Julia

Julia


Julia » 17

Página 24 de 48

1

7

SEBASTIAN estaba de muy mal humor cuando llego a Grosvenor Square. Su ánimo no mejoró al ver todas las ventanas de la casa iluminadas, una señal inconfundible de que algún tipo de fiesta estaba en marcha en su interior.

Sin hablar a los criados, saltó del carruaje y dejó que Jenkins se encargara de llevarlo a los establos. Subió la escalera con Leister pisándole los talones y, para su fastidio, se encontró con que la puerta no se abría al acercarse. Frunciendo el ceño, se prometió tener una charla muy seria con el criado que fuera responsable de tal error y abrió la puerta él mismo.

Por suerte (aunque fuera una irresponsabilidad), la puerta principal no estaba cerrada con llave, lo que demostraba que el motivo de tal relajación en las obligaciones del servicio estaba en los señores. Por fragmentos de alegres conversaciones que le llegaban desde el comedor, era evidente que se estaba celebrando una cena. Smathers, que al parecer había estado sirviendo en el comedor y sólo en ese momento se había dado cuenta de la nueva llegada, fue corriendo a recibirle, sin dejar de disculparse por no estar para abrirle la puerta al señor. La condesa madre había requerido sus servicios y de todos los lacayos para atender la mesa.

Sebastian le dedicó una fría mirada al mayordomo, que Smathers, temblando, pensó que decía más que la bronca más larga de cualquier amo. Con un gesto impaciente, el conde le indicó que se retirara y subió la escalera hasta sus aposentos. Leister, que se había encogido de hombros mirando a Smathers, le siguió.

Leister sabía muy bien cuándo su señor estaba furioso y no se aventuró a hablar hasta que el conde estuvo desnudo y metido en una bañera humeante, con uno de los delgados puros que le gustaban entre los dientes.

—¿Debo hacer que le suban la cena, señor? —se arriesgó a decir el hombre en ese momento.

Los glaciales ojos azules del conde se volvieron hacia él durante un instante muy tenso. En todos los años que llevaba con su señoría, Leister había capeado muchos temporales, pero en los últimos tiempos había ido perdiendo práctica. Durante los meses que habían pasado en White Friars en compañía de aquella chica, su señor parecía casi alegre, algo totalmente inusual en él. En los diez años que Leister llevaba a su servicio, desde que milord había heredado la elevada posición de conde, éste había sido amable algunas veces, pero nunca, nunca le había visto alegre. Sin embargo, al parecer, había habido algún problema con la muchacha y su señor volvía a ser el severo amo de siempre.

—Comeré en el club. Puedes prepararme la ropa.

—Sí, señor. —Leister se apresuró a obedecer a su amo, y sacó con rapidez del armario un frac, unos pantalones del negro más severo, un chaleco a rayas grises, una camisa y ropa interior de lino blanco.

Luego corrió a envolver a su señor en una gran toalla de baño cuando éste se levantó de la bañera. Sebastian se secó solo, como prefería hacer, y luego permitió que Leister le ayudara a vestirse. Cuando el conde estuvo satisfecho con el nudo de su fular (lo que nunca le llevaba mucho tiempo, ya que era un maestro en hacerse esos nudos), Leister le ayudó a ponerse el abrigo y se apartó, admirando, como siempre, la apuesta figura de su amo.

—No me esperes levantado —dijo el conde a su valet mientras salía de la habitación.

Leister supo que eso significaba que quizá su señoría no dormiría en casa esa noche.

Sebastian estaba bajando la escalera cuando las mujeres de la cena dejaron a los hombres con su oporto y salieron al vestíbulo de camino al salón. Él siguió descendiendo, mientras miraba al grupo sin gran interés. Esa noche tenía ganas de compañía femenina, pero ninguna de las mujeres que se encontraban en ese momento bajo su techo resultaba en absoluto prometedora. Su madre se hallaba presente, como era de esperar, ataviada con uno de los vestidos negros que usaba desde la muerte de Edward, siete años atrás. A su lado vio a Caroline, la viuda, aún supuestamente afligida, con un vestido de satén azul que la hacía parecer más joven de sus veintinueve años. Además de ellas dos, había cuatro mujeres más. Sebastian las conocía a todas de una forma vaga. Lady Curran, una viuda rellenita y sosa de la edad de su madre, era una de las mayores tiquismiquis de la alta sociedad y una de sus grandes cotillas. Su hija, lady Courtland, trataba de llegar a estar algún día tan rellena como su madre. A las otras dos damas las conocía menos, pero resultaba evidente que una era una debutante en su primera temporada y la otra su madre. Sebastian rebuscó en su memoria y en alguna parte halló el nombre de Sinclair. No estaba seguro si era el de esas mujeres, pero tampoco le importaba.

Continuó descendiendo con tranquilidad, y cuando las damas llegaron a la altura de la escalera, Caroline alzó la mirada y lo vio.

—¡Sebastian! —Su saludo era de placer contenido, y los pálidos ojos azules le brillaron al encontrarse con los de él.

El conde sabía desde hacía mucho que su cuñada albergaba la fantasía de llegar a ser, algún día, la condesa de Moorland gracias a él en vez de a su hermano, como en un principio había esperado. Por supuesto, tal idea era una estupidez, porque era la viuda de su hermano, y por tanto, prohibida a él por ley a no ser que consiguieran una dispensa especial. Lo que en realidad no sería tan difícil de obtener, si alguna vez quisiera, aunque no creía que eso pasara nunca. No sentía ningún aprecio especial por Caroline y no le atraía en absoluto. Además, le parecía vanidosa y tonta, aunque tampoco le deseaba ningún mal. No quería avergonzarla delante de los invitados. Por tanto sonrió levemente a pesar de su malhumor.

—Buenas noches, Caroline, madre, señoras —dijo con educación, mientras descendía la escalera para reunirse con ellas.

—Deberías habernos avisado de tu llegada, Sebastian —dijo su madre, mientras lo miraba con sus ojos azules cargados de disgusto—. Pero, claro, entiendo que no se puede esperar que te molestes por nuestra comodidad.

—No, la verdad es que no —admitió Sebastian con tranquilidad, y le hizo una reverencia con la intención de dejar a las damas con sus cosas. Pero Caroline le cogió del brazo, y comenzó a parlotear en un desesperado intento de salvar la situación.

—Seguro que conoces a lady Curran y a su hija, lady Courtland —estaba diciendo Caroline—. Y te presento a lady Sinclair y su hija, la honorable señorita Lucy Sinclair.

Lady Curran lo observaba con abierta hostilidad, con la cabeza alta para poder mirarle tan despectivamente como le fuera posible, ya que él era como un palmo más alto que ella. Sebastian, al recordar que lady Curran también había sido una buena amiga del padre de su difunta esposa, contestó a su fría mirada con otra aún más fría. El evidente desdén de la dama le molestaba más que lo enfadaba, pero unido a que lady Sinclair agarró a su hija por el brazo para apartarla de él, como si fuera el diablo hecho carne, y a la irritante presencia de su madre, por no hablar del malhumor que ya traía consigo, fue suficiente para hacer que en sus ojos destellara una advertencia.

—Ah, sí, lady Curran —repuso él con una dulzura glacial—. Deberá perdonarme. ¡No tenía ni idea! Por supuesto, su fama la precede. Usted fue, ¿verdad?, la víctima de aquel desafortunado accidente de carruaje justo al lado de la cabaña de caza del lord Childress hace algunos años, aquel día en que llovía tanto que no se podía ni salir de casa. Sí, ahora lo recuerdo. ¿Verdad que fue el mal tiempo lo que la dejó atrapada dentro con él durante toda la noche?

La dama fue abriendo cada vez más los ojos mientras le escuchaba, y cuando Sebastian calló y la miró alzando las cejas, ella estaba casi farfullando. Tenía que negar aquella acusación que, de otro lado, resultaba socialmente ruinosa.

—¡No, milord, no fue toda la noche!

—Sebastian —gimió Caroline, sonrojándose, mientras su madre lo observaba con dureza.

Las otras mujeres lo miraron igualmente horrorizadas, como si fuera una serpiente venenosa.

—Le ruego que me disculpe si me he equivocado —repuso él, fingiendo arrepentimiento—. Debería saberlo. Resulta muy desaconsejable como de mala educación ir esparciendo rumores por ahí sin comprobar su veracidad, ¿no le parece?

Lady Curran, que llevaba varios años disfrutando hablando de que Sebastian había matado a su esposa, se tornó de un alarmante tono morado. Las otras damas parecían incómodas, y la joven señorita Sinclair se apretó aún más contra su madre. El conde lanzó una mirada deliberadamente lasciva hacia el abundante seno de la joven y acabó con una sonrisa depredadora dirigida a sus asustados ojos. Mientras la joven se ponía roja como un tomate y la madre ahogaba un grito, Sebastian volvió a saludarlas, masculló que había sido un gran placer verlas y se volvió hacia la puerta. En esta ocasión, nadie intentó detenerle.

El conde fruncía el ceño mientras su carruaje cerrado traqueteaba sobre las calles adoquinadas. ¡Dios, cómo despreciaba a las mujeres! Zorras nacidas en el infierno, todas ellas. Desde las gordas matronas que sólo estaban dispuestas a creerse lo peor de él, hasta las atractivas recién casadas, demasiado dispuestas a meterse en su cama mientras le evitaban en público, pasando por las jovencitas que pensaban que su único deseo en la vida era forzarlas. Hizo una mueca. Las mujeres que había conocido de manera íntima no eran mucho mejores. Su madre estaba amargada y le parecía rapaz y su limitada capacidad de amar se había agotado con su hijo mayor. Caroline era un ánade cabeza hueca con buen ojo para las oportunidades. Elizabeth... Elizabeth había sido una dulce jovencita inocente que se había horrorizado al descubrir lo que se espera de ella como esposa. Su noche de bodas, había llorado y se había sentido avergonzada, pero también se había sentido horrorizada al enterarse de que él le era infiel. Incluso Suzanne, la última de su larga lista de amantes, le tenía mucho más cariño a su cartera que a él. Aunque tampoco era que le importara mucho. Así era el mundo.

Erguido en el asiento y con el ceño fruncido, se dio cuenta de que aún no era capaz de olvidar el rostro de la mujer a la que despreciaba más que a ninguna. Aquella espesa cabellera negra y lustrosa, aquellos ojos dorados de leona, aquellos labios tan carnosos, suaves y exquisitos como una rosa nueva, todo se mezclaba en un remolino para formar la pertinaz imagen de Julia.

Sonrió de manera salvaje para sí. Igual que Frankenstein con su monstruo, él había dado vida a la criatura que lo acosaba. La barriobajera delgaducha, sucia y vulgar que se había metido en su casa hacía tantos meses no le había atraído en absoluto. Para él había sido sólo un juguete, algo para aliviar por unos momentos el aburrimiento de su triste vida. La habría olvidado casi al instante si ella le hubiera dejado. Si ella hubiera sido una chiquilla agradecida y sumisa, que aceptara callada la comida y la educación, nunca hubiera prestado más que una vaga atención a su existencia. Pero Julia nunca había sido así. Desde la primera ridícula escena en el vestíbulo, debería haberlo sabido. Ningún miembro de la clase baja, humilde como debería, se habría atrevido a comportarse así en el domicilio de un conde. De hecho, pensándolo bien, era sorprendente que hubiera llegado a entrar. No conocía a nadie más que hubiera conseguido acceder a la casa si Smathers no quería dejarle entrar. Incluso las nobles damas y caballeros del reino se inclinaban ante los dictados del mayordomo de la familia Peyton.

Debería habérselo tomado como un aviso, pero no lo había hecho. Aquella chiquilla le había obligado a fijarse en ella; aún le tironeaban los labios al recordarla rascándose con aquel horrible vestido, y ¡cómo había acabado aquel viaje tan novedoso para ella vomitando sobre sus botas! Y él se lo había permitido. Puede que tan sólo por aburrimiento, o tal vez incluso porque él, el malvado conde, como se había oído llamar, se sentía solo.

Al principio, ella le había divertido, y luego le había intrigado su aguda inteligencia, ¡increíble en las clases bajas!, y su floreciente belleza. Nunca hubiera pensado, aquella primera noche, el efecto que la buena comida y un poco de agua y jabón podían tener. Con tal rapidez que le había dejado parado, la sucia barriobajera se había convertido en toda una belleza. Había decidido aprovecharse de esa belleza para entretenerse unas cuantas semanas de su aburrimiento mientras se ocupaba de sus asuntos en White Friars. Pero esa chica había sido demasiado confiada y se había bebido todo el vino que él le había puesto delante la noche que él había pretendido seducirla, y luego había estado demasiado borracha para poder seguir con la seducción. Conde malvado o no, acostarse con un muchacha de dieciséis años que no podía ni tenerse en pie de lo borracha que estaba era algo que quedaba más allá de sus límites.

Así que, furioso por el inesperado final de esa noche, la había llevado a la cama y en el camino se había quedado parado al darse cuenta de lo encantadora que era realmente, y de lo dispuesta que estaba a gustarle e incluso a confiar en él. Le había hecho sentirse un canalla por lo que había pretendido hacer, pero también le había tocado alguna fibra en su interior que debía de estar, decidió con cierta ironía, deseosa de afecto. Necesidad quizá sería la palabra más correcta, si la idea de una barriobajera reformada que sentía cariño hacia él era suficiente para disuadirlo de sus malas intenciones hacia ella. Pero fuera cual fuese la explicación, a partir de esa noche, él había ejercido una firme censura sobre sí mismo y la había tratado de una manera paternal y amistosa que lo había asombrado a sí mismo y que sin duda hubiera dejado estupefacto a cualquiera de sus colegas o a sus antiguas amantes, de haberlo visto.

Torció la boca. Lo que hacía que todo resultara tan ridículo era que ella lo había estado persiguiendo todo el tiempo. Había llegado a apreciarla, a apreciarla de verdad, un sentimiento nuevo en sus relaciones con las mujeres. Había sido un golpe muy amargo descubrir que ella no era mejor que el resto. Si no se hubiera emborrachado tanto y no hubiera estado tan furioso con Julia, sin duda aún seguiría en White Friars, encariñándose con ella día a día. En cierto sentido, agradecía que a la joven le hubiera dado por hacerle sentir culpable por Chloe. De otro modo, nunca hubiera ido a la habitación de la niña, sabiendo que eso sólo agravaba su enfermedad. Nunca se hubiera emborrachado tanto después y nunca habría descubierto las auténticas intenciones de su creación. No era más que una putilla, como había esperado desde el principio, que había sucumbido ante él sin la menor señal de reticencia.

Pero al hacerlo había cometido un gran error de cálculo. Quizá pensara que él estaba demasiado borracho para apreciar la diferencia, tal vez ella se había deshecho de su virginidad hacía tanto tiempo que había olvidado cómo reaccionaban las vírgenes a los avances animales de los hombres o puede que estuviera tan acostumbrada a que los hombres usaran su cuerpo que estaba deseando ansiosamente que a él se le ocurriera probar suerte. Aquella noche en la sala de música debería haber sido un aviso. Ella también había estado muy dispuesta, y había respondido a sus cumplidos y caricias como un gatito mimoso. En la biblioteca, lo podía haber detenido con facilidad dándole una bofetada o incluso con un firme «no». Él no estaba tan pasado como para violarla. Pero ella se sentía ansiosa, tan ansiosa que él había sabido al instante que eso no era nuevo para ella. Y para entonces, la deseaba tanto que no había podido parar.

Pensó en ella en los escalones de White Friars, envuelta en la capa con capucha, con una mirada falsamente inocente en sus enormes ojos dorados, mirándolo como si ella fuera la parte insultada. Había tenido ganas de rodearle el esbelto cuello con las manos y apretar. Le había dado una pequeña satisfacción oírla volver a su acento barriobajero por primera vez en meses. Al igual que la máscara de su inocencia, la de su refinamiento era un fino barniz que ocultaba lo que era en realidad.

Era una putilla mentirosa, y él se alegraba de haber averiguado la verdad antes de cometer el monumental error de cogerle más cariño del que debía. Pero incluso mientras se decía eso, Sebastian notó una sensación dolorosa en la boca del estómago. Había disfrutado con su compañía y con su cuerpo. Su recuerdo de poseerla le resultaba tan vívido... y había sido perfecto. Notó que se le tensaba la entrepierna sólo con pensar en sus senos prietos y blancos, en su piel clara, en la estrechez de su cintura, y maldijo con fuerza.

No tardaría en olvidar todo eso. Hacía meses que no visitaba a Suzanne, pero él le pagaba la casa, la ropa, el carruaje e incluso la comida que se llevaba a la boca. Iría a verla y así se libraría del recuerdo de esa zorrita de ojos dorados con la misma cura que resultaba tan efectiva para la resaca: un poco de lo mismo que se la provocó.

El carruaje se detuvo y el lacayo saltó del pescante para abrir la puerta y bajar el escalón. Sebastian vio la fachada de White’s, bien iluminada, y frunció el ceño.

—He cambiado de idea —gruñó, mirando enfadado al pobre criado, y le dio la dirección de la confortable casita de Suzanne en Lisle Street.

Ir a la siguiente página

Report Page