Julia

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EL viaje a Londres duró dos días, que pasó metida en el carruaje cerrado que Sebastian había enviado para recogerla. Con Emily como única compañía, pronto comenzó a pensar que se volvería loca. La doncella, emocionada por su primera escapada fuera de los confines de Bishop’s Lynn, parloteaba sin descanso y se alborozaba por casi todo lo que veía. Como Julia había experimentado algo parecido, aunque a la inversa, cuando, después de haber pasado toda su vida en Londres, Sebastian la había llevado al campo, trataba de ser comprensiva. Pero ni la más profunda comprensión podía acallar las ganas que sentía de decirle a Emily que se callara al menos cinco minutos. Como la amabilidad le prohibía hacerlo, Julia se pasó la mayor parte del viaje rezando para que acabara.

Pero cuando cayó la tarde y llegaron a las afueras de Londres, traqueteando por las estrechas calles y las populosas avenidas, Julia deseó de repente que ese viaje no acabara nunca. La idea de ver a Sebastian de nuevo la llenaba de temor.

Cuando el carruaje se detuvo ante la dirección de Lisle Street, no se movió para apearse, sino que trató de retrasarlo mirando por la ventanilla. Tenía el estómago revuelto de lo que sospechaba que eran nervios pero insistía en que se había mareado por el viaje. Sorprendida, vio que su destino era una fila de bonitas casitas de aspecto acogedor bajo el brillo de las antorchas que ardían a ambos extremos de la calle. Se veía un lugar encantador, pero no parecía que allí pudiera vivir el conde. Un lacayo abrió la puerta y bajó los escalones del carruaje. Julia no pudo retrasarlo más. Con el ceño fruncido, aceptó la mano que le ofrecía el sirviente y bajó del coche.

En ese momento, a su inquietud por ver a Sebastian se le añadió otra preocupación diferente. Al leer por primera vez su mensaje, había notado que la dirección en la que se le decía que se presentara no era la de la casa de Grosvenor Square. Había supuesto que sería el bufete de algún abogado o algún otro establecimiento de negocios. Pero ésa era sin duda la casa de alguien, con cortinas fruncidas y grandes macetas de geranios rosa a ambos lados de la puerta. Por lo que sabía del gran y poderoso conde de Moorland, los lugares grandiosos eran para él algo que se daba tan por descontado como respirar. Julia hizo una mueca. Estar ahí parada, preguntándose de quién sería la casa, era sólo otra forma de ganar tiempo. Tarde o temprano tendría que entrar... y ver a Sebastian.

¿Estaría dentro en ese momento? Ésa era la pregunta que le hizo olvidar cualquier otra consideración. Se quedó vacilante al pie de los modestos escalones que conducían a la entrada principal, con los ojos clavados en la puerta pintada de blanco con una sencilla aldaba de latón, como si fuera la entrada al infierno. No podría responder esa pregunta si no entraba, claro.

Respiró hondo para calmar el cosquilleo que le recorría el estómago y subió los escalones, seguida de una Emily por una vez silenciosa. La puerta se abrió al acercarse. Había un hombre allí, pero no era Sebastian. Un tipo bajo, delgado y cadavérico, con uniforme de mayordomo la estaba mirando de un modo que a Julia no le acabó de gustar. Ella le devolvió la mirada sin alterarse, mientras él recorría con los ojos lo poco del cuerpo de Julia que se podía ver, envuelta como estaba en su capa con capucha.

—¿Señora Stratham? —La voz del hombre era extremadamente educada.

Julia pensó que quizá se hubiera imaginado su desagradable mirada.

Decidió concederle el beneficio de la duda y respondió con una seca afirmación al título que aún le resultaba un poco extraño oír. El hombre inclinó la cabeza cuando ella pasó ante él para entrar en el vestíbulo, que tenía una bonita decoración en tonos blancos y amarillos, pero que no era nada como lo que ella se había esperado encontrar en una de las residencias del conde. Pero, claro, debía de serlo. Era imposible que se tratara de un error. Incluso el mayordomo sabía su nombre.

—Me llamo Granville, señora. Por favor, llámeme para cualquier cosa que necesite. Aquí hay muy poco personal de servicio, sólo una cocinera y una ama de llaves, dos doncellas y yo. Y ahora su propia doncella, claro.

Tras ellos, el lacayo que había acompañado a Julia a la puerta estaba entrando las maletas. Granville alzó la voz hasta un volumen sorprendente, y gritó: «Mary». Una rolliza muchacha le respondió, y Granville le indicó que condujera a la señora Stratham arriba.

Julia no pudo resistir más el suspense.

—¿Está milord Moorland aquí?

Tenía que saber si podía aparecer en cualquier momento, como un demonio de una nube de humo.

El rostro de Granville adoptó una expresión que no acabó de descifrar. Carecía completamente de respeto; más bien, Julia casi hubiera jurado que el mayordomo la miraba con lascivia. Pero eso era imposible, claro. Ningún criado haría eso en respuesta a una inocente pregunta formulada por un miembro de la familia de su señor. Sería suficiente para despedirle. Debía de estar muy cansada y su imaginación le estaba jugando una mala pasada.

—Su señoría dejó órdenes de que se le avisara en cuanto usted llegara. Sin duda se reunirá con usted en breve.

Las palabras carecían de expresión, pero había algo... Julia estaba segura. ¿Una especie de desdén? ¿Quizá ese hombre supiera algo sobre sus orígenes? Pero ¿cómo sería posible? Estaba convencida de que Sebastian nunca se lo diría a nadie. Con un frío «gracias», Julia siguió a la rolliza doncella llamada Mary por la escalera, con Emily detrás, que portaba su maletín de viaje.

La casa era relativamente pequeña, aunque el dormitorio al que Mary la condujo resultaba bastante espacioso. Ocupaba toda la parte delantera del primer piso de la casa, y al igual que la planta baja, tenía una alegre decoración en tonos blancos y amarillos. Una enorme cama dominaba la pared del fondo, y Julia se detuvo al entrar, mirándola. La cabeza y los pies eran dorados, con tallas de mujeres desnudas que retozaban con rechonchos querubines entre corazones y parras entrelazadas. El dosel era de un llamativo estampado floral, cuyo principal color era un rosa intenso, y unas colgaduras de terciopelo rosa, que se podían cerrar para dar al ocupante de la cama una intimidad completa, caían a los lados.

Jamás había visto una cama como aquélla y le resultó bastante chocante. Se imaginó a Sebastian durmiendo en medio de esa profusión de terciopelo rosa y flores, y la cabeza le dio vueltas. Cada vez le resultaba más difícil creer que esa casa fuera de él. Quizá perteneciera a alguno de sus amigos y él sólo se la hubiera pedido prestada para poder reunirse con ella en privado.

—¡Señorita Julia! ¿Ha visto eso? ¡Esas damas no llevan ropa!

El escandalizado susurro de Emily a su espalda le dijo a Julia que su doncella también se había quedado anonadada al ver la cama. Pero si la casa y los criados pertenecían a alguien que no era Sebastian, Julia no quería insultarle mostrando su disgusto por la decoración.

—Chist, Emily —le contestó, también en un susurro, y se volvió a mirar a Mary mientras ésta le indicaba dónde se hallaban los servicios de la habitación con una voz que le resultó muy ruda para una doncella que servía en la casa de un caballero.

—Estoy segura que querrá librarse de la suciedad del camino y bañarse, señora, así que las dejaré solas —concluyó Mary, y se dirigió a la puerta. Se detuvo con una mano en el pomo y se volvió como si hubiera recordado algo—. ¿Quiere que me lleve a la cocina su camisón y lo planche? Viajar estropea la ropa.

—Podrías plancharme un vestido, Mary, muchas gracias. —Julia supuso que la doncella no sabía que Sebastian planeaba visitarla esa noche—. Y tráeme agua caliente para lavarme. Me temo que el baño completo tendrá que esperar hasta más tarde. Su señoría llegará en breve, y no quisiera hacerlo esperar.

—No, señora. —Una sonrisita jugueteaba por la boca demasiado gruesa de Mary.

Julia, al notarlo, frunció el ceño mientras se volvía hacia Emily y le decía qué vestido sacar de uno de los baúles que el lacayo estaba metiendo en el dormitorio. «Quizá Mary fuera un poco tonta», pensó, confundida por la expresión de la criada. Pero, al recordar la actitud del mayordomo, meneó la cabeza. Puede que todo el personal fuera un poco tonto.

La doncella le pasó un vestido de seda negra, que sí que estaba muy arrugado, y Mary se lo llevó. Al cabo de un momento, otra criada apareció en la puerta con un cubo de agua caliente, y Julia se dispuso a hacerse un aseo rápido. Quería estar lista cuando llegara Sebastian. Conociéndolo, sabía que era muy capaz de entrar en su dormitorio sin ninguna ceremonia, si lo hacía esperar. Esa idea le hizo darse prisa. Se sentó ante el pequeño tocador en ropa interior y dirigió la mirada al espejo sin fijarse en nada mientras Emily le cepillaba el cabello y volvía a recogérselo.

La imagen del conde la sofocaba. Durante todos esos meses había logrado borrarla de su memoria, pero ya no podía evitarla. Él la había avergonzado y humillado, y lo despreciaba por eso. Estaba furiosa con él. Aborrecía la displicente manera en que le daba órdenes; la nota que le había escrito era sucinta hasta el punto de resultar grosera. Pero el hecho de que hubiera requerido su presencia, aunque fuera de una manera tan poco educada, hacía que el corazón le latiera de tal manera que temía que se le saliera del pecho. Lo odiaba por como la había tratado, aunque quizá estuviera dispuesto a ofrecerle alguna explicación por su comportamiento que apagara ese odio.

Una llamada a la puerta, que anunciaba el regreso del vestido, la arrancó de sus pensamientos.

—Su señoría ha llegado —anunció Mary con otra de esas molestas sonrisitas mientras le entregaba el vestido con una reverencia y volvía a salir por la puerta.

Julia, mientras observaba cerrarse la puerta tras la criada, notó que se le revolvía el estómago. Respiró hondo para calmarse, y permitió que Emily le pusiera el vestido por la cabeza para que ni un pelo de su elegante moño alto se saliera de su sitio. Ante el espejo de cuerpo entero, mientas la doncella le abrochaba el vestido por la espalda, notó que le temblaban las manos. Rápidamente las cerró en un puño. Se negaba a que Sebastian la viera nerviosa. Su orgullo le exigía ser tan fría y estar tan en posesión de sí misma como él lo estaba siempre. Puede que él fuera el conde, pero ella podía igualarle en dignidad.

—Está encantadora, señorita Julia —dijo la doncella al fin, mientras se apartaba.

La joven le dio las gracias sonriendo y se apartó del espejo. A decir verdad, estaba tan nerviosa que casi ni podía mirar su propio reflejo. Esperaba de todo corazón que no se le notara.

—Ve a cenar ahora, Emily. No tardaré mucho, pero te llamaré cuando te necesite.

Y ya no hubo más razón para retrasarse. Ella, con las manos sudorosas, bajó al encuentro de Sebastian.

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