Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPITULO XVI

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Y así fue como él reaccionó antes que ningún otro defensor, con la estupidez necesaria y la total ausencia del más elemental de los instintos para plantear con éxito la defensa de un ataque efectuado con elefantes. Envainó la espada, tomó su jabalina de la pared, saltó sobre la cima de ésta y la arrojó hacia el primero de los elefantes. Los arqueros persas lo recibieron con una lluvia de flechas desde la torreta. El guerrero saltó de nuevo tras el muro y los defensores, animados por el valor o la inconsciencia mostrados por Marco, respondieron a su vez. Los dardos subieron hacia el cielo describiendo una parábola y fueron a caer sobre la vanguardia enemiga. Una de las flechas, para desgracia del pobre elefante, fue a clavarse en la parte más sensible de su anatomía: la trompa. El pobre animal, soltando un horrible barrito de dolor y rabia, comenzó a girar fuera de control, alzando su trompa herida. El mahout desenfundó su daga de inmediato, pero vaciló, como si dudase en darle tan indigno final a su bestia. El elefante continuó girando y, con cada vuelta, el barro de sus pies iba espesando más y más. Sus bramidos terminaron enloqueciendo a los demás elefantes. Finalmente el mahout se decidió y lo sacrificó asestándole una limpia puñalada. El animal se desplomó como un fardo.

En ese instante, Marco ordenó a su contubernio que lo siguiesen. Saltaron el muro con las espadas desnudas confiando en no romperse una pierna al correr sobre el lodazal y cubrieron los treinta pasos que los separaban del elefante muerto.

Los arqueros persas saltaron de su torreta y allí mismo se toparon con Marco y sus hombres, que los cosieron a puñaladas, y luego desaparecieron con la misma presteza con que habían llegado.

Los demás elefantes se atascaron alrededor del cadáver de su congénere. Todos aprendieron una valiosa lección: el peor sitio para cruzarlo a lomos de un elefante es un barrizal.

Marco saltó la pared seguido muy de cerca por Brito y Caelio.

—Buen trabajo,

optio —reconoció Milo.

—El agua está de nuestra parte —contestó Marco jadeando, sin resuello—. Ahora lo entiendo.

*

*

*

Un asalto en toda regla efectuado con la infantería pesada hubiese dado la victoria casi con total seguridad a los persas. Sin embargo, Sapor envió primero a los elefantes, en consecuencia la especie de lago artificial circundante a su objetivo se volvió un barrizal, un atolladero para los asaltantes, como pudo observar tras el penoso fracaso de su caballería. Después efectuó un cambio de estrategia que absolutamente nadie fue capaz de entender. Los persas, tras arduos esfuerzos, consiguieron fletar una torre de asalto, construyeron una balsa a modo de plataforma y asediaron la muralla sur. La torre, sin la estabilidad necesaria para ser efectiva, fue fácilmente derribada por los garfios de los defensores. El lago construido por Sapor se había convertido en un obstáculo insalvable para ellos y en un maravilloso aliado, incansable y tenaz, para Nibisi.

En efecto, el ejército persa rezumaba cieno y, cuantas más fuerzas enviaban, peores resultados obtenían. Cuando, dominado por el odio, ordenó una nueva carga con elefantes, las bestias tropezaban con los cuerpos de quienes les habían precedido. Caían al suelo, barritaban suavemente, como si llorasen ante el triste espectáculo que les suponía ver a todos sus congéneres muertos, alzaban sus trompas olfateando la sangre y el hedor de la carroña, y sus cerebros no lograban entender tal horror. Tuvieron que ser sacrificados allí mismo, entre los restos de sus compañeros, de caballos, de humanos...

El centro, el corazón de la batalla, continuaba siendo el ala este de la ciudad, donde la empalizada de seis codos de altura había sido reforzada. Allí Marco trabajó duro, sin tomarse un respiro. Estaba situado en el mismo centro de la brecha, organizando a sus hombres, y usando la jabalina más que la espada para acuchillar y ensartar a las sucesivas oleadas persas. La zona estaba protegida por tan sólo una centena de legionarios dispuestos en doble fila, una fuerza modesta pero muy eficaz dadas las dimensiones del lugar. Si algún asaltante conseguía salvar el pequeño parapeto, era inmediatamente destrozado por la segunda línea defensiva. Tras ellos, los ciudadanos se ocupaban de proporcionarles agua fresca y armas en buen estado. De vez en cuando, Marco echaba un rápido vistazo atrás intentando reconocer entre la maraña de gente a la muchacha de la taberna. Le hubiese gustado beber de una garrafa ofrecida por ella, pero no, no la vio.

Pensar en la muchacha le estaba restando capacidad de concentración, algo muy importante cuando te asalta una de las fuerzas mejor preparadas del mundo.

—¡Ahora no! —se ordenó a sí mismo en voz alta, mientras machacaba la cara de un enorme y barbudo persa con el tachón de su escudo—. ¡Ahora no, maldita sea!

*

*

*

Sapor atacó al día siguiente, y durante cuatro largos días más. Fracasaron todas sus tentativas. Cada noche, los exhaustos defensores, militares y civiles, reconstruían de nuevo la empalizada. Con el paso del tiempo, el campo de asedio se asemejaba más y más a un paraje barrido por los vientos armenios. Medio hundidos en cieno se hallaban cadáveres de personas, caballos, elefantes y restos de maquinaria militar. Estos macabros restos constituían un escollo de tales dimensiones que las cargas pasaron a ser una carrera de obstáculos donde los soldados quedaban expuestos a la nutrida y certera lluvia de flechas de los defensores. La moral no tardó en decaer dentro del bando persa.

En cambio, la gente de Nibisi parecía ganar fuerza y resolución gracias en parte a las encendidas arengas del obispo. El anciano patriarca, situado en lo alto de las murallas, agitaba un escuálido puño a los sitiadores, a las hordas paganas.

—¡Afligida Nínive! ¡Oh, triste Babilonia! Vosotras, construidas sobre el orgullo y la soberbia de los malvados, habéis caído igual que cae el árbol bajo la fuerza del hacha. Vosotras, poderosas en su día como un cedro fenicio... poderosas como Elia Capitolina y Tyrus. ¿Qué ha sido de ellas ahora? ¿Dónde están?

»No recordáis al Dios de Israel, que arrolla a sus enemigos como el vendaval esparce la mies recién segada. Porque el Señor, el Dios de los Ejércitos, ha enviado su furia sobre vosotros. ¡Orgullosa Persia, yo os digo que vuestros días están contados! ¡Vuestros reyes y estrategas serán ejecutados en las plazas, vuestras mujeres e hijos serán cargados de cadenas y vendidos como esclavos, y vuestras ciudades serán devastadas! Los lugares que llamáis templos y palacios pronto serán barridos tan sólo por el viento, y serán cobijo de zorros, lechuzas, conejos y todas las bestias salvajes del desierto. Y así será porque es la voluntad de Dios, y sólo sus seguidores sobrevivirán. Habéis olvidado la historia de Goliat el filisteo, que cayó a manos de un muchacho llamado David. No teméis a la fe de Mob, ni de Edom, Midiam o Amalek. Ni os acordáis del día en que Samuel, el elegido de Dios, descuartizó a Agag ante Yahvé en Guilgal. ¡Lo mismo ocurrirá contigo, oh, Persia! Serás pisoteada por el Señor al igual que lo fue Moab.

Y hubo más, mucho más. El obispo se encaramaba en lo alto al amanecer y permanecía vociferando sus maldiciones hasta el ocaso y luego bajaba en loor de multitudes. Marco sentía la punzada de los celos al ver aquella reverencia ante el anciano, como si fuese él quien con sus palabras detuviese las hordas persas.

La situación se podría haber mantenido semanas, pues Sapor contaba con el suficiente potencial humano y el empeño necesario, de no haber recibido a un mensajero que portaba noticias procedentes de su propio reino. La frontera oriental de Persia había sido asolada por una horda de masagetas, los escitas de las estepas asiáticas.

Sapor se sintió ciego de rabia, pero aún le quedaba una cosa por hacer; en realidad dos.

La primera, entretenerse con los aullidos de dolor de sus sátrapas al ser cruelmente torturados. Disfrutó un rato, pero no se sentía de humor para juegos y ordenó decapitarlos. La segunda, regresar a su territorio para resolver sus problemas. Nibisi debería esperar.

*

*

*

Cuando se convencieron de que no era una estratagema sino que Sapor II, efectivamente, se había retirado, los soldados arrojaron sus armas al suelo y lloraron. Estaban demasiado cansados para tan siquiera tratar de dormir. Por otro lado, hubiese sido un fútil intento, pues las campanas de la ciudad redoblaron toda la noche, cosas del obispo. Resolvieron emborracharse a fondo, sin recato.

Ayudaron a reconstruir la ciudad, montaron andamios de madera de cincuenta pies de altura, colocaron eslingas y roldanas y, con su ayuda, las murallas recuperaron su pasado esplendor. Fuera del recinto hicieron grandes piras para quemar a los hombres y bestias muertos. Densas columnas de humo negro pudieron divisarse desde muy lejos. Sapor, en su huida, había ordenado quemar las cosechas y cuando corrió la noticia, los ciudadanos se sintieron desfallecer, pero el obispo les echó un buen sermón.

—¡Tenéis grano de sobra en los almacenes! —concluyó—. ¡Plantadlo!

Llegó el día en que Milo decidió que su misión allí había concluido, pues estaban siendo un obstáculo más que una ayuda. Era el momento de ceder el lugar a los civiles.

Atravesaron las calles en formación, abandonando la ciudad por la puerta sur. La multitud se agolpaba para despedirlos, entusiasmados, arrojando palmas y pétalos de flores a su paso. No era como un desfile triunfal en Roma, con los carros adornados de oro, los sacrificios de bueyes, las alforjas húmedas por hojas de algas marinas y rellenas de ostras para la tropa, con prostitutas que se ofrecían gratis... pero a Marco le pareció igual de emocionante, le pareció que eran héroes y le gustaba aquella sensación.

Se sintió conmovido cuando una muchacha se acercó a él para ofrecerle una rosa roja. El

optio abandonó la formación y recogió el trofeo de manos de la muchacha de la taberna... dueña de unos ojos en los que un hombre podría perderse. Ella se alzó de puntillas y lo besó en la boca. La multitud, sobre todo sus compañeros, vitoreó el gesto, pero el joven ni se enteró hasta que la chica lo soltó y se perdió entre la multitud. Marco volvió a ocupar su puesto en la formación. Aquella mujer y él no habían cruzado una sola palabra. Se preguntaba un tanto melancólico si alguna vez regresaría a Nibisi.

Marco, con el corazón henchido de amor, continuó caminando junto a la cansada y victoriosa columna de legionarios. Regresaban a Dura Europus a través de las interminables llanuras sirias. Pasaron frente a los restos de las piras donde fueron incinerados los restos del enemigo. Marco las contempló esta vez desde otro punto de vista, los huesos... los restos de carne quemada... no tenía palabras para explicar todo aquello. No había palabras. Le dieron ganas de llorar.

Restos de la espantosa carnicería se extendían aquí y allá sobre la llanura. Cadáveres abandonados, a medio devorar por aves y bestias. Carros volcados, caballos muertos cubiertos de barro, jabalinas clavadas en el suelo como si fuesen plantas que llevasen allí toda una vida, miembros cercenados. El hedor, no causado por la muerte, sino por la vida que se generaba tras ella... Por un momento todo le pareció un macabro juego, un vasto entretenimiento entre dos emperadores que envían a sus gladiadores selectos para amasar gloria a costa de su sacrificio. Echó un vistazo a las cumbres cercanas, casi esperando ver a una multitud de espectadores aclamándolos, como sucedería en el circo de Roma tras cinco días de juegos.

La voz de Milo lo devolvió a la dura realidad.

—No estuvo mal el beso de la muchacha.

Marco contestó con una acongojada sonrisa.

—Tienes un nudo en la garganta, ¿verdad?

Silencio.

—Sea como fuere, ninguno de mis hombres puede llevar esto.

Con un rápido movimiento le quitó la rosa del casco. Marco supuso que el centurión la tiraría al suelo, pero no fue así.

—Guárdala,

optio; consérvala bajo tu manto.

Dicho esto, Milo regresó a su puesto, a la cabeza de la formación.

*

*

*

La cuestión estribaba en saber quién detentaba la fidelidad de los soldados occidentales.

Marco tuvo mucho tiempo para pensarlo en Dura Europus. La consecuencia de una batalla victoriosa era la euforia y, tras ella, siempre, un largo período de aburrimiento.

Por primera vez se vio afectado personalmente por la revuelta de Magnencio. Ahora servía bajo los estandartes de las legiones orientales, y había otros similares en occidente. Si Magnencio mostraba algún sentido común, se rendiría a Constancio, de otro modo estallaría una sangrienta guerra civil.

Le expuso sus dudas a Milo. El centurión apretó la mandíbula.

—La situación está bastante fastidiada, no creas. Sólo ha de existir un emperador en Occidente, y Magnencio no ha sido debidamente proclamado. Constancio es el último de la familia del gran Constantino, su hijo y heredero.

La convicción mostrada por Milo no engañaba a Marco; éste sabía que si la situación fuese distinta, si estuviesen en Eburacum, el experimentado militar encontraría poderosas razones para apoyar a Magnencio.

—Magnencio cuenta con sus legiones, las compuestas por francos y sajones. Las mejores del mundo —apuntó Marco.

—Por eso dije que la cosa está fastidiada.

Los esquemas de Marco se tambaleaban a medida que acumulaba experiencia. Ya no estaba seguro de saber qué era el amor, a quién servir, a quién adorar... ¿Estaba Mitra presente en la batalla? Él sobrevivió, otros muchos murieron luego, ¿contaría con la protección de algún dios? ¿Era el destino o simplemente la suerte? Los hombres destripados en el barro, los elefantes y sus lastimeros barritos, los relinchos de los caballos agonizantes. Todos eran seres vivos; ¿no los amparaba ningún dios?

Cada vez estaba más convencido de que la verdadera naturaleza de los dioses, o de un dios o de quienquiera que fuese, era inexplicable e incomprensible y, sin duda, se hallaba más allá del Bien y del Mal. No parecían muy preocupados con los sufrimientos de los hombres. Quizá fuesen, le espantó la idea, el Bien y el Mal juntos. Seres inhumanos, eternos, con cabezas de animales, capaces de crear a una bella muchacha y también a las serpientes venenosas. Gozaban tanto con el sonido de una lira tañida con destreza y una buena copla como con los estremecedores gemidos de un animal inocente agonizando en un campo de batalla. El mundo era un circo para ellos y se divertían con él.

¿Cómo se puede adorar u honrar a seres tan abyectos?

Sentía haber perdido su religión, su cultura, su identidad. Su lealtad cada vez se mostraba más confusa. Su vida social no existía, ni tampoco sentía ningún aprecio hacia ella. Todo lo que significaba algo para él se reducía a un pequeño círculo privado compuesto por sus camaradas y las dos personas que vivían en Londinium Augusta y a quienes llamaba «su familia».

Roma es sólo el sueño loco de una dama; ¿quién dijo eso? Los emperadores eran como niños malcriados; las victorias eran tan amargas como las derrotas. El amor se había vuelto un enigma indescifrable. Podrías acostarte cada noche con una prostituta diferente y enamorarte de la muchacha que te dio un beso y una rosa, de la que no sabes nada, ni su nombre. El amor era tan misterioso, y a veces tan breve, como la niebla sobre los arrozales al amanecer. Los dioses siempre se mostraban indiferentes a los mortales. Bajo las premisas morales más básicas, las deidades eran... ¡eran inmorales! ¿Qué otra cosa podría hacer sino ir a la taberna, compartir el vino con los cantaradas, gozar de las prostitutas y maldecir al día siguiente?

Vivite,

ait mors.

Venio.

Vive, dijo la Muerte. Ya vengo.

*

*

*

Estaba imbuido en tales pensamientos cuando Marco escuchó el revuelo habitual que se creaba cuando el emperador llegaba a Dura Europus.

A la mañana siguiente un mensajero imperial se presentó en el barracón de oficiales para anunciar que el divino emperador Constancio requería ante su presencia al

optio Marco Flavio Aquila.

Marco salió a la puerta sin afeitar y con resaca. El mensajero parecía fuera de lugar allí, con su dalmática de lino beige pálido bordada en oro, calzado con unas extrañas zapatillas con las punteras curvadas hacia arriba. Un precioso espécimen recién salido de la corte de Constantinopla. «Cómo debe odiar estar aquí», pensó Marco divertido.

El mensajero arrugó la nariz con desagrado cuando Marco se presentó ante él.

«A mí no me pongas esa cara, hijo de puta. Mis hombres matan y mueren para mantener a parásitos como tú, que sólo valéis para acicalaros como las mujeres», pensó Marco.

Pero no dijo nada.

—Su divina majestad, el emperador Constancio, requiere tu presencia —anunció.

Marco lo miró un tanto asustado.

—Marco Flavio Aquila, inmediatamente —apremió.

«Mierda», pensó el soldado.

*

*

*

Constancio ocupaba un sillón liso de madera colocado sobre un pedestal de mármol. Marco hizo una reverencia y esperó.

El mediano, y único superviviente de la familia del emperador Constantino el Grande, gozaba de un impresionante aspecto, o eso parecía a primera vista. Era un hombre más cerca de cuarenta que de treinta años, de anchos hombros y heredero, entre otras cosas, de la poderosa nariz y la barbilla partida de su padre. Su mirada era penetrante, quizá demasiado; sus ojos brillaban impacientes, codiciosos y voraces, parecían querer saberlo todo. No se puede confiar en un hombre que todo lo quiere saber. Su voz, cuando hablaba, sonaba más a una insinuación que a una orden.

—Entonces, tú eres el oficial que sirvió con ejemplar bravura durante el asedio de Nibisi, Marco Flavio Aquila.

—Ése es mi nombre, divino emperador.

—¿Acaso no combatiste con valor? —preguntó parpadeando con un nervioso tic. Su divina majestad imperial se sentía contrariado.

«En el nombre de la Luz», pensó Marco.

—Sí, divino emperador, pero sus elogios son demasiado amables.

—No, no lo son —contestó. El emperador se volvió a un lado y tomó un medallón sujeto a una tira de cuero sin curtir que estaba en una mesa a su lado.

Marco hincó una rodilla en tierra y el monarca le puso la condecoración alrededor del cuello.

—Es un gran honor para mí —agradeció en cuanto se puso en pie.

—Claro que sí, por supuesto —aseveró Constancio con una tenue sonrisa; habiendo halagado al hombre, se acercaba el momento de explotarlo—. Tengo entendido que gozas del envidiable apoyo del cuestor de Londinium, Lucio Fabio Quintiliano. ¿Es cierto eso?

—Sí, divino emperador.

—Una posición delicada en los tiempos que corren, tiempos de división. Me pregunto a quién se mantendrá fiel la ciudad de Londinium...

—A Roma, sin duda, divino emperador —no cabía otra respuesta.

Constante no reprimió una sonrisa; el

optio no iba a librarse tan fácilmente.

—¿Y quién gobierna Roma, yo o... Magnencio?

Marco guardó silencio, pensando la respuesta con la vista fija en el suelo. No alzó la mirada hasta que escuchó unos pasos emerger de entre las sombras.

Era un hombre de edad indefinida, vestido con una larga túnica blanca, y llevaba la cabeza y la cara completamente afeitadas, excepto una breve perilla. Sus ojos no se apartaban de Marco. Lucía una cadena alrededor del cuello con el símbolo del crismón.

—Paulo —saludó el emperador con una sonrisa—. Ah, mi fiel colaborador.

Paulo comenzó a interrogar a Marco con el rostro hierático, sin pedir permiso para hablar, lo cual sorprendió al

optio.

—¿Tu... tío es cristiano?

—No, no lo es. Él adora a los dioses de sus antepasados, los dioses de los César Augusto, los Antonios, los Severos...

Paulo alzó una mano ordenando silencio y Marco obedeció; no era bueno patear a la serpiente en su nido, puede morder antes de que te des cuenta.

—Creo que Magnencio cuenta con un gran apoyo en Britannia, buena parte de sus tropas proceden de allí.

Aquello no era una pregunta, por lo tanto Marco no tuvo nada que añadir. El silencio es un amigo que nunca traiciona, y en esos momentos era su único aliado.

—Me gusta Britannia —terció Constante—. Mi padre fue nombrado emperador allí, en Eburacum.

Hubo un largo silencio; el oficial incluso creyó que se escucharía el goteo de sus gotas de sudor, pues sudaba de miedo.

—A pesar de la traición de Magnencio, no existe un muro de piedra que divida el imperio. Los mercantes continúan transportando sus cargas desde las costas asiáticas hasta la brumosa Britannia, y regresan sin novedad. Pero, desafortunadamente, reina la confusión. Tenemos nuestro ejército acantonado aquí, en Oriente, sólo que existe una facción rebelde comandada por un usurpador, compuesta por las tropas móviles de Occidente, y parece que se disponen a hacernos frente. Evidentemente, nuestros corazones anhelan la paz. Pero el camino hacia la paz puede ser terriblemente sangriento, ¿no es una ironía?

De nuevo Marco optó por guardar silencio. Constancio se entretuvo mirando sus anillos, y mirándolo de frente añadió:

—No he oído de tu pariente otra cosa que no fuesen magníficos informes, a excepción de ser pagano. Parece un hombre honesto.

—Lo es, divino emperador. Es un hombre íntegro y leal.

—No me interrumpas, por favor. Soy un hombre razonable y los paganos, como sabes muy bien, continúan ocupando puestos de relevancia dentro de todas las instituciones imperiales. Aun así, me gustaría conocer más acerca de la situación en Britannia. Quiero saberlo todo. Con el tiempo, cuando Magnencio sea ajusticiado, regresarás a Londinium y serás nuestro representante. Tendrás mucho trabajo —pensó un momento las palabras adecuadas—, habrá que ordenar las cosas de nuevo. Con todos estos sobresaltos y confidencias imprecisas, no sería de extrañar que dos personas buenas y leales como tu amado pariente y su sobrina, creo que tiene una sobrina, puedan verse envueltos en algún desagradable incidente... a no ser que alguien vele por ellos.

Marco bajó la mirada por tercera vez. El emperador lo interpretó como un gesto de obediencia, cuando sólo era un gesto de claudicación. Marco se veía obligado a aceptar el menos atractivo de los encargos, el de espiar a la gente.

Respiró profundamente cuando por fin salió de la estancia. Le pareció que era la primera bocanada de aire fresco que tomaba en mucho tiempo.

*

*

*

Constancio descansó la barbilla sobre la palma de la mano y ordenó a Paulo que se preparase para escribir una carta.

—Claudio Albino, prefecto. Saludos en la paz de Cristo —comenzó a dictar, arrastrando las palabras.

Paulo, el siervo más fiel del emperador Constancio II, era conocido por ser un celosísimo cristiano. Era el interrogador más temido del imperio oriental. Su nombre no era Paulo el Celote, sino Paulo Catena. Y sabía hacer honor a su nombre, pues las víctimas de sus interrogatorios se daban cuenta, con gran pesar, que cada una de las preguntas y respuestas se entrelazaban como eslabones de una siniestra cadena. Y esos eslabones terminaban, indefectiblemente, con la confesión de culpabilidad por parte del reo. Marco tuvo oportunidad de saborear, por así decirlo, los efectos de sus preguntas. Catena era un gran creyente de la culpa; él la llamaba «el pecado original».

Paulo Catena tuvo su primer contacto con la culpa en su infancia. Su familia era cristiana, oriunda de Hispania, y allí vivía durante las persecuciones de Diocleciano, el sanguinario cazador de cristianos. Un día, siendo niño, Paulo había salido a pescar a los arroyos del monte llevando una vara, un anzuelo y un puñado de gusanos como cebo. No pescó nada, pero no le importaba, hacía sol y la vida discurría apaciblemente. En ese momento su familia asistía al culto en el templo. Él había fingido estar enfermo, se había untado las mejillas de harina y lavado la frente con agua fría. Su madre cayó en el engaño y lo dejó en casa, al cuidado de los esclavos, mientras los demás iban a adorar a su Dios. Tan pronto como se fueron, el niño saltó de su cama y salió del cuarto por una ventana.

Hacía calor y se tumbó al pie de una roca para dormitar. De pronto unos espantosos gritos lo despertaron. Se subió a la peña para otear y entonces lo vio todo. Vio el pueblo tomado por los legionarios y un hombre a caballo dirigiéndolos. Los vio sacando a las mujeres del templo, su madre y sus hermanas estaban allí, entre ellas, desnudarlas y colgarlas de una pierna del dintel de un granero. Allí las flagelaron y después parecía que les preguntaban algo, algo acerca de adorar a Diocleciano como a un dios y ofrecerle sacrificios, y como al parecer se negaron, fueron flageladas de nuevo. Paulo vio el efecto de los terribles látigos de doble cola con una taba en la punta sobre la piel de las mujeres. El viento trajo claramente sus desgarradores chillidos hasta él. Luego comenzaron con los hombres; sacaron a uno y lo colgaron junto a las mujeres, con un brasero bajo él, y poco después su pelo comenzó a humear. A unos les introdujeron púas bajo las uñas, otros fueron quemados con plomo fundido y todos fueron golpeados sin piedad. Nadie intentó resistirse, pues pelear era contrario a su credo. Las Sagradas Escrituras fueron quemadas.

Y entonces apareció el hombre del hacha. Los cristianos fueron decapitados uno a uno, pero eran demasiados y hacía mucho calor. El filo del hacha se melló y el verdugo a veces tenía que dar tres o cuatro golpes para cortar un cuello. Finalmente, el comandante de la tropa ordenó detener la ejecución y llevarlos de vuelta al templo, donde se hallaba el resto de desventurados. Cerraron las puertas, las sujetaron con puntas, apilaron leña y sarmiento alrededor del edificio y le prendieron fuego. Furiosas llamaradas rodearon el templo y, a pesar del crepitar de los leños, pudo escuchar los desesperados lamentos de los fieles, de los mártires, con la caña y el cebo todavía en sus manos, con la boca abierta de estupor. Entonces chilló, un pavoroso grito que contenía el duelo por su abuelo, sus hermanas, sus padres, su tía y su pequeña hermanita, un bebé... El bebé, eso no lo sabía él, murió cuando su madre tomó la primera bocanada de humo y se sintió ahogar, entonces apretó a su hijita contra el pecho hasta asfixiarla.

Paulo Catena era un gran creyente en la culpa. Tenía una fe ciega en el pecado original.

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