Julia

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JUSTO antes de la siete, Jewel, sonrojada por la emoción, aunque también un poco reacia, se presentó en el salón dorado.

Emily y la señora Thomas se habían esforzado al máximo para prepararla por dentro y por fuera. Mientras se hallaba sentada frente al tocador, con los ojos cargados de lágrimas por los fuertes tirones que Emily le daba para modelarle el cabello en un estilo que era «la última moda», la señora Thomas permanecía junto a ella, dándole una lección de repaso sobre qué cubierto debía emplear con qué plato, cómo sentarse, de qué hablar y de qué no hablar, y sobre los demás detalles acerca de cómo se comportaba una dama en la mesa. Para cuando la señora Thomas hubo acabado, lo primero que se le pasó por la cabeza fue ir al salón, hacerlo todo al revés y montar un escándalo.

Pero la idea de lo mucho que eso divertiría al conde fue suficiente para que no lo hiciera. Bajaría al salón y se comportaría como una dama aunque eso la matara. «Algo bastante probable con lo que me cuesta respirar», pensó mientras Emily la ayudaba a ponerse el corsé con ballenas que tanto ésta como la señora Thomas habían insistido que debía llevar en esa ocasión. La doncella le pasó tres enaguas diferentes por la cabeza y se las ató a la cintura. La señora Thomas la ayudó con el vestido negro de seda, que sólo se diferenciaba por la calidad de la tela del que Jewel había llevado durante el día. Y cuando ambas notaron lo mucho que le costaba respirar, le aseguraron que no le habían apretado los lazos. El corsé estaba tan suelto que casi se le podría caer, según decía la señora Thomas.

—Y yo soy deshollinador —masculló Jewel para sí, aunque, por suerte, descubrió que se le iba haciendo más fácil respirar según se iba acostumbrando a aquella prenda.

Por qué el conde le habría pedido que cenara con él cuando nunca había prestado atención a su presencia en la casa antes, era algo que no dejaba de rondarle por la cabeza. Que ella supiera, el conde nunca usaba el comedor. Según los cotilleos que le contaba Emily, Johnson siempre le servía la cena en una bandeja en la biblioteca. Y por lo general, de acuerdo con lo que le contaba la doncella, la cena volvía casi sin tocar, aunque el brandy sí que se acababa. Vaya, claro, eso eran cosas de su señoría, y ellas no eran nadie para cuestionarle, concluía siempre Emily. Aunque Jewel no estaba muy segura de estar de acuerdo con eso, no podía hallar una respuesta para la pregunta que la inquietaba. Mientras la doncella le envolvía los hombros con un chal de seda negra y la señora Thomas le llenaba la cabeza con una retahíla de instrucciones de última hora, se obligó a dejar de pensar en eso, al menos por el momento.

El conde no estaba en el salón cuando Jewel entró. Al no verlo allí, se detuvo en la entrada, sin saber bien qué debía hacer una dama en esas circunstancias. La meticulosa señora Thomas nunca había hablado de esa posibilidad. Lo primero en que pensó fue en darse la vuelta, regresar a su habitación y olvidarse de todo el asunto, pero eso sería una cobardía, y ella no era una cobarde. Después de asegurarse de que el conde no estaba escondido detrás de alguna cortina, deambuló por la sala, admirando los hermosos objetos que la adornaban.

Las paredes estaban tapizadas de seda con aguas doradas que se fruncía al llegar a las ventanas; la alfombra era blanca, con un complejo dibujo de pájaros dorados y parras verdes. Los muebles eran de estilo egipcio; las patas y reposabrazos de los sillones y el sofá eran de madera de las Indias, tallada con forma de pequeñas esfinges. Le fascinó en especial un enorme cocodrilo de madera tallada con un cojín de terciopelo negro en el lomo, que debía de usarse como reposapiés. Parecía tan real que le hubiera dado miedo sentarse encima, y se quedó mirándolo asombrada.

—¿Te gusta Hércules? —oyó decir al conde tras ella, con su típica voz perezosa.

Pillada por sorpresa, se sintió culpable sin saber muy bien por qué, como si no tuviera ningún derecho a estar en aquella sala o ni siquiera en la casa. Se volvió y se puso las manos a la espalda.

El conde estaba en la puerta, increíblemente elegante, vestido con su traje de etiqueta; el lino blanco de la camisa y el fular destellaban bajo el tenue resplandor de las docenas de velas que iluminaban la estancia. Esa misma luz se le reflejaba en el pelo. Jewel lo miró, mientras pensaba que el efecto como de halo que le producía era sorprendente. Bajo ese cabello, el rostro de rasgos perfectos y recién afeitado resultaba tan apuesto que parecía irreal. Y los ojos, esos ojos que tenían el color azul del cielo, como si fueran los del mismísimo arcángel san Gabriel, estaban clavados en ella con una expresión que la hizo estremecer a pesar de que no hacía frío en la habitación.

—¿Hércules? —repitió ella, incómoda, sin saber muy bien qué pensar sobre la manera en que él la estaba mirando.

Al principio, el conde le había asegurado que no tenía ningún interés sexual en ella, pero desde entonces, Emily le había informado de que, tanto antes como después de la muerte de milady, el conde había estado envuelto en diversos asuntos de faldas. Sin embargo, nunca había traído a una mujer allí, donde residía su propia hija. Pero por los rumores que provenían de Londres parecía que su vida en la ciudad era otra cosa. La doncella le había contado, casi fascinada y en voz baja, que el conde era un auténtico vividor y que todo tipo de mujeres caían rendidas a sus pies, algunas con la esperanza de convertirse en la siguiente condesa de Moorland y otras tan sólo deseando disfrutar de las atenciones del noble durante un rato.

Al mirarlo, no le costaba creer esos rumores. Sólo por su aspecto, ella habría dicho que el conde tendría que ir por ahí apartando a las mujeres a patadas. Pero además era rico y de buena cuna, lo tenía todo. Pero entonces Jewel recordó a su difunta esposa y a su hija, a la que, al parecer, no veía nunca, aunque vivieran en la misma casa, y cambió de parecer. Incluso el conde de Moorland no lo tenía todo.

—Llamo Hércules a esa monstruosidad de cocodrilo —estaba diciendo el conde, y Jewel volvió a mirar el objeto en cuestión.

—Si usted cree que es una monstruosidad, entonces ¿por qué lo tiene? —preguntó ella, hablando despacio para no perder el acento que tanto trabajo le había costado aprender.

—Me gusta —contestó él, y sonrió de un modo encantador. Esa reluciente sonrisa volvió a hacer que perdiera el hilo de sus pensamientos. Se quedó mirándolo y olvidó lo que iba a decir. ¡Leñe, era un hombre de lo más guapo!—. Te he preguntado si te gustaría tomar una copa antes de cenar. —El conde alzó levemente las cejas mientras repetía la pregunta.

Rápidamente, Jewel volvió a la realidad.

—Un poco de jerez, por favor —contestó ella como le habían enseñado, mientras se reprendía para sus adentros.

Si el aspecto del conde iba a atontarla tanto, sería mejor que no lo mirara. Con gesto decidido, apartó los ojos de él y los fijó en el cuadro de demonios retorciéndose en el fuego del infierno que adornaba la pared sobre la chimenea. El horror que representaba casi la asustó.

—¿Qué

e eso? —Para su sorpresa, la frase le salió con su antiguo acento sin darse ni cuenta.

El conde se puso a su lado, le tendió una copita de jerez y contempló su horrorizado rostro en vez de mirar al cuadro.

—Es el

Inferno de Dante —contestó él con una leve sonrisa—. La versión del infierno de un loco. ¿No te gusta?

—E horrible —respondió ella con convicción, y luego se sonrojó al darse cuenta de lo que había dicho—. Quiero decir, que resulta verdaderamente terrorífico, ¿no le parece?

El conde rió.

—Me ha gustado más tu primera versión. Sin duda alguna es la verdad.

Ella pasó la mirada del cuadro a él y se puso roja como un tomate al darse cuenta de que se había salido de su papel cuando todavía estaban empezando a hablar. Quería impresionarle. ¿Por qué? La respuesta a esa pregunta hacía que se sintiera tan confundida que no conseguía que sus pensamientos tuvieran pies ni cabeza.

Los celestiales ojos azules del hombre se entrecerraron mientras la recorrían desde lo alto del elegante (¡y tirante!) peinado hasta lo que podía verse de los zapatitos. Jewel sabía que había cambiado mucho desde su llegada a White Friars. Su piel era suave, fina y muy blanca. El negro cabello le brillaba por los cuidados y la salud de que ahora disfrutaba. Había ganado algo de peso gracias a su apetito voraz, pues daba buena cuenta de las deliciosas comidas que le servían, y aunque seguía siendo delgada, sus curvas se habían pronunciado allí donde se suponía que debían hacerlo en una mujer. Jamás había tenido las manos como ahora, pues Emily le ponía crema y se las cuidaba todos los días. Estaba limpia y olía bien, tanto por el jabón de rosas con el que se bañaba todas las noches como por los saquitos de pétalos de rosas que la doncella le ponía en la ropa interior. No tenía por qué sentirse incómoda bajo el escrutinio del conde, pero así era.

—Me alegra ver que has dejado la tabla de la espalda en el estudio —comentó él.

Jewel, que esperaba algún elogio, o al menos algún comentario positivo sobre los grandes avances que habían mejorado su apariencia, se sintió irritada por sus palabras. Se enfadó, y antes de poder evitarlo, uno de esos insultos barriobajeros que conocía le vino a la punta de la lengua. Pero se lo tragó. Alzó la cabeza y miró al conde con sus ojos dorados, sin dejar que se notara su enfado.

—No hacía juego con este vestido —replicó con gran dulzura, como si hubiera nacido en esa casa.

Él volvió a reír, sorprendido.

—Muy bien —repuso—. Casi estás empezando a darme esperanzas.

Lo que Jewel le hubiera contestado a eso se le olvidó cuando Johnson anunció la cena.

Cenaron por todo lo alto, con cinco platos e igual número de vinos. Jewel se hallaba sentada a la derecha del conde, y debido al constante escrutinio al que éste la sometía, tuvo que hacer un esfuerzo por concentrarse bien para no despistarse en cuanto al cubierto y la copa que debía usar con cada uno. Pero, en su opinión, lo había hecho a la perfección. Con cuidado, pasaba la cuchara de delante hacia atrás en el cuenco de sopa y luego sorbía con delicadeza por un lado de la cuchara, no por la punta, el caldo de pollo ligeramente especiado. Cuando el criado trajo el plato principal, un capón al vino, la joven cogió el pesado tenedor de plata con una mano y el cuchillo, aún más pesado, con la otra; consiguió cortar una delicada porción de la resbaladiza ave y trasladarla a su boca sin derramar ni una gota de salsa. Comprensiblemente orgullosa de sí misma, alzó la mirada y se encontró con que el conde la contemplaba divertido.

—¿De qué se ríe? —preguntó Jewel, con cuidado después de que el criado hubiera servido al conde y se hubiera apartado de manera discreta.

—¿Me estaba riendo? —repuso el conde inocentemente—. No me había dado cuenta.

—Se estaba riendo de mí —cargó Jewel, mientras se concentraba en conservar su nuevo acento.

Su cuidadosa pronunciación disimuló la ira de sus palabras, pero los ojos decían lo que su tono no expresaba. Al final, decidió que era imposible discutir con el conde y cortar el pollo al mismo tiempo, así que dejó con cuidado los cubiertos en el plato y lo miró furiosa.

—Estás equivocada —afirmó él con serenidad mientras tomaba otro bocado de capón. Él no tenía problemas para comer y hablar a la vez, advirtió ella, resentida—. Si me reía, era de mí mismo. De verdad que no creía que fuera posible, ¿sabes?

—¿Qué no creía que fuera posible? —Perpleja, la joven se olvidó de la cena y se concentró en las crípticas palabras del conde y en mantener su acento de dama.

—No pensaba que fuera posible sacar agua de las piedras.

Farfullando furiosa, la muchacha se olvidó del acento para defenderse.

—¿A

quié tá usté llamando...?

Él alzó un esbelto dedo. Jewel estaba furiosa, pero aun así se tragó el resto de su diatriba.

—Estaba equivocado —admitió él. Jewel se quedó mirándolo, sospechando aún que la estaba insultando de alguna manera—. En el poco tiempo que llevamos en esta casa, te has convertido en una dama encantadora.

Él alzó la copa hacia ella, y sonrió. Pero a ella no le gustó la mirada de aquellos ojos azules. Los hombres eran hombres, ya fueran caballeros deslumbrantes o vulgares patanes. Y había visto esa mirada en demasiados hombres como para equivocarse.

—Si está tratando de adularme, pierde el tiempo —le dijo sin ambages, esforzándose por conservar el buen acento.

Él meneó la cabeza y rió un poco.

—¡Qué mente más suspicaz tienes! No, no estoy tratando de adularte. Digo lo que pienso.

Ella siguió observándolo sin fiarse. El rostro del conde parecía tan inocente como el de un bebé, y su mirada, clara cuando se encontró con la de ella.

—Gracias —repuso Jewel al fin, aún un poco insegura.

—Milord —apuntó él.

Y luego, antes de que ella pudiera repetir la palabra, siguió comiendo y le hizo un gesto para que ella también lo hiciera. Era evidente que se había percatado de la dificultad que ella tenía para conversar y comer al mismo tiempo, porque a partir de ahí se limitó a hacer comentarios que sólo requerían un sí o un no como respuesta hasta que hubieron retirado los platos del postre y ellos se levantaron de la mesa.

—¿Nos retiramos a la sala de música? —preguntó él, mientras se le acercaba por detrás cuando Jewel vaciló en la puerta del comedor, sin saber muy bien qué debía hacer.

Las instrucciones de la señora Thomas se habían limitado a la cena, no a qué hacer después.

—Muy... bien —respondió la joven, mientras trataba de no ponerse nerviosa cuando él le cogió la mano y se la colocó en el brazo.

Sin duda, lo adecuado era que él la acompañara así para salir del comedor; después de todo, era un conde, y debía de saber cómo se hacían esas cosas.

Pero Jewel notaba el calor de ese brazo a través de la tela negra de la chaqueta; la dureza de los músculos que se encontraban bajo la palma de su mano le comenzó a producir como un temblor interno que la hizo temerse más a sí misma que a él. De él sabía cómo ocuparse; sus propias reacciones, por otra parte, eran un asunto del todo distinto. Sentía su presencia a su lado, el roce de las faldas contra la pierna de él al caminar, el lado del cuerpo de él tan cerca de ella como para calentarle el cuerpo. Insegura, alzó la mirada hacia el hombre, aunque le resultaba irritante tener que echar la cabeza tan atrás. Era mucho más alto de lo que ella había supuesto al principio; la coronilla le llegaba apenas a la barbilla de él.

—¿Te gustaría escuchar un poco de música?

—¿M... música? —Su proximidad la alteraba tanto que ni se había enterado de que habían llegado a la sala de música, así llamada porque un piano de cola dominaba la parte de la estancia que quedaba ante los grandes ventanales.

—Sí, música —repitió él; miró hacia atrás y le habló a Johnson, que los seguía con el servicio de té—. Déjelo sobre la mesa. La señorita Julia y yo nos serviremos.

—Sí, milord.

Jewel pensó que Johnson aún parecía más estirado que de costumbre. Era como si el mayordomo desaprobase algo, pero ¿qué? Entonces se dio cuenta de que el conde aún le tenía el brazo sujeto, y se apartó rápidamente. Johnson, con rostro impasible, hizo una inclinación, salió y cerró la puerta tras de sí.

La joven se encontró a solas con el conde y de repente se sintió muy incómoda. Quizá fuera el brillo en los ojos del hombre mientras la miraban. No le gustaba la forma en que los párpados los cubrían a medias. Si se pasaba de la raya, ¿estaba permitido dar un tortazo a un conde? Eso suponiendo que fuera capaz de hacerlo, pensó, y se excitó al imaginarse sus labios cincelados sobre ella...

—¿Por qué no sirves el té y me lo traes al piano? Si te gusta la música, intentaré complacerte.

—¿Puede tocar esa cosa? —La sorpresa hizo a Jewel olvidar su nerviosismo.

Contempló el elegante instrumento y volvió a mirar al conde.

—Claro que sí. Tú también podrás, cuando acabemos contigo. Formará parte de tu educación.

Antes de que Jewel pudiera decir nada, el conde se sentó en el taburete del piano y colocó los dedos sobre las teclas. Cuando él dejó de prestarle atención, ella consiguió relajarse y se concentró en servir el té. Se acomodó en el sofá tapizado en brocado dorado y se centró en llenar con delicadeza las finas tazas de porcelana. Sólo cuando estuvieron llenas como le habían enseñado que deberían, pudo relajarse y escuchar la música. «Qué agradable», pensó mientras llevaba con cuidado las dos tazas hacia el piano. Era una melodía alegre y saltarina.

—Ah, gracias, Julia. —El conde dejó de tocar y aceptó la taza que ella le ofrecía, mientras se volvía de lado en el taburete para mirarla.

Sus ojos parecieron tardar demasiado en posársele sobre el rostro. Mientras que con cualquier otro hombre, Jewel hubiera sabido de inmediato cómo interpretar esa larga observación, con el conde... Quizá era sólo que se lo estaba imaginando. Quería pensar que la miraba de ese modo porque deseaba que la admirara tanto como ella a él.

—Siéntate aquí, tómate el té y cuéntame si te gusta aprender a ser una dama.

—No me gusta en absoluto, milord —replicó ella, desvergonzada, mientras se sentaba junto a él en el espacio que le había dejado en el taburete.

Se fijó en que las palabras le habían salido perfectas sin necesidad de pensar qué decir o cómo decirlo, casi como hablaba cuando era sólo Jewel. Se sorprendió tanto que ni se puso nerviosa por la proximidad del conde, ni notó la caída de sus párpados mientras le miraba el escote, donde sus crecidos pechos se alzaban tirando de la seda negra.

—He dicho eso muy bien, ¿no? —Le sonrió con placer inocente, sin darse cuenta de la lentitud con que él alzaba la mirada para encontrarse con la de ella.

—Muy bien, sin duda. —La textura aterciopelada de su voz mientras clavaba la mirada en los movimientos de los labios de la joven le pasó a ésta totalmente desapercibida en medio de su entusiasmo.

Le sonrió encantada y él abrió un poco los ojos, sorprendido de la repentina belleza que completaba su transformación en su mente de una golfilla delgaducha y sucia a una mujer deseable.

—Tal vez sí me guste aprender a ser una dama —añadió ella con cautela, pensándoselo—. Me gusta tener mucha comida, y estar caliente y limpia, y tener ropa bonita, incluso aunque toda sea negra. —Esto fue acompañado de una falsa mirada de reproche. Él la observaba con perezosa atención y ella sintió una cálida sensación al darse cuenta del interés con que él la escuchaba—. No me gusta todo..., humm, todas las cosas que me obliga a hacer la señora Thomas. Odio llevar la tabla atada a la espalda, ¡me hace daño! Y me gusta tan poco tener que hacer reverencias una y otra vez como hablar todo el rato delante de las velas. —Entonces se dio cuenta de lo que había dicho y le volvió a dedicar una radiante sonrisa—. Pero me gusta hablar bien. ¡Esta vez no me he dejado ni una consonante!

—Te aplaudo —murmuró él, sin apartar la mirada de su rostro mientras tomaba un meditativo sorbo de té—. Pero parece que te cuesta recordar que debes dirigirte a mí como «milord».

Los ojos de Jewel destellaron sin pizca de vergüenza.

—Eso es porque nunca he pensado en usted como mi señor.

—¿De verdad? —Esas cejas tan oscuras se alzaron de nuevo, pero por alguna razón, en esa ocasión, ese gesto no hizo que se enfadara—. ¿Y como qué piensas en mí, si puedo preguntarlo?

Ella sonrió con picardía, mostrando una cantidad muy poco decorosa de dientecillos blancos y un encantador hoyuelo en los nuevos contornos redondeados de su mejilla derecha.

—Ah, eso es un secreto. —Jewel rió; de repente se sentía contenta.

Si hubiera estado pensando, tal vez se hubiera inclinado a reflexionar sobre si aquella desacostumbrada tranquilidad en presencia del conde no tendría que ver con las copas de vino que había consumido durante la cena. Era cierto que había bebido bastante más de lo que había comido, porque beber no requería tanta habilidad como comer. En el tiempo que le había llevado, pillar, capturar y someter adecuadamente sólo al capón, se había tomado casi tres copas de vino.

—Algo grosero, sin duda. —La sonrisa del conde era un tanto especulativa, pero Jewel se la devolvió con descaro.

Se sentía de veras feliz, allí sentada junto al conde mientras éste le sonreía con aquellos devastadores ojos azules.

—Sin duda —repitió ella, en una voz tentadora, mirándole a los ojos. No le resultaría difícil en sus profundidades cerúleas...

Él alzó la mano y le rozó la mejilla con suavidad. Jewel notó ese contacto como si fuera un rayo que le atravesara hasta los pies. Él la miró a los ojos, y ella sintió como si se estuviera deshaciendo sin remedio.

—Milord —murmuró él, recorriéndole el rostro con la mirada como si fuera una caricia.

—Siempre me olvido de esa parte —dijo ella con voz quejumbrosa y frunciendo el ceño un poco.

Él quiso borrarle esa arruga de la frente con el mismo dedo con que le había rozado la mejilla. Ella separó los labios bajo el impacto de esa suave caricia.

—No importa. —Su voz era una caricia igual a la de sus dedos—. Propongo que nos dejemos de formalidades. Puedes tutearme y llamarme Sebastian...

Jewel se quedó mirándolo, con una agradable sensación de aturdimiento. De tan cerca, su piel tenía la textura del cuero fino, parecía muy suave. De natural era clara, pero un ligero bronceado le daba un tono dorado, que demostraba el mucho tiempo que pasaba al aire libre, y bastante más oscura que la nívea piel de Jewel. Bajo el halo de su cabello rubio y brillante, sus ojos, marcados por unas cejas muy oscuras en contraste, se veían tan azules como el cielo estival. Tenía la nariz recta, la boca dibujada con elegancia, los pómulos y la barbilla de trazos finos, pero todo indiscutiblemente masculino. La joven recordó de nuevo, de manera vaga, que le había parecido un afeminado la primera vez que lo vio, aunque eso había sido producto de su desdén. Pero viendo sus anchos hombros, su musculatura y su fuerza, se daba cuenta de que la belleza de su rostro no era más que el camuflaje de un hombre muy viril. Al mirarlo en ese momento, le recordó inevitablemente el famoso cuento del lobo con piel de cordero.

—El viejo Seb —murmuró ella, al recordar la forma en que Timothy le había llamado. Era curioso, pero casi ni podía recordar cómo era el muchacho, aparte de que tenía el cabello rubio, muy parecido al de Sebastian. Sebastian, cuyos ojos se habían oscurecido cada vez que le había acercado la mano al rostro. Ella notó el calor y la fuerza de esos dedos contra la suavidad de su propia piel, y se estremeció. Le gustaba que la acariciara. Al mirarlo bajo la luz de las velas, sus ojos fueron como oro fundido—. No has sido exactamente lo que me esperaba.

—Ah, sí, Timothy —repuso él con negligencia, mientras con los ojos le inspeccionaba el rostro, que le había alzado para observarlo con minuciosa atención—. Tenía más gusto del que yo creía.

—Gracias. —Jewel se sonrojó encantada por el cumplido, y le dedicó una sonrisa soñadora, mientras movía el rostro contra los acariciadores dedos, de la misma forma que haría un gato al que le rascaran la cabeza—. Sebastian.

—¿Qué? —preguntó él con una voz acariciadora mientras clavaba la mirada en su rostro soñador.

Ella negó con la cabeza.

—Nada.

—¿Sólo Sebastian?

Él se había acercado más, tanto que podía notar su aliento sobre la boca. Miró la deslumbrante belleza de su rostro y quiso morir de pura felicidad. Pensó que nunca en su vida había sido tan feliz. Estar tan cerca de él era pura delicia, al igual que notar su suave caricia en la mejilla y su otro brazo sujetándola por la espalda en el banco sin respaldo. «Es todo un caballero», pensó ella sonriendo con ternura, al pensar así en su comodidad.

—Eres de veras encantadora —le dijo casi rozándole los labios. Estaba tan cerca, tanto que lo único que ella tenía que hacer era levantar la boca un poco y él la estaría besando.

La idea de que él la besara hizo que todos sus sentidos se descontrolaran. Quería que lo hiciera, oh, sí, lo deseaba; se moriría si no la besaba... El temblor le comenzó en la boca del estómago y le fue bajando hacia los muslos y subiendo hacia los pechos. Le producía una sensación pulsante y casi dolorosa, algo que nunca había sentido. Como una sonámbula, se inclinó hacia delante para cubrir la distancia mínima que los separaba.

Sus labios rozaron los de él, y entonces, él la besó, la besó con una suave intensidad que la dejó aturdida. No se cansaba de su boca...

Le rodeaba el cuello con los brazos; la boca le temblaba bajo la de él. Cuando notó que la lengua de él le rozaba los labios y luego se deslizaba poco a poco entre ellos para recorrer la fina superficie de los dientes, se quedó sin aliento. Pensó que podía morirse de puro placer.

Él retiró la boca un parco milímetro, y ella apretó los brazos en señal de protesta.

—Abre la boca, Julia —le susurró él, y porque él se lo pedía, ella lo hizo.

Y de nuevo la besó; deslizó la lengua dentro de su boca para reclamar su dulzura y ella se deshizo en sus brazos. Su último pensamiento antes de dejarse ir fue preguntarse si todos los hombres sabrían besar así...

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