Julia

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LA lluvia caía como una cortina helada y hacía rato que había traspasado el fino chal que Jewel se había echado sobre su vestido rojo. Estaba empapada hasta los huesos y despeinada, con largos mechones de cabello colgándole del moño que tan elegante le había parecido cuando se lo había hecho ante el espejo. Pero ahora, esos mechones se le pegaban al cuello como si fueran heladas colas de rata. Su elegante sombrero de terciopelo rojo con su alegre pluma de avestruz, que, al igual que el chal, había «tomado prestado» de una amiga, le caía empapado sobre un ojo y de su ala chorreaba una pequeña catarata de agua a menos de tres centímetros de su enrojecida nariz.

Sin embargo, ella seguía al borde de un pequeño jardín triangular, estúpidamente boquiabierta, mirando asombrada la imponente fachada de piedra de la mansión de Grosvenor Square. Llevaba allí al menos tres horas, sin darse ni cuenta de los carruajes que la salpicaban al pasar de vez en cuando ni de las sirvientas que corrían de un lado para otro; trataba de reunir el valor suficiente para llegar hasta la enorme puerta de roble y hacer uso del brillante llamador de latón que colgaba de ésta. El latón tenía forma de cabeza de león y, por alguna razón, dicha forma hacía que se le retorciera aún más el nudo que tenía en el estómago. Hasta el maldito llamador era magnífico.

Y ahora tenía derecho a todo eso. O eso llevaba diciéndose toda la semana, desde que Timothy había muerto. Se había casado con él y todo era legal, según había dicho el padre Simon. El joven le había dicho que, cuando él muriera, fuera a esa dirección con la prueba de su casamiento. Debía presentar su certificado de matrimonio al conde de Moorland, su tutor, con sus saludos. Así que Jewel había decidido probar suerte. Lo peor que podía pasarle era que la echaran de allí a patadas, ¿no?

Tras la muerte de Timothy, sólo unas horas después de casarse, Jewel se había quedado muy afectada. De hecho, aunque le avergonzara admitirlo, había derramado algo más que unas pocas lágrimas. El padre Simon le había rodeado los hombros con el brazo y ella había tenido que controlar el impulso de dejarse llevar y echarse a llorar contra su pecho. Aunque le costó, había logrado alzar la barbilla y se había alejado para estar sola. Como siempre había estado, sola. El padre Simon le había dicho que no se preocupara, que él se encargaría de todo, incluso del cadáver. Y ella no quiso quedarse para ver qué pasaba. Demasiados problemas: Willy para empezar, y lo que pasaría cuando notificaran la muerte de Timothy a su familia para que reclamaran el cadáver. Seguramente enviarían a un agente a investigar, y ella no quería tener tratos con ningún poli.

Nerviosa, se había fundido instintivamente con la gente de la calle. Durante una semana había rapiñado comida en los callejones traseros de Kensington Palace y había evitado su antiguo barrio. Por las noches, había conseguido hacerse un hueco en el camastro de una vieja amiga de su madre, una antigua bailarina devenida en prostituta llamada Cilla. Pero estar con ella significaba tener que soportar el ruido que hacía cuando traía a sus clientes a casa. Escondida bajo unas mantas en el suelo, se le revolvía el estómago al oír los vulgares gruñidos de los hombres durante el sexo y el estruendo que levantaban los muelles de la cama.

Además, la noche anterior, cuando había salido de casa de Cilla para ahorrarse otra sesión de muelles chirriantes, había visto a Mick. Y él a ella. De manera instintiva, había echado a correr y él la había perseguido por el laberinto de callejones oscuros, con una mirada que confirmaba sus peores pesadillas. Aterrorizada y convencida de que su vida no valdría nada si aquel desgraciado la atrapaba, huyó a toda prisa y buscó refugio en la pequeña casita del padre Simon tras darle esquinazo a su perseguidor. Pero la esquelética anciana que le abrió la puerta en respuesta a sus frenéticos golpes, le había dicho que el sacerdote estaba «indispuesto» y que no se le podía molestar. En realidad, ya sabía que eso significaba que el cura estaba borracho. Pero, después de todo, ¿quién había dicho que todo sería fácil a partir de ahora? La vida no era así.

Antes de que la anciana le cerrara la puerta en las narices, se irguió con ademán orgulloso y se dio la vuelta. Ahí no iba a encontrar ayuda, ni en ninguna otra parte. Estaba sola, igual que lo había estado casi toda su vida. A Jewel le tocaba cuidar de Jewel.

Sabía que tenía que marcharse inmediatamente a algún lugar donde ni Mick ni Jem pudieran encontrarla. ¿Qué mejor que esconderse en una mansión en la parte elegante de la ciudad? Además, ya era hora de que descubriera si lo que había dicho Timothy de que era el primo de un conde era verdad o no. Hasta ese momento le había dado reparo comprobarlo, pero ahora ésa no era ya una cuestión que estuviera en sus manos. Así que volvió al piso de Cilla sobre el mediodía, cuando sabía que ésta se encontraría profundamente dormida y que la gente de la calle dispuesta a venderla a Mick por cuatro chavos permanecería agazapada en sus escondrijos diurnos. Se había lavado haciendo el menor ruido posible, con los ronquidos de la vieja como música de fondo. Luego se había armado de valor, había cogido su certificado de matrimonio y también el chal de seda de Norwich de Cilla y su mejor sombrero, y se había ido hasta Grosvenor Square, el lugar más elegante de la ciudad. A casa de su nuevo primo, un conde, si Timothy no había mentido. Y lo que su señoría pensaría de la señora de Stratham resultaría imposible de imaginar.

El estómago se le retorció de nuevo. Si seguía así, acabaría por devolver el triste mendrugo de pan que había sido su comida. ¿Cómo podía ella, Jewel Combs, subir por esa curvada escalera de mármol hasta la elegante puerta principal y preguntar por un maldito conde? Lo más seguro era que salieran y le escupieran en la cara. Esa idea hizo que se cuadrase de hombros. Miró la impresionante fachada del edificio de tres pisos y notó que se le secaba la boca. ¿Es que tenía miedo de una casa? Estaba oscureciendo, la lluvia se había convertido en una fría llovizna y el estómago le rugía para recordarle que casi no había comido en todo el día. Miró a su alrededor. El parque estaba desierto y supo que lo tenía que hacer ya, que había llegado el momento. Tenía que darse a conocer a la gente que estaba en la casa, al conde. Pero llamar a esa puerta con el león de latón sería lo más difícil que había hecho en toda su vida.

«Son personas como yo, incluso el maldito conde», se dijo con determinación. Después, antes de poder cambiar de idea, agarró con fuerza su bolso bordado con cuentas y lentejuelas —otro «préstamo» de Cilla—, que contenía su certificado de matrimonio, y se dispuso a cruzar la calle. Al instante, el pie se le hundió en un charco hasta la pantorrilla. El zapato se le empapó por completo, al igual que el bajo del vestido. Además, el agua estaba helada.

—¡La madre que...! —masculló para sí.

Notó molesta que se sonrojaba mientras se sujetaba las faldas, atravesaba a grandes zancadas la calzada adoquinada y subía por los resbaladizos escalones. Menuda impresión iba a causar, con su elegante sombrero empapado y ladeado como si fuera una puta borracha, al igual que su vestido de seda que, de tan empapado, se le pegaba al cuerpo de una manera indecente. Y por si fuera poco, la nariz le moqueaba por la lluvia y el frío.

—Esos

d’ahí dentro no son mejores que yo —dijo en voz alta, y luego sorbió con fuerza para darse valor mientras llamaba a la puerta.

El resonante estruendo fue más fuerte de lo que se esperaba, pero a pesar del repentino temblor que sintió en las rodillas (hacía un frío de muerte, ¿a quién no le temblarían las rodillas?), se mantuvo firme, con la barbilla alzada y el semblante decidido. Cuando la puerta se abrió, un personaje con indumentaria de color negro y revestido de un halo de dignidad se quedó mirándola de arriba abajo con una expresión de incredulidad.

—¿S... sí?

—¿Su señoría?

El personaje tensó la nariz.

—Ni hablar.

—Tengo algo que

enseñá al conde de Moorland. —A pesar de todos sus esfuerzos de comportarse como una dama, el personaje la estaba mirando como si ella acabara de salir de alguna madriguera.

—Ya me imagino lo que tiene que enseñarle. Me temo que su señoría no se halla en casa. Buenas noches.

Y antes de que pudiera decir nada más, la puerta se le cerró sonoramente en las narices.

—¡Vaya con la madre que...! —gritó, mirando la puerta cerrada durante unos instantes mientras comenzaba a hervir de indignación.

¡Un maldito cabrón, eso era! Alzó la anilla del llamador y la dejó caer de nuevo. El león se llevó un buen golpe en toda la nariz. En esta ocasión, la puerta sólo se abrió unos centímetros.

—Márchate de aquí o llamaré a la policía —le gritó el hombre con el ceño fruncido.

—¡Te digo que tengo algo

pa enseñá al conde!

—Y yo te digo que el conde no está en casa.

—Bueno, ¿y cuándo estará?

—Para las de tu calaña, nunca. Y ahora, ¡lárgate!

Y volvió a cerrar la puerta. Jewel apretó los dientes y golpeó la cabeza del león con tal fuerza que la anilla rebotó.

El pomposo personaje abrió la puerta de golpe y esta vez, más que gritarle, le rugió.

—¡¿Es que no vas a marcharte?!

Fuera de sus casillas, ella lo miró furiosa.

—Eres un maldito grosero, ¿lo sabías?

T’hago una pregunta amable y...

—George, di a Rudy que llame a la policía. —El personaje habló con un frío control, volviendo la cabeza hacia atrás, antes de mirarla de nuevo con ojos gélidos—. ¿Has oído, muchacha? Será mejor que te vayas, o será peor para ti.

—Pa ti es

pa quien será peor, ceporro —le soltó Jewel.

La puerta se le estaba cerrando de nuevo en las narices. ¡Maldito idiota! Aquello era insufrible. ¡Ella tenía el mismo derecho que cualquiera a hablar! Furiosa, se lanzó contra las volutas de la intrincada talla de la puerta de roble.

Pilló desprevenido al personaje, que desde luego no se esperaba un ataque directo. La puerta se abrió de par en par, y Jewel entró a la carga en un enorme vestíbulo iluminado por velas. Los pies le resbalaron sobre el pulido suelo de mármol hasta que se detuvo al llegar a la alfombra de color crema con dibujos de flores que había en el centro. Como llevaba los zapatos empapados, con cada pisada dejaba una mancha sobre aquella alfombra inmaculada, así que salió de allí de inmediato para volver a pisar sobre el mármol, mirando con ojos muy abiertos la enorme entrada.

—¡Eh, tú, putilla, sal de aquí! ¡George, échame una mano! —El personaje se le acercó por detrás y la agarró por el brazo.

—¡Quítame las manos

d’encima, maldito cabrón! —chilló Jewel, que luchaba por recuperar el equilibrio mientras el hombre la hacía volverse.

La empujó hacia la puerta, que otro hombre, más joven y con una vestimenta igual de pomposa, mantenía abierta. Mientras se sentía poco menos que propulsada por aquel suelo tan resbaladizo, echó un pie atrás y le propinó al personaje una patada en la espinilla con todas sus fuerzas.

—¡Zorra! —gritó éste, pero le soltó el brazo y se puso a saltar sobre una pierna—. Pagarás por esto, maldita... ¡Henry, Thomas!

Sin duda estaba pidiendo refuerzos. Trató de atrapar a Jewel, pero sólo pudo agarrarle el chal, que miró con horror e inmediatamente dejó caer al suelo como si fuera un guiñapo. Mientras tanto, ella salió corriendo; los pies le resbalaron y tuvo que evitar la caída agarrándose al brazo curvo de una elegante silla dorada. Se refugió tras ella mientras otros dos hombres, también ataviados con elegancia, entraban corriendo en el vestíbulo desde diferentes lugares.

—¡Atrapadla! —ordenó el personaje, y los cuatro hombres convergieron sobre la silla.

Jewel se balanceaba poniendo el peso primero en un pie y luego en el otro, como preparándose para lo que pudiera venir. Protegida por el respaldo de seda rayada, los miró. El que le había abierto la puerta cojeaba un poco al acercarse a ella con los brazos abiertos, como un luchador enfrentándose a su rival. Jewel sonrió torvamente ante la situación; siempre había disfrutado de una buena pelea.

—¡

Vení pa aquí, chavales, y os arrancaré un cacho a

ca uno! —La chulería de sus palabras igualaba el destello furioso de sus ojos. Para algo había crecido en Whitechapel. Les daría tanto trabajo que tardarían mucho en olvidar aquel día.

—Supongo que puede explicar esta... comedia, Smathers.

Aquellas palabras cayeron desde lo alto como un jarro de agua fría para los cuatro hombres. Al momento se pusieron firmes, bajaron la vista y de reojo miraron al esbelto caballero de pelo rubio y vestido de etiqueta que las había pronunciado.

Se hallaba casi en lo alto de la elegante escalera que se curvaba en su descenso hacia el vestíbulo. El hombre tenía una mano sobre la pulida balaustrada mientras observaba la escena que se desarrollaba abajo con una fría indiferencia. Pero su supuesto desinterés no parecía compartirlo la hermosa dama, tan rubia como él, que se encontraba un peldaño más arriba.

—La verdad, Sebastian, ¡mira el vestíbulo! ¡Hay agua por todas partes! Smathers... Oh, cielos, Sebastian, ¡se ha traído una ramera!

—¡Yo no soy ninguna ramera! —replicó Jewel, con un brillo beligerante en los ojos mientras miraba a los dos que se hallaban en la escalera.

—¡Sebastian, se ha atrevido a hablarme! ¡Una mujer de esa clase! ¡Oh, cielos, creo que me voy a desmayar!

—No seas ridícula, Caroline. Ni siquiera tú puedes desmayarte sólo porque una mujerzuela te dirija la palabra.

Aquella frase, pronunciada en el tono más gélido que Jewel había oído nunca, fue fulminante. La mujer parpadeó una vez; luego apretó los labios y se calló. Pero mientras se sonrojaba con violencia, miró a los que en el vestíbulo habían sido testigos de su humillación y, en aquel momento, Jewel supo quién pagaría por su vergüenza.

—¿Y bien, Smathers? —El caballero contempló al grupo de abajo con frío desdén.

El único cambio visible en su expresión fue una ligera elevación de cejas. A ella le sorprendió que ese pequeño gesto lograra que Smathers, el pomposo personaje con quien se había topado a su llegada, comenzara a sudar.

—Lamento mucho el alboroto, señoría. Esta... hembra —dijo, mirando a Jewel con los ojos encendidos— ha entrado a la fuerza. Estaba a punto de hacer que la echaran los lacayos.

—Ésa parece ser la medida adecuada —repuso el caballero, que pareció perder todo interés en el asunto al saber que estaba a punto de resolverse. Se volvió hacia Caroline mientras le ofrecía el brazo—. Sigan con ello.

—Sí, señoría —dijo Smathers con alivio y una torva satisfacción, para luego lanzarle a Jewel una mirada vengativa.

Los tres lacayos y el mayordomo se acercaron a la joven.

Ella esperó hasta tenerlos lo suficientemente cerca como para empujar la silla contra ellos. Al hacerlo, las patas talladas de la silla rechinaron sobre el suelo de mármol, se atascaron en la alfombra y ésta acabó volcándose con un gran estrépito. Smathers soltó una palabrota y trató de agarrar a la joven, pero ésta ya se había colado por entre los dos lacayos y se estaba agachando tras una pequeña mesa decorada con un jarrón azul y blanco, tan grande que resultaba ridículo, que contenía rosas de color crema.

—¡Oh, cielos, cuidado con el jarrón! ¡Es un Meissen! —gritó Caroline, que sólo había conseguido descender un escalón del brazo del caballero.

Sus ojos azules, espantados, estaban clavados en el jarrón, que se tambaleaba peligrosamente sobre su base. Jewel, en un momento de inspiración, agarró el jarrón y lo sostuvo por encima de la cabeza.

—Entonces,

vení aquí —dijo a sus seguidores, disfrutando—. Y haré trizas este jarrón.

Smathers y los lacayos se detuvieron de golpe. Sus temerosas miradas iban del jarrón al rostro decidido de Jewel y luego al de la horrorizada dama que permanecía en lo alto de la escalinata.

—La verdad, Sebastian, ¿es que no eres capaz de hacer algo? ¡Esto es horroroso! Supón que nuestros invitados llegan con antelación y se encuentran con esta... desagradable exhibición.

—Tus invitados, querida, no los nuestros. Sin embargo, no te falta razón. Los cotilleos son tan agotadores, ¿no crees? —dijo el caballero con una amabilidad que no restaba dureza a sus palabras.

Caroline se sonrojó intensamente.

—Seguro que tú sabes mucho más de eso que yo, milord —replicó, y al instante pareció asustada—. No quería decir...

—Sé perfectamente lo que querías decir, Caroline —dijo él, con una voz cargada de aburrimiento. Miró de nuevo la escena del vestíbulo—. Smathers, no me había fijado en lo mucho que has envejecido. ¡Qué desconsiderado por mi parte! Echar a una golfa escuálida, a la que, para empezar, no se debería haber permitido la entrada, antes no era algo que estuviera más allá de tus capacidades. Si quieres jubilarte, sólo tienes que decírmelo. Lo arreglaré para que recibas una pensión...

—No, no, señoría —replicó jadeante Smathers, mientras miraba a Jewel con ojos entrecerrados por la furia—. Yo...

—¿Y a quién llamas tú golfa escuálida? —intervino Jewel, mirando con ojos cargados de furia al caballero de la escalera—. ¡Soy tan buena como tú, tú... tú, señor

emperifollao!

Los allí reunidos gritaron al unísono al tiempo que el caballero clavaba su mirada en Jewel. Alzó las cejas mientras la miraba de arriba abajo, deliberadamente, con lentitud. A pesar de lo indignada que estaba, ella tuvo que reprimir el impulso de revolverse ante tal mirada.

—¡Cierra el pico, putilla! ¡Te estás dirigiendo al conde de Moorland! —siseó horrorizado uno de los lacayos.

Jewel bajó un poco el jarrón y miró con interés al caballero de la escalera. ¿Ése era el conde de Moorland? No tenía pinta de conde. Ella esperaba que fuera alguien más corpulento, más viejo, con una cabeza leonina y las facciones marcadas. En cambio, aquel individuo era rubio, esbelto y muy atractivo, con un rostro sin mácula que parecía el de un ángel. Le parecía demasiado guapo para ser un hombre, y menos aún un conde. Lo miró enfadada sólo para darse fuerzas y así no sucumbir ante su atractivo masculino.

—Si eres el conde, entonces es contigo con quien tengo asuntos que tratar —dijo Jewel, saliendo de detrás de la mesa.

Por si acaso, mantenía el jarrón consigo y no quitaba ojo a Smathers por si éste hacía cualquier movimiento inesperado.

—¿Tú tienes que tratar asuntos conmigo? —preguntó el conde con fingida amabilidad—. Francamente, lo dudo.

—Oh, ¿lo dudas? Bueno, tengo algo

pa entregar, con los saludos del señor Timothy Stratham, al conde de Moorland, si de

verdá eres tú.

Anque digo yo que mucha pinta de conde no tienes.

Jewel contemplaba al hombre con suspicacia evidente.

—La verdad, Sebastian, ¿no puedes hacer que se marche? Los invitados deben de estar a punto de llegar...

—¿Por qué no vuelves arriba y haces que Hanks te arregle el moño, Caroline? Diría que se te ha ladeado un poco hacia la izquierda —le dijo, sin ni siquiera mirarla al hablarle, aunque algo en su tono hizo que la dama palideciera.

—Eres cruel, Sebastian —susurró la joven, que se volvió y desapareció en el pasillo de arriba.

Cuando ella se hubo marchado, el conde volvió a fijarse en la escena del vestíbulo.

—Smathers, estoy muy decepcionado con el modo en que has llevado este asunto. Creo que ya no requeriré tu ayuda. Y el resto también podéis volver a vuestras tareas de costumbre.

El rostro de Smathers se convirtió en una máscara impasible.

—Sí, milord —masculló mientras hacía una reverencia; hizo salir a dos de los lacayos antes que él y desapareció en dirección a alguna estancia de la planta baja de la mansión.

El tercer lacayo se plantó como una estatua al pie de la escalera. Por la expresión de su rostro, parecía que a partir de ese momento se había convertido en alguien sordo, mudo y ciego.

—Así que tienes algo para el conde de Moorland de parte de Timothy Stratham, ¿no? —dijo el conde lentamente mientras descendía la escalera—. Puedes acompañarme. George, traiga algo con lo que tapar a esta criatura, por favor. Al parecer está llenándolo todo de agua.

—No tengo

na de criatura, y no tienes que arrugar esa elegante nariz sólo porque haya un cuerpo

mojao en tu casa —soltó Jewel, resentida, mientras el lacayo desaparecía para cumplir las órdenes de su señor—. Está lloviendo a

too meter ahí fuera; te lo digo por si no has

sacao la nariz en

too el día. Cualquiera estaría

mojao si se quedara en la calle, incluida su señoría.

—¡Qué forma de expresarse tan graciosa! —murmuró el conde, y ella tuvo que contener el impulso de tirarle el jarrón a la cabeza y darle en su bonita cara.

Entonces el lacayo regresó con una toalla y una manta, y después del gesto de asentimiento del conde, se las ofreció a Jewel. Ésta dejó el jarrón en el suelo, sintiéndose ahora más segura, y aceptó ambos artículos con malos modos. El conde empezó a alejarse por el pasillo que llevaba hacia la parte trasera de la casa y Jewel lo siguió, con el lacayo detrás, hasta que el aristócrata se detuvo ante una puerta cerrada.

—Haz el favor de enrollarte la toalla a la cabeza y la manta al cuerpo, si no te importa. Me desagrada que se formen charcos de agua en mi despacho.

Esa voz fría y desinteresada despertó las más violentas emociones en el pecho de Jewel. Le apetecía montar un escándalo, chillar, arañar y vociferar. Pero no lo hizo. Algo en aquella elegante postura erguida, en aquel cuerpo enfundado en un inmaculado traje de etiqueta, en aquellos fríos ojos y perfectas facciones, se lo impidió.

—Hazlo ya, por favor.

Jewel le clavó la mirada. Él se la devolvió con unos ojos tan azules como el cielo de un día de verano. Su cabello, de un rubio platino por el que muchas mujeres habrían matado, le brillaba bajo la luz de las velas como si fuera el de un ángel. Tenía una frente amplia y despejada bajo aquel deslumbrante pelo, su nariz era recta y elegante, su boca estaba finamente dibujada y tenía el labio inferior un poco más carnoso que el superior. Era un hombre de pómulos prominentes, mentón cuadrado y un tono de piel broncíneo dorado. Sin duda, ella nunca había visto a alguien tan apuesto. Demasiado para inspirar temor y, sin embargo, había algo en su postura, algo en la expresión de aquellos ojos celestiales, que la hicieron dejar de discutir. Como si hubiera llegado a un pacto con su lado más beligerante, resopló y luego se envolvió con la manta. Al hacerlo, el calor le resultó reconfortante, aunque sabía de sobra que su comodidad era en lo último en que aquel hombre había pensado.

—George cogerá tu... er... sombrero.

Jewel alzó los ojos al instante y volvió a mirarlo, molesta. Sin embargo, fue discreta; se quitó el sombrero calado y se lo entregó al lacayo, quien, obedeciendo a un gesto de su señor, se lo llevó.

Con toda la dignidad que pudo reunir, Jewel se envolvió la cabeza con la toalla, cruzó la puerta que el conde mantenía abierta para ella y entró en un estudio lleno de estanterías con libros. La chimenea estaba encendida y una lámpara lucía sobre un enorme escritorio de madera, tras el cual había una silla de cuero de color burdeos y otra igual, delante. En la pared del fondo se veía un sofá de terciopelo a rayas burdeos y doradas. Las paredes estaban decoradas con armas de fuego y sobre la chimenea colgaba un enorme cuadro de una escena de caza pintada en tonos verdes, dorados y escarlatas.

Jewel vio todo eso en el instante antes de sentarse en la silla frente al escritorio. Casi se quedó sin habla durante unos minutos. Allí había demasiado cuidado, calidez y confort para un solo hombre. Casi le pareció un pecado.

—Y ahora, dígame qué la ha traído hasta aquí.

Cosa rara, a Jewel le fallaron las palabras. Rebuscó en su bolso, que le colgaba de la muñeca, sacó el certificado de matrimonio y se lo entregó. Él cogió el documento en el mismo silencio en el que ella se lo entregaba. Sólo un ligero alzamiento de cejas traicionó sus sentimientos mientras leía con rapidez el texto que la convertía legalmente en la señora de Timothy Stratham. Luego, el conde alzó la vista; sus ojos, más fríos que nunca, la recorrieron de arriba abajo como si la estuviera viendo por primera vez.

—Disculpe que se lo diga, pero viste usted muy mal para ser una aventurera.

Jewel parpadeó sorprendida. Cualquiera que hubiese sido la reacción que esperaba, con seguridad no era ésa.

—¿

Qué’ice?

—Dios mío, si casi no sabe ni hablar. ¿Acaso trata de convencerme de que mi recién difunto primo, que a pesar de ser muchas cosas, ninguna de ellas positiva, no estaba loco, acabó casándose con usted?

—Si Timothy Stratham era primo de

usté, pos sí.

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