Julia

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EL resto del otoño transcurrió sin ningún acontecimiento importante para Julia. Después de las primeras semanas, cuando quedó claro que Sebastian no tenía intención de regresar y explicar por qué se había comportado como lo había hecho, puso freno a su enfado y se negó a pensar en él. El conde le había hecho amarlo, le había arrebatado la virginidad y luego la había abandonado como si fuera un pañuelo usado. Con sólo pensarlo, se ponía furiosa; también hacía que le entraran ganas de llorar. Así que se negaba en redondo a pensar en él.

Sin Sebastian se sentía sola, pero nadie había muerto de soledad. Tenía una vida regalada en una casa caliente con cantidad de comida y un ejército de criados que satisfacían cualquiera de sus deseos. Se había pasado toda su infancia soñando con vivir así algún día. Cuando se había imaginado el cielo, con sus puertas y sus calles de oro, no lo había creído tan agradable. Estaba decidida a disfrutar de lo que tenía y a no sufrir por lo que le faltaba. La verdad, no valía la pena sufrir por aquello de lo que carecía, o, mejor dicho, por aquel a quien no tenía.

Siguió con sus lecturas, y en poco tiempo se había leído casi la cuarta parte de la considerable biblioteca de Sebastian. Avergonzada de haber caído en su acento barriobajero el día de su partida, también continuó practicando dicción, leyendo en voz alta en la biblioteca hasta que su acento educado se convirtió en algo natural en ella. Finalmente llegó a estar segura de que podía mantener una conversación adecuada en cualquier compañía, por muy elevada que fuera, tanto en la manera de hablar como en los asuntos sobre los que se hiciera. La señora Johnson, a quien había llegado a considerar una amiga, la invitaba con frecuencia a sus confortables aposentos de ama de llaves para tomar el té y compartir conocimientos sobre las sutilezas de la alta sociedad, que ella había aprendido después de toda una vida de observar a la aristocracia en acción.

Julia daba largos paseos casi a diario. Le encantaba caminar sobre el brezo, lloviera o hiciera sol. Cuando caía una ligera llovizna, el aroma de la lavanda silvestre le resultaba más agradable que cualquier perfume. Cuando brillaba el sol, las suaves lomas de helechos parecían chispear y llamarla. Si el aire era fresco, le encantaba el crujir del brezo bajo sus pies. Las actividades de los conejos, los pájaros y las ardillas preparándose para el invierno fascinaban a su alma de urbanita. A veces se sentaba durante horas en alguna pequeña colina, envuelta en su capa, mientras contemplaba las idas y venidas de sus peludos habitantes. Otras veces, se quedaba en la orilla de algún arroyo y observaba los relucientes peces o a algún que otro pájaro de presa que volara bajo, buscándolos.

Sólo hacía una semana que Sebastian se había marchado cuando Julia se dio cuenta de que la seguían durante sus paseos. Eso la asustó, porque sabía que tanto Elizabeth como Edward, el hermano mayor de Sebastian, habían muerto en esos parajes aparentemente tranquilos. Fue una brillante mañana de setiembre, y Julia no se hallaba muy lejos del viejo monasterio, que nunca había vuelto a visitar después de aquella primera vez. Estaba sentada en un pequeño hueco, observando las cabriolas de un par de ardillas, que entraban y salían de un tronco podrido. El rugido del Wash era un agradable acompañamiento, y el aire resultaba limpio y fresco.

De repente, miró a su alrededor, convencida sin ninguna razón en concreto de que alguien la seguía. No vio a nadie, pero aun así no se pudo quitar de encima la sensación de no estar sola. De inmediato, su desbordante imaginación creó un amable fantasma, que también fue negado como algo ridículo con gran rapidez. De todas formas, preguntó quién había allí. Al no recibir respuesta y como podía ver bastante terreno en todas direcciones y sabía que estaba sola, trató de volver a concentrarse en las ardillas. Pero éstas habían escapado, y ya no tuvo ninguna razón para entretenerse más en aquel lugar. Volvió directamente a casa, pero no logró deshacerse de la sensación de que alguien o algo la estaba siguiendo durante todo el camino. Aunque no paraba de mirar hacia atrás, no vio nada excepto kilómetros y kilómetros de monte desierto.

La siguiente vez que notó que la observaban, se hallaba más cerca de la mansión. Justo pasado el jardín ornamental, donde cualquiera podía esconderse con facilidad detrás de los altos setos recortados, percibió algo. Buscó, pero esa vez tampoco pudo ver a nadie. Mientras regresaba a casa se sintió más intranquila que nunca.

Sin embargo, poco a poco la sensación de ser observada y seguida fue dejando de molestarla. La tenía con frecuencia, pero nunca podía ver a nadie, jamás le pasó nada. Transcurrido un tiempo, era capaz de echar una simple mirada despreocupada hacia atrás y seguir con lo que estuviera haciendo sin más que un leve encogimiento de hombros. Si en realidad era algún espíritu, el de Elizabeth o el de otra persona, prefería pensar que era amistoso. Y si tan sólo era su desbordante imaginación impresionada por el melancólico ambiente del monte, entonces no permitiría que su subconsciente le fastidiara el placer de hallarse al aire libre.

También ocupaba el tiempo tratando de hacerse amiga de Chloe. Dos o tres veces por semana, pasaba una hora con la niña. Durante esas visitas, la pequeña se mostraba inquieta y se quedaba acurrucada en un sillón, mientras Julia se sentaba al fondo de la habitación y leía en voz muy alta alguno de los libros ilustrados de la niña. A veces, Chloe la observaba desde la seguridad del rincón mientras Julia vestía a la muñeca rubia, que, según le había asegurado la señorita Belkerson, era una de las preferidas de la niña, y la acostaba con un cuento y un beso. La pequeña nunca participaba en ese juego, y a veces parecía que ni siquiera se percatara de la presencia de Julia. Pero en ocasiones, esos ojos azul cielo que tanto se parecían a los de Sebastian se iluminaban por un instante antes de volver a perderse, como si Chloe tuviera alguna alarma interna que le evitara interesarse demasiado por lo que estuviera ocurriendo.

Después de esos momentos, los ojos azules se quedaban aún más desenfocados, y Chloe miraba al vacío hasta que Julia se marchaba. En una ocasión, Julia jugó de algún modo especialmente tonto con la muñeca, y pensó que captaba una leve sonrisa en el rostro de la niña. Una pataleta y unos gritos siguieron a esa experiencia, y acabaron llevando a Chloe a la cama entre sollozos. Julia, impresionada por la violencia de la pequeña, siguió sin embargo con sus visitas. A pesar de no hacer ningún avance visible con la niña, le parecía que, de algún modo, la niña y ella se estaban haciendo amigas.

A la señora Johnson también le preocupaba el bienestar de Chloe. De vez en cuando, mientras Julia jugaba en el cuarto de los niños, se encontraba con que el ama de llaves permanecía en la puerta, observando a la hija del conde con una sonrisa triste. La niña nunca parecía notar la presencia de la mujer, al igual que casi ni notaba la de Julia. Aun así, la señora Johnson le mostraba su cariño y seguía yendo a comprobar los progresos de Julia.

—Porque yo le tenía mucho cariño a su madre, sabe —explicó la señora Johnson mientras Julia tomaba una taza de té con ella una tarde lluviosa—. Y también a su señoría, claro. La pequeña se parece tanto a su padre, ¿verdad?

De lo que menos quería hablar Julia era de Sebastian, o del parecido que Chloe guardaba con él. Así que sonrió comprensiva a la señora Johnson y permaneció en silencio, esperando que el ama de llaves no siguiera con el tema. Sin embargo, ese día no tuvo suerte.

—Conozco a la pequeña desde que nació —continuó la señora Johnson, sin darse cuenta de la incomodidad de Julia—. Y a la señorita Elizabeth, milady; prácticamente se pasaba la vida aquí cuando eran pequeños. Y la señorita Caroline también, claro. La señorita Caroline era la más guapa, aunque sólo era una especie de prima de la señorita Elizabeth a la que habían acogido los Tynesdale cuando sus padres murieron. La señorita Elizabeth era toda una heredera, y todos pensábamos que el señorito Edward acabaría casándose con ella. Los Peyton no tenían el bolsillo tan lleno por aquel entonces, sabe. La mayor parte del dinero del señor le llegó por medio de la señorita Elizabeth. Pero, fuera como fuese, el señorito Edward se casó con la señorita Caroline, y todos pensamos que ella sería la condesa. Cuando la señorita Elizabeth se casó con su señoría, que entonces era el segundo hijo, la señorita Caroline parecía sentirse muy complacida por poder estar más o menos por encima de ella. Supongo que la señorita Caroline había tenido que aguantar algunos desaires, al ser la pariente pobre. Luego murió el señorito Edward, y justo después de él, murió el viejo conde, que llevaba años inválido. Y el señorito Sebastian heredó el título. ¿No es curioso cómo pasan las cosas? —La señora Johnson hizo una pausa para maravillarse de los caprichos del destino.

Muy a su pesar, a Julia se le había despertado la curiosidad.

—Su matrimonio, el de Elizabeth y Sebastian, no fue feliz, ¿verdad?

La señora Johnson negó con la cabeza.

—No, y eso es algo que la mayoría de la gente no sabe. Supongo que Emily ya ha estado hablando de lo que no debe. Pero como usted es ahora una más de la familia, señorita Julia, imagino que no pasa nada. Desde el principio, el matrimonio no fue muy bien. No estaban hechos el uno para el otro, aunque en retrospectiva siempre se ve dónde nos hemos equivocado, ¿verdad? La señorita Elizabeth era como un ratoncito callado, sabe, y el señorito Sebastian... bueno, siempre ha sido un hombre muy apuesto, incluso de pequeño. Al principio, pensé que era bonito que él la amara, pero luego vi que ella lo admiraba y que a él le podía gustar eso. De pequeño no recibió mucha atención, sabe. Todo era el señorito Edward esto y el señorito Edward lo otro. Él era el heredero y todo eso. Además, la señorita Elizabeth iba a heredar todo ese dinero. Estoy segura de que eso también influyó en el señorito Sebastian. Hubiera sido un tonto de no ser así.

La idea de Sebastian de joven, casado con Elizabeth, causó a Julia un extraño dolorcillo en el corazón. Se negó a reconocerlo, y pasado un momento, desapareció.

—¿Sabe lo que pasó entre ellos?

—¿Quién puede saber lo que pasa entre un hombre y su esposa? —preguntó la señora Johnson, de una manera que Julia supo que era más que nada retórica. El ama de llaves bebió otro sorbo de su té y susurró con complicidad—: Creo que tenía algo que ver con las obligaciones maritales de milady, usted ya me entiende. Era una dama de pies a cabeza, y a las damas no siempre les gustan las cosas que sus esposos esperan de ellas. En mi caso, tengo sangre de granjera en las venas, y el señor Johnson y yo nunca hemos tenido esa clase de problemas. Pero creo que milord y la señorita Elizabeth sí.

—Pero tuvieron a Chloe.

La señora Johnson meneó la cabeza.

—Milord debía tener un heredero, ¿sabe? No podría haber dejado tranquila a milady aunque quisiera. Ella era su esposa y era su obligación darle hijos. Pero después del nacimiento de Chloe, nunca volvieron a compartir la cama, que yo sepa. La señorita Chloe lo era todo para la señorita Elizabeth, pero el parto fue muy duro. Creo que no quería volver a pasar por algo así de nuevo, y no creo que milord la hubiera obligado. Si milady hubiera vivido, ¿quién sabe? Quizá le hubiera dado un heredero después de todo. Pero ahora sólo está la señorita Chloe, pobrecilla. Lo que le pasó a ella es una tragedia igual que lo que le pasó a la señorita Elizabeth, y quizá más aún.

—¿Chloe... estaba bien antes de la muerte de su madre?

La señora Johnson asintió con la cabeza.

—Sana como una manzana. Una gran niña. Tan alegre y bonita que todos la mimábamos muchísimo. Luego, desde el día en que murió la señorita Elizabeth, la señorita Chloe se puso como usted la ve hoy. Como he dicho, es una auténtica tragedia.

—¿Y siempre ha tenido tanto... miedo a su padre? —Julia vaciló al hacer la pregunta, por temor a la respuesta.

—Sólo desde que milady murió. La señorita Chloe comenzó a gritar como un animal enloquecido cuando milord subió a darle la noticia de lo que había sucedido, en cuanto hubo traído a la señorita Elizabeth a casa. Comenzó a gritar en cuanto lo vio, antes de que él dijera ni una palabra, así que no fue porque le dijera que su madre estaba muerta. Lo único que podemos suponer es que debió de verlo entrando el cadáver de milady en la casa desde la ventana y lo asoció con su muerte. Eso es lo que suponemos. —De repente, la señora Johnson pareció incómoda—. ¿Qué otra cosa podría ser? —La forma en que lo dijo carecía de convicción, y Julia se preguntó cuánto habría conjeturado la señora Johnson sobre si Chloe había reconocido de alguna manera instintiva la culpa de su padre en la muerte de Elizabeth. Incluso los criados que llevaban tanto tiempo en la casa como los Johnson no eran inmunes a esa clase de rumores.

La señora Johnson cambió de tema, como si temiera hablar demasiado. Julia y ella charlaron sobre vaguedades hasta que tuvieron que prepararse para la cena. Sin embargo, ella se quedó pensando mucho rato sobre lo que habían hablado. La señora Johnson, lo supiera o no, había mencionado al menos dos buenos motivos para que Sebastian matara a su esposa. El primero era el dinero y el segundo era su supuesta incapacidad, física o mental, de Elizabeth de darle un heredero. «Pero que el conde pudiera tener motivos para querer librarse de Elizabeth no significaba necesariamente que lo hubiera hecho», pensó. No había ni la más mínima prueba de que él hubiera matado a su esposa y hasta que se hallara, ella se negaba a condenarlo. A pesar de cómo la había tratado, aún no podía creer que fuera culpable de asesinato.

El invierno llegó y pasó igual que el otoño. Cuando al fin le siguieron las señales inconfundibles de la cercana primavera, Julia se quedó sorprendida al darse cuenta de que llevaba casi un año en White Friars. Casi ni recordaba los viejos y duros tiempos en el almacén de Jem, y jamás pensaba en sí misma como otra que Julia Stratham, una dama. En su mente, ésa era ella, y nunca, nunca volvería atrás.

Los agradables días con Sebastian del verano anterior también eran un recuerdo en el que no pensaba. No podía recordar los buenos momentos sin acordarse también de la vergonzosa noche en la que le había arrebatado la virginidad, y la mañana, aún más dolorosa, cuando se había acercado a él con toda su alegría y su amor, y él la había despreciado. Suponía que algún día tendría que volver a verlo, ya que era su tutor, pero hasta ese momento no permitiría que pensar en él le amargara los días. Y si algunas veces no podía evitarlo, al menos se consolaba con la esperanza de que por fin ese rostro demasiado hermoso, con los ojos celestiales, dejaría de aparecérsele con tanta claridad en la mente.

A mediados de un marzo lluvioso y que llenaba las carreteras de barro, un carruaje se detuvo en el camino circular de entrada de White Friars. Julia, que había estado caminando, notó que se le detenía el corazón al verlo. No había tenido ninguna visita en todos los meses que llevaba viviendo allí, excepto dos hombres que habían llegado a los pocos días de su propia llegada. Habían permanecido encerrados con Sebastian durante quizá una hora y luego se habían vuelto a marchar, y desde entonces nadie de fuera había aparecido. En ese momento, la única persona que Julia pensó que podía ir en el carruaje era Sebastian. ¿Habría vuelto por fin?

El corazón le volvió a latir, pero mucho más acelerado que antes. Su primer impulso fue correr hacia el coche tan rápido como pudiera. El segundo fue correr en dirección opuesta, para esconderse en el monte y no regresar jamás. Pero había aprendido mucho autocontrol durante las semanas y los meses desde la marcha del conde y no hizo ni lo uno ni lo otro. Concluyó el paseo que acababa de iniciar y regresó a casa unos cuarenta y cinco minutos más tarde. Si para sus adentros había esperado impresionar a Sebastian con lo poco que le importaba su regreso, había perdido el tiempo.

Porque el carruaje no portaba a Sebastian sino sólo un mensaje de su parte. Debía, le informó la escueta nota, presentarse en Londres en dos semanas.

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