Julia

Julia


Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XIII

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Con las cenas, inevitablemente, se presentaron los cotilleos y agudezas de los provincianos. Julia procuraba disfrutar de la compañía de Calpurnia, al menos ella tenía una conversación coherente. También solía acudir Elia, quien intentaba agradarla en lo que podía. La muchacha tenía la presencia de ánimo para admitir en su fuero interno que el halago que le producía la admiración de Elia no era bueno, pero así pasaban el rato. Respecto a las hermanas de su amiga, Marcela y Livilla fueron desposadas con dos hombres tan idiotas que, en opinión de Julia, sólo otras dos idiotas como ellas podrían amarlos. Quizá fuese obra de los dioses... Marcia, su madre, que las adoraba, derramó ríos de lágrimas, demasiadas para que Julia pudiera contener la risa.

A veces recordaba a Ausonio el poeta, feo y divertido, y le gustaba imaginárselo con sus tristes ojos indolentes, allí, entre los cerezos y viñedos de su tierra, creando poesía. Otras veces pensaba, y se sentía algo culpable por ello, en lo que sería ser estrechada por los fuertes brazos del general Magnencio y sentirse aplastada bajo su peso. Incluso pensaba en Marco, su antiguo compañero de juegos. Lo recordad tan claramente como si lo acabase de ver y hacía años de su despedida, cuando salió por la puerta del jardín dedicándole una mirada y una sonrisa. ¿Qué había sido de él? Ocasionalmente su tío recibía alguna carta, redactada siempre en tono seco y formal, detallándole movimientos de tropas. Nada más.

En verano visitó las sagradas aguas de

Sulis Minerva, en Bath, acompañada de Elia y Calpurnia. Allí alquilaron una bonita casa y lo pasaron estupendamente, disfrutando de las aguas y despellejando las debilidades de todos aquellos que conocían. El gozo de Elia frente a las ocurrencias de Julia no tenía fronteras.

Pero Julia también sabía que aquel era un lugar sagrado, aunque el sabor de las aguas no lo fuese y las palabras comodidad y nostalgia se ocultaran tras el tenue velo de moralidad que infundía el vapor de las aguas. En las termas, las aguas bullían con un tono verdoso, opaco, y ella sabía que las fuentes termales eran una puerta al Inframundo, allí donde sus padres, sonrientes y cogidos de la mano, estaban esperándola. No dejó de visitar el templo de Isis.

Con la llegada de los primeros nubarrones otoñales, regresaron a Londinium, al aburrimiento de la rutina diaria.

En ocasiones se sentía soñolienta, abrumada, y abandonaba el comedor para sentarse oculta entre la penumbra de los pasillos, tratando de despejar su cabeza de los cotilleos y tonterías que la ocupaban. Sentía que estaba desperdiciando su vida. Tenía casi veinte años, todavía estaba soltera y continuaba siendo arisca con sus pretendientes. ¿Por quién esperaba? Por él, por el único, fuese quien fuese. Y el concepto de «único» no concordaba con el de Panfilos, ni con ningún razonamiento abstracto de los pensadores griegos. Su «único» sería un hombre de recios brazos y sonrisa fácil, con la mandíbula fuerte, el pelo espeso y oscuro y los ojos más oscuros aún, que al fijarse en los suyos no necesitasen mirar a ninguna otra parte y que sus silencios fuesen tan elocuentes como sus palabras. Esos eran sus sueños, tanto dormida como despierta. Y la vida, o el amor, eran mucho más.

Era algo que estaba esperando por ella en algún lugar, lejos.

*

*

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Los libros de la biblioteca de su tío cobraron un nuevo valor para ella; cada uno era un mundo en sí mismo, y cambiaban su sentido, como pudo comprobar a lo largo de sus años de lectora.

Una de sus obras preferidas estaba contenida en un pergamino amarillento bordeado en oro. Lo tomaba siempre con la máxima delicadeza y lo desenrollaba cuidadosamente sobre la mesa central de la sala de lectura. Podía sentir cómo el papiro se metía en ella, la absorbía y la ahogaba.

Era un mapa.

Una tarde, Lucio la encontró mirándolo, sudando por todos sus poros, con una titilante sonrisa en los labios. No pudo dejar de advertir la belleza de su querida sobrina, con su pelo negro como el carbón y los ojos oscuros brillando a la luz de la lámpara... bella, sí, pero con un temperamento tan fiero como el de un hombre. Lucio confió en que su marido, fuese quien fuese, tuviera una piel dura y gruesa.

—Julia, ya te he dicho que los mapas no son cosas de mujeres. Vosotras no los entendéis.

Como siempre, ella lo miraba sonriendo y, sin hacer caso de sus consejos, volvía a su estudio de geografía. Le fascinaban los mapas, las líneas azules de la costa, las pequeñas filas de ángulos que marcaban sierras y cordilleras, los nombres... sobre todo los nombres. Lugares de todo el imperio, ciudades costeras del Mediterráneo y puertos que la transportaban a un mundo de aventura. Seguramente para Marcella y Livilla, un mapa sería un trozo de papiro ininteligible al que no se le puede sacar ningún partido; en cambio Julia los leía como si fueran composiciones líricas. Le permitían trasladarse a lugares exóticos, lejos de la aburrida y provinciana Londinium, una ciudad sin encanto. Allí estaba Corduba, ciudad que le evocaba las riberas del río Betis, llenas de flores en primavera y los picos siempre nevados del sur... las provincias africanas, que tan bien conocía su padre, donde habitaban los leones y tenían nombres como Numidia y Cirene; y la gloriosa ciudad de Alexandria, con el rosado granito egipcio resplandeciendo bajo el sol a orillas del lago Mareotis, y sus acaudalados negociantes judíos y los pendencieros cristianos, sus camellos, sus mercados, el faro y la biblioteca, la admiración de la Tierra, o lo que quedaba de ella tras el incendio de Julio César.

Soñaba con lo que sería navegar hasta arribar a Constantinopla, y poder ver sus templos, sus pavimentos de mosaico, sus columnas recubiertas de pórfido... y el mar Euxino; atravesar las puertas de Bithynia para alcanzar la Cólquida, en el Ponto, lugar donde se hallaba el Vellocino de Oro colgado de un roble protegido por la magia del bosque sagrado... el trofeo de Jasón.

Y los desiertos infinitos que se extendían tras Siria. La maravilla de sentarse a la sombra de las palmas en la ciudad de Palmyra, el lugar de paso de las caravanas de mercaderes repletas de sedas y especias procedentes de lugares lejanos más valiosas que el oro. El puerto de Tyrus, casi podía oler el agua del mar estancada en los espigones y ver a los marineros fenicios transportando sus valiosas cargas de conchas para obtener el preciado tinte púrpura... tanto que la vanidad de los hombres los había empujado a entablar cruentas guerras con tal de obtenerlo.

Había nombres totalmente extraños, evocadores de lugares casi encantados, como el misterioso reino de los nabateos y su fastuosa capital, cercana al mar Eritreo, más allá de las fronteras del imperio. La poderosa ciudad de Babilonia, con sus cien puertas de bronce y sus murallas de adobe cocido de más de cuatrocientos pies de altura... ¿todavía existirían esos lugares? Allí, en Babilonia, toda mujer, fuese cual fuese su condición, debía ir al menos una vez en su vida al templo de la diosa del amor, Ishtar, y ofrecerse a un desconocido, a cualquier desconocido, a cambio de una moneda de plata. Julia siempre sentía un nudo en la garganta al pensar en ello.

Soñaba con viajar a través de los polvorientos caminos del imperio persa, cruzar el desierto salado y alcanzar la ciudad de Persépolis, cuya leyenda decía que estaba construida de cristal. Quería cabalgar a través de Hircana, donde había tigres tan grandes como... como los monstruos de Aníbal. Y llegar más allá, al río Oxus, o al propio Hidaspes, donde el gran Alejandro III de Macedonia concluyó su conquista, pues allí terminaba el mundo. El sur... las riberas del mar océano, las ciudades de Barbaricum o Barrigaza con sus puertos llenos de mercantes romanos listos para ser estibados con vino, oro, cobre, dátiles, diamantes, turquesas, añil, conchas de tortugas, seda y perlas del tamaño del puño de un hombre. El mapa resplandecía ante ella.

La vida estaba en otra parte, pero, ¿cuándo comenzaría?, ¿dónde?

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