Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XV

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Entonces apareció la caballería persa haciendo una extraña maniobra de pinza, pues al ir directos hacia la infantería romana con objeto de arrollarla, interrumpían la retirada de sus propios hombres. La caballería persa era temida en todo el mundo; se temía a los jinetes, a sus cascos, armaduras de bronce, petos de hierro, y sobre todo a sus largas picas sujetas por un extremo a los cuartos traseros de sus monturas. Por si fuese poco, en un terreno llano y seco, la caballería contaba con una enorme ventaja sobre la infantería. Este último detalle de estrategia no importó a los legionarios, quienes se abalanzaron sobre los jinetes persas a la carrera, animados por la esperanza de lograr una victoria fácil. Los persas les infligieron un duro castigo, pero los legionarios no se quedaron atrás. Desmontaban a los jinetes y los degollaban allí donde los derribaban. En plena matanza las trompetas anunciaron la retirada de la caballería y, con ésta, se rompió la cadena de mando dentro de las huestes romanas.

Constancio ordenó que se replegasen. Sabía que sus hombres debían de estar cansados, y que en el desierto, la sed puede convertir una posible victoria en derrota segura. Sin embargo, la infantería, por una vez, desoyó las órdenes y persiguió a los persas hasta su campamento. Los soldados corrieron más de cinco millas con las armas, heridos, con la sangre zumbándoles en los oídos, empapados de la de sus enemigos, hambrientos de matar y casi deshidratados. Tenían el agua racionada, pero sabían de la existencia de grandes cisternas repletas en el campamento persa. Lo habían dicho los exploradores. Y, además, las frescas aguas del Tigris fluían a escasa distancia de allí.

Un oficial, cuando ve a sus hombres hostigar a un enemigo que se retira, aunque sea contraviniendo las órdenes, tiene dos opciones: acompañarlos o abandonarlos. Entre ser indisciplinado y ser un cobarde, Marco eligió ser indisciplinado.

Caía la noche cuando llegaron al campamento persa, y con ella uno de los episodios más terroríficos de las guerras persas: la batalla nocturna de Singara.

Las legiones arrasaron todo lo que encontraron a su paso. Destrozaron las defensas del fuerte siguiendo la táctica de la fuerza bruta y, una vez dentro, en la oscuridad, iluminados por las estrellas, no pudieron creer lo fácil que les había resultado la victoria. Todo lo que habían oído acerca del campamento persa resultó ser cierto y se arrojaron a las cisternas para calmar sus resecas gargantas. Hallaron carne y vino... Mataron sin ningún tipo de ceremonia a todo el que encontraron por allí que no fuese romano y, en una esquina del campamento, descubrieron algo muy interesante. Era un joven medio muerto que lucía una bonita armadura. Lo llevaron a la luz de las antorchas del patio de armas y averiguaron que se trataba, nada menos, que del hijo de Sapor II.

La mayor parte del ejército, el rey entre ellos, se había retirado al otro lado del Tigris. Sapor ordenó subir a un monte para ver qué estaban haciendo los romanos. Sus enemigos habían descuidado su disciplina, pues no combatían de noche, pero para el Rey de Reyes la batalla no había concluido todavía. Se subió a un escudo, sujeto por cuatro de sus hombres, para obtener una mejor visión del conjunto. Allí vio a su hijo, su propio hijo, el fruto de la semilla del Rey de toda Persia, arrastrado hasta el centro del campamento, donde lo desnudaron, azotaron, empalaron y finalmente mataron. Sapor lloró, se mesó los cabellos y sus furiosos rugidos se escucharon hasta en el saqueado campamento.

Cuando alzó la cabeza, ordenó a sus generales, los sátrapas, que se presentasen ante él. Los mandó atar a estacas clavadas en el suelo; les colocaron piedras bajo los codos y sobre las rodillas y, haciendo palanca, les quebraron las articulaciones. Los dejó aullando de dolor hasta que se aburrió de oírlos y mandó decapitarlos. Nombró nuevos sátrapas y dispuso a sus arqueros en lo alto de las colinas. Su función sería sembrar Singara con una lluvia de flechas incendiarias. Así les llegó la muerte a los romanos.

El silencio total suele inquietar a los hombres. Y el manto de la noche parecía haber borrado todos los sonidos. Marco miraba a su alrededor preguntándose si no se habría quedado sordo, cuando vio una brillante estela de fuego surcar el firmamento y caer en medio de la tropa, borracha, desarmada, exhausta y dormida. Los chillidos parecieron rasgar la oscuridad, los hombres comenzaron a morir, y las flechas iban cumpliendo su misión, matando e incendiando por doquier. Las llamas del campamento, abarrotado de soldados, se convirtieron en un magnífico blanco para los arqueros. La matanza fue terrible. Junto a los demás oficiales, Marco rugió todo tipo de órdenes para que se apagasen las antorchas y se realizase una retirada organizada. Le gritó a un soldado que estaba justo frente a él y el hombre comenzó a girarse con exasperante lentitud: tenía una flecha clavada en la garganta; cayó de rodillas frente a su oficial, alzó las manos como si suplicase algo, y murió escupiendo sangre, agarrado a las ropas del

optio. Quizá fuese aquello a lo que Johruz se refirió en la taberna de Antioch cuando dijo: «Hay verdad en el desierto, también la hay en el aguijón de un escorpión...». En efecto, algo de verdad había.

A su alrededor, los hombres tropezaban con los cadáveres de sus camaradas y maldecían como posesos en su loca carrera por huir. Las flechas continuaron cayendo, brevemente iluminadas por el fuego antes de clavarse en el cuerpo de algún soldado.

Sapor contemplaba el resultado de su obra desde lo alto. Sus ojos refulgían como un volcán en su inexpresivo rostro. Su hijo ya estaba con sus antepasados, precedido por una sangrienta columna de romanos que se dirigían directamente a los infiernos.

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Las otrora orgullosas legiones regresaban derrotadas a Dura Europus. Parecían una triste banda de náufragos, destrozados tanto física como psíquicamente. Dos días después de su regreso, Marco volvió a beber con sus hermanos, pero esta vez apenas hablaron; se embriagaron. Silvano fue el que más vino ingirió. Bebió a un ritmo constante, sin parar, sujetando la jarra con la mano izquierda, pues había perdido el brazo derecho. Una flecha persa lo hirió y la carne se infectó rápidamente y hubo que amputar. Algunos de sus camaradas trataron de animarlo diciéndole que al menos conservaba la vida. Pero él sabía que mejor le hubiese sido morir en Singara; la peor herida era perder el brazo derecho... era el final. Aquella noche, Silvano se emborrachó a conciencia.

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Corría el año 348 desde el nacimiento del judío llamado Cristo, el 1100 desde la fundación de Roma. Tendría que haber sido un año de alegría y regocijo, como lo fue un siglo antes. Las fiestas de celebración del milenio fueron fastuosas y duraron semanas. Pero el cumplimiento de once siglos

ab urbe conditia, no tuvieron tal repercusión. Daba la impresión de que los ciudadanos y los soldados del imperio supiesen que sería el último centenario del Imperio romano y estaban avergonzados con su sino.

La guarnición de Dura Europus vivió una total apatía durante las semanas en las que Constancio el Inconstante titubeaba acerca de su próximo movimiento. La campaña militar de verano tocaba a su fin y todo eran rumores e incertidumbre. Sapor se había desplazado hacia el sur, a la península arábiga. Más tropas fueron trasladadas desde occidente para fortalecer el contorno oriental del imperio, con el consecuente debilitamiento de las fronteras europeas, el Muro, el Danuvius y el Rhenus.

Mientras, en los silenciosos bosques del norte, y en las estepas asiáticas las tribus se limitaban a observar y esperar su oportunidad. Sármatas con sus carromatos cubiertos de piel de buey, sus corazas de casco de caballo, sus lanzas de espinas de pescado, untadas de veneno y sangre humana; hunos, con sus cascos redondeados y polainas de piel de cabra, comiendo carne cruda que se limitaban a calentar un poco colocándola bajo sus muslos mientras cabalgaban; los atacotos, con las caras marcadas por líneas alargadas, pintadas de azul oscuro, a caballo de ponis montañeses y una ristra de cabezas humanas adornando sus bridas.

Las tribus estaban esperando el desmoronamiento del imperio.

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