Julia

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Todas esas lecciones le resultaban difíciles, pero lo peor era aprender a hablar. Según la señora Thomas, lo que salía de la boca de Jewel no eran palabras sino sílabas mutiladas. Pero por mucho que se esforzara, no parecía ser capaz de mover la lengua lo suficiente para hablar con el acento de una dama. La señora Thomas la mantenía practicando delante de una vela, cuya llama oscilaría si marcaba las letras con claridad. Al principio, le dijo que leyera en voz alta, suponiendo que ella acabaría asimilando la elegancia de expresión de las palabras escritas. Después de muchos rodeos, Jewel tuvo que admitir que no sabía leer. Así que con toda la firme determinación que Wellington debía de haber empleado en Waterloo, la señora Thomas comenzó a enseñarle lo que era el lenguaje escrito. Todas las mañanas, la obligaba a pasar horas con una tabla atada a la espalda y un libro en la cabeza mientras pronunciaba con mucho esfuerzo las palabras de una de las escabrosas novelas de la señora Radcliffe ante una vela situada sobre la repisa de la chimenea.

La acostumbrada llegada de la hora de la comida era acompañada de un respiro bienvenido, pero por la tarde le volvía a atar aquella dichosa tabla mientras practicaba formas sociales como las reverencias. Había que agacharse hasta aquí para una duquesa, hasta aquí para una dama y hasta el suelo con la cabeza inclinada para la reina. («¡Para las probabilidades que tengo de verla!», pensaba Jewel, resentida, mientras repetía la reverencia una y otra vez.) Había ocasiones en las que se extendía la mano para que un caballero inclinara la cabeza por encima, o más raramente, la besara. Otras veces, una correcta inclinación de cabeza era todo lo que se requería.

Jewel tuvo que aprender las bases para entablar una conversación educada. Los temas adecuados parecían limitarse al tiempo y a algunas banalidades más como «Qué amable es usted, milord», al responder a un cumplido, y «Esos pastelillos son absolutamente deliciosos», para alabar un refrigerio.

Había tantas reglas que a Jewel le sorprendía que alguien pudiera recordarlas todas. Su respeto por la pequeña nobleza, sobre todo por las pobres mujeres agobiadas, se incrementó un ciento por ciento. ¡Cuánto tenían que saber para hablar una con otra! ¡Las torturas que tenían que soportar sólo para cruzar una sala y sentarse! Si hubiera sabido antes lo que sabía ahora, quizá le hubiera dicho a ese prepotente conde que se metiera su aterciopelada lengua donde le cupiera cuando le propuso ese dichoso pacto con el demonio.

Una tarde, tres semanas después de su intento de huida, Jewel estaba malhumorada, practicando reverencias, con el libro en un precario equilibrio sobre la cabeza. Era un magnífico día de primavera, y afuera, el sol brillaba y el cielo se veía más azul que nunca. Hubiera dado cualquier cosa por salir. Pero la señora Thomas opinaba que demasiado aire fresco era perjudicial para el cutis de las jóvenes damas, así que Jewel había salido muy poco desde que ella había llegado. Mientras miraba con añoranza el trocito de cielo azul que se veía por la ventana, se agachó a medias, siguiendo las instrucciones de la señora Thomas, en una reverencia adecuada para saludar a una dama viuda de cierta edad y socialmente importante. Con la odiada falda negra sujeta en el ángulo correcto por unas manos de muñecas tiesas, y la cabeza rígida para no dejar caer el dichoso libro, se inclinó con cuidado en lo que para sus adentros llamaba la posición del pichón.

El sonido de unas manos aplaudiendo en algún punto a su espalda, hizo que volviera la cabeza de golpe. Se le enredaron los pies en la falda, la tabla le impidió recuperar el equilibrio, el libro se fue al suelo levantando un gran estruendo y ella acabó cayéndose de culo sobre el duro suelo de madera.

—¡

’Dita sea! —masculló mientras se frotaba el trasero, hasta que recordó que se suponía que una dama ni siquiera tenía que demostrar saber que estaba en posesión de uno y mucho menos tocárselo.

Trató de sentarse mientras la señora Thomas exclamaba: «¡La verdad, señorita Julia!». Pero no prestó atención a la institutriz sino que miró furiosa al conde, que había causado todo aquel desastre al aplaudir.

Él se hallaba en la entrada, con un hombro apoyado contra la jamba de la puerta, los brazos cruzados y las cejas alzadas en esa expresión de superioridad que ella tanto odiaba, contemplando su poco elegante caída. Con los rayos del sol que entraban por la ventana iluminándole el dorado cabello y los ojos brillando tan azules como el cielo, destilaba el abrumador atractivo de siempre.

Jewel reconoció ese hecho a regañadientes. Le molestaba admitir que, con sólo verle, el corazón se le aceleraba. Y lo que le causaba una emoción aún más extraña y dolorosa era lo evidente que resultaba que ella no tenía un efecto similar sobre él. La contemplaba de la misma manera que el público de un organillero mira actuar al mono. La mirada de Jewel se volvió aún más rabiosa al darse cuenta de eso. Y para su fastidio, esa nueva mirada pareció divertirlo aún más. Se estaba riendo de ella, ¡menudo cerdo engreído! ¡Si había sido culpa de él! Un conde debería saber que lo correcto era llamar a la puerta antes de darle un susto de muerte. Jewel lo miró frunciendo el ceño mientras por dentro iba ampliando sus motivos de queja. Después de todas esas semanas de práctica y de claros avances, que hasta la señora Thomas había tenido que admitir a regañadientes, era muy propio de él presentarse de repente y ponerla al instante en desventaja. Bueno, ¡pronto le enseñaría que ella ya no era alguien de quien se pudiera burlar!

—Buenas tardes, milord —le saludó con el casi perfecto acento de una dama de clase alta. Dejó de fruncir el ceño y alzó las cejas con altivez, imitándole.

—Buenas tardes, Julia —contestó él, serio, como si hubiera esperado que ella lo saludara así.

Molesta por no haberle sorprendido con sus progresos, decidió impresionarlo aún más. Miró hacia la ventana, vio el deslumbrante sol y recordó que el tiempo siempre era un tema de conversación adecuado.

—Estamos disfrutando de un tiempo excelente, ¿no cree? —No estuvo segura, pero le pareció que él contenía una sonrisa. Entonces, frunció el ceño de nuevo.

—Sin duda —respondió él, de un modo totalmente serio y educado.

Jewel se relajó un poco. Quizá no estuviera riéndose de ella. Después de todo, estaba hablando como le habían enseñado. Debía de ser su imaginación lo que le hacía pensar que él se burlaba de ella.

—Oh, milord, ¿ha venido usted a comprobar nuestros progresos? —La señora Thomas se agachó en una apresurada reverencia, que debía de haber olvidado hacer con los nervios de su vergonzosa caída—. Hemos avanzado mucho, como puede usted... ver. —Entonces, en un aparte hacia Jewel, añadió con voz edulcorada—: ¿Por qué no se levanta del suelo, querida, y le hace una reverencia correcta a su señoría?

Ella, que casi había olvidado que estaba sentada en el suelo de una forma muy poco digna, se sonrojó. Pero de repente se dio cuenta de que levantarse no era nada fácil. La tabla en la espalda le impedía inclinarse hacia delante, y por tanto, levantarse. Trató de conseguir el suficiente impulso para poner los pies correctamente, pero no pudo. Se sacudió como un pez fuera del agua, mientras los ojos se le iban hacia el conde. Desde luego, se estaba riendo de ella.

No tenía duda alguna. Una de las comisuras de la boca se le había curvado en el comienzo de una sonrisa, y los ojos azul celeste le brillaban. Humillada, Jewel notó que se le calentaba la cabeza, mientras se veía obligada a rodar sobre el estómago para con torpeza poder ponerse de pie.

—¡Ya me gustaría

ve cómo su

topoderosa señoría se levanta con este trasto encima! —soltó con su peor acento mientras conseguía al fin incorporarse.

La señora Thomas gimió desesperada. La media sonrisa del conde se abrió del todo.

—Milord —masculló él para provocarla.

Jewel escupía fuego por los ojos. De haber tenido el libro en la cabeza se lo hubiera tirado directo a su bonita cara. Pero tuvo que contentarse con apretar los puños y rechinar los dientes. ¡El conde tenía una habilidad especial para enfurecerla!

—Milord —masculló ella con los dientes apretados y toda la dignidad que pudo reunir.

La señora Thomas, después de una torva mirada reprobatoria hacia su pupila, sonrió al conde.

—¿Qué le podemos enseñar, milord? —preguntó sonriendo como una tonta—. La señorita Julia ha demostrado un gran avance en todas las áreas.

—¿De verdad? —El tono del conde expresaba escepticismo.

Volvió a mirar a Jewel, y ésta se sintió hervir de furia al notar la diversión en sus ojos. ¡Iba a ver!

—Es la verdad, milord. —Su maestría con las «d» finales la complació enormemente. Aflojó los puños y le sonrió satisfecha—. A pesar del pequeño

faux pas de hace un momento, ya soy toda una dama.

—¿Lo eres? —dijo el conde entrando en la sala. Parecía impresionado.

Jewel se fijó de manera distraída en lo bien que la chaqueta color chocolate se le ajustaba a los hombros y cuán musculosas se le veían las piernas bajo las apretados pantalones de gamuza que llevaba. ¡Y pensar que una vez le había parecido casi afeminado! Desde luego, aquel hombre era muchas cosas, algunas bastante horribles, pero no tenía ninguna duda acerca de su masculinidad. Era guapo y daba gusto mirarlo y, además, era todo un hombre.

—Naturalmente, me complace oírte decir eso —continuó él suavemente, acercando una silla a la abarrotada mesa de la sala—. Sin embargo, creo que debo puntualizar que la correcta pronunciación de esa elegante expresión francesa que acabas de emplear no es «fo pas».

—Bueno..., humm, tenemos un pequeño problema con el francés —balbuceó la señora Thomas, mientras le echaba una mirada de reojo a la joven.

—No pasa nada. Hace unas pocas semanas no podía hablar en nada y mucho menos en francés.

—¡Sí que

puedía hablar! —Irritada, Jewel perdió de nuevo su acento de dama mientras le lanzaba al conde una mirada cargada de veneno.

—Sin duda —replicó él en un tono seco.

La señora Thomas lanzó una rápida y alarmada mirada a su furiosa pupila.

—Vuelva a hacer una reverencia, señorita Julia. En esta ocasión a... a la señora Soames.

La joven, que se sentía como un oso de feria, casi se rebeló. Pero se dio cuenta de que demostrar su enfado sólo serviría para divertir más al conde. Con toda la dignidad que pudo, se sujetó la falda con las manos e inclinó las rodillas, agachándose sólo un poco. La tabla la obligaba a mantener una postura militar, pero era de ella únicamente de quien dependía alzar la barbilla y extender los brazos con elegancia. El conde la observó, y de repente pareció fascinado, como si acabara de ver algo inesperado.

—Muy bien —dijo él cuando ella volvió a incorporarse.

La ironía que ella había llegado a asociar con él había desaparecido esta vez de su voz.

La señora Thomas se sonrojó por la sensación de triunfo y siguió haciendo que la joven demostrara lo que había aprendido. Con las mejillas encendidas por el rubor, Jewel hizo reverencia tras reverencia, «igual que lo haría un perro adiestrado», pensó. Azuzada por la mirada del conde, lo hizo mucho mejor de lo que lo había hecho nunca teniendo sólo a la señora Thomas como público. Cuando la dama anunció extasiada: «Y ahora, ¡a la reina!», ejecutó de manera impecable una profunda reverencia.

—Puede que aún hagamos algo contigo —dijo el conde cuando ella se incorporó y se quedó mirándole con satisfacción.

Esas palabras tan paternales hicieron que los ojos le destellaran de furia, pero antes de que pudiera estropear la buena impresión que había causado con otro arrebato de rabia barriobajera, la señora Thomas intervino.

—Ya que su señoría está aquí, quizá desee tomar el té con nosotras. Así podrá evaluar sus progresos en esa área, señorita Julia.

—Gracias por la invitación —repuso el conde, sin apartar los ojos del enrojecido rostro de la joven—. Pero preferiría que la señorita Julia cenara conmigo esta noche.

—Oh, claro, por supuesto, milord. Ésa será sin duda una excelente prueba para sus habilidades.

—Sí, lo será, ¿verdad? —El conde se puso en pie con pereza, sonriendo a Jewel con un encanto que a ella le desagradó. ¿Por qué le ponía a ella esa cara aduladora? Le hacía pensar en manzanas y serpientes... Lo miró ceñuda mientras él le daba la espalda e iba hacia la puerta. Seguía con el ceño fruncido cuando él se volvió de nuevo hacia ella y añadió—: Te veré en el salón dorado a las siete para tomar un aperitivo antes de la cena.

Sólo después de que él se marchara, la joven se dio cuenta de que no había esperado a que ella aceptara. Daba por supuesto que iría corriendo siempre que la llamara. Y esa idea no le gustó nada.

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