Julia

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TRES días más tarde, cuando Julia había comenzado a pensar que no volvería a saber nada de Sebastian, llegó otra de sus lacónicas notas de mano de un mensajero especial.

En la nota le ordenaba, en unas pocas y frías palabras, que recogiera sus pertenencias y se trasladara a White Friars de inmediato. No había ningún saludo educado, ni siquiera el «Apreciada Julia» que cualquier conocido esperaría, y al final de las dos escuetas frases, había firmado «Moorland».

Después de leer la nota por tercera vez, Julia la arrugó en la mano. La estaba echando, así de simple. Como si fuera una cosa, sin ningún sentimiento que tener en cuenta. Se sintió enfadada, furiosa, al pensar en todo lo que él había hecho. Pero al recordar el rostro inmóvil y distante con que se había marchado aquella noche, también tuvo miedo.

Algún tipo de instinto le dijo en su fuero más interno que si no hacía algo pronto para solucionar esa situación, ya no tendría remedio. Había herido a Sebastian, profundamente, y a diferencia de ella, que gritaba y pataleaba cuando se sentía herida, Sebastian se encerraba en sí mismo y presentaba una concha helada al mundo. Si no conseguía atravesarla de algún modo antes de que se endureciera del todo contra ella, se temía que nunca más sería capaz de lograrlo. Sebastian, el hombre auténtico bajo ese exterior inaccesible, se perdería para siempre. Y Julia supo, con una repentina inspiración, que fuera lo que fuese aquello que le había hecho, pensara lo que pensase de ella, no soportaría de ninguna manera perderlo así.

Recibió la nota a media mañana. Después de leerla, se quedó mirando su reflejo en el largo espejo del vestíbulo. Mientras contemplaba su sombría figura, se le ocurrió pensar que el año de luto ya había pasado. Y se dio cuenta de que Julia Stratham aún estaría más bonita vestida con los colores brillantes que tanto le gustaban. Y entonces se dio cuenta de algo más: si quería a Sebastian, tendría que luchar por él.

Como armas, tenía su belleza, que la conocía bien y, sobre todo, que él la deseaba. Y la deseaba de verdad; la temblorosa pasión de su boca y sus manos y la urgencia de su cuerpo se lo habían dicho. En ese momento, él creía sólo desearla durante una temporada. Pero ella lo quería para siempre. Lo cierto era que hacía meses que lo sabía, pero no había querido reconocerlo debido al dolor que él le había causado. Pero por fin estaba dispuesta a admitirlo.

Deseaba convertirse en su esposa. Ése era el secreto anhelo que había albergado durante aquellos meses de ensueño en los que él había sido su mentor, su amigo y por fin su amante. Por supuesto que sabía que no debía esperar que él le propusiera matrimonio; para empezar, al parecer, él creía que ella había estado con muchos hombres antes de él. Un hombre con su orgullo nunca aceptaría a una esposa de segunda mano. Pero ella tenía la prueba incontrovertible de su inocencia, su camisón manchado de sangre, en su habitación de White Friars. Aunque quedaba otro obstáculo, uno que era más difícil de superar: el conde de Moorland no se uniría a una persona con su origen. A pesar de desearla, Julia dudaba mucho de que alguna vez hubiera pensado en ella como en una posible esposa. En el mundo del que él provenía, una unión así era impensable.

Pero ¿qué pasaría si ella pudiera demostrarle que podía encajar perfectamente en su mundo? ¿Y si se convirtiera en Julia Stratham tan completamente que incluso los más quisquillosos de la alta sociedad la recibieran en sus casas? ¿Cambiaría eso algo? Creía que era posible. Después de todo, él le tenía cariño; había apreciado su compañía en White Friars del mismo modo que ella había apreciado la de él. Él la deseaba; eso era innegable. ¿Podría ella conseguir que la amara? Como Julia Stratham, una dama entre todas las demás damas de la alta sociedad, tal vez fuera posible.

Porque ella sí lo amaba. A pesar de todo, lo amaba. Por eso él le había hecho tanto daño, por eso podía llevarla, a ella que nunca antes había permitido a un hombre ni que le besara la mano, a esos extremos de pasión. Lo amaba.

—Espero que no sean malas noticias, señora Stratham. —La empalagosa voz de Granville a su espalda la hubiera hecho dar un brinco en cualquier otro momento.

Con su nueva decisión de convertirse en Julia Stratham tan completamente que hasta ella misma olvidara sus propios orígenes, Julia lo miró con frialdad, sin más, y negó con la cabeza.

—En absoluto, Granville —contestó ella, sabiendo que como él le había entregado el mensaje de Sebastian, debía de haber visto el sello y estaría preguntándose por el contenido.

Jewel Combs se lo hubiera contado. La Julia que había sido hasta entonces se hubiera sentido obligada a soltarle alguna banalidad. Pero la que era a partir de ese momento nunca se sentiría obligada a decir nada a un criado. Ella sabía cómo poner en su sitio a un tipo con las insinuaciones de Granville.

—¿Me pedirá un carruaje, Granville?

Era una orden, no una petición. Por supuesto, su tono era educado, porque así hablaría la dama que era la nueva Julia. Sería correcta con la criatura más rastrera, porque estaba tan segura de sí misma y de su posición que podía permitírselo.

—¿Un carruaje, señora Stratham? —Las cejas alzadas de Granville y su pregunta dudosa representaban insubordinación, pero ella no les prestaría atención.

—Así es, un carruaje —replicó con serenidad, mientras se dirigía hacia la escalera para recoger su capa y a Emily—. Me voy de compras.

Y eso hizo; compró con la misma resolución con la que antes se había dedicado a robar las gruesas carteras de los bolsillos de los caballeros. Al final del día, era la orgullosa propietaria de un guardarropa completo, cortesía de madame de Tisseaud, la modista más famosa de la ciudad. Había descubierto a madame gracias a Mary, que al ser preguntada, le informó que la señorita Suzanne, que solía ocupar la casa, a veces iba a comprar allí cuando conseguía que su señoría le hiciera un gran regalo.

Julia había comenzado adquiriendo tan sólo un vestido de noche y los accesorios necesarios, porque los precios le parecían muy altos. Pero después de indicar a la dependienta que le enviara la factura de sus compras al conde de Moorland, se quedó desconcertada al encontrarse ante la propia madame de Tisseaud. La mujer, una damita muy enérgica que rondaría los cincuenta, había sido muy elocuente al asegurarle que estaba encantada de conocer a otro miembro de la familia del conde. Mientras la dama le confiaba que tanto la señorita Caroline Peyton, la cuñada del conde, como la condesa madre hacía años que eran clientas suyas, Julia se relajó. Al parecer, madame de Tisseaud no tenía ningún problema en aceptar su presentación: como la señora Julia Stratham, viuda del joven primo y pupilo del conde.

Cuando ella le explicó la triste realidad de que su guardarropa era inexistente porque llevaba de luto un año por su marido, madame de Tisseaud se mostró de lo más comprensiva. Entonces metió a Julia en la trastienda y la recubrió de una increíble variedad de tejidos. Los escogidos por madame Tisseaud eran sobre todo los de brillantes colores zafiro y esmeralda que a Julia siempre le habían gustado. Además, había un tisú de un dorado apagado, que Julia había mirado mal hasta que se vio envuelta en él y que incluso madame había declarado que la hacía verse

ravissante, con el que se haría un traje de baile para la

grande occasion.

Al final del día, con el elocuente consejo de la modista, Julia había elegido los tejidos con los que se confeccionarían cada uno de los vestidos. Madame incluso había conseguido preparar un traje de paseo con una chaqueta a juego en lana color esmeralda con un ribete negro trenzado, para que se llevara a casa. (El vestido de paseo que Julia había pensado comprar inicialmente se declaró, con un gesto de desdén, «insuficiente».) Las otras prendas se enviarían a la residencia del conde en Grosvenor Square; dos al día siguiente sin falta, y el resto en una semana. La cuenta también la recibiría el conde. Julia no dudó de que sería bastante cuantiosa, aunque después de que madame de Tisseaud la hubiera tomado bajo su protección, no se había hablado de nada tan vulgar como el precio. Pero si Sebastian se molestaba por sus gastos, podía coger el dinero de lo que ella había heredado de Timothy. Dejó la tienda acompañada del locuaz adiós de madame de Tisseaud todavía en los oídos y sintiéndose muy feliz consigo misma y con sus compras.

Para que su plan funcionara, tenía que ser presentada en sociedad. Como miembro de la familia de Sebastian, sería bien recibida en todas partes, suponiendo que nadie conociera su pasado. Estaba totalmente dispuesta a contar cualquier cosa con tal de que la aceptaran. El único problema era el propio Sebastian, y su madre y su cuñada, que sabían la verdad. Pero no les interesaba desenmascararla. Quizá al conde no le importaran los escándalos, pero Julia apostaría lo que fuera que a sus parientes femeninas sí.

Como miembro de la familia, tenía todo el derecho a residir en Grosvenor Square con los demás. Al menos, eso fue lo que se dijo para tranquilizarse a la mañana siguiente, mientras subía al carruaje alquilado, ataviada con su vestido nuevo y con Emily a su lado. Si Sebastian y ella no se hubieran convertido en amantes, estaba segura de que él la habría presentado en sociedad en algún momento. Siempre le había dicho, riendo malicioso, que pretendía hacerlo. Así que ella no estaba haciendo nada raro al meterse allí. Además, si quería a Sebastian, ése era un paso que debía dar. Tenían que conocerla como un miembro aceptado de la familia del conde y para eso debía residir en el lugar más lógico: la casa londinense de la familia Peyton.

Sin embargo, todos sus razonamientos no resultaron suficientes para calmarle los nervios. Cuando el carruaje se detuvo en Grosvenor Square, le sudaban las manos. No obstante, ya era demasiado tarde para cambiar de opinión, y además, se negaba a hacerlo.

La brillante aldaba con forma de cabeza de león le llamó la atención mientras subía los escalones. Recordar que una vez le había impresionado, la hizo sonreír a pesar de los nervios. Estaba sonriendo cuando Smathers, que al parecer había oído el carruaje, abrió la puerta.

—Buenos días, Smathers —dijo ella, compuesta, mientras pasaba ante él con Emily detrás.

El mayordomo parpadeó sorprendido, sin duda no viendo en ella más que a una dama de alcurnia.

—¿Sería tan amable de pedir a alguien que traiga mi equipaje? —preguntó, volviéndose hacia él.

—¿Nos... nos viene a visitar, madame? —Smathers parecía totalmente confuso. Sin duda estaba devanándose los sesos para recordar si alguien de la familia había mencionado la llegada de alguna visita, y no lo lograba.

—¿Acaso su señoría ha olvidado mencionarlo? —repuso ella con una dulce sonrisa—. Sí, he venido de visita. Soy la señora Stratham.

Por un instante, el mayordomo pareció perdido, y luego, con los ojos muy abiertos, volvió a mirarla. Pero antes de que pudiera decir nada, se oyeron pasos en la escalera. Julia vio a Sebastian descendiendo del comedor diurno con Caroline tras él. Era casi una inquietante repetición de su anterior entrada en esa casa. Cuando él la vio, se quedó inmóvil durante unos segundos y luego continuó descendiendo. Sus ojos parecían de hielo al mirarla con firmeza. Tras él, Caroline parecía sorprendida, pero no más de lo que lo estaría por cualquier otra visita imprevista. Era evidente que no había reconocido a Julia... todavía.

—Buenos días, milord. ¿Ha olvidado informar a Smathers de que voy a quedarme con ustedes un tiempo? —Julia probó a decirlo en un tono alegre, mientras Emily, que permanecía discretamente a su espalda, parecía estar a punto de que se le saltaran los ojos de las órbitas.

Se hizo un breve silencio mientras Sebastian acababa de bajar la escalera y le dirigía una mirada dura y escrutadora. Por un instante, Julia creyó que el corazón se le iba a saltar del pecho; ¿la echaría a la calle con una colleja?

—Al parecer sí —respondió él en un tono glacial, y Julia respiró de nuevo—. Haga que suban el equipaje de la señora Stratham a la habitación dorada —indicó a Smathers.

Se volvió hacia Caroline y le ofreció el brazo para ayudarla a descender los últimos escalones, y añadió—: Sin duda recuerdas a la señora Stratham, querida Caroline.

—¡La señora Stratham! —Los ojos azules de Caroline parecieron primero confusos y luego se abrieron horrorizados. Pero con una rápida mirada al implacable rostro del hombre que tenía al lado, consiguió esbozar una débil sonrisa—. ¡Cla... claro que sí! ¿Cómo está, eh, señora Stratham?

—Muy bien, gracias —contestó Julia, aparentemente tranquila, pero por dentro, el corazón le latía como un tambor.

No había esperado encontrarse con Sebastian tan pronto. Él la estaba mirando desde detrás de una máscara de hielo como si la odiase.

—Si nos excusas, Caroline, hay un asunto que debo discutir con la señora Stratham. —Su tono resultaba suave, pero sus ojos no lo eran mientras inclinaba la cabeza en dirección al estudio.

Al mirar esos ojos glaciales, Julia casi perdió el valor. Pero luego recordó que lo amaba, y lo deseaba, y que siendo así, tendría que luchar por él. Así que alzó la barbilla, y con una leve sonrisa hacia la anonadada Caroline, precedió a Sebastian por el pasillo hasta el estudio que tan bien recordaba.

Al pasar, atrajo su atención el feo jarrón blanco y azul que había amenazado con hacer trizas unos meses atrás. Desde entonces, Sebastian le había dado varias largas lecciones sobre la porcelana de ese tipo, y por tanto ya sabía que era realmente valioso. No era de extrañar que Caroline hubiera estado a punto de sufrir un ataque al corazón al pensar que acabaría hecho añicos en el suelo. Y la elegante silla dorada que Julia había tratado con tan poco respeto era una Luis XIV. Julia sonrió de manera involuntaria al recordar el alboroto que había levantado durante su primera y única visita a la casa del conde en Grosvenor Square. En esta ocasión esperaba causar una impresión mejor.

Al llegar al estudio, Sebastian le abrió la puerta con una puntillosa cortesía que resultaba sobrecogedora. Julia se concentró en su objetivo y reunió el coraje necesario para mirarlo a los ojos con despreocupación mientras él se sentaba tras el escritorio. Sus posiciones eran exactamente las mismas que la primera noche que se habían encontrado, lo que a Julia le resultó muy extraño. Todo era igual, desde el cuadro de caza en la pared tras del escritorio hasta los enormes sillones de cuero y el tenue olor a humo de tabaco. En ese momento, Sebastian estaba encendiendo uno de sus puros; se lo puso entre los dientes antes de recostarse en el sillón. Como siempre, a Julia le pareció que el basto aspecto del puro no iba con la austera belleza de Sebastian. Le pegaba más bien a un salteador de caminos o a un pirata. Pero quizá, el auténtico Sebastian se pareciera más a esos hombres que al elegante y apuesto caballero que era por nacimiento y apariencia.

—Con su permiso, por supuesto, señora Stratham —dijo Sebastian con ironía al notar que le miraba fumar con cierta desaprobación.

Julia asintió; nunca se atrevería a negarle el permiso para fumar, y mucho menos en un momento como aquél, en que estaba tan enfadado con ella. La miró de arriba abajo, con los ojos casi ocultos bajo los párpados medio cerrados y el blanco remolino de humo.

—Y ahora, supongamos que me cuentas a qué diablos estás jugando.

—No estoy jugando a nada. Simplemente, no me apetece nada regresar a White Friars por ahora. Tengo la intención de disfrutar de Londres. Como miembro de tu familia, me da la impresión de que estar aquí, en tu casa, es lo correcto.

Él la miró distante, helador.

—No voy a humillarte haciendo que te marches ahora mismo, pero regresarás a White Friars por la mañana. ¿Me he expresado con claridad?

Julia le miró a los ojos sin inmutarse. Ése era el momento de dejar claro que la relación entre ellos había sufrido un cambio total. Ella ya no era la golfilla barriobajera que lo adoraba, sino su igual.

—Ya no acepto tus órdenes, Sebastian. Permaneceré aquí tanto tiempo como me parezca. Y si me echas de la casa, acamparé en la puerta, te lo prometo.

Él la atravesó con una mirada que, sólo unos días antes, la hubiera hecho correr a esconderse. Pero en ese momento, lo miró alzando la barbilla como si tal cosa.

—Si piensa desafiarme, señorita...

Pero ella le cortó a media amenaza.

—No quiero desafiarte, Sebastian. Simplemente quiero ir de compras, por ejemplo. ¿Te gusta mi vestido? Eso espero, porque recibirás la factura, junto con la de otras pequeñas compras que he hecho. Puedes coger parte de mi dinero de los fondos para pagarlas.

—Muchas gracias —replicó él con una marcada ironía—. Lo haré. Y te irás a White Friars mañana.

La intimidación se le daba muy bien a Sebastian, recordó Julia. Ya la había empleado antes con ella, cuando no lo complacía, agobiándola hasta que temía tanto su desagrado que estaba dispuesta a hacer lo que fuera para recuperar su favor. Pero en esa ocasión, no podía permitirse que la derrotara con tanta facilidad. Si tenía que ganar la batalla, y después la guerra, no le quedaría más remedio que lanzarse a la ofensiva y que fuera él quien perdiera la serenidad para variar.

—¿Recuerdas la última vez que estuve en este estudio, Sebastian? —La inesperada pregunta lo dejó un poco descolocado; Julia pudo verlo por la leve inquietud que percibió en sus ojos.

—Sin duda. Causaste una impresión... indeleble. No sólo a mí, sino a todos en mi casa.

—Dijiste que me convertirías en una dama. Y lo has hecho.

Él alzó las cejas como si dudara de eso, pero Julia pasó por alto ese silencioso insulto y prosiguió.

—Te encontraste con una barriobajera y la transformaste en una señora, Sebastian. Me has enseñado a hablar como una dama, a actuar como una dama, a pensar como una dama. ¿Tan descabellado resulta que quiera vivir como tal? —Julia respiró hondo y decidió coger el toro por los cuernos—. No podría ser tu querida, ¿no lo ves?

—Pues, por lo que recuerdo, estabas haciendo un buen trabajo. —Esa cínica observación casi consiguió desatar la furia de ella, pero hizo un esfuerzo y recuperó el control con rapidez.

Enfadarse con Sebastian no formaba parte de su plan. Lo miró fijamente, tratando de prescindir del cálido rubor que le cubría las mejillas al recordar la pasión desenfrenada que habían compartido.

—Pensaba que eras lo más maravilloso de este mundo, Sebastian. Te admiraba y te respetaba. Hasta que tú llegaste, nunca había tenido un amigo, sabes.

Por un momento, reinó el silencio. El rostro de Sebastian podría haber sido una talla de piedra, al mirarla.

—No me parece que podamos llamarnos amigos. —Esa observación murmurada en una voz heladora fue contrarrestada por el destello de la punta del puro cuando él le dio una profunda calada.

Julia esperaba que la máscara de hielo que él llevaba se estuviera derritiendo, sólo un poco, antes de continuar.

—Pero sí que éramos amigos, Sebastian. Buenos amigos. Y más que amigos. Yo te apreciaba, Sebastian, y creía que tú también a mí. Por eso te... te permití... —Su voz se fue apagando y se ruborizó. A pesar de todas sus buenas intenciones, descubrió que, ante esos ojos, fríos e implacables, no podía verbalizar qué era lo que le había dejado que le hiciera.

—¿Me permitiste? —Hizo un ruido cínico, entre un bufido y una carcajada—. Por lo que recuerdo, fue más que permitírmelo. Te echaste sobre mí en cuanto te toqué. Las dos veces.

El rubor era algo que Julia no podía controlar. Tuvo ganas de esconderse bajo la silla cuando el rostro comenzó a arderle aún más que antes. Pero no lo hizo; mantuvo la barbilla en alto y lo miró a los ojos con toda la dignidad que pudo reunir.

—Y —continuó él como si nada, aunque ella tuvo la sensación de que Sebastian tensaba los músculos como un animal a punto de atacar— ahora mismo también sería más que permitírmelo. Podría poseerte, aquí en esta sala, con todo el personal merodeando, sin duda, por fuera, y te encantaría. Así es con las putas; sobre todo con las buenas. Y tú eres muy, muy buena.

El ardiente color le desapareció del rostro. Julia se notó palidecer al asimilar el insulto. Lo miró a los ojos y percibió su hostilidad llameando bajo el hielo. Él estaba intentando herirla a propósito, atacándola sin tapujos y golpeando en el punto más sensible para impedirle que se le acercara demasiado. Porque había estado muy cerca de él. Cuando el día anterior había pensado en ello, de repente había visto claro que a Sebastian le importaba su opinión, y por tanto ella, más de lo que quería admitir. La gente llevaba años llamándolo asesino y nunca parecía haberle molestado especialmente. Pero no le había gustado oír esa acusación de sus labios y ésa era una buena señal si quería que su plan tuviera éxito. Si conseguía controlar su ira hasta que él se diera cuenta de que ella era más importante para él de lo que estaba dispuesto a reconocer...

—No creo que mataras a Elizabeth, sabes...

Esa calmada afirmación como respuesta a la flagrante provocación de Sebastian hizo que éste frunciera el ceño. Sus ojos soltaron llamas, pero, una vez más, el hielo las sofocó.

—¿Crees que me importa un cuerno lo que pienses? —dijo en un tono frío y educado que chocaba con la agresividad de sus palabras.

—Sólo quería que lo supieras —contestó ella, y le sonrió.

Esa dulce sonrisa pareció enfurecerlo. Por un instante se quedó muy quieto, mirándola con incredulidad, y luego las llamas que el hielo había apagado resurgieron en sus ojos. El hombre rugió mientras se levantaba del asiento. Parecía a punto de emplear la violencia, pero Julia se quedó sentada donde estaba, apretando los dedos sobre la tapicería de cuero del sillón, preparándose. Romper su armadura de hielo era parte de su plan y tenía que estar preparada para las consecuencias cuando eso sucediera.

Pero antes de que él acabara de rodear el escritorio, se abrió la puerta del estudio. Sebastian se detuvo y levantó sus ojos llameantes para mirar al intruso. Ella sintió una mezcla de alivio y decepción al dirigir también la vista hacia la puerta.

—¡Dios mío, es ella! Cuando Caroline me ha dicho que la habías invitado a quedarse, he pensado que había perdido la razón. Ni siquiera tú invitarías a una... una mujer de esa clase a nuestra casa. ¿Acaso no tienes ninguna consideración por nuestro nombre?

La silueta de la condesa viuda de Moorland se recortaba contra el fondo en la puerta. Después de lanzar una mirada condenatoria a Julia, centró la atención en su hijo. Al contemplar a la esbelta mujer de cabello cano vestida totalmente de negro, le sorprendió de nuevo lo mucho que se parecía a su hijo. «De joven, debe de haber sido de una belleza deslumbrante», pensó Julia mientras echaba una rápida mirada a Sebastian. Pero se había convertido en una infeliz amargada que no mantenía una buena relación con el único hijo vivo que le quedaba. ¿Por qué se habría convertido en alguien así?

—Entra, madre —dijo Sebastian con suavidad.

Lanzó una dura mirada a Julia, abandonó la intención de atacarla y se sentó cómodamente sobre el borde del escritorio. Balanceaba distraídamente una bota mientras respondía a la mirada de enfado de su madre con una sonrisa en cierto modo burlona.

—Sacarla de las calles y enviarla a vivir en White Friars ya fue bastante malo, pero al menos, allí nadie la veía. Aquí, todos nuestros amigos acabarán descubriéndola. ¡No lo admitiré, te lo digo! ¡Debe abandonar esta casa al instante!

—Entra y cierra la puerta, madre. Tengo algo que decirte y estoy seguro de que preferirás que no lo oigan los criados.

La condesa madre, que había hecho caso omiso de su anterior invitación a entrar, cargada de ironía, se quedó durante un rato más en la puerta, mirando a su hijo con tal disgusto que a Julia le sorprendió. Luego, con un altivo movimiento de cabeza, entró en la sala y cerró la puerta. Sebastian le sonrió. Julia se estremeció. No le hubiera gustado que esa sonrisa fuera dirigida a ella.

—En primer lugar, madre, me obligas a recordarte que esta casa es mía. Te permito vivir aquí sólo porque eres mi madre, por poco que a ti o a mí nos guste ese hecho. Caroline también vive aquí sólo por mi buena voluntad. Si decido invitar a cualquier otro miembro de nuestra familia a esta casa, lo haré. Julia tiene tanto derecho a estar aquí como tú o Caroline... el derecho de que yo lo digo. Recuérdalo, por favor.

La condesa madre volvió unos glaciales ojos azules hacia Julia. El primer impulso de ésta fue encogerse, pero luego el orgullo pudo más y le hizo mantener la cabeza alta ante la desdeñosa mirada de la mujer.

—¡Julia! ¡No era Julia la última vez que estuvo aquí! Me parece recordar algo mucho más vulgar. Ah, sí, Jewel. Un nombre vulgar para una vulgar...

—¡Madre! —la interrumpió Sebastian—. Te comportarás con corrección con ella en todo momento. ¿Entendido?

La mujer volvió a mirar a su hijo.

—No. No tendré nada que ver con esa mujer. No puedo evitar que la alojes en esta casa, porque, como has dicho, es tuya y puedes hacer lo que se te antoje, como haces siempre, sin pensar en el dolor que infliges a los demás, pero...

—Julia ha venido a la ciudad para ser presentada en sociedad. Espero que te ocupes de ello.

La mujer se tensó al oír aquello. Lanzó una mirada de odio salvaje a Sebastian y luego a Julia, para más tarde volver a mirar a su hijo. Julia la miró, algo asustada por lo que pudiera hacer. La condesa no parecía estar del todo en sus cabales.

—¿Yo presentarla a ella en sociedad? Debes de estar bromeando.

—En absoluto. Tú, madre querida, eres una de las principales anfitrionas de Londres. Si tomas a Julia bajo tu tutela, nadie cuestionará su presencia. Deseo que la acompañes igual que haces con Caroline. Después de todo, Julia es parte de esta familia.

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