guía, ya ha trabajado antes para nosotros como explorador. Lo único es que... —el comandante se quedó pensativo, bloqueado como de costumbre. Milo no pudo esperar, hizo un seco saludo militar y marchó.

En el patio, en pie, se encontraba un hombre alto, de musculatura plana y elástica, vestido con unos pantalones de montar verde claro y un chaleco de cuero. Con semejante indumentaria debería estar a punto de morir congelado, en cambio el frío no parecía afectarle demasiado. Tenía el pelo rubio, muy corto para ser un caledonio, y un par de ojos azules muy claros. Su nariz parecía haber sido rota varias veces y compuesta de nuevo por algún médico incompetente.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Milo deteniéndose frente a él.

—Rastreador.

—Ya sé que eres un explorador de la frontera. Quiero saber tu nombre.

El bárbaro lo miró fijamente con sus ojos claros, sin contestar, inmutable, sin mostrar ninguna emoción.

«Malditos caledonios, pintarrajeados hijos de puta», pensó.

Pero no se entretuvo más. Se alejó suspirando; tenía mucho que hacer.

*

*

*

Salieron al galope en columna de a dos por las grandes puertas de roble del fuerte con unas pocas horas de sol. Una partida de guerra compuesta por cuarenta legionarios montando lanudos caballos montañeses con unas burdas mantas haciendo el papel de sillas. Marco cabalgaba detrás de Milo, no muy alejado de él. Su centurión supuso que era un buen jinete... los niños ricos siempre lo eran; les regalaban caballos cuando cumplían seis años.

Marco era un buen jinete, efectivamente, con la mano derecha sujetando las riendas con firme suavidad a la altura de las crines de su caballo. Las toscas mantas de aspecto aceitoso resultaron ser una silla sorprendentemente cómoda. El escudo lo llevaba sujeto en su hombro izquierdo, la jabalina cruzada entre éste y su espalda y, bajo el brazo izquierdo, el tranquilizador frío de su espada.

El explorador cabalgaba justo detrás de Milo. Recorrieron diez o doce millas de los pedregosos brezales antes de encontrar el rastro de huellas que discurría paralelo al camino. El guía no desmontó para comprobar las huellas, las miró desde lo alto de su montura, emitió un ronco gruñido de reconocimiento y señaló hacia el noreste con el mentón.

—Están llevando el ganado al Caldero de Bran —anunció.

—Habla para que te entendamos, explorador —ordenó Milo.

—Allá, en aquellas montañas —explicó con suavidad—, existe una hondonada donde se pueden ocultar unas cien cabezas de ganado, puede que incluso más. No cabalgarán de noche.

—No cabalgarán de noche —masculló Milo.

El centurión lanzó una confusa mirada a la luna, que se veía alta bajo el helado cielo azul.

—Tendremos una buena luna —confirmó el explorador—. Ellos no cabalgarán de noche.

—No cabalgan de noche, y supongo que tampoco combaten de noche, ¿cierto?

El rastreador sacudió la cabeza con una sonrisa.

—No mucho —afirmó débilmente pero con un hiriente desdén—. Viajan con sus mujeres e hijos. Si los encontramos no se enfrentarán a nosotros.

Milo asintió, alzó la mano diestra hacia delante, a través del aire gélido de los páramos, y la columna se puso en movimiento tras él.

Dejaron atrás la calzada, y tomaron la vieja Vía del Norte, en otro tiempo lisa, que unía Corbrige con las colinas Cheviot y luego bajaba hasta el mismo estuario del Fort, al pie de la última frontera, el muro de los Antonios, el Muro de Adriano. Y ya lo habían cruzado, por lo tanto estaban en un lugar donde las instituciones romanas no tenían el más mínimo poder y se tenía como única ley al frío acero.

Cabalgaron al pie de las montañas, a través de los parajes desolados de Rooken Edge y Raven Knowe, Black Rig y Grindstone Law. No sólo se echaba en falta la ausencia de árboles, también la de los pájaros. No vieron volar halcones, ni escucharon el desagradable graznido de los cuervos, nada, ni el desconsolado piar de un zarapito. Sólo el silbido del viento. La tierra parecía enfriarse y endurecerse a medida que avanzaban; los caballos trotaban con la cabeza gacha como un presagio del horror que les aguardaba. Si podían olfatear la sangre y aun así continuaban, era porque obedecían con estoicismo a una ley más antigua que el miedo ante la sangre derramada.

Las piedras chirriaban y crujían bajo las pezuñas de los caballos cuando se introdujeron entre los escarpados riscos que daban a la hondonada llamada por el rastreador el Caldero de Bran. Milo alzó su mano izquierda y la columna se detuvo. Uno o dos caballos se estremecieron resoplando por la nariz con las testuces muy encorvadas mientras los hombres permanecían inmóviles y silenciosos sobre sus monturas.

A Marco le pareció que el sol, a punto de ponerse sobre el horizonte, anunciaba su simbólica muerte iluminando el paraje con mortecinos destellos rojos. Pero había algo que no encajaba; el llano parecía atestado de rocas diseminadas, teñidas de rojo, pero de un rojo demasiado intenso para que fuese una simple ilusión óptica.

Milo se internó en el valle. No eran rocas lo que se veía desperdigado por el suelo. Eran reses de ganado mezcladas con restos de hombres, mujeres y niños retorcidos por el estertor de la agonía. Las reses murieron destripadas, desangradas, destrozadas a hachazos o decapitadas y, a juzgar por las huellas que se extendían a lo largo de la hondonada, parte de ellas habían sido conducidas hacia el norte. La gente había sido masacrada mientras huía, los habían cazado. La mayoría fueron decapitados y ninguna de las víctimas conservaba las manos. La muerte había sorprendido a algunos por la espalda y yacían boca abajo cubiertos de sangre. Unos fueron mutilados con saña, despedazados, y a otros les habían colocado sus propios intestinos alrededor del cuello, como diabólicas estolas, con los genitales arrancados e introducidos en la boca a modo de mordazas. Por alguna razón, una macabra broma, o quizás un perverso rito religioso, habían sustituido la cabeza de algunas personas por las de las reses; los desdichados parecían seres monstruosos manchados con su propia sangre. Indefensos minotauros asesinados sobre la nieve.

Al menos parecía que alguno de ellos había ofrecido resistencia.

—Aquí —señaló el explorador situándose al lado de Milo—. Aquí hay una buena noticia.

Ambos observaron las profundas huellas de un caballo sobre la nieve.

—Explícate —dijo Milo.

—Éste llevaba a dos hombres —explicó—. Uno de ellos herido. Es agradable saber que alguno de esos asesinos fue herido.

—¿Quién ha hecho esto?

—¿Quién? —repitió el guía mirando a su alrededor. De pronto vislumbró algo no muy lejos de allí, se levantó y, acercándose al lugar suspiró—. Creo que la noticia no es tan buena —continuó; su voz había adquirido una nota de profunda tristeza.

Desmontó, recogió algo sobre la nieve y se lo entregó a Milo. Era una larga y ensangrentada pluma de una perdiz blanca.

—Teñida de sangre —explicó—. Esto es obra de los atacotos.

Vio que el jefe de los cabezas de hierro no comprendía sus palabras.

—Los atacotos —continuó con un susurro, como si el sonido de esa palabra pudiese ofender a alguna de las deidades del firmamento—. Los atacotos se comen a las personas —señaló las huellas—. El caballo con dos jinetes... probablemente llevaba a uno de ellos y a un niño... carne tierna.

Milo se sentía anonadado. Hasta ahora pensaba que el espectáculo más cruel que se podía ver era el de los hombres en la

arena, aunque él no fuese muy aficionado. Pero el canibalismo...

—¿Cuántos eran?

—Sesenta, ochenta tal vez —contestó encogiéndose de hombros—. Tienen buenos caballos.

—¿Qué ventaja nos llevan?

El guía estudió el rastro que se extendía hasta desaparecer tras un collado.

—Dos horas de galope, no más.

Milo contempló largamente los cadáveres esparcidos por el valle.

—Si los quemamos, los atacotos verán el humo y regresarán —puntualizó el guía, interpretando la mirada del centurión.

—Déjalos que vengan —dijo Milo arrastrando las palabras—. Pero no, mejor no gastemos la mecha. Las bestias tendrán... —se volvió hacia sus hombres sin terminar la frase—. ¡Nos vamos! —ordenó.

Se pusieron en marcha justo cuando el sol se puso. Siguieron el rastro hacia el norte. La luz pareció hacerse más espesa y los reflejos de la luna dieron a sus vigorosas exhalaciones la consistencia del humo.

Milo continuó interrogando al explorador.

—¿Quiénes eran los cuatreros, los ladrones de ganado?

—No pertenecían a mi tribu —respondió encogiéndose de hombros—. Sólo eran

creaght4, nómadas, ladrones que viven del robo de ganado, nuestro ganado en este caso. Son ladrones, no guerreros.

—¿Y qué hay de esos atacotos?

—Tampoco son de los míos —contestó.

La tozudez del caledonio hizo suspirar a Milo, que ya se estaba acostumbrando al punto de vista de los celtas. Según ellos, el mundo se dividía entre su tribu, o clan, y el resto. A pesar del extraño carácter de Nariz Rota, o como quisiese que se llamase, Milo empezaba a aceptar al guía; le parecía un buen hombre.

—Mi tribu no comete tales fechorías —continuó—. Puedes conocer a los atacotos por sus nombres, son extraños. Se llaman Venas-Negras, Firmamento Desgarrado, Piel de Serpiente, Dientes de Piedra, Medianoche Sangrienta, Halcón bajo la Lluvia y cosas así. Esos no son nombres de seres humanos.

—¿De dónde son los atacotos?

—De las islas occidentales, unas que se hallan más allá del mar.

—¿Quieres decir de Hibernia?

—No, quiero decir de las Islas de los Demonios, del mismísimo infierno —contestó sonriendo con amargura.

Habían recorrido apenas unas millas cuando el batidor detuvo su montura.

—¿Qué ocurre, explorador? —inquirió Milo lanzando una mirada preocupada a su alrededor.

—Están dándose un festín —contestó sonriente.

—¿Quién? ¿Dónde...? ¿Quieres dejar de hablar en clave de una vez?

—Los atacotos. Allí —contestó señalando con su daga hacia una pequeña colina situada al oeste.

Milo entrecerró los ojos intentando vislumbrar algo. Sabía que allí se encontraba un campamento romano, un pequeño fortín de vigilancia abandonado hacía mucho tiempo. El recinto medía, aproximadamente, dos yugadas y recordaba que estaba rodeado de empalizadas, aunque no conocía cuál sería su actual estado de conservación.

Efectivamente, el antiguo campamento se hallaba iluminado, eso se distinguía a simple vista, por la luz de varias hogueras. A través del diáfano aire nocturno Milo creyó escuchar el sonido de... bestias aullando.

Sin duda era una fiesta de los atacotos.

Milo se volvió e hizo la señal de silencio absoluto. Cabalgaron muy lentamente, quedando el repiqueteo de los cascos amortiguado por la nieve que cubría el valle, dirigiéndose hacia el campamento. Los chillidos de celebración les llegaban más claramente. A medida que se acercaban pudieron ver las reformas realizadas en la edificación. Los baluartes habían sido reconstruidos, pues las empalizadas parecían sólidas y seguras. El único acceso era la puerta sur.

Milo ordenó desmontar con un gesto.

—Tú y tú —escogió dos legionarios—. Coged los caballos aquí y abrid la puerta lo más silenciosamente posible. Los demás, descartad las jabalinas, usaremos las espadas... preparaos para el cuerpo a cuerpo.

Marco, temblando de miedo y de emoción, descendió de su caballo y posó la jabalina junto a las de sus compañeros. Soltó las riendas, embrazó el escudo y, tras secarse el sudor de las manos, desenvainó su espada. El peso de la espada y la reconfortante presencia de Mus a su lado lo tranquilizaron en parte. Él hubiese preferido estar un poco más alejado de la acción en su primer combate, en vez de hallarse en la segunda línea de ataque. Pero sabía que hoy no iba a morir; él no podía dejar la vida allí porque nadie muere a su edad, era invencible, era Aquiles con el talón invulnerable. No moriría.

—Como dijo aquel tipo:

dulce et decorum est pro patria mori —le susurró a Mus con una despreocupación que distaba mucho de sentir.

—Di mejor:

dulce et decorum es conservar la puta cabeza sobre los hombros —masculló.

Sea como fuere, no era momento para la poesía. Marco decidió dejar al gran Horacio declamando sus magníficos versos en la colina de las Sabinas, pues en estos momentos había que recitar unos versos mucho más simples: Acércate, golpéalos con tu escudo para derribarlos y apuñala, no des tajos.

Milo daba patadas al suelo, visiblemente impaciente. Los dos legionarios todavía estaban intentando enganchar adecuadamente los garfios de asalto entre las jambas y las hojas de las puertas para que los caballos las derribasen.

—Una vez dentro —dijo bruscamente—, quiero que forméis un parapeto con escudos y los barráis. No quiero prisioneros. Sólo son dos para cada uno de nosotros, no va a ser difícil.

Se colocó, como siempre, a la cabeza de sus hombres, fijó la mirada en las puertas... y avanzó hacia ellas dando grandes zancadas. Los legionarios se quedaron petrificados, a ese paso su centurión se partiría las narices contra la empalizada. Marco sentía una carcajada de histeria pugnando por salir de su garganta.

Del fortín salía un ensordecedor estruendo, una espantosa mezcla de timbales, lamentos, chillidos exultantes y gemidos de desesperación. Las chispas de las hogueras se elevaban hacia el oscuro firmamento nocturno. Los salvajes no escucharían nada de lo que hiciesen los soldados.

—¡Derribad esta maldita puerta de una maldita vez! —rugió Milo a escasos pasos del portón.

Entonces los hechos parecieron ocurrir simultáneamente. Marco nunca olvidaría su primera experiencia como soldado. En ella había algo de locura, así como también de grandeza.

Un instante antes, cuando parecía que Milo iba a entrar por la puerta, los dos zapadores lograron enganchar sus garfios en las bisagras inferiores. Se retiraron, más asustados de la ira de su centurión que de la horda de atacotos, y espolearon a sus caballos con estacas afiladas. Los dos animales, intentando huir de los molestos picotazos, dieron un tremendo tirón, más que suficiente para arrancar el portón de sus goznes, justo en el instante en que Milo alzaba un pie y descargaba un fortísimo patadón en la susodicha puerta. El portón se desplomó y el oficial pasó por encima de ella, entrando directamente al campamento.

Una figura saltó desde un lateral blandiendo un hacha, con intención de arrancarle la cabeza. Milo desenvainó su espada cogiéndola de revés, como si fuese una daga, y la hundió en el costado del defensor a la vez que decía, casi con fastidio:

—¡Déjame en paz!

Y todo esto sin disminuir la cadencia de sus pasos.

El campamento entero se quedó inmóvil, absolutamente perplejo. Ninguno de aquellos salvajes atacó, los soldados se detuvieron y contemplaron la escena horrorizados, Milo también. El horror y la miseria que se extendía ante ellos era un espectáculo sobrecogedor.

Los atacotos habían clavado estacas alrededor de las hogueras y tenían a sus desdichados prisioneros atados a ellas. Algunos ya habían muerto, otros aún respiraban y todos habían sido mutilados. Brazos amputados, ojos arrancados de las cuencas y sangre derramada por el suelo.

Los salvajes se hallaban sentados alrededor del fuego, comiendo. Uno de ellos, el que lucía el casco, o lo que fuese, más elaborado, se estaba llevando a la boca un trozo de carne asada, un antebrazo.

Un instante después se rompió el hechizo. Milo avanzó directamente entre las hogueras hacia el que parecía el jefe, el bestia con el casco llamativo que estaba revolviéndose para alcanzar su terrorífica hacha de doble filo. Había dejado su arma apoyada en la pared posterior del campamento con la despreocupación que proporciona el exceso de confianza. Milo lo tiró al suelo con una hábil zancadilla y le plantó firmemente su bota claveteada sobre los riñones, sujetándolo con fuerza contra el cenagoso suelo.

La lucha fue tan fiera como breve. El explorador había subestimado el número de los atacotos, que resultaron ser más de cien. Algunos intentaron ocultarse en las esquinas, asustados como hienas, donde fueron masacrados sin contemplaciones allí mismo, agachados. Unos lograron saltar las empalizadas y huyeron despavoridos hacia las colinas y otros, los menos, hicieron honor a su reputación y combatieron con furia, sin dolerse de sus heridas hasta que cayeron muertos a los pies de los legionarios. Finalmente todo quedó en silencio, con los exhaustos soldados plantados en el centro del campamento, mirándose unos a otros sin hablar.

Milo regresó de la parte posterior del fortín. Traía la espada ensangrentada y tras él arrastraba por la nuca al hombre del casco vistoso como si fuese un fardo. El otrora salvaje guerrero lloriqueaba lastimosamente, y en la cintura, los soldados lo pudieron ver a la luz de las fogatas, llevaba sujetas dos cabezas humanas. Se retorcía y encrespaba bajo la férrea sujeción de Milo, soltando agudos gemidos.

—¿No vas a cerrar esa bocaza? —escupió el centurión harto ya de oírlo chillar.

Lo levantó casi en aires y, acercando la cabeza contra su rodilla, le propinó un golpe escalofriante. El hombre calló.

Milo miró a sus hombres y anunció sonriente, con evidente satisfacción:

—Tenemos al jefe.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó un legionario llamado Caelio.

—Porque su gorro, al igual que las ropas, son los más elaborados. Los jefes tribales siempre visten con más ostentación que los demás. Nuestros oficiales hacen lo mismo; ¿nunca te habías parado a pensarlo?

Los legionarios rieron, la blancura de sus dientes brillaba con el resplandor del fuego, contrastando contra la mugre y el sudor de sus rostros.

—Muy bien —dijo el centurión echando un vistazo a su alrededor.

Soltó al cabecilla dejándolo tirado en el suelo. Se dirigió a los prisioneros y los examinó a todos, pero sólo encontró un superviviente. Cortó sus ligaduras y el pobre preso cayó en el barro. Milo llamó a dos de sus hombres.

—Ocupaos de él —ordenó.

—¿Lo curamos? —preguntó uno de ellos.

—Mantenedlo con vida. Los demás, despejad la zona. ¿Alguna baja?

Rasguños y heridas de baja consideración.

*

*

*

—Estoy reventado —dijo Marco.

—Es el cansancio de la batalla —le explicó Mus—, En realidad no estás cansado. Has visto muchas muertes, y has matado a mucha gente en poco tiempo. Eso vacía el alma de las personas... aunque éstos no sean más que desarrapados bárbaros melenudos —le dio un amistoso golpe en un hombro que casi lo derriba—. Vamos, pichón, ayúdame a sacar los cadáveres de aquí.

Cortaron un par de raquíticos espinos abajo en el valle, colocando maderos y tablones rotos del fortín y, sobre ellos, los cadáveres de los desdichados prisioneros. Luego prendieron fuego a la pila.

—A esos —ordenó Milo refiriéndose a los atacotos—, arrojadlos al foso. Dejémoslos a las alimañas... si es que aceptan devorarlos.

Cuando terminaron la desagradable tarea de apilar los muertos y extender arena limpia sobre el suelo del fuerte, fueron a lavarse las manos y la cara en un gélido torrente que discurría no lejos de allí. Tardaron bastante tiempo en quitarse la sangre que habían derramado. La sangre de los atacotos salpicaba sus ropas e incluso tenían costras secas bajo las uñas.

Muchos de los legionarios elevaban plegarias al tiempo que se aseaban, incluso Milo, a quien Marco observó rezando en voz muy baja mientras restregaba sus manos y lavaba su cabeza. Los soldados rezaban a varios dioses, unos a Mitra o a Cristo y otros a Júpiter y a dioses desconocidos para él. Pero todos rendían culto al Destino. Todos, sin excepción, doblaban la rodilla ante la diosa del Destino.

—¿A qué dioses rezas? —preguntó Milo a Marco.

—A los dioses de mis antepasados.

«Contesta sin reflexionar», pensó Milo.

—Mitra es el dios de los soldados —explicó el centurión—. Tarde o temprano lo comprenderás —y se alejó antes de que Marco pudiese preguntar nada más.

Todavía bastante mugrientos, los legionarios se sentaron alrededor del fuego para dar buena cuenta de sus viandas, carne seca de cerdo y pan de galleta, regado con vino aguado. Todos se sentían un poco más calmados.

—La paz que viene tras la pelea —dijo Mus filosófico— es una maravillosa sensación.

—Es algo extraño —respondió Clito—, sentirse tan tranquilo sentado alrededor de una hoguera, con las ropas aún chorreando sangre.

—Ya sabes a qué me refiero —replicó Mus riéndose entre dientes—, no seas tan listillo.

—Filósofo —puntualizó Clito.

—Lo que sea. En nombre de la Luz, qué no daría por un trago de algo decente... Marco —añadió mirándolo—, estás sangrando.

—No es nada, de verdad.

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