Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XV

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La travesía hasta la costa norte de Hispania fue dura. Un fuerte céfiro, el viento del oeste, hizo la navegación difícil y peligrosa. Poco antes de divisar el litoral hispano las condiciones cambiaron a peor. Un buen número de soldados, Marco incluido, tuvieron que instalarse en la borda, vomitando sin parar, presa de terribles mareos. Milo acostumbraba a situarse apoyado en el pasamanos junto a ellos, mascando un chusco de pan seco, y parecía disfrutar con el espectáculo.

Lo peor de todo fue cuando el barco se inclinó casi noventa grados y un joven soldado resbaló por cubierta cayendo al mar. La maniobra para virar el barco y las posteriores labores de rescate, sobre todo la de arriar un bote con el mar en tan tremendas condiciones, les hicieron perder todo un día. Finalmente el joven fue depositado en cubierta, medio ahogado y vomitando agua de mar.

—Un oficial que se precie no pierde a un solo hombre, si puede evitarlo. No lo olvides —explicó Milo a Marco. Luego, volviéndose al legionario, ordenó—: bajadlo a las bodegas y dadle veinticuatro latigazos.

Era un duro castigo; ochenta latigazos podían matar a un hombre, pero el muchacho conservaría la vida.

Las condiciones se volvieron más favorables al tomar rumbo sur, frente a Brigantium, y mucho mejores tras recalar en Gades para hacer acopio de provisiones y poner rumbo al Mediterráneo. Entraron a través de las torres de Hércules empujados por un potente, y bienvenido, viento del noroeste. Al norte Marco pudo divisar los nevados picos de una imponente sierra, probablemente de la que hablaba Julia, y supuso que más al norte, tierra adentro, se encontraba el lugar donde nació ella, a orillas del río Betis.

El aire del Mediterráneo era distinto. Mucho más denso y salado. Marco no pudo ver Roma, como era su deseo, pero en su lugar pudo visitar la ciudad de Syracusae con su magnífico puerto de cinco millas de perímetro, donde se aprovisionaron de nuevo. Tenían prevista una parada técnica en Creta, mas aprovechando las inmejorables condiciones de navegación y contando con agua dulce en abundancia, Milo ordenó continuar hasta Antioch sin escalas.

Pocos, quizá ninguno, de los soldados soñaron jamás con llegar a la lejana Antioch, la tercera ciudad del imperio, enclavada en la zona oriental del majestuoso valle del Orantes. Más lejana que Roma o Alexandria. Los encantos de la ciudad, desde el punto de vista de los legionarios, consistían principalmente en la calidad de sus licores, la violencia de su comunidad cristiana y la destreza de sus prostitutas.

—Ya soy viejo para todo esto —refunfuñó Milo.

El veterano centurión, cercana ya su licencia, estaba disgustado por haber sido destacado a Oriente. Marco lo escuchaba sin creer una sola palabra, pues sabía que Milo estaba encantado de tener una ocasión para medirse con el más encarnizado de los rivales del imperio. El resto de la tropa, con los semblantes requemados por el sol, pues no estaban habituados a recibirlo con tal intensidad, estaban entusiasmados con la oportunidad de conocer las excelencias de Oriente. Se les concedió a todos una semana de permiso para recuperarse del viaje antes de partir al gigantesco campamento de Dura Europus y luego a la frontera colindante con el imperio persa.

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Marco no había visto jamás algo como la ciudad de Antioch.

No recordaba cómo era Roma; era demasiado pequeño cuando su familia abandonó la capital. La ciudad más grande que conocía era Londinium, con una población de unos cinco mil habitantes que se doblaba los días de mercado. Nadie sabía a ciencia cierta el número de habitarles de Antioch, sin embargo todos coincidían en dar la cifra de medio millón como la más aproximada. Marco no tenía claro el concepto de medio millón y mucho menos el de cien millones, la población estimada del imperio. Cien millones de personas igual que él, cada una con su vida, sus penas y alegrías, sus desesperanzas y logros... el joven militar pensó mucho en ello.

Al revés que Londinium, Antioch parecía un apretado paquete de callejuelas protegidas del abrasador sol sirio por la sombra de altos edificios, repletas de gentes de la más variada procedencia: griegos, judíos, armenios, chipriotas, egipcios, árabes... asnos cargados de leña o toneles de agua y camellos hediondos y malhumorados resoplando quizá por las duras condiciones de su existencia.

La semana de descanso se le pasó en un abrir y cerrar de ojos. La impresionante ciudad era todo un asalto para los sentidos. Allí vio sacrificar una oveja en plena calle, una niña leprosa que se impulsaba sobre el polvo de las calles con las manos, pues no tenía piernas. Una prostituta paseaba contoneándose y en las huellas que dejaba tras de sí podía leerse en el suelo «sígueme» escrito en griego. Escuchó a un patriarca cristiano, a quien le arrojó tres pequeñas monedas de cobre, arengar a la multitud. Los amenazaba con la inminente muerte de todos ellos... a Marco no le parecieron del todo desencaminadas las palabras del orador.

Supo que sus hermanos mayores, Tito y Silvano, pronto partirían hacia la frontera con la IV legión, junto a refuerzos compuestos por retazos de cohortes occidentales.

—Esto es un maldito embrollo —aseveró Milo preocupado—. Las huestes de Sapor nos están zurrando la badana a base de bien.

Marco compartía su opinión. Antioch era un caos, el ejército era un caos y la campaña persa en su totalidad era un caos monumental.

—Lo único que puede hacer un soldado en esta situación —le explicó—, es mantener su equipo a punto, su espada bien engrasada y cuidar de sus camaradas.

No era muy alentador, pero tampoco había mucho más que hacer.

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Los legionarios no tardaron en recuperarse de la larga travesía. Por las mañanas recibían un duro entrenamiento en las colinas circundantes a la ciudad y por las tardes solían visitar las tabernas. Bebían jarras de licor de dátil bajo los emparrados. Marco comenzó a apreciar la vida en Oriente; allí se podía uno olvidar de sus anhelos e incluso de su propia alma sin que eso importase en absoluto, y dedicarse tranquilamente a no hacer nada el resto de la vida.

Una tarde entablaron conversación con un hombrecillo enjuto en una taberna, un sujeto de mirada inquieta que no respondía jamás a una pregunta directa. Lucía numerosos pendientes de oro, como cierto liberto procedente del Éufrates representado en las Juvenales... El hombre dijo llamarse Johurz. Marco le preguntó por su lugar de origen y, en lugar de contestar, sacó unos dados y les propuso una partida. Estuvieron jugando hasta que el pequeño Jorhuz los desplumó. Como compensación los invitó a beber, un detalle muy apreciado por Mus, el cual mostró su agradecimiento con un sonoro eructo.

—Te hablaré de mi tierra —dijo en cuanto les trajeron las bebidas—. Vosotros sois occidentales y no entendéis nada de nada —bebió, suspiró dramático y añadió—: Jorhuz es triste y salvaje como un antílope.

Marco se convenció de que los orientales no sabían hablar de otro modo que no fuese así, con figuras retóricas. Se decía que la única religión de Roma era el pragmatismo. En Oriente no había lugar para el pragmatismo, allí todo era poesía; nada parecía trascendente bajo el calor del desierto.

Jorhuz continuó hablando de sí en tercera persona, consiguiendo un efecto de elipsis muy dramático.

—Él ha formado parte de la élite de los ejércitos del rey, sí, en los locos días de su insensata juventud. Y tiñó su espada con sangre en múltiples ocasiones. Las muchachas del mercado soñaban con robarle el corazón a Jorhuz, sí. Pero él no encontraba ningún atractivo en ellas. Mi oro es tan bueno como el de cualquiera, decía, y tampoco encontraba placer con ello. Hizo entonces una alegoría de sí mismo para reconfortarse.

»Soy como el cedro de Fenicia, fuerte y amado por Dios. Soy un camello en el desierto de la vida, protegido por el poder de Dios... pero eso tampoco reconforta a Jorhuz, pues no cree que sea un camello y tampoco un cedro. Soy libre como un antílope, como un conejo, dijo después. Mi ciudad es de oro, mis palacios de mármol y los adoquines de mis calles son las más bellas piedras. Soy pobre como un zorro del desierto. Y Jorhuz ríe incluso cuando llora, pues sabe que el mundo es infinito y sus necesidades también.

El extraño hombrecillo llamado Jorhuz bebió un largo trago de su jarra y soltó una sonora carcajada. Luego echó la cabeza hacia atrás y rugió. Cuando terminó, encaró a los perplejos legionarios y añadió:

—Os vais al desierto... hay verdad allí —otra carcajada—. También la hay en la picadura del escorpión.

Dicho esto, apuró el licor que le quedaba y se fue sin añadir una palabra más.

Marco supo que se encontraba más allá del poder de Roma; daba igual lo que marcasen las líneas de los mapas. Aquello era Oriente, donde los hombres hablaban de sus dioses como si éstos fuesen viejos conocidos y caminasen junto a ellos; donde todo estaba imbuido de divinidad y donde los hombres podían fácilmente enloquecer de soledad y silencio a poco que se separaran de aquel oasis de civilización que era Antioch.

Bebió más licor de dátil y comenzó a sentirse atontado por sus efectos. Estaba aprendiendo, entre otras muchas cosas, a beber el delicioso licor de dátil. Se aprendía, qué remedio, bebiendo regular y copiosamente. No era una lección difícil.

Le sonrió a la bailarina armenia con los labios pintados de carmín. La danzarina tenía ojos lascivos, entrecerrados y un poco ebrios. Vestía una falda de gasa, fina como un velo, y llevaba el pelo sujeto por una cinta. La muchacha danzaba, haciendo lujuriosos contoneos frente a él. ¿Qué más quedaba por hacer? Todo era tan misterioso... Ella tocó unas castañuelas fijando sus ojos en los del joven soldado. Y cantó:

¿Acaso no pasan lentos los años?

Qué dulce es amar cuando se es joven,

y beber de los labios de una muchacha.

Qué dulce es mentirle a las sombras,

y pensar que no envejecemos.

Mas ¡ay! amor se va despacio,

como los años de juventud.

Cuando terminó la canción se soltó la cinta del pelo y su abundante cabellera negra y brillante como el azabache cayó pesadamente sobre sus hombros. Luego, con la cabeza baja, sin quitarle de encima la vista a Marco, le lanzó el lazo a su regazo. El joven

optio se quedó mirándola sin saber qué hacer.

—No se te ocurrirá rechazarla —bromeó Brito dándole un puntapié por debajo de la mesa—. Ya sabes lo que cuentan de las muchachas de la bendita Antioch.

Marco se levantó y la muchacha, tomándolo de la mano, lo llevó al otro lado de la taberna, tras una cortina. Marco no rechazó nada; en realidad estuvo casi toda la tarde con ella. Y en sus brazos pasó la semana; en sus brazos, cuando no estaba con una griega baja y rellenita llamada Papia... Pasó su última noche con las dos a la vez, para mayor goce de ambas. Aprendió mucho aquella noche.

La marcha de la mañana siguiente le resultó tremendamente agotadora.

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La formación cruzó el fértil valle del río Orontes, donde Marco alcanzó a ver grullas moviéndose con elegancia entre los juncos y, de la flora autóctona, sólo reconoció el aloe, el hisopo y los condenados espinos grises. Atajaron atravesando una cadena montañosa y se internaron en el vasto e inexplorado desierto sirio. El reino del hambre y la sed, custodiado por pedregales y espinos y habitado por escurridizas perdices de las dunas, lobos, escorpiones y zorros del desierto, inconfundibles por sus grandes y cómicas orejas.

El Éufrates no distaba más de doscientas millas, una distancia inalcanzable en aquellas condiciones, o eso les parecía. Cada soldado debía cargar con dos pellejos de agua, su ración diaria... Por primera vez, Marco supo qué significaba la expresión «morir de sed». Él, siguiendo el ejemplo del duro centurión que avanzaba ante sí, desdeñó el caballo que como oficial le correspondía y acompañaba a pie a sus hombres, medio cegado por el sudor, igual que ellos.

Marcharon a través de dunas, pedregales y zonas de monte bajo cruzados por resecos lechos fluviales, luchando con la arena que se colaba dentro de su calzado y les rozaba los pies hasta dejárselos en carne viva. Algunos, los más veteranos, llevaban los pies envueltos en vendas de lino.

Tras muchos días de marcha, divisaron el serpenteante trazado del gran río Eufrates sobre las llanuras de Mesopotamia.

—Thalassa,

thalassa— murmuró Marco—. Bueno, en cierto modo.

—¿De qué diablos estás hablando? —se interesó Mus.

Marco pasó un rato muy agradable contándole el

Anabasis mientras bajaban por el valle hasta la orilla del gran río. Le habló de la heroica retirada de los diez mil mercenarios griegos en territorio enemigo, comandados por Jenofonte, el autor de la obra. Le habló de la gesta realizada hasta que finalmente alcanzaron las altas mesetas de Armenia y allí dieron rienda suelta a su gozo al contemplar el mar Euxino, más allá de la ciudad de Tebisonda. ¡

Thalassa,

thalassa! ¡El mar, el mar! Mus dio su ponderada opinión tras meditarla un rato:

—¿Qué se puede esperar de esos mierdas de griegos? No son más que una banda de maricas.

Marco sospechó que su amigo no había captado el trasfondo de la historia.

Divisaron la imponente fortaleza de Dura Europus. Brillaba como si fuese una especie de visión milagrosa. Más que una fortaleza, era una ciudad circundada por grandes murallas de piedra arenisca que dominaba el río, a cuyo alrededor se extendían cientos de tiendas pertenecientes a los inseparables compañeros de los militares: negociantes, mercaderes, estafadores, charlatanes y, cómo no, prostitutas.

Entraron por la rampa de la puerta principal y, una vez dentro, Marco escuchó una voz llamándolo a gritos. Levantó la mano en señal de saludo y casi al instante dos jóvenes y robustos oficiales lo flanquearon dándole amistosas palmadas en la espalda. Eran sus hermanos mayores, Tito y Silvano, a quienes a duras penas podía reconocer.

Ellos estaban orgullosos del cargo de su hermano menor; bromearon mucho y se emborracharon juntos. Aquella noche, cuando Marco se introdujo tambaleándose en su camastro, se dio cuenta de que la distancia entre él y sus hermanos era insalvable. Habían pasado tanto tiempo separados que su familia ya no eran ellos, sino el cuestor de mediana edad llamado Lucio y su sobrina Julia, ambos residentes en la ahora lejana Londinium.

La vida en Dura Europus era similar a la de cualquier otro asentamiento militar. Aburrimiento, tediosas rutinas y más tediosos aún ejercicios aderezados con algún pequeño revuelo cada vez que se corría la voz de partir a presentar batalla a los persas. Pero los días se convirtieron en semanas y no hubo tal.

No hubo nada hasta una noche en que fueron despertados por un tumulto. A la mañana siguiente se enteraron de que el divino Constancio II estaba instalado allí; había llegado a medianoche navegando en barcaza por el Éufrates y ostentaba el mando supremo. Pronto partirían a buscar a los persas.

El emperador Constancio tenía la mala reputación de ser una autoridad en guerras civiles y un fracaso en las demás. Al igual que el resto de emperadores, también tenía fama de sacrificar a cualquiera de sus colaboradores que le hiciese la más mínima sombra. Por otra parte no era mal jinete, pasable como soldado y la tropa le mostraba un cierto respeto. Lo único que los legionarios encontraban un tanto absurdo era su afición a las discusiones teológicas. El emperador de Oriente apoyaba a una corriente cristiana llamada arrianismo, la cual sostenía que el judío llamado «el hijo de Dios», Cristo, poseía una naturaleza similar, pero no idéntica, a la de su Padre.

Merecía la pena tenerlo en cuenta, pues el emperador podía cambiar de opinión en cualquier momento. Constancio el Inconstante, le llamaban en algunos círculos.

De momento parecía haber abandonado las preocupaciones religiosas en la intrigante corte de Constantinopla, junto a lisonjas, murmuraciones, el oro, la malaquita, el pórfido, los brocados de rubíes y otras piedras, y los brillantes mosaicos casi ocultos entre nubes de incienso. De momento, pues, era un soldado combatiendo de nuevo a su viejo enemigo, Sapor II de Persia; y los soldados, ya se sabe, no pierden el tiempo con disquisiciones teológicas.

La guerra duraba ya diez años. Se habían desarrollado múltiples batallas y escaramuzas sin que la victoria se decantase por ningún bando. Lo que sí habían conseguido, y en abundancia, eran multitud de esqueletos, romanos y persas, resecando sus huesos a lo largo de las arenas de Siria y Mesopotamia y un gran número de buitres, todos ellos saludables y bien alimentados.

—Una de las guerras más absurdas que jamás ha mantenido Roma —le había dicho Lucio—. Ningún bando puede ganarla, y la zona en litigio no es más que un desierto inhóspito. Pero ya conoces a los reyes y emperadores...

Sapor II gozaba de una soberbia presencia, escultural. Tenía la barba negra y sus ojos refulgían como ascuas encendidas. Siempre acompañaba a sus tropas en la batalla; era un estratega astuto y sus huestes estaban tan bien entrenadas como las romanas. Todo en él era regio. Su padre había muerto dos meses antes de su nacimiento y Sapor fue coronado estando en el vientre de su madre. Ésta se había tumbado sobre una mesa de mármol y oro, le apartaron delicadamente sus ropas ceremoniales y colocaron con toda reverencia una corona de oro puro sobre su vientre... las manos de los sacerdotes se posaron sobre ella, alrededor de la corona, y el feto dio una patada.

Sapor II el Grande, Rey de Reyes, hermano del sol y la luna, señor de toda Persia y, a la sazón, el terror de Roma. Roma no era más que un mísero puñado de chozas a la ribera del Tíber, cuando su imperio se extendía ya desde el río Hidaspes, en el confín del mundo, hasta el Egeo. Su imperio contaba con mil años de antigüedad y persistiría durante otros mil. Roma era una pequeña molestia, y él era el Rey de Reyes.

Cuánto amaba combatir a Roma.

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Dos días después de la llegada del emperador, emprendieron la marcha.

La expedición se componía de cuarenta mil hombres, seguidos por toda su intendencia, que sumaban unos miles más. Perdido entre la colosal polvareda, marchaba Marco. Sus hermanos avanzaban por delante, con la IV legión, y por ahí, en algún lugar, vestido con la toga púrpura, cabalgaba el emperador. Marco todavía no lo había visto.

Avanzaron hacia el este y por la noche acamparon al raso en las extensas llanuras entre el Tigris y el Éufrates. Los exploradores batían largas distancias frente a ellos en busca de alguna señal que indicase presencia hostil. Nada.

La eficiente logística empleada para asentar un campamento sorprendió a Marco. Se alzaban tiendas de cuero perfectamente alineadas, se construían empalizadas y un foso de veinte pies de profundidad y otros tantos de anchura rodeando el campamento. Se excavaban agujeros y se colocaban estacas alineadas siguiendo un patrón cruzado; las maderas estaban afiladas, con la punta endurecida al fuego. Esta barrera podría detener una carga de caballería, puesto que el caballo quedaría ensartado y el jinete, si sobrevivía, estaría indefenso. Los legionarios llamaban a esas estacas «los lirios», cosas de soldados.

En opinión de Marco, un ejército que se organizase tan bien, tenía que ser por fuerza invencible.

Una noche, acampados al pie del monte Sinjar, no muy lejos del Tigris, los exploradores irrumpieron en el campamento a galope tendido para informar de un avistamiento. Marco salió a toda prisa de su tienda en cuanto escuchó el revuelo. Pudo parar a un explorador que estaba a punto de regresar a campo abierto.

—¿Y bien? —preguntó Marco.

—Hay una columna de polvo del tamaño de una montaña dirigiéndose hacia aquí —informó antes de partir.

No se veía al emperador por ningún sitio.

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—¿Qué estará haciendo? —se preguntó Marco en voz alta.

—Tomárselo con calma —respondió Milo a su lado.

Volvieron a sentarse en la mesa de la tienda de oficiales a digerir la noticia. Estaba claro que el propio Sapor conducía a sus huestes hacia ellos. Los rastreadores estimaban al enemigo en unos cien mil hombres. Lo natural en dicha situación hubiese sido esperarlos a orillas del Tigris, una magnífica barrera natural, pero no recibieron orden alguna de ponerse en movimiento.

Los legionarios subieron al monte Sinjar y allí contemplaron atónitos, casi sin poder creer lo que veían, el gigantesco ejército persa acampado al otro lado del río. El rey Sapor, vestido de rojo con adornos dorados, supervisaba sus tropas personalmente. Los zapadores persas construyeron tres grandes pontones con la profesional eficacia de las legiones. Pronto sus compañeros de armas comenzaron a cruzar el río, al oscurecer todavía seguían cruzándolo... y al amanecer habían cruzado todos. El ejército en pleno se dirigió a Hilleh, una pequeña aldea a unas siete millas del campamento romano. Inmediatamente comenzaron las obras de fortificación; cavaron zanjas, construyeron rampas, fosos y empalizadas, aseguraron su abastecimiento de agua construyendo grandes cisternas y se prepararon para avanzar.

Las inmensas polvaredas poco a poco fueron asentándose, dejando a ambos ejércitos uno frente a otro, en la llanura, esperando.

Los persas desplazaron arqueros y honderos a las cimas de los suaves oteros que dominaban lo que en breve sería un campo de batalla. Los romanos sabían que debían dejar la iniciativa a los persas. Sapor debía efectuar su primer movimiento... los legionarios tenían una teoría: la ventaja del atacante para tener éxito ha de ser de tres a uno, y los persas no eran tantos. Comenzaron a afilar y engrasar sus espadas, tranquilos y confiados.

Por alguna extraña razón, los persas lanzaron su ataque al comienzo de la tarde, cuando el brillo del sol les daba directamente en los ojos. Constancio estaba asombrado, contemplando la escena montado en su caballo.

Marco estaba en primera línea, con Milo a su lado y sus hombres tras él. Aquello era totalmente distinto al Muro; era una batalla auténtica. Se le secó la boca, las palmas de sus manos sudaban y el escudo le pesaba terriblemente... estaba extrañamente cansado. Esperaba sobrevivir o, en el peor de los casos, tener una muerte rápida al menos. Rezó a su dios, a Mitra, para que se llevara su alma con él, en caso de perecer.

El flanco derecho romano estaba protegido por las estribaciones de la sierra. Y en el derecho estaba la caballería. Sapor contaba con número suficiente para intentar desbordarlos, así que tendrían que combatir concienzudamente, pues los jinetes persas tenían fama de duros, rápidos, hábiles e imprevisibles. Todo dependería del flanco derecho.

Marco escuchó al enemigo acercarse antes de poder verlo. Venía envuelto en una enorme polvareda, avanzando al son de cuernos de bronce y timbales, haciendo temblar el suelo a su paso...

«Hacen temblar el... ¡elefantes!; traen elefantes. Sapor ha cometido una imprudencia; los elefantes causan más daño a su propio bando que al enemigo. Lo sabe todo el mundo», pensó Marco aliviado.

A través del polvo, Marco pudo entrever la vanguardia del ejército persa. Marchaban directamente hacia ellos como una erizada ola de barbudos portadores de cascos, escudos y jabalinas. La línea detuvo su avance y lanzó las jabalinas. Como si fuesen un solo hombre, los romanos hincaron la rodilla en tierra y levantaron sus escudos para rechazar lo mejor que pudieron la maléfica lluvia de hierro. Si la intención de los persas era causar bajas, arrojando sus armas a esa distancia y con tan poca energía, distaron mucho de lograrlo. Se escucharon un par de gritos de dolor, alguna arma arrojadiza que atravesaría un escudo... la herida no podía ser grave. Se habían visto en peores circunstancias, mucho peores, y habían mantenido la formación.

Y llegó el choque con la vanguardia persa. Con una temeridad que más tenía de pánico que de valor, Marco se mantuvo firme y fue de los primeros en recibir la fuerza de la embestida. Derribó a un hombre con un golpe de su escudo y ya estaba inclinándose para rematarlo cuando fue tumbado a su vez por un persa. Inmediatamente se halló rodeado por sus hombres, Milo y Mus, quienes lo protegieron dando furiosas cuchilladas. La línea resistió y el empuje persa fue detenido. Entonces comenzó la lucha cuerpo a cuerpo.

—¡Gracias! —exclamó Marco desde el suelo.

Sus camaradas lo miraron de soslayo como si estuvieran pensando en destriparlo allí mismo. Marco se dio cuenta de su error. No debía agradecerles nada, pues no hacían sino cumplir con su trabajo y a su vez asumían que él haría otro tanto por ellos. Dar las gracias era un insulto.

Se levantó medio mareado por el golpe; sentía la sangre, su sangre, caliente bañarle el rostro mientras el resto del cuerpo emanaba un sudor frío. No había sido un buen comienzo. Su corazón latía desesperadamente, espoleado por el pánico, y Marco volvió a la carga con renovada furia. Un nuevo golpe de escudo dio con él en el suelo sacándole todo el aire de los pulmones; esta vez ninguna espada trató de ensartarlo, pero, en cuanto se recuperó, él sí mató a varios adversarios siguiendo el patrón romano: golpea y apuñala. Marco les hundía su arma hasta que la punta chocaba con la espina dorsal.

A su alrededor todo el mundo combatía con el mismo estilo, esto es, a una distancia menor que la longitud de un brazo. A una distancia que no puedes matar sin acabar empapado de sangre. Él, como los demás, parecía una mancha sanguinolenta.

La caballería esperó pacientemente la maniobra envolvente de los persas, pero ésta no se produjo. Tampoco hubo ataques con elefantes, para desilusión de los romanos. El choque de infantería duró más de lo esperado hasta que las trompetas de bronce persas anunciaron la retirada. Los enemigos se retiraron despacio y en perfecto orden. La tarde estaba muy avanzada ya; el sol se encontraba justo por encima de la línea del horizonte, allá lejos donde discurría el Éufrates.

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