Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XVII

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Todavía quedaba una batalla más. La que los enfrentaría a Magnencio, pues éste se negó a entregarse a cambio de la paz sorprendiendo con su actitud a propios y a extraños.

En el mes de mayo del año 351 de la era cristiana, una misteriosa luz en forma de cruz fue vista en los cielos de Elia Capitolina, al menos eso declaró el obispo de allí. Constancio lo tomó como un buen presagio y ordenó trasladar sus tropas desde Antioch hasta los puertos de las costas de Dalmacia. Desembarcaron en Spalatum, el palacete de Diocleciano, y desde allí se dirigieron al norte. Magnencio a su vez avanzó hacia el este.

Constancio desplazó su ejército a través de las llanuras de la baja Pannonia hasta alcanzar la ciudad de Cibalis, donde asentó su posición. Magnencio se dirigió a marchas forzadas hacia el sur, pues el crudo invierno balcánico estaba próximo, intentando aprovechar su ventajosa posición frente a Constancio, pero éste no cayó en la trampa... pues un general franco llamado Silvano había desertado del bando insurgente.

Magnencio cercó la ciudad de Mursa; ya habían quemado las puertas y sus hombres escalaban las murallas con éxito cuando recibieron noticias de la proximidad del emperador de Oriente. Fueron a su encuentro y en las baldías llanuras por donde discurre el río Drave, se entabló la batalla. Antes de comenzar el combate, Constancio II se retiró a orar en una capilla bajo los muros de la ciudad, acompañado del obispo arriano Valente. El prelado le garantizó la victoria.

El día 28 de septiembre del año 351 de la era cristiana se desarrolló una de las batallas más sangrientas del mundo antiguo, desde luego la más feroz del siglo. Las legiones, acostumbradas a combatir hordas salvajes sin disciplina alguna, que se deshacían fácilmente contra las cerradas filas de los romanos, se encontraron enfrentadas unas con otras como si combatiesen a su propio reflejo. El choque fue brutal. Las líneas perfectamente ordenadas, escudo contra escudo, centuria contra centuria, se estrellaron unos con otros como dos enormes aludes que estallan en mil pedazos. Lucharon durante todo el día perplejos por lo absurdo de la situación. Mus hundió su espada en soldados que hablaban el mismo dialecto sajón que él. Marco mató a hombres que muy bien podría haber comandado en Eburacum. Allí murió Brito, Caelio y también Clito el Africano. Milo perdió un ojo y Marco dos dedos de la mano derecha. Durante la matanza, Marco recordó unas palabras de Lucio: «Todos los hombres son hermanos, pero todavía no lo saben». El sonido de aquellas palabras le pareció más espantoso en Mursa que en cualquier otro lugar, pues los bandos sí eran hermanos, lo sabían y aun así se atacaban como los más encarnizados enemigos. No hubo piedad, aquel día no se ofreció cuartel.

Las tropas auxiliares sayonas, sin armaduras y no muy bien equipadas, sufrieron grandes pérdidas a manos de los certeros arqueros sirios de Constancio. Magnencio arrolló el flanco derecho de su oponente con su devastadora caballería pesada.

Finalmente la victoria, si es que un desastre de tal magnitud merece ese apelativo, se decantó por el emperador de Oriente. El mayor triunfo lo obtuvo con su caballería: logró romper las filas enemigas y sumirlas en el desorden; ésta fue la clave, más que el número de bajas, pues las pérdidas fueron espantosas. Se estimaron en unos treinta mil hombres por bando, sesenta mil hombres muertos por arma blanca en el transcurso de un solo día. Una pavorosa carnicería que no logró su objetivo, apresar o matar al comandante usurpador, por eso fue casi olvidada por los cronistas de Constancio.

Sin embargo, Marco no podría jamás apartar su recuerdo.

Singara, Nibisis y Mursa: tres titánicas batallas, una victoria, una derrota y un desastre respectivamente. Tres experiencias suficientes para hacer de Marco todo un curtido veterano.

Magnencio huyó con un pequeño destacamento de caballería ligera y Constancio intentó perseguirlo, pero desistió, no había prisa. El reinado del autoproclamado emperador había terminado y Constancio era

defacto el gobernador absoluto de todo el imperio, desde el Muro de Adriano hasta el Eufrates.

Hubo poco después otro enfrentamiento en las faldas del monte Seleucis, en la Galia, una pequeña escaramuza en comparación a Mursa. Allí, el poder de Magnencio fue finalmente destruido y el general rebelde se suicidó en agosto del año 353 en Lugnunum.

En Arles, Constancio ofreció el banquete de la victoria. Como atracción y espectáculo principal de la fiesta se le sirvió al emperador la cabeza de Magnencio en una bandeja de oro.

Constancio II depositaba toda su confianza en su agente más valioso, Paulo Catena, y siempre escuchaba sus consejos. El monarca había empezado a llamarse a sí mismo «mi divinidad» y su paranoia aumentó hasta lo enfermizo, pues veía traidores por todas partes. A pesar de mostrarse bastante contento cuando aplastó la rebelión de Magnencio, consideró que la amenaza no había desaparecido, sino que se había transformado en una peligrosa confabulación. Él era el único monarca; el único investido con un poder que emanaba directamente de Dios, y estaba rodeado de intrigantes y conspiradores, de paganos conjurados para derrocarlo y restaurar el culto a los viles y abominables dioses de sus antepasados. Y el hogar de tan malvados individuos era Britannia.

Envió un pequeño destacamento a Londinium al mando de su joven y valioso

optio, cuyo tutor era el cuestor en la región, acompañado de Paulo, su leal consejero.

Marco estaba emocionado con su regreso, o al menos impaciente. Acababa de recibir la orden de traslado y esa misma noche tuvo una pesadilla: Julia y él comparaban de nuevo sus cicatrices... el arañazo de ella comenzó a sangrar y Marco sabía que era por culpa suya. Julia estaba muy enferma, en peligro... también había una carta de Lucio rogándole que volviese, pero él no podía hacerlo... Fue un mal sueño, desagradable y confuso. Marco debía volver a Londinium.

*

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Habían pasado cinco años desde que abandonó la ciudad, pero parecían muchos más. Encontró la capital medio vacía de gente, envuelta en un ambiente hosco y oprimido. Los carámbanos de hielo parecían adornar los tejados; el invierno se había adelantado ese año.

Julia abrió la puerta y se encontró con un hombre vestido con el uniforme de oficial. Reconoció a Marco, por supuesto, aunque lo encontró muy cambiado. Su amigo tendría veintisiete años, el sol y el viento del desierto le habían curtido la piel y tenía finas arrugas alrededor de los ojos; éstos brillaban llenos de vitalidad pero no reían. El hombre parecía mucho mayor. Su mandíbula estaba tensa, triste.

Marco vio ante él a una mujer de veintitrés años. La observó buscando alguna señal de enfermedad, tal y como había soñado que padecía, pero no encontró ninguna. Ella también había cambiado, aunque no tanto como él. Era muy bonita, se mostraba desenvuelta y no lucía el anillo del matrimonio. Sus ojos seguían siendo grandes y oscuros, como los de cierta muchacha de una lejana ciudad asiática; ojos de mirada líquida donde un hombre podría perderse. No mostraba un aspecto lánguido o ingenuo, más bien parecía que se había aburrido mucho, tenía cierto rictus de amargura alrededor de su boca: la expresión de una mujer que había conocido a multitud de pretendientes y tuvo que rechazarlos a todos, pues ninguno merecía la pena. Ahora tenía ante ella un hombre hecho y derecho, con la cara marcada por la experiencia; nadie llamaría a Marco «muchacho» nunca más.

Pasaron a la columnata del atrio. Julia ordenó a Cennla que le trajese vino para él y agua para ella. Marco no probó su bebida, se limitó a entrelazar los dedos y responder a todas las preguntas de su anfitriona. Notaron que había crecido cierta distancia entre ellos, y cuanto más lo pensaban, con más corrección se trataban. Y así fue hasta que Marco tomó su copa con la mano izquierda y la vació de un trago.

Al posarla sobre la mesa, Julia se la cogió, recuperando la antigua confianza que hubo entre ellos.

—Me alegro de volver a verte.

Casi sin saber lo que estaba haciendo, Marco la atrajo hacia sí. Tenía muchas historias, maravillas y horrores que contarle, y muchas que callar. La miró muy quedo y se sentó. Quería hablarle de Mursa.

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Cuando finalizó hubo un largo silencio. Alzó la mirada esperando que ella comprendiese; necesitaba que lo entendiera.

—Aquel día vi la caída de Roma.

Julia guardó silencio y pidió más vino. Luego lo cogió de la mano, de la derecha, y miró la cicatriz y los tres dedos.

—Parece que este brazo es el de la mala suerte —dijo con una sonrisa.

Marco tardó en contestar; sonreía a punto de estallar en un desconsolado llanto.

—Es natural, es el brazo que empuña la espada. No se me ocurrió nada mejor que sujetar el filo de un arma con la mano desnuda... y el acero no le sienta nada bien a los dedos.

—Pues parece que estos dos se marcharon encantados con él —bromeó.

Ambos estallaron en una carcajada.

Tomó más vino y Julia más agua, cenaron, charlaron, hubo largos silencios y más largas miradas aún, pero a medida que pasaba el tiempo la distancia entre ellos se iba acortando.

—Cinco años —dijo Julia sorprendida.

—Cinco largos años —confirmó Marco—, ¿Qué es de

Ahenobarbus?

—Se puso muy gordo y apenas cazaba. Murió siendo un venerable y anciano felino. Tuvo un magnífico entierro en el jardín.

—Comprendo. ¿Y tú no te has casado?

—Si tan sólo uno de ellos me mereciera —contestó mostrando la Julia que él recordaba—. No te imaginas cómo los desprecio; casi me vuelven loca de aburrimiento. Pero bueno —añadió con gesto resignado—, supongo que no debo quejarme si la alternativa al aburrimiento es... Mursa.

—Al menos disfrutas de la compañía de tu amado tío —Marco no quería remover el triste recuerdo de la batalla.

—Pues últimamente no mucho, la verdad.

Marco la miró extrañado.

—Ah, es que está en Eburacum —explicó—; quizás en el Muro.

—¿Lucio? —preguntó entre alarmado y divertido—. ¿Lucio ha ido al Muro? Pensaba que hoy se habría retrasado por algún asunto jurídico...

—No, no tienes idea... —le interrumpió—. Bueno, perdona, sé que tus problemas son mucho más graves, pero por aquí las cosas no han ido demasiado bien. No hay dinero para pagar a los legionarios, como supongo ya sabes. Dicen que está a punto de estallar un motín en la frontera, incluso se habla de tratos secretos entre los soldados y las tribus. Los asuntos del Muro toman muy mal cariz.

—¿Y Lucio se ha desplazado hasta allí? ¡Pero si es un cuestor!

—Pues sí, fue con una buena suma en plata y fuertemente escoltado. Nunca las calzadas habían sido tan peligrosas. Sinceramente, no conozco los propósitos de Lucio, no confía en el legado de Eburacum y también está Sulpicio, esa vieja serpiente, ¿lo recuerdas? —Marco asintió sombrío—. Ese tipejo no para de ir y venir de la frontera. A saber qué asuntos se traerá entre manos.

—¿Veis a Claudio Albino?

—Lo menos posible.

—Hay un nuevo personaje en la ciudad —dijo Marco desalentado—. Es el inquisidor predilecto del divino Constancio, su nombre es Paulo Catena y está aquí para abortar cualquier intento de apoyar la sublevación de Magnencio.

—¡Pero si está muerto! —exclamó Julia reprimiendo una carcajada.

—Suena absurdo, lo sé, pero Constancio ve traidores por todas partes... incluso en los cementerios.

—Cuidado —advirtió—, eso puede sonar a traición.

—No te preocupes. Su divinidad imperial me apoya por una razón: se supone que soy sus ojos y sus oídos aquí, en Londinium. Pero mi objetivo es lograr que tanto tú como Lucio estéis a salvo.

—Qué soldado más valiente eres —afirmó Julia poniéndole una mano en el hombro.

Se reían con ganas cuando Cennla se les acercó con una cesta de bollos de pan recién horneados. Los vio reírse, muy cerca uno del otro. Ellos ni lo miraban, era invisible... Él, que había sido su confidente durante cinco años, de pronto se veía desplazado, como un esclavo más. Le dolía en el alma.

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Cuando Julia se acostó sentía el ánimo más alto de lo que podía recordar en años, volvía a recuperar el interés por la vida. Él había vuelto sin avisar, simplemente llamando a la puerta como era su costumbre. Pero allí estaba de nuevo, musculoso, bronceado, herido por amargas experiencias, con su mirada burlona, la mandíbula firme y el pelo muy corto, como les gusta a los soldados. Parecía mayor, para tener tan sólo veintisiete años. Le gustaba, le gustaban los hombres que parecían algo maltratados. Sonrió pensando en ello. Sonrió, aunque no debía hacerlo y lo sabía, sabía que el aspecto de aquel hombre no era ningún maquillaje diseñado para conquistarla. Era la apariencia de un hombre que había sufrido grandes alegrías y también espantosas penas. Amigos suyos habían muerto en combate, algunos en sus brazos, gritando estertores agónicos que jamás podría olvidar. Todo eso estaba grabado en cada trozo de su piel, pero no importaba. Él estaba de nuevo en casa, con ella, con ellos. Y ella se sentía segura porque sabía que con su ayuda Roma podría caer en pedazos y él los salvaría, los llevaría a un lugar lejano a disfrutar de la paz, a un valle desconocido y hermoso, un lugar solitario, como Horacio en su soleado valle de las Sabinas.

Vivirían como cuando de niños se sentaron en el muelle del puerto a ver las estrellas reflejadas en las oscuras aguas del Tamesa comiendo pan con queso, cogidos de la mano... cumpliendo los sueños de su infancia.

Y ahora él estaba allí, contándole cosas de Singara, Nibisi, Mursa, Antioch y otras ciudades de nombre a cada cual más exótico, lleno de sabiduría y cansado de batallar. Ya no era un muchachito engreído, ni un soldado novato que presume de las prostitutas con las que se acuesta, aunque en realidad no había sido nunca de ese tipo de hombres; pero hiciese lo que hiciese por esas lejanas tierras, ya pasó. Era un hombre al que ella muy bien podría...

—Bien, Julia —se dijo en voz alta, interrumpiendo sus reflexiones—. Hay que dormir.

No pudo pegar ojo en toda la noche.

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Por la mañana, dormida tras una noche de insomnio, Julia fue despertada por un suceso insólito. Cennla la había besado.

—¡Cennla! —chilló. Y le propinó tal bofetón que lo tiró de espaldas sobre una mesa y de ahí al suelo.

El esclavo se llevó la mano a la mejilla mirándola como si se hubiese vuelto loca. Julia iba a darle la mayor paliza que jamás hubiese recibido, como era natural, pero la expresión del sordomudo le hizo desistir. Parecía desconcertado por la reacción de ella, y bastante enfadado también. Sus ojos brillaban de rabia, algo no muy preocupante, pero que le hacía gracia a su ama.

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Fueron invitados a fiestas como si fuesen hermanos. Para Marco era una auténtica lata, pero Julia había recobrado cierto interés por la vida social de la ciudad, y más ahora que contaba con la compañía de un soldado tan fuerte y guapo.

La gente no hacía más que interrogar a Marco acerca de sus experiencias en el ejército y Julia solía advertir a los anfitriones que no preguntaran nada acerca de Mursa, pues Marco se negaba a hablar de ello. Una noche tuvo, no le quedó más remedio, que hablar sobre su actuación en Nibisi.

—Entonces, Marco —dijo un invitado—, usted fue el famoso

optio que organizó la defensa de la brecha de Nibisi. Cuéntenos, por favor.

Y tuvo que hacerlo para no ser descortés. Julia lo miraba entre dolida y admirada por haberle ocultado tan heroicas acciones. De vuelta a casa, en la litera, lo besó en una mejilla comparándolo con Diómedes, Héctor... no, nada de eso, con el mismísimo Aquiles.

—No digas tonterías, no hay nada heroico en eso —dijo con timidez, pasándose la mano por la mejilla que ella había besado.

En otra ocasión Marco acabó echando chipas. A la cena estaban, entre otros invitados, Solimario Secundino, más rico y obeso que nunca, su ridícula mujer Marcia, sus más ridículas, si cabe, hijas, Marcella y Livilla, y sus dos sufridos esposos, tan descorazonados por la ingente cantidad de amantes de sus esposas que no se atrevían a abrir la boca.

Marco, por supuesto, fue el objeto de admiración de las hijas del obeso mercader. No hacían más que admirar la cicatriz de su brazo y su mutilada mano derecha con fingido terror. Julia no sintió celos, hubiese sido absurdo, pero se sintió muy incómoda por Marco, quien obviamente odiaba cada segundo de atención que le proporcionaban aquellas dos.

En la litera, de vuelta a casa, ya no pudo continuar callado.

—¡Por todos los dioses! No te imaginas cómo aborrezco a esas señoritingas. ¿Las has visto? Sus culazos aposentados en el borde del diván, machacando los cojines, mirándome con ojos llorosos, babeando con los labios entreabiertos y llevándose las palmas al pecho mientras decían —puso una chillona voz nasal de falsete—: ¡No, oh, es terrible! ¿Quieres decir que viste la cabeza de tu amigo ser medio arrancada de un tajo de revés?, ¡pero si eso es espantoso! Huy, qué valiente eres, valiente y fiero, ¡ay! Continúa, por favor... —recuperó su tono de voz—. Podría haberlas estrangulado, o mejor, las habría llevado a la primera línea de batalla para que admirasen la destreza de los germanos usando sus hachas de doble filo, sajando carne y salpicándolo todo de sangre... la guerra, ¡ja! Veteranos con veinte años de servicio destripados por el suelo, retorciéndose entre sus propias entrañas, chillando como reclutas imberbes, clamando por sus madres, por sus dioses o por una mano amiga que los remate... me gustaría saber qué dirían ese par de putas del heroísmo y la nobleza de la guerra —espetó—. No saben nada, no entienden nada. Esas perras se calientan sólo con pensar en los hombres que custodian las fronteras y derraman su sangre por ellas. ¿Heroísmo? Sí, pero en los relatos de Homero. Tienen enferma el alma, Julia, créeme. Mientras las mujeres sigan admirando a los héroes ensangrentados tras un combate, los hombres lucharán. Sí, nosotros vamos al frente, pero las mujeres casi nos empujan a ello.

Lo dejó que se desahogase y dijo:

—Lo siento, Marco.

—Tú no tienes que disculparte por nada; no eres ninguna adoradora de —titubeó—, de cicatrices.

—Bueno, un poco sí —admitió con una sonrisa.

Él la miró durante un buen rato, luego suspiró y sonrió.

Una vez, Marco estalló en plena fiesta. Fue en una cena ofrecida por Flavio Martino y Calpurnia, su esposa. Una de las mujeres aseguró que la idea que tenía de los salvajes melenudos que habitaban más allá de las fronteras orientales le parecía muy excitante.

—Excitante... —repitió Marco posando su copa de vino—. Claro, aquí sentados sobre un mullido cojín, bebiendo vino galo en una fiesta celebrada en Londinium. Crees que vives en un mundo bueno y seguro, ¿verdad? Pues vives en el filo de una daga. No tienes idea del tipo de gente que vive tras esas fronteras, de las atrocidades que son capaces de cometer. Claro que a lo mejor piensas que están ahí por gusto, para entretenerte y escuchar historias en las noches de invierno al amor de una hoguera. Señora, no hay nada de entretenido ni de excitante entre esas gentes, créeme. Es un cuento, no hay nada más que tristeza, oscuridad y hombres, a veces los nuestros, reducidos a la condición de bestias, incluso peor aún que los animales. ¿Cómo puedes pensar que la crueldad es interesante? Matar, derramar sangre... es una labor tediosa, os lo digo en serio. Y escuchar los estertores agónicos de un hombre no es una experiencia nada atractiva.

Los invitados comenzaron a revolverse incómodos en sus asientos; ¿qué le pasaba a ese soldado? Nadie lo sabía.

—He visto que el crédito y la confianza de Roma han desaparecido —continuó Marco con voz resignada—. Las fronteras se mantendrán algún tiempo más, pero el poder de Roma ya no es el mismo. La gente ha perdido su alma, ha olvidado su historia, no conoce el mundo en el que vive. Soplan vientos del este, pero no los sentís, ¿verdad? —negó con la cabeza—. Nosotros sí. Cada soldado que guarda las fronteras nota esa brisa traspasar su coraza y helarle los huesos. Y el fuego que nos descongele no provendrá de una hoguera que hayamos encendido nosotros.

No fue un discurso muy diplomático; los comensales se sintieron incómodos y las palabras del oficial cayeron en saco roto.

—Pobre muchacho, demasiados golpes en la cabeza.

—Se ha vuelto loco.

—Creo que nadie sabe cómo fue...

Tales comentarios, susurrados naturalmente, eran los que hacían los invitados cuando la joven pareja decidió abandonar la fiesta. Calpurnia los acompañó hasta la litera.

—Lo siento, esa mujer es la más tonta de Londinium —se disculpó tomando a Marco suavemente por el brazo—. Mi marido cree que tu discurso fue muy bueno, y yo también.

—Debo disculparme por mi vehemencia.

—No, de ningún modo. Jamás he estado en la frontera, y mi marido tampoco, pero sabemos cuándo un hombre dice la verdad —se volvió a Julia y le sonrió—. Parece que tiene casi tanto genio como tú.

—Normalmente no. Yo suelo ser mucho peor.

—¿Es cierto? —preguntó Calpurnia enarcando una ceja.

—La verdad es que sí. Es la persona con el peor carácter que me he encontrado nunca —Julia le propinó un manotazo en un hombro—, ¿lo ves?

Calpurnia estaba muy contenta con la compañía de ambos jóvenes, pero también le pareció que molestaba y decidió dejarlos a solas. La persona que necesitaba Julia debía ser alguien muy especial y ahora, este hombre... quizá. Les deseó buenas noches y volvió a entrar, para lanzarle una sarta de pullas a la mujer más tonta de la ciudad.

Aquella noche Julia se sintió muy orgullosa de Marco.

Rezó por él en el templo de Isis.

Algunas veces acompañaba a Bricca al templo de los cristianos, y también oraba allí. Opinaba que no podía ser malo recurrir a toda la ayuda divina posible.

Cada vez había más cristianos absurdamente intolerantes. De todos modos le gustaba visitar el santuario cristiano y escuchar a los sacerdotes entonar un

Salve,

salve Virgine dedicado a la madre de su Dios, con un tono triste, pausado, sin acompañamiento de instrumentos, siguiendo el patrón melódico frigio.

Julia opinaba que todos los dioses eran uno solo, o el mismo con distintos nombres, y la madre de Dios debía ser, en consecuencia, madre de todos los dioses. La inmemorial, la innombrable madre de todas las criaturas... a Julia se le empañaban los ojos de lágrimas. Parpadeó para quitarse las lágrimas. Los adornos de oro del santuario no se podrían apreciar bien si se llora. Pero con las lágrimas cegándola, se dio cuenta de que esas lágrimas, eran lágrimas de amor. Y eso sí pudo verlo con claridad.

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