Julia

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A la mañana siguiente, Jewel estuvo vestida y en la entrada principal, acompañada por un impasible lacayo, durante un buen cuarto de hora antes de que el conde bajara. Incluso con lo poco que lo conocía, se dio cuenta de que sería muy poco prudente hacerlo esperar. Sin duda, él se marcharía sin pensárselo dos veces y esa idea no le gustaba nada.

El vestido de lana negra que llevaba bajo una capa a conjunto, forrada de piel, estaba entero y limpio, pero con aquel cuello tan alto y aquellas mangas, estrechas y largas, le parecía una prenda de las más feas que había visto nunca. Además, le quedaba muy grande; ella estaba bastante delgada y le colgaba como un saco de arpillera alrededor de un palo. Y lo peor: picaba. Resentida, se rascó la barriga mientras pensaba en eso. Después de verlo, se hubiera puesto de nuevo el rojo que ella había traído si lo hubiera encontrado por alguna parte. Pero al preguntarle a la doncella, se enteró de que habían quemado el vestido más bonito que había tenido en toda su vida.

Cuando por fin apareció el conde, llevaba puesto un abrigo marrón oscuro que le llegaba hasta el tobillo y con muchas capas sobre los hombros, lo que le hacía parecer aún de espaldas más anchas que la noche anterior. Debajo, pudo ver de refilón que llevaba una chaqueta negra, un fular blanco con un nudo muy complicado y pantalones de color marrón. Los tacones de sus botas resonaban sobre la pulida madera de la escalera mientras descendía. Al mirarlo, Jewel se volvió a quedar parada de lo guapo que era. La noche anterior, en sus sueños, él había encarnado al diablo. Al verlo esa mañana, de nuevo le recordó una estatua que había visto de uno de los arcángeles del Señor. No hallaba ningún fallo en su apariencia. La forma de la frente, los pómulos, la barbilla, los ojos azul celeste bajo las curvadas cejas de un marrón ceniciento, la nariz larga y recta, y unos labios ni demasiado carnosos ni demasiado finos, eran pura perfección. Ni siquiera el propio san Gabriel habría sido tan bello. Sólo verlo avanzar hacia ella fue suficiente para que notara que se le tensaban los dedos dentro de los zapatos, demasiado grandes, y se reprendió por su estupidez. Él no estaba interesado en ella, ni lo estaría. Pero aun así, una vocecilla impertinente le respondió en la cabeza: «Un gato puede mirar a un rey».

Un rayo de sol atravesó la vidriera semicircular que había sobre la puerta y le iluminó el cabello, haciendo que brillara. El efecto fue impresionante, casi como si un halo le rodeara la cabeza. Jewel se quedó mirándolo embobada, y mientras lo contemplaba, él bajó y la miró a los ojos.

—Buenos días, Julia —dijo con tranquilidad al llegar al vestíbulo; hizo un gesto a Smathers, que corrió a entregarle el sombrero y los guantes.

Jewel se sorprendió al notar que Smathers empleaba con ella la misma cortesía con que trataba al conde. Como si nunca hubiera entrado a la fuerza en la casa o nunca le hubiera pegado una patada en la espinilla, Smathers le entregó también un sombrero y unos guantes. Éstos eran negros, igual que el horrible sombrerito. Después de mirarlos con absoluta repulsión, se resignó a ponérselos y colocarse el sombrero en la cabeza; se ató las cintas en un lazo torcido.

—El carruaje espera fuera, milord.

—Gracias, Smathers. Vamos, Julia.

Pasó ante ella mientras se colocaba el sombrero chambergo en la cabeza y se ponía los guantes. Jewel lo siguió con la sensación de ser un perrito perdido.

Fuera, el sol estaba comenzando a asomar tras los árboles del parque que se hallaba enfrente, y coloreaba con un resplandor amarillento la capa de niebla que iba deshaciéndose. La lluvia había cesado, pero había charcos sobre los adoquines y el ambiente era gélido. Copos de ceniza descendían del humo que surgía por las chimeneas en lo alto de todos los edificios de la plaza. Las pocas personas que estaban por la calle a tan temprana hora, casi todas sirvientes, iban bien abrigadas para soportar el frío. Un hombrecillo encorvado, tapado hasta los ojos por un largo abrigo y una bufanda de punto, empujaba un carrito por la calle. El ruido de las ruedas de madera sobre los adoquines casi apagaba sus monótonos gritos de «¡Lechero! ¡Leche fresca!». Un mozo de cuadra con librea paseaba un tiro de caballos bayos por delante de la casa y se apresuró a acercarse en el carruaje al ver al conde.

—Buenos días, milord. Hoy le veo de buen ánimo.

—Mejor, Jenkins, porque espero ir a buen ritmo. Últimamente, el aire de Londres no me sienta muy bien.

—Sí, milord —respondió el mozo como si lo supiera, mientras el conde se detenía ante el escalón que subía al carruaje abierto.

Le tendió la mano a Jewel, con la clara intención de ayudarla a subir. Ésta, tan desacostumbrada a tales cortesías como lo estaba a montar en un carruaje, vaciló un instante antes de asirle la mano. El corazón le latía con fuerza dentro del pecho, y esa vez no era por tocar al conde; estaba nerviosa por tener que montar en aquel vehículo, que parecía tan frágil. Pero moriría antes de demostrar ante él que tenía miedo. Así que apretó los dientes y se sentó sin decir palabra.

El conde subió con agilidad al carruaje tras ella.

—¡Déjalos ir, Jenkins!

La calesa comenzó a moverse con una sacudida que casi levantó de su sitio a la joven, que no estaba preparada para una salida tan brusca. Recuperó el equilibrio con un murmullo enfadado mientras el mozo saltaba ágilmente tras ellos, para quedarse con cara de palo en la parte trasera. Jewel notó la curiosidad que éste sentía, pero el conde no había tratado en ningún momento de informarle de quién era ella. Al parecer, los criados sólo tenían derecho a saber aquello que sus señores consideraran oportuno... Al darse cuenta de que ella, al menos a los ojos del conde, tenía un estatus incluso más bajo que el de un criado, la sangre se le calentó en las venas por el orgullo herido. Y eso le fue bien, pues la ayudó a entrar en calor y mantenerse así durante casi una hora, tiempo durante el cual el conde no dijo ni una sola palabra. El mozo y ella permanecieron igualmente en silencio, sin querer molestar al «milord», o quizá sin atreverse a hacerlo. Mientras transcurría la siguiente hora, y la joven sentía cada vez más frío y menos comodidad en su precario asiento de cuero, que le resultaba muy resbaladizo, el silencio comenzó a irritarla.

—¿Sería mucho pedirle a usted que me dijera

pa dónde vamos? —Si en su voz había más que un ligero sarcasmo, el conde, que la miró como si se hubiera olvidado de su existencia, pareció no notarlo.

—Al campo —contestó sucinto.

Jewel hizo una mueca.

—Mu agradecida —replicó la joven, y en esa ocasión no podía pasarse por alto el sarcasmo.

Pero él siguió sin parecer notarlo. Ella le lanzó una mirada iracunda mientras se rascaba el estómago por enésima vez. En esta ocasión, él la miró impaciente.

—¿Por qué demonios te rascas tanto? ¡Ni que tuvieras pulgas!

Ese injusto ataque desató la furia de la joven.

—’Cuche usted, señor

topoderoso. He

aceptao hacer lo que me diga, pero ¡eso no le da derecho a insultarme! —le dijo, lanzándole una mirada rabiosa, agarrándose a un lado del carruaje con una mano mientras pasaban sobre una serie de baches peores que de costumbre.

El conde la miró con cierta sorpresa, como si un trozo de madera le hubiera contestado.

—Te ruego que me perdones. Pero quizá pudieras explicarme por qué no paras de..., humm, tirar de la cintura del vestido.

—¡Porque me pica que es la leche! —La disculpa del conde no sirvió para que su humor mejorase.

Siguió mirándolo enfadada, y él, maldito fuera, tuvo la cara de parecer divertirse.

—Sí, eso ya lo he supuesto. Pero ¿por qué?

—¿Y cómo lo voy a saber? ¡Es este maldito

vestío!

Él entrecerró los ojos, pensativo, y se pasó las riendas de una mano a la otra antes de tocar con suavidad la tela de la falda. La muchacha lo miró enfadada y quitó la falda de su alcance. Luego tuvo que agarrarse a un lado del carruaje para evitar salir disparada del asiento.

—¿Qué llevas debajo?

Jewel lo miró sorprendida.

—Las calzas, ¿qué más

vi a llevar? —le dijo y, para su sorpresa, al hacerlo ante el gran «milord» no sintió vergüenza alguna, aunque de repente recordó al mozo que estaba sentado detrás y se ruborizó a más no poder.

El conde frunció los labios.

—¿Eso es..., humm, todo?

—Me parece que eso no es cosa

pa hablar aquí —replicó ella con recato, sintiéndose muy orgullosa de su recién estrenada dignidad.

Él volvió a fruncir los labios y luego sonrió. Cuando comenzó a reír, Jewel lo miró y se quedó parada al contemplar la transformación que la risa le causaba. Parecía más joven, despreocupado, atractivo, encantador. Ella lo contempló deslumbrada, pero luego volvió a mirarlo con el ceño fruncido al darse cuenta de que se estaba riendo de ella.

—Creo que, además de las calzas, una joven dama suele llevar una camisola, corsé y varias enaguas bajo el vestido. La tela del vestido no está pensada para que toque la piel. Y éste en concreto parece estar hecho de lana; sin duda eso explica tus..., humm, picores.

Ella lo miró enfadada, resentida por la sonrisa que aún le rondaba en los labios. Atractivo o no atractivo, conde o no conde, no tenía derecho a reírse de ella. No obstante, a pesar de estar enfadada, la mano se le fue para rascarse. Se detuvo justo a tiempo.

—Ya lo sé —masculló, enfadada y avergonzada al mismo tiempo—. ¿Qué se cree

usté que soy, una

ignoranta? Lo que pasa es que no tenía ropa interior.

—Claro que no. La señora Masters debería haberse ocupado de que se te proporcionaran las prendas adecuadas. Sin duda se le ha pasado por alto.

—Sin duda —repitió Jewel con acritud, convencida de que la señora Masters había sacado a propósito el vestido que picaba y nada más.

Pero el tono tranquilizador del conde la hizo sentirse un poco mejor. Ella no dijo nada, pero la mano hizo otro movimiento a medias para aliviar la incomodidad del dichoso vestido. El conde trató de reprimir una sonrisa y la joven volvió a enfadarse.

—Por favor, no te contengas —murmuró él, y sonrió.

Ella lo miró rabiosa. Haciendo un heroico ejercicio de fuerza de voluntad consiguió no rascarse.

El resto del viaje lo pasaron en silencio casi total. El conde, perdido en sus propios pensamientos, no decía nada. Conducía el carruaje con más velocidad que cuidado por los caminos enfangados y llenos de baches. Jenkins hacía una señal sonora con un cuerno siempre que se acercaban a un peaje. Aparte de eso, nadie hacía ruido alguno. La propia Jewel, que tenía cada vez más frío y hacía gala de un enorme control de sí misma para no rascarse, contribuyó con una serie de sorbidos.

El calor sólo aumentó ligeramente al llegar el mediodía, pero ella se estaba helando. Frunciendo el ceño, se rodeó el cuerpo con los brazos para darse el poco calor que pudiera, pero no tardó en darse cuenta de que el frío era el menor de sus problemas. El carruaje botaba y se bamboleaba de una manera horrible mientras el conde lo conducía a gran velocidad. Apretó la espalda contra el frío asiento, y con cada minuto que pasaba se sentía más mareada. Cerró los ojos mientras la calesa seguía avanzando, saltando sobre las roderas con una absoluta indiferencia hacia su creciente malestar. Si no se detenían pronto, acabaría por vomitar.

Y finalmente lo hizo. Devolvió y manchó todo el elegante interior de cuero del carruaje y las brillantes botas del conde.

—¡Dios santo! —exclamó éste mientras detenía los caballos. Cuando ella dejó de vomitar y se sentó apoyándose temblorosa contra el respaldo del asiento, con los ojos cerrados, le oyó decir—: Cógelos, Jenkins

Entonces, Jewel notó el calor de la mano del conde bajo la barbilla. Deseó poder envolverse en aquella calidez. Tenía tanto frío y se sentía tan mareada y desgraciada...

—¿Por qué no me has dicho que no te encontrabas bien, tontorrona? —le dijo, levemente enfadado, lo que, de manera inexplicable, tuvo el efecto de enfurecer a Jewel.

—¡Si tuviera dos

deos de frente, lo hubiera

notao! Al no ser marinero, no tengo costumbre de que me

sacúan las entrañas como si me hubiera

pillao un huracán en alta mar —le espetó, abriendo los ojos y mirándolo enfadada.

A su espalda, Jenkins dejó escapar una tosecilla que bien podría haber sido una risa contenida.

—Te agradecería que vigilaras lo que dices, niña —respondió el conde, entrecerrando los ojos al mirarla.

—Tonterías —replicó ella con crudeza y cerrando de nuevo los ojos.

En ese momento no le preocupaba ofender al conde, ni echar por la ventana su oferta de casa, comida y bienestar. Lo único que le importaba era hacerle saber a ese hombre imposible y arrogante que ella no era una «cosa» a la que se podía someter a incomodidades horribles como si no tuviera ningún valor.

—Milord —repuso él con bastante calma, como si sólo le estuviera indicando de nuevo la forma correcta con la que debía dirigirse a él.

Ella esperaba que él se enfadara por esa grosería, pero en vez de eso, el hombre no dijo nada. Oyó el chirrido de los muelles al descender el conde del carruaje, y luego, para su sorpresa, notó que le ponía las manos bajo las axilas. Abrió mucho los ojos y lo miró mientras él la dejaba en el suelo.

—Ocúpate del carruaje, Jenkins —dijo él volviendo la cabeza mientras le ponía a Jewel el brazo bajo el suyo, de forma que ella quedó apretada contra el calor de su cuerpo.

La obligó a caminar por donde habían venido. Ella lo hizo y comenzó a sentirse mejor mientras aspiraba el frío aire y notaba el suelo sólido bajo sus pies.

—Perdón por las botas, milord —se sorprendió mascullando.

Entonces, él esbozó esa sonrisa encantadora y cálida que le iluminaba los ojos. Ella se quedó mirándolo, deslumbrada por la impresión que le causó a tan corta distancia. Era un hombre demasiado guapo para sonreír; lo que hacía con su hermoso rostro resultaba injusto para el resto.

—Ya las limpiarán —repuso él, y sacó una petaca de plata del bolsillo del abrigo—. Bebe un poco —le dijo mientras le pasaba la petaca a ella.

Ella le obedeció. El whisky la quemó por dentro, pero como notó calor, tomó otro largo trago.

—Para o acabarás emborrachándote —le dijo, quitándole la petaca de la mano y mirándola con ojos fríos, que a Jewel le resultaron casi relajantes por ser los que veía habitualmente—. Si eres aficionada a la botella, tendrás que aprender a pasar sin ella. Las damas no beben licores fuertes.

—No habérmelo

dao si no quería que lo bebiera —replicó Jewel, y como recompensa vio que la expresión del conde se suavizaba. No volvió a sonreír, pero ya no parecía tan frío.

—Tocado. Si crees que puedes, deberíamos seguir nuestro camino. No me gusta pasar la noche en la carretera.

—Es que a mí no me gusta ir en coche —masculló Jewel, pero no le sorprendió que él la llevara hacia el carruaje, ya limpio, y la subiera.

Él se entretuvo un instante restregando las botas contra las pocas matas de hierba que quedaban en el barro y eso, por alguna razón, le produjo a ella un extraño placer. Luego el conde saltó a su lado, volvió a cogerle las riendas al impasible Jenkins y azuzó a los caballos. El carruaje comenzó a avanzar de nuevo. Con un suave gemido, ella se agarró a un lado de la calesa y se resignó a sufrir durante unas horas más.

Cuando caía la noche, la muchacha ya casi se había resignado a la muerte. O mejor aún, la ansiaba. No se había sentido tan mareada en toda su vida. Rezó para que se estrellaran, para que el conde sufriera un ataque al corazón, para que sucediera cualquier cosa que los hiciera detenerse. Pero el maldito vehículo seguía botando, bamboleándose y sacudiéndose en medio de un viento helado mientras la noche invernal lo cubría todo.

Entraron en Norfolk y al cabo de un rato llegaron al pequeño pueblo de Bishop’s Lynn. Jewel se encontraba demasiado mal para hacer nada más que fijarse en las torres de las dos iglesias situadas en los extremos opuestos de la población. Parecían estar acercándose a la costa, pues oía un leve rumor. Al principio pensó que eran imaginaciones suyas, pero un poco más tarde se dio cuenta de que era el sonido de las olas rompiendo contra la playa.

—¿Ya estamos cerca? —se atrevió a preguntar al fin, con el cuerpo completamente helado y el estómago amenazándole con salírsele por la boca a pesar de tenerlo casi vacío.

—Más que cerca. Ya hemos llegado —respondió el conde, sucinto, y señaló hacia delante con la fusta.

Y así, recortada contra el fondo de un cielo que oscurecía, Jewel vio por primera vez la mansión a la que, como luego sabría, llamaban White Friars.

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