Julia

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—¡VAMOS, Jool, mueve el culo

pa hacé lo que te digo! ¡

Ara mismo! O te juro que te...

La amenaza iba acompañada de un manotazo propinado con rudeza. Jewel Combs esquivó el golpe con la agilidad que le proporcionaba la práctica. La corriente de aire que provocó el brazo al pasarle justo por encima de la cabeza levantó al vuelo algunos de sus largos cabellos negros. La violencia no la sorprendía. No era nada nuevo que la golpearan; le costaba recordar que hubiera habido algún día en que nadie le hubiese pegado en sus dieciséis años de vida. Esquivar golpes, o soportarlos si no era lo suficientemente rápida, le resultaba tan normal como la vida misma, a ella y a los que la rodeaban: pícaros sucios y harapientos sin otro hogar que los mugrientos callejones de Londres.

En realidad, ella era más afortunada que muchos, y lo sabía. Tenía algo parecido a una familia. Jem Meeks era más ruin que una rata de alcantarilla y casi igual de feo, con el rostro delgado y cadavérico y la nariz ganchuda y grande, pero si hacías lo que te decía, se encargaba de que no te faltara un lugar donde pasar la noche y algo que llevarte a la boca. Y te mantenía a salvo. Nadie te molestaba si pertenecías a la banda de carteristas, rateros y vendedores callejeros de Jem Meeks.

—¡Ya voy, ya voy, cabeza de chorlito! —replicó Jewel con desvergüenza.

Se llevó las manos a la espalda, contuvo la respiración y se ató las cintas de su más preciada posesión: un vestido nuevo que había encontrado entre la basura de alguna compañía de teatro del tres al cuarto.

A esa hora de la noche, la buhardilla estaba casi desierta; los variopintos personajes que residían allí se dedicaban a sus diversas vocaciones en cuanto caía la noche. Además de ella y Jem, sólo estaba el viejo Bates (cuya táctica era hacerse pasar por borracho perdido hasta que alguien se inclinaba sobre él para rebuscarle en los bolsillos y, cuando quien lo hacía se quería dar cuenta, ya le había robado como a un pardillo), y Nat

el Trapichero (así llamado porque solía llevar bajo el abrigo los mejores relojes y baratijas que robaba, y cuando necesitaba un trago, intentaba vendérselos a los transeúntes). El viejo Bates estaba enfermo —lo que era frecuente últimamente, con toda la humedad que había—, y Nat dormía la mona.

Jewel pasó con cuidado por encima de Nat, que roncaba tirado sobre uno de la docena de camastros hechos con sacos viejos que cubrían el suelo de la enorme y fría buhardilla. Al llegar a la salida, agachó la cabeza para pasar por la puerta. La sinuosa escalera que llevaba al piso inferior estaba destrozada, desvencijada y ennegrecida por el fuego que había inutilizado el almacén y lo había dejado a merced de gente sin techo como ellos. Sin embargo, ella la bajó con la seguridad de una cabra montés, con las faldas cuidadosamente levantadas para no mancharse su precioso vestido. Una rata enorme apareció corriendo por delante de ella, sin apartarse de la pared, donde dejó una marca en la espesa capa de hollín y suciedad con su larga cola. Casi ni se fijó en el roedor. Al igual que los golpes, las ratas también formaban parte de su vida.

Detrás de ella, Jem bajaba con más cautela. Los pesados pasos de sus gruesas botas levantaban un eco que hacía que a Jewel el corazón le latiera cada vez con más fuerza. No es que le tuviera miedo, no, pero aquella nueva argucia que se le había ocurrido a Jem no la convencía mucho. Aunque, como bien había dicho él, los tiempos eran difíciles en el año de Nuestro Señor de 1841: las leyes del Trigo exprimían a los nobles y ya no llevaban los bolsillos tan cargados como antes. Y con el invierno tan duro que estaban teniendo, que había impedido que la mayoría de los aristócratas regresaran a la ciudad y todavía estuvieran en sus residencias del campo, además de otros problemas añadidos, las cosas no iban nada bien.

Jewel era una experta ladrona de pelucos (los pelucos eran relojes, y robarlos era, por así decirlo, su «trabajo»). La había formado el mejor carterista de todos, Jem, que decía de sí mismo que había sido un maestro, o por lo menos así fue hasta que le atacó el reuma. Pero cuando los bolsillos de aquellos a los que robaba estaban vacíos, su habilidad le servía de muy poco. Últimamente, ninguno de ellos había tenido mucha suerte, ni siquiera Corey

el Perseguidor, un especialista en lanzarse delante de los carruajes de los caballeros y apartarse en el último momento, mientras gritaba para que la víctima creyera que le había herido y le ofreciera algo, por lo general un billete de una libra, con el fin de acallarlo y que no montara un lío por haber sido atropellado. Como Jem decía: «Hay que hacer lo que hay que hacer», y para comer tenían que idear algunas nuevas argucias. Si a Jewel no le gustaba la que le había tocado, pues era eso o verse en la calle.

El único consuelo de la joven era que para robar de aquella manera había sido necesario encontrar el bonito vestido que lucía en ese momento. Jewel se agarró la falda de seda escarlata y bajó de un salto los últimos cuatro escalones para no tener que pisar el montón de despojos que alguien había tirado allí. Aterrizó con suavidad, y acto seguido se tiró del apretado corpiño y se metió entre los pechos el borde deshilachado del encaje negro que lo adornaba, mientras trataba de no prestar atención ni a los violentos latidos de su corazón ni al sudor que le cubría la palma de las manos. Desde un comienzo le había desagradado aquella nueva estratagema para robar, así que Jem le había asegurado que la emplearían sólo una vez. Pero esa primera vez le había reportado una bonita suma y Jem no era de los que dejaban pasar el dinero fácil. Si ella no tenía estómago para soportar la visión de un poco de sangre, en fin, entonces más le valía que su estómago no fuera tan delicado. O eso decía Jem.

Lo peor de todo era que para utilizar aquel engaño necesitaban a Mick, a quien Jewel odiaba con todo su corazón. A él le gustaba ese tipo de engañifa, pues disfrutaba con la violencia y la sangre. Mick era un hombre bajo y robusto, con el cabello negro y grasiento, la cara muy ancha y picada de viruela y unos ojillos negros que brillaban como cucarachas cuando se posaban sobre ella. Lo suyo no eran manos, sino manazas, como si fueran una docena de pares de manos a la vez. Y siempre trataba de ponérselas encima. Hasta el momento, Jewel había conseguido esquivarlo todo menos algún que otro manoseo, pero sabía que eso se lo debía agradecer más a Jem que a su propia habilidad. Claro que si algún día se negara a obedecerle... Más le valía asegurarse de que ese día jamás llegara. Para una desgraciada sin padre ni madre, los barrios bajos de Londres eran un lugar muy peligroso. Sabía muy bien que no tardaría más de veinticuatro horas en ser víctima de alguno de los muchos depredadores de la zona. Y luego, tendría suerte si acababa viva, en algún prostíbulo.

Cuando se disponía a abrir la puerta de la calle para salir, ésta se abrió de golpe. Jewel no tuvo tiempo de apartarse y evitar ser lanzada contra un grueso pecho y envuelta en un abrazo de oso.

—Eh, Jewel, cariño,

m’estaba esperando, ¿no?

’Ta bien, así me gustan a mí las mujeres, siempre dispuestas. —Mick la apretó con fuerza mientras una lenta sonrisa dejaba al descubierto unos dientes cariados.

—Te había dicho que vinieras pronto. Sabías que esta noche salíamos —dijo irritado Jem, que estaba a su espalda.

Jewel, enfadada, se revolvió para deshacerse del abrazo de Mick, ahora que Jem estaba cerca y se sentía más segura.

—Eh, Jem, tío. ’

Toy aquí, ¿no? Y listo

pa trabajar.

A pesar de sus esfuerzos por evitarlo, notó que Mick la abrazaba aún con más fuerza mientras hablaba, al tiempo que la rozaba con la entrepierna de una manera que hacía que le dieran ganas de vomitar. Tenía el miembro duro e hinchado y le hacía daño al clavarse en su piel. Ella le empujó en vano. Quizá hubiera crecido como un animal salvaje, pero era una buena chica. Su madre, a la que Jewel apenas recordaba, siempre le había dicho que se preservara, y ella lo había hecho. Tal vez llegara el momento en que tuviera que comerciar con su cuerpo para conseguir comida y cobijo, pero aún no había llegado. Y si lo hacía, entonces haría lo que tuviera que hacer. Sin embargo, lo que no iba a permitir era que, mientras tanto, Mick se aprovechara de ella gratis.

—Vaya como se

t’están poniendo las tetas, Jewely —le susurró Mick al oído mientras se volvía a frotar contra ella.

Apretó los dientes, asqueada. Odiaba a aquel hombre... Lo que le gustaría de verdad sería clavarle un cuchillo en la barriga. Pero como no tenía ninguno a mano, hizo lo que pudo. Le pellizcó en la parte sensible de la axila y le retorció la piel con tanta mala baba como pudo. Mick soltó un gañido y se apartó de golpe, ayudado por un fuerte empujón de Jewel.

—Quítame

d’encima tus sucias manos y tus sucios pensamientos, Mick Parkins, o te cortaré el cuello mientras duermes —le siseó ella con los dientes apretados y mirándolo con odio, furiosa, antes de cruzar la puerta. A su espalda, pudo oír la carcajada de Jem.

—Mejor ten cuidado, tío, o te convertirá en cebo

pa los peces —le advirtió el hombre riendo.

—Uno de estos días, esa putilla va a ver lo que es bueno, te lo digo yo —gruñó Mick.

Jewel trató de no pensar en el escalofrío que le recorrió la espalda ante esa amenaza. Aquel hombre tenía cada vez menos miramientos con ella y se temía que pronto ni siquiera el temor a la venganza de Jem sería suficiente para detenerlo.

—Vamos. No tenemos

toa la noche. —Jem estaba junto a ella, y por el momento, Jewel dejó a un lado la amenaza de Mick.

Éste la seguía de cerca, pero a ella no le molestó. En esta ocasión sólo eran cómplices, puesto que los tres estaban concentrados en el trabajo que tenían por delante.

Incluso al mediodía, las estrechas callejas adoquinadas quedaban ensombrecidas por los destartalados edificios de madera y ladrillo, cubiertos de yeso sucio y descascarillado, que se apoyaban los unos contra los otros, sin dejar que pasara el sol. Y en ese momento, cuando el Big Ben daba las dos de la madrugada, la calle estaba tan oscura como el interior de un sótano sin luz.

En una esquina al fondo parpadeaba una farola de gas, pero su luz no llegaba al centro de la calle, por donde caminaban los tres: Jem y Mick cubiertos con unos viejos abrigos de frisa y sombreros de fieltro calados hasta abajo y Jewel con su vestido de seda escarlata y el cabello recogido a lo alto en algo parecido a un moño elegante.

Una espesa niebla proveniente del Támesis lo envolvía todo, como si fuera un sudario que convertía el aire en algo pesado y húmedo y depositaba partículas pegajosas sobre su pelo y su piel. Se estremeció de frío y lanzó una mirada resentida a sus compañeros. Mientras ambos llevaban abrigos, ella tenía que ir casi desnuda para atraer al pichón. Pero, claro, pasar frío tampoco era nada nuevo. Sin embargo, no entendía por qué últimamente le molestaba tanto. Quizá se estuviera haciendo vieja...

El olor del río y de los canalones, que escupían agua a la altura de los pies, hubiera sido suficiente para tumbar a cualquiera que pasara por allí sin estar acostumbrado a ello. En cambio, ella apenas lo notaba, entremezclado con la niebla. De la misma manera, prácticamente ya no se fijaba en los borrachos tirados por las calles, ni en las siluetas entre sombras que acechaban desde los portales o correteaban por aquel laberinto de calles. Para ella, al igual que para las ratas, el frío y el hedor formaban parte de la vida en los barrios bajos de Whitechapel.

—Lo harás fetén, Jool.

Jem, que notaba con claridad su nerviosismo gracias a ese sexto sentido que tenía, le puso una mano sobre el hombro desnudo al hablarle. Jewel dio un brinco al notar aquel contacto inesperado, pero la mano grande y cálida la equilibró al mismo tiempo que la empujó para cruzar la calle, hacia donde las farolas destellaban con una luz sucia en medio de la oscuridad y la niebla. Era casi la hora...

Jewel se frotó los brazos, que las mangas de farol de su escotado vestido le dejaban al descubierto, mientras pensaba en vano en el calor veraniego. A pesar de la niebla, no hacía mucho frío para ser principios de marzo, aunque sí demasiado para su elegante corpiño. «Mi ropa de trabajo», pensó haciendo una mueca, y se volvió a frotar los brazos.

Llegaron a la calle iluminada por las farolas, y con un último apretón de ánimo, Jem la envió bajo la luz mientras que Mick y él se ocultaban en un callejón cercano. Su trabajo consistía en caminar por la calle, con Mick y Jem siguiéndola entre las sombras, hasta encontrar a algún incauto y atraerlo hacia ellos. Esa parte era la que más odiaba. Su manera habitual de ganarse la vida le merecía algún respeto. Se ocupaba de los clientes que regateaban en los mercados callejeros de su propio territorio, donde la gente de la calle la conocía bien. Allí, sus amigos la cubrirían si algo salía mal. Sin embargo, lo que hacía que su nuevo truco fuera tan peligroso era que debían operar fuera de donde solían hacerlo habitualmente; y esa noche, Jem había decidido que trabajaría cerca de Covent Garden, donde quizá pudieran encontrar a algún burgués o a algún aristócrata encopetado regresando a casa con los bolsillos bien llenos después de haber tenido una buena racha, con unas cuantas copas de más que le tuvieran medio atontado. Su plan era librar al pobre incauto de todos sus objetos de valor, no sólo del peluco o la cartera. Además, si su víctima estaba lo suficientemente gorda, sería más fácil desplumarla, por lo que no tendría que volver a trabajar durante unos cuantos días.

Jewel tenía que admitir que un único golpe con esa artimaña le reportaba mucho más de lo que ella conseguía afanar por su cuenta en toda una semana. Escogían a su víctima con cuidado para robarle lo que tuviera. En eso, Jem y Mick se aplicaban a conciencia: le quitaban absolutamente todo, un abrigo de piel si lo llevaba, la cartera, algún elegante reloj de bolsillo con cadena, anillos, leontinas y sellos, petacas de plata, algún camafeo con un retrato familiar... ¡Resultaba increíble lo que algunos tipos llevaban encima! A veces los despojaban incluso de la ropa y los zapatos si éstos eran lo suficientemente ostentosos como para que Jem no dudara de que conseguirían un buen precio al venderlos. Sí, sin duda era mucho más rápido desplumar al tipo que irle mangando las cosas de los bolsillos. No obstante, también era más peligroso. De esta manera, los tres se encontraban cara a cara con su víctima, por lo que podrían identificarlos con facilidad.

Por la calle adoquinada transitaban otras mujeres, algunas con la cabeza gacha y cubierta con chales, para indicar su modestia; otras se bamboleaban de un lado a otro mientras daban tragos con fruición al contenido de sus jarras, y otras, ataviadas con vestidos de dudoso gusto, iban de caza, como Jewel.

Dos hombres —a juzgar por sus ropas, dos burgueses acomodados— avanzaban por la calle con paso firme y aspecto sobrio. «No es un panorama muy alentador», pensó Jewel, obligándose a concentrarse en su tarea. Cuanto antes representara su papel, antes acabaría todo.

Ante ella, una prostituta con un vestido ribeteado en hilo de seda, tan descolorido que resultaba difícil decir si había sido azul o gris, se acercó a los hombres mostrando sus escasos dientes en una amplia sonrisa y con el cuerpo inclinado hacia delante, para que éstos pudieran ver mejor su abundante seno semidesnudo.

—¿Queréis pasarlo bien, guapos? —gritó, al tiempo que sonreía y los miraba con ojos avariciosos.

Uno de ellos se detuvo con cierto interés, pero él otro tiró de él.

—No seas tonto, George; seguramente tiene la sífilis —bufó este segundo, para luego añadir dirigiéndose a la prostituta—: ¡Apártate de nosotros o haré que venga la policía!

La mujer gruñó y retorció la cara de malicia mientras les lanzaba tal retahíla de obscenidades que los hombres se sonrojaron. En cambio, a Jewel tampoco le molestó aquella manera de hablar. Durante toda su vida había oído cosas de ese estilo y peores, y si la ocasión lo requería, ella tampoco se quedaba corta. Lo único que no le gustó nada era que los dos hombres se alejaran a toda prisa. Juntos no eran víctimas muy asequibles, pero sí por separado, si la puta se hubiera ido con alguno de ellos. Pero no había sido así, y en ese momento, en la zona sólo quedaba la gente de la calle.

—Maldita sea, Jool, mueve ese culo. ¡No vamos a pasarnos aquí toda la puta noche!

Esa susurrada amonestación de Mick le hizo apretar los dientes. ¡No era una maldita zorra para que le fuera dando órdenes así! Sin embargo, tenía que relajarse y centrarse. Cuanto antes encontraran a algún tipo al que desplumar, antes acabaría la noche y volvería a casa, a su cálido camastro bajo las vigas de la buhardilla.

—Eh, Jool, ¿

ara vas de puta? ¡Ya me gustaría ser falda

pa poer caer sobre algo como lo que tú tienes! ¡Dios santo, con lo vacíos que están los bolsillos de los ricos, me

vi a morir de hambre!

La voz, entre aduladora y envidiosa, que le llegó desde atrás, la sobresaltó.

«Estás tan nerviosa como un cura con una furcia», se reprochó a sí misma mientras se volvía para sonreírle.

Willy Tilden era un par de centímetros más bajo que ella, y aún más delgado. De no ser por la red de arrugas que le surcaban el rostro, hubiera parecido un chaval. Pero tenía casi sesenta años, según se decía, y era uno de los mejores, un carterista maestro. Cuando conoció a Jewel, pronto se dio cuenta de su talento, por lo que la trataba con el respeto que un profesional le debía a otro. Ella lo admiraba, pero también le tenía un poco de miedo. Otro de los trabajos de Willy era conseguir mujeres para Madre Miranda, la famosa

madame. Jewel no quería acabar vendida como un paquete para que Willy se llenara los bolsillos.

—Pa na, Willy —respondió Jewel.

De su tono se desprendía el respeto que el aprendiz le debe al maestro. El viejo le sonrió antes de seguir adelante. A ella no le gustaba la idea de que empezara a decirse por las calles que Jewel Combs se había convertido en una prostituta, pero no podía hacer nada por evitarlo.

—¡Calla ya, tontorrona, y fíjate! Ahí viene uno que parece tener justo lo que buscamos.

El susurro, casi grito, de Jem le llegó desde una entrada que quedaba a unos pasos por detrás. Miró de inmediato hacia donde le decía y vio a un joven, un aristócrata, a juzgar por su elegante abrigo color vino y los calzones marrones. Avanzaba tambaleante por la calle. Tendría que haberlo visto ya, por lo menos hacía unos diez minutos antes. Iba cantando

Dios salve a la Reina a voz en grito. Aquella melodía resonaba entre los estrechos edificios formando su propio coro. Por su forma de cantar, y por el modo en que se iba deteniendo y apoyaba la mano en los muros para estabilizarse, era evidente que estaba muy borracho. A ella le destellaron los ojos cuando, al pasar el hombre bajo una farola, vio que era muy joven. Puede que no tuviera ni veinte años. «Una presa fácil de desplumar», pensó aliviada. No haría falta que Mick se pusiera duro con él.

La vieja prostituta del vestido gastado se irguió y fue a por el vociferante recién llegado. Un furioso murmullo a su espalda recordó a Jewel que más le valía actuar rápido. Con lo borracho que estaba el joven, seguro que hasta una vieja le serviría.

—Perdona, mona, pero ése es mío —dijo Jewel mientras adelantaba a la furcia.

Se acercó al caballero, le acarició la manga de terciopelo de su chaqueta y, al mismo tiempo, le dio un brusco caderazo a la otra mujer para apartarla.

—¡Yo lo he visto primero! —rechinó la puta cuando se recuperó de su tambaleo, mirando furiosa a Jewel, que le devolvió la mirada. Ambas se prepararon para luchar por su premio como perros furiosos.

—Esto e... es de lo más adulador, señoras, pe... ero créanme, no es necesario —les interrumpió el caballero, parpadeando mientras trataba de centrar la vista primero en una y luego en la otra.

Jewel hubiera jurado que él era incapaz de diferenciarlas. Estaba completamente borracho; el olor a ron lo envolvía del mismo modo que el perfume barato envolvía a la puta del vestido raído.

Jewel miró a la otra mujer, que estaba tratando de reanudar la pelea, y luego sonrió al joven caballero con una dulzura exagerada, mientras sacaba pecho de manera provocadora. Él no tenía por qué saber que ella había realzado sus curvas con trapos viejos, colocados bajo el vestido para llenar su abundante copa y alzar así sus pequeños pechos. Desde arriba, lo único que podía ver el caballero era carne blanca y abundante.

—Escucha, puerca, ¡este tío es mío! —La vieja prostituta, furiosa por el éxito de Jewel al conseguir que el caballero se fijara finalmente en ella, le dio a la joven un buen empujón. Jewel se tambaleó y mantuvo el equilibrio aferrándose a las solapas del abrigo del hombre, que se tambaleó con ella; luego lanzó un golpe a la otra mujer, mientras le gruñía rabiosa.

—¡Lárgate de aquí, vieja bruja, antes de que te deje seca! ¿

M’has oído?

—¡Te he dicho que es mío!

La batalla iba a comenzar en serio cuando el caballero se interpuso entre ellas, meneando la cabeza con pesar. Bajo la luz de la farola de gas, Jewel se fijó en que tenía el cabello muy rubio...

—Señoras, les ruego que no se peleen por mí. Las encuentro a ambas muy, muy atractivas, pero..., para ser sinceros, me temo que esta noche no... no soy yo. Se lo diré claramente, no creo... no creo que sea capaz... de la hazaña que me piden. Así que lo siento, señoras.

Con una sonrisa de medio lado, hizo una reverencia en dirección a la farola y comenzó a alejarse tambaleante. Desesperada, Jewel le agarró del brazo. No podía dejarlo escapar.

—¡Espere! Con lo guapo que es y

to eso, se lo haré bien barato. Sin duda, es usted mi tipo, señor. —Le sonrió y puso los ojos en blanco como había visto hacer a las prostitutas.

Él le devolvió la sonrisa, y por un momento, Jewel creyó haberle convencido. Pero él negó con la cabeza.

—Eres una chica muy guapa, me parece. Ahora mismo no veo muy bien. ¿Necesitas dinero? En tal caso, estaré encantado de hacerte un pequeño... un pequeño préstamo... —Se llevó la mano al bolsillo y sacó una cartera a punto de reventar.

A Jewel se le pusieron los ojos en blanco mientras él la abría, sacaba un par de billetes de entre un montón y se los metía en el escote. Ni siquiera notó el roce de los dedos. No podía apartar la mirada del montón de billetes que quedaban en la cartera. Debía de haber cientos de libras, ¡menudo botín se estaba perdiendo!

—Yo también estoy necesitada, señor —gimió la prostituta; y si las miradas matasen, la vieja hubiera quedado tiesa a los pies de Jewel. Si esta vieja se largara, estaba convencida de que podría hacerle ir con ella un poco más lejos, lo suficiente para que Jem y Mick consiguieran arrastrarlo al callejón.

El joven le metió unos cuantos billetes en el canalillo a la vieja, sonrió con rostro angelical a ambas y de nuevo comenzó a alejarse. Un poco más abajo de la calle, una taberna destartalada regurgitó a un cuarteto de desharrapados juerguistas; se cogieron del brazo y se alejaron tambaleantes en dirección opuesta. El joven caballero los siguió alegremente, y Jewel apretó los dientes. Después de lanzarle una mirada asesina a su rival, se dispuso a seguir al joven, pero la otra mujer la agarró.

—Vamos a tener una pequeña charla, bonita —ronroneó la vieja, amenazadora, mientras le clavaba sus sucias uñas en la piel del brazo.

Ella se volvió, furiosa. Estaba tan rabiosa que hasta el pelo le tiraba. Siseando como un gato salvaje, fue a darle a la vieja el puñetazo que llevaba rato mereciéndose. Pero al oír la voz del joven, aguda por su etílica indignación, se volvió hacia él.

—¿Qué diablos creen que están haciendo? —protestaba el caballero, en vano, mientras Jem y Mick lo obligaban a bajar por la calle a marchas forzadas.

Los tres eran, más o menos, de la misma altura, pero la corpulencia y las ropas raídas de unos superaban a la esbeltez y la elegancia del otro.

—¡Esta broma no tiene ninguna gracia! —gritó el joven, resistiéndose, pero su esfuerzo le resultó inútil.

Jewel observó consternada cómo Mick lo rodeaba con los brazos con tanta fuerza como para quebrarle los huesos, lo alzaba en volandas y lo hundía en la oscuridad de un estrecho callejón.

—¡Suéltame, vieja bruja! —siseó Jewel a la puta, que miraba boquiabierta la entrada, ya vacía, del callejón.

Como la mujer tardaba en obedecer, ella le dio tal empujón que la envió hacia atrás, y la prostituta al tropezar con un adoquín suelto, cayó de culo sobre el sucio albañal.

La mujer lanzó un aullido mientras trataba de ponerse en pie, pero Jewell ni la miró. Se alzó la voluminosa falda que llevaba con ambas manos y corrió calle abajo. Incluso antes de llegar al callejón, oyó el desagradable ruido de los golpes y los gemidos de alguien herido. Pero cuando torció la esquina y entró en la oscuridad llena de sombras, halló al joven tirado de espaldas sobre un montón de basura. Jem le estaba arrebatando la cartera. A pesar de su borrachera, o tal vez por eso, el pobre parecía decidido a aferrarse a ella. Jem y él se enzarzaron en un inútil tira y afloja hasta que Mick solventó la cuestión propinándole una violenta patada en las costillas al caballero. Éste lanzó un grito y se dobló en dos, mientras Jem se metía rápidamente la cartera en uno de los amplios bolsillos de su abrigo. Luego cacheó a su víctima, que aún gemía y se debatía, y en seguida le quitó el reloj, la cadena y otras pertenencias. Se las metió en el bolsillo junto a la cartera.

—¡Venga, vosotros dos, vámonos! —dijo Jem, haciendo a Mick y Jewel un gesto para que le siguieran, y luego se alejó a la carrera sin esperar a ninguno de los dos.

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