Julia

Julia


Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XVIII

Página 41 de 51

C

A

P

Í

T

U

L

O

X

V

I

I

I

Paulo Catena se hallaba cómodamente instalado en las habitaciones del palacio del prefecto Claudio Albino. Ya se conocían de antes, de la Galia. Se llevaba muy bien con Albino y su hermano Sulpicio. Eran cristianos y leales a su divina majestad, el emperador Constancio II. Tenían el mismo punto de vista acerca de muchos asuntos, como, por ejemplo, la necesidad de gobernar con rigidez, tomar duras medidas y, en una palabra, cumplir con la ardua tarea de arrancar la mala hierba de la sedición. Las tribus se agolpaban peligrosamente en los bordes del imperio y las disensiones internas no hacían más que empeorar la situación.

Estuvieron de acuerdo en la existencia de ciertos... obstáculos que podrían garantizar la paz en la provincia de Britannia. Algunas de esas trabas ya habían sido superadas, como el gobernador de la Britannia Prima, Luciano Séptimo, quien no se había mostrado nunca muy enérgico a la hora de imponer el cristianismo. Era de sobra conocido que había cenado en más de una ocasión con Flavio Magno Magnencio, el usurpador, y al igual que él, no parecía muy interesado en controlar el culto del pueblo, tanto si adoraban al verdadero Dios como a cualquier otro. Pero en esos momentos estaba siendo advertido de su error. Se encontraba en las mazmorras situadas bajo el palacio del prefecto Albino. Catena lo interrogaría un poco más tarde, pasado el mediodía, en cuanto los guardias consiguiesen que volviese en sí.

Quizá no aguantase el encierro y muriese; no sería extraño en una persona de salud tan delicada como la de Flavio Séptimo. Si se diera esa triste circunstancia, su hermosa mansión en Cotswoolds y sus extensos pastizales, así como sus rebaños de ovejas, serían confiscados por el estado y puestos bajo la administración de Claudio Albino. Era una medida tan dura como necesaria, pues sólo imponiendo una unidad religiosa podría fortalecerse el imperio. No habría más indiscreciones, ni copiosos banquetes, ni romances, ni personas de dudosa reputación, ni chistes subversivos en la nueva Britannia.

Y por supuesto, tampoco permitirían a los falsos cristianos ni a los que mostrasen tolerancia con los paganos. Evidentemente, los puestos de poder e influencia serían ocupados por cristianos; nunca se sabe a quién le deben lealtad ciertas personas, el cuestor, por ejemplo. Pero Lucio Fabio Quintiliano era una pieza difícil de eliminar.

—El amigo del pueblo —murmuró Sulpicio.

Catena y Albino asintieron al sarcasmo; ambos sabían a qué hacía referencia Sulpicio.

Pues el cuestor era un asunto delicado, había que tratarlo con sumo cuidado. Por increíble que pudiese parecer, era amado por la gente. Él, el recaudador de impuestos, contaba con la simpatía de la plebe, y no sólo de la plebe. Debía ser el único cuestor imperial que gozase de una situación semejante. Era conocido, y no lo había ocultado nunca, por adorar a un dios pagano dentro de una ciudad eminentemente cristiana, y también por su encarecida defensa en pro de la libertad de culto en Londinium, un lugar donde sólo se veía con buenos ojos a los cristianos. Aun así era el ídolo de las masas. El título de «amigo del pueblo» era totalmente apropiado. Lo más gracioso es que Quintiliano parecía no darse cuenta de nada y, si lo supiera, nunca intentaría sacar partido de ello.

Claro, tan noble como era, con unos ideales tan altos...

Tanto la plebe como los comerciantes de Londinium coincidían en una cosa: Lucio el Cuestor jamás se había apropiado de una triste moneda de cobre que no le perteneciese en todos los años que llevaba ejerciendo su cargo, nunca. Los espías y confidentes de Catena confirmaron tal aseveración. En el resto de provincias, la malversación de fondos se consideraba casi como un incentivo laboral; los

praepositus se enriquecían con su labor, asunto bien conocido por otra parte. No era ése el caso de Quintiliano. Él seguía viviendo en su modesta mansión junto al arroyo, con su sobrina, un puñado de esclavos y ni siquiera tenía una propiedad en el campo. En verano alquilaba una casita, o bien lo pasaba en compañía de sus amigos, como Luciano Séptimo... razón suficiente para sospechar de la lealtad del cuestor.

Corría por la ciudad una sentimental historia llamada «la historia del carnicero de cerdos», sobre todo en las tabernas. Si había que prestar crédito a los chismorreos, éstos decían que un día del verano pasado, estando Quintiliano ejerciendo su función de magistrado en la corte, se le presentó el caso de un modesto carnicero. La acusación afirmaba que el individuo había sido avisado por los inspectores de la ciudad acerca del mal estado de parte de su mercancía, pero él los rechazó de modo insolente recomendándoles que se metiesen en sus asuntos y lo dejasen en paz. Un día, un caluroso día veraniego, cerca de cuarenta personas cayeron gravemente enfermas y dos estuvieron a punto de morir a causa del mal estado de la carne que habían comido. Las investigaciones de las autoridades señalaron la carnicería del susodicho como origen del brote y, más concretamente, a un despiece en particular y unas raciones de salsa de ajo que debían haber sido tiradas a la basura una semana antes. El individuo estuvo a punto de morir linchado por sus clientes, pero, gracias a la protección de los guardas, acabó en magistratura.

Debería haber sido castigado a una docena de latigazos en la plaza pública; en cambio, el carnicero sufrió una fortísima multa, la cual debería hacer efectivo de inmediato, pues el jurista que le tocó en suerte no era aficionado a los castigos físicos como espectáculo público. El pobre hombre parecía sinceramente preocupado por los sufrimientos que había causado a sus conciudadanos y rompió a llorar sin consuelo. Además, la multa suponía su ruina total, pues, aunque vendiese todas, absolutamente todas sus pertenencias, no podría pagarla. La mujer y los tres hijos del carnicero quedarían sumidos en la más absoluta indigencia. También podrían venderse como esclavos, tal cosa no era extraña. Por eso lloró y suplicó que le rebajasen la multa, pues era su primer delito. El magistrado lo escuchó impasible y, cuando el carnicero terminó de hablar, se limitó a repetir la sentencia, duro e inamovible. La multa debería ser pagada al día siguiente, antes del ocaso, en aquellas mismas oficinas. Dicho esto, el magistrado abandonó la sala.

El carnicero lo maldijo con toda clase de improperios.

Antes de que pudiese levantarse del suelo del foro, donde lo arrojaron los guardias, un esclavo se acercó a él y llamó su atención tocándolo en el hombro. El carnicero ni se movió; entonces el esclavo agitó una bolsa de cuero junto a su oído. El hombre lo miró estupefacto, tomó la bolsa y estudió su contenido. Allí estaba, en sólidos de oro, la cantidad exacta para pagar la multa, ni un miserable cuadrante de cobre de más.

Quintiliano tomó toda clase de precauciones para que no se supiese, pero, evidentemente, el esclavo habló demasiado. Pronto, toda la ciudad estuvo al caso de la multa impuesta por el magistrado cuestor a un pobre carnicero, la cantidad exacta marcada por la ley, y el pago de la misma por dicho funcionario.

Los ciudadanos jamás habían visto un gesto de semejante nobleza.

Aparte de estas y otras leyendas no había nada contra él. Nada de nada; ni malversación, ni despilfarro, ni comentarios sediciosos. Nada aparte de un tremendo apoyo popular, un peligrosísimo apoyo. No podían arrestar al cuestor y encerrarlo en alguna de las mazmorras para someterlo a una leve presión física que lo incitase a colaborar. Si, pongamos por caso, lo colgaban de las muñecas sobre ascuas encendidas mientras le ponían un escrito con lo que debía decir delante de sus narices, en cuanto lo supiese el pueblo, y lo sabrían, estallaría una revuelta como ni en sus peores pesadillas de gobernantes habrían podido imaginar.

La situación era delicada en extremo. El cuestor estaba en medio de su camino; era el obstáculo que les impediría lograr sus propósitos. Debían encontrar un modo de deshacerse de él sin levantar sospechas, ni dar pie a conjeturas. Una vez logrado su propósito, los bienes de Lucio, así como sus responsabilidades laborales, caerían en manos del prefecto de la ciudad, Claudio Albino.

—¿Tenéis idea de cómo está la situación allí, en el Muro? —dijo Sulpicio—. Quizá pueda hablar con alguno de mis contactos en Eburacum.

Albino lo miró interesado.

—Podríamos lograr que fuese hasta allí —continuó—. O quizá fuera mejor enviarlo más allá del Muro.

Albino cruzó una mirada con Catena y luego volvió a prestar atención a su hermano con una cálida sonrisa.

—Y después —intervino el inquisidor imperial—, su valeroso sobrino puede recibir un mensaje que lo haga partir en su busca... y desaparecer.

Todo esto resultaba demasiado retorcido para Albino.

—Pensaba que habías contratado al

optio Aquila como agente tuyo aquí en Londinium —apuntó el prefecto—. Lo hiciste en Siria, ante el propio emperador si no me han informado mal.

—Tan sólo contemplo posibilidades —contestó cogiendo el crismón que le colgaba del cuello—. Creo que nuestro joven

optio es un escollo tan difícil de salvar como su pariente, Quintiliano. En cuyo caso...

Dejó la frase sin terminar, moviendo la mano con un gesto ambiguo, hacia el aire, hacia la nada.

*

*

*

Los acontecimientos se precipitaron.

—¿Qué quieres decir con eso de que Lucio ha desaparecido?

Julia miró a Marco y luego a la carta que acababa de leer.

—No lo sé —contestó preocupada—. Sólo pone que salió con una pequeña patrulla, cruzaron el Muro. Irían de caza o algo así, aunque no es una de las aficiones de tío Lucio... Luego dicen que tal vez se encontraran con una partida de guerra de alguna tribu y... —Julia luchó denodadamente por mantener la compostura. Tosió ásperamente y añadió—: No volvieron a saber de ellos.

—Me gustaría saber qué está pasando ahí arriba —dijo Marco frotándose la barbilla pensativo—. Las tribus del norte están fuera de nuestra jurisdicción; bien, de acuerdo. Pero de ahí a que puedan secuestrar, o lo que sea, al recaudador de impuestos y no pagar por ello... —Marco se dio cuenta de lo desafortunado de la expresión—. Perdona, ha sido un chiste malo.

—Voy contigo —afirmó Julia.

—No seas absurda —contestó caminando de un lado a otro de la habitación.

—¡Bricca, avisa a Cennla! —ordenó.

—No vas a ninguna parte —aseveró Marco volviéndose hacia ella.

—Iré por mis propios medios —replicó. «Se nota que Lucio es mi tío y no el tuyo», pensó. No lo dijo, pues no hubiera sido muy ético sacar a relucir un argumento tal—. Ya he navegado antes, por si no lo recuerdas. Está más lejos Hispania de Londinium que ésta del Muro. Yo voy.

—Tú no vas y no hay más que añadir. En ausencia de Lucio yo soy el amo de la casa —la fulminó con la mirada; estaba aburrido de discutir y además era una pérdida de tiempo. «¿Cómo podría convencerte de que una mujer está totalmente fuera de lugar allí? No tienes ni idea de cómo es aquello... y no sé si podré retenerte aquí por la fuerza», pensó—. Nunca —continuó Marco—, en mi vida, he conocido a una mujer más terca y más testaruda que tú. Y encima —añadió por si lo anterior se lo tomaba como un cumplido—, muestras la ignorancia más supina acerca de cuán duro es el mundo en el que vives.

—¿Y qué sabes tú de lo duro que puede ser el mundo, soldado? —inquirió, sabiendo que era la pregunta más absurda que pudiese haber planteado.

—Más que tú, damisela, bastante más que tú —contestó saliendo de la habitación dando un portazo.

Julia golpeó la mesa con los puños llena de frustración. No era culpa suya el haber vivido apartada de los peligros del mundo.

*

*

*

El comandante en jefe del campamento de Londinium suspiró y dejó salir a sus hombres sin mostrar mayor interés por la misión.

—Me he enterado de lo de Quintiliano —dijo Milo abordando a Marco en el patio de armas; llevaba puesto el uniforme de campaña—. También sé que te embarcas rumbo a la frontera caledonia.

—¿Vas a mandar mi grupo de rescate? —rió Marco con resignación.

—Sólo técnicamente; no me inmiscuiré en tus asuntos.

—¿Por qué quieres venir?

Antes de contestar, Milo barrió el patio con su único ojo. Las calles y barracones del campamento estaban helados. En el centro, los soldados se calentaban los pies al amor de los braseros. La seguridad y el tedio cubrían el fuerte como un manto de nieve. Miró a Marco y respondió con timidez:

—Aburrimiento... es que... me gusta el norte —musitó con un hilo de voz, como avergonzándose.

—¿En invierno? —preguntó incrédulo.

—Especialmente en invierno —contestó el centurión mirándose las botas.

*

*

*

Tan pronto como Marco, Milo, Mus y los demás se dirigieron a los muelles para embarcar, el oficial jefe dictó un mensaje a la atención de Claudio Albino, prefecto.

Albino leyó el mensaje y lo arrojó a las llamas.

En los viejos tiempos, recordó, hubiera podido prohibirles partir sin dar ninguna clase de explicación. Entonces el prefecto ostentaba el mando supremo civil y militar, pero no podía, gracias a la separación de poderes estipulada por el emperador Diocleciano.

No había de qué preocuparse, pues Sulpicio y Catena no lo estaban. Tras el Muro se extendía un vasto territorio; nunca encontrarían a Quintiliano.

Más tarde fue Catena quien recibió un mensaje, de manos de un esclavo, ¡un esclavo! Y además sordomudo. ¿Qué podría hacer con él, dejarlo ciego? Le divirtió tanto la idea que ordenó dejarlo entrar.

El esclavo no podía hablar pero sabía escribir, algo sorprendente, y lo que escribía era muy interesante. Catena garabateó su respuesta en el mismo trozo de papel y despidió al esclavo.

Bien, nunca se sabe dónde puede haber un aliado, y éste ofrecía una solución limpia a sus problemas. El inquisidor sonrió satisfecho.

*

*

*

El mercante que requisaron no era gran cosa y su aspecto dejaba bastante que desear, sin embargo navegaba bien. El capitán no pareció muy contento con el súbito cambio de planes. Ya tenían la carga estibada y estaban a punto de zarpar hacia la desembocadura del Rhenus transportando lana y una cadena de esclavos de Britannia Secunda; pateó el suelo para mostrar su desagrado. Milo se acercó a él y en un aparte le susurró algo al oído; el marino recobró inmediatamente su buen humor.

—Descargad la mercancía y colocadla en los almacenes —ordenó a los estibadores.

Zarparon aprovechando la marea vespertina, tal como estaba previsto.

Tuvieron vientos continuos del suroeste y así, dos días más tarde, estaban remontando el Tyne; pronto fondearían en un puerto muy próximo al Muro.

Regresaron tras cinco o seis años de ausencia al campamento donde estuvieron destacados una vez. Desde allí había partido Lucio junto con una pequeña escolta de caballería hacia un fuerte no muy lejano en dirección oeste.

—Era un buen hombre —le dijo el legado de la guarnición a Marco—; parecía seriamente preocupado por las pagas de los soldados, pero... —el oficial alzó las palmas de las manos en un gesto de impotencia.

¿Qué podría haber ideado el cuestor? El oro no crecía en los árboles. Durante su periplo a Eburacum, visitó varios talleres de cerámica, herrerías y minas para cobrar impuestos pendientes. Sin embargo, no era suficiente, nunca lo era.

*

*

*

Los signos de decadencia aparecían por todas partes; la indolencia allí era mayor todavía que en Londinium. Los muros de madera y las empalizadas mostraban un inaceptable estado de conservación y no parecía existir intención alguna de reparar aquello. Los soldados bebían demasiado y obtenían su comida de lo que podían cazar o cosechar. Esas tristes circunstancias los obligaban a veces a rapiñar los almacenes de invierno locales, con lo cual se ganaban el odio y resentimiento de la población civil. La gente soñaba con el bendito día en que todas las guarniciones fuesen movilizadas al sur.

—Hay mucho trabajo que hacer aquí, me parece —gruñó Milo.

—Primero hemos dar caza a cierta partida de guerra. Saldremos al amanecer.

*

*

*

Esa misma noche recibieron una inesperada visita. En plena tormenta, dos personas, dos civiles, se presentaron en el fuerte.

Uno era un esclavo bajo y fornido, que parecía tan borracho que no podía hablar. La otra, una joven cuyo aspecto estaba totalmente fuera de lugar allí. Por sus ropas, sucias de barro y empapadas, bien podría ser una prostituta de las que frecuentaban el lugar, pero su porte indicaba claramente que se trataba de una dama, una patricia quizás. El comandante le dispuso un cómodo alojamiento y le ofreció ropa limpia.

Un joven

optio entró resueltamente en la habitación de la patricia. La mujer estaba envuelta en un gran lienzo blanco, con el pelo goteando todavía, brillante a la luz de la lámpara de aceite. No saludó al guerrero.

—No puedo creer que hayas realizado la travesía tú sola —recriminó Marco.

Julia iba a contestar, pero sus palabras se vieron interrumpidas por un violento ataque de tos. Cuando se recuperó dijo:

—No he venido sola. Cennla me acompañó.

—Oh, entonces no hay de qué preocuparse —se mofó—. ¡En el nombre de la Luz! Podría haberte pasado cualquier cosa.

—Pues no ha sido así. Aquí estamos sanos y salvos —volvió a sufrir otro ataque de tos. Marco se abstuvo de señalarle lo obvio, que esa tos...

—¿Cómo has llegado?

—Igual que tú, por barco. Incluso vimos las luces de tu embarcación, pero navegabais más rápido que nosotros —contestó secándose el pelo.

—Una cosa es segura, no vas a salir de aquí.

—¿Cómo? ¿Me vas a dejar sola, rodeada de tan aguerridos legionarios? Podría pasarme cualquier cosa —señaló sarcástica.

—Hablo en serio —dijo sonriendo sin ganas—. Aquí terminó tu viaje. Si alguno de esos intenta propasarse contigo sé que llevará su merecido. Tú te quedas.

—Sécame el pelo; estoy muy cansada —pidió tendiéndole un paño de lino.

El oficial dudó un momento antes de obedecer. Allí estaba él, un veterano

optio, condecorado por el mismísimo emperador Constancio gracias al valor mostrado en el combate, despierto en mitad de la noche por una inoportuna e irritante joven que, encima, le pedía que le secase el cabello. «Debo ser el hombre más ingenuo del imperio», pensó.

Su melena desprendía un delicioso aroma, y el pelo se hacía más sedoso al tacto a medida que se secaba. El silencio era como un secreto para ellos, algo que no debía ser roto. La lámpara titiló, el suave lienzo de lana le resbaló un poco sobre el hombro y su marfileña piel brilló bajo la luz de la bujía.

*

*

*

Salieron al amanecer. Marco y Milo cabalgaban a la cabeza de la expedición, compuesta por unos sesenta infantes a caballo, Mus entre ellos. Montado en un poni, el gigantesco sajón parecía cabalgar un perro. En el centro de la columna viajaba una elegante dama cubierta con un bonito manto de lana. Su presencia había causado un pequeño revuelo entre la tropa. Marco se volvía a mirarla de vez en cuando. «Va en el centro, donde se sitúan siempre las más preciadas mercancías», pensó. Sentía el latido de sus venas alterado por su fuerte lucha interior, por la fuerza de sus sentimientos.

No se habían internado aún en los páramos cuando vieron a su izquierda la figura recortada contra el cielo azul de un jinete caledonio, apostado en lo alto de un cerro.

—Podría ser el explorador de una partida de guerra —murmuró Marco. Milo no dijo nada, pues su mando era simbólico. El

optio alzó una mano y la columna se detuvo.

—¡Desenfundad las espadas! —ordenó.

Volvió la vista al solitario jinete; éste permanecía inmóvil recortado contra el cielo. De pronto espoleó su caballo y se dirigió al galope hacia ellos. Marco dejó que se acercase. Por fin, el jinete detuvo su montura caracoleando frente a él.

—Hermano —saludó. —Branoc.

—Esto es enternecedor —intervino Milo.

*

*

*

Las noticias corrían como el viento en la frontera. Un atardecer, descansando en su poblado, Branoc se enteró de que cierta expedición de cabezas de hierro, un hombre poderoso y su escolta, fue rendida y apresada por una partida de guerra perteneciente a otra tribu y conducida al norte. La acción originó bastante expectación entre la población local, pero Branoc no prestó demasiada atención, no era su tribu.

Días más tarde escuchó que el hijo del hombre poderoso se había desplazado hasta el Muro y tenía intención de matar a los secuestradores de su padre. La curiosidad lo llevó hasta el campamento; sin embargo, no llegó a entrar, pues Branoc evitaba pisar las fortificaciones de los cabezas de hierro siempre que fuera posible. Desde el otro lado de la empalizada distinguió a un viejo amigo, a su hermano, inspeccionando los cascos de un caballo. Decidió esperar hasta el día siguiente y, cuando lo vio partir, los siguió. Los cabezas de hierro nunca lo descubrieron, pues son torpes como ciegos para leer los signos del terreno. Así, se colocó un poco por delante y se dejó ver antes de acercarse, pues sabía que los cabezas de hierro solían responder con violencia a las apariciones repentinas. Nunca hubiese surgido siguiéndolos por detrás como una anciana.

Al parecer su información no era exacta del todo, pues el cabeza de hierro llamado Marco no era pariente del hombre poderoso, sino que vivía bajo su tutela. No había lazos de sangre entre ellos. ¿Por qué entonces arriesgarse para rescatar a un hombre que no pertenece a tu familia? No era la primera vez que Branoc veía a los cabezas de hierro mostrar una conducta extraña, casi tan extraña como la de las mujeres.

Marco estaba encantado con la presencia de Branoc, pues no tenía esperanza de hallar el rastro de los secuestradores sin su ayuda. Por otro lado, pensaba que el cuestor llevaba mucho tiempo muerto; no había motivo para que lo mantuviesen con vida y, si por alguna misteriosa razón, aún la conservaba, les llevaban dos semanas de ventaja. ¿Existía alguna oportunidad de encontrarlo, aun contando con la formidable pericia del explorador caledonio?

Branoc se colocó junto a su hermano de sangre; el rastreador ofrecía el mismo aspecto que cinco años atrás.

—Pues sí, mi mujer me ha dado tres disgustos —comentó.

—¿Tres disgustos? —se interesó Marco, extrañado por la expresión.

—Tres hijas —explicó—, pero todavía gozo de la vida. ¿Y tú, estás casado?

—Todavía no.

—¿No es tu esposa esa mujer de ahí atrás?

—No.

—Entonces estás completamente loco.

—¿Por no casarme con ella? —inquirió riendo.

—No, por traerla contigo —contestó mirando al frente—. Soltero... ¿Cuántos años tienes?

—Veintisiete.

—Pues pareces mucho más viejo —apostilló mirándole a los ojos.

Más de cinco años llevaba esperando la oportunidad de vengarse. Los dos amigos se rieron con ganas.

—¿Sabes dónde han podido llevar a mi padre? —Sus esfuerzos para que Branoc entendiese, o mejor dicho, aceptase, el concepto de «tutor» fueron inútiles—. ¿Tienes alguna idea de quién pudo haberlo secuestrado?

—Es muy posible que ya esté muerto —contestó muy serio— Pero te acompañaré; encontraremos a los responsables. Sé a qué tribu pertenecen, y también sé que trabajaron como esclavos, no como guerreros —afirmó apesadumbrado, negando con la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

—Que el oro pasó de unas manos a otras.

Cabalgaron en silencio. Marco meditó a fondo la respuesta de su hermano.

*

*

*

Salieron de un amplio valle y se internaron en un desolado páramo barrido por el gélido viento invernal, que congelaba inmisericorde sus huesos y les amorataba su piel.

Al segundo día cesó la ventisca, y durante las pocas horas que el sol resplandeció en el cielo tuvieron la oportunidad de contemplar un paraje hermoso. La nieve de la ventisca se derretía en las laderas orientadas al sur y el suelo aún ofrecía el color marrón oscuro del otoño. Se detuvieron a observar una numerosa bandada de hortelanos de las nieves, al menos quinientos, volando hacia el este para alcanzar las templadas tierras de la costa. Un esmerejón voló directo hacia el sol, se dejó caer en picado desde muy alto, y alcanzó una presa que huía frente a ellos, la cobró y abandonó el lugar sin dedicar una sola mirada a los humanos.

Ir a la siguiente página

Report Page