Julia

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—¿SUPONGO que te habrás dado cuenta de que has acabado con la reputación de todos nosotros por culpa de esa putilla?

Hacía poco más de dos horas que los invitados se habían marchado de manera apresurada después de que Sebastian los echara sin miramientos. El rumor de preguntas perplejas y exclamaciones que había seguido a la partida de Julia se había acallado temporalmente gracias a la fría orden de Sebastian, pero cuando él se encerró en el estudio, el alboroto volvió mientras la casa se vaciaba con rapidez. En ese momento, su madre le hablaba desde la puerta, que había abierto sin ceremonias, y Sebastian la miraba con ojos fríos.

—Y estoy seguro de que lo entenderás si te digo que ese asunto me resulta del todo indiferente.

La condesa madre, aún con el vestido de brocado color lavanda que había llevado en la fiesta, entró en la sala y fue junto al sillón de cuero frente al escritorio de su hijo. Él estaba echado en su sillón, sin la chaqueta ni el fular. Tenía las piernas cruzadas a la altura del tobillo y las apoyaba en el borde del escritorio; sujetaba un fino puro en la boca y una copa en la mano.

—Tienes un aspecto lamentable.

—Es que mi situación lo es —respondió él sin enfadarse, al tiempo que se quitaba el puro de la boca para tomar un trago del buen whisky escocés que se había servido—. Así que te sugeriría que me dejaras en paz.

La condesa exhaló aire con un audible siseo.

—Dios santo, Sebastian, no me digas que ya estás sufriendo por esa zorra. Después de la forma en que se ha comportado con Carlyle... de cómo te ha traicionado.

—Lo que tú te encargaste rápidamente de hacerme ver, madre. Ahora estoy empezando a preguntarme por qué.

—Resulta evidente que lo hice para que vieras la clase de mujer que es. Cualquier hombre con sentido común hubiera supuesto que, con su pasado, carecería de virtud, pero tú nunca has sido un hombre con sentido común, y eso lo sabemos los dos. Creo que deberías agradecerme que te haya librado de las consecuencias de tu propia locura.

—No lo sé, madre, no lo sé. También creo que actuaste por maldad, contra mí y contra Julia.

—¡No me culpes por lo ocurrido!

A Sebastian le brillaron los ojos.

—Sí, madre, te culpo. De eso y de muchas otras cosas. No del todo por el fracaso de esta noche, pero sí por todos los años y años durante los que sólo me mostraste indiferencia y abandono. Ahora tienes por fin la oportunidad de explicarte. ¿Por qué?

La condesa vaciló, y su rostro, aún hermoso, se cubrió de finas arrugas al fruncir el ceño a su hijo. Su fría sonrisa, que él tan bien conocía, curvó las comisuras de los labios de su madre, y los ojos azules, tan parecidos a los suyos, destellaron al mirarle.

—¿Quieres saber por qué nunca me has gustado, Sebastian? Muy bien, te lo diré. Si no te gusta lo que vas a oír, sólo podrás culparte a ti mismo por haber insistido en que te lo contara.

La sonrisa desapareció y el rostro se cargó de amargura. Sebastian la miró, y por primera vez en su vida su madre casi le pareció fea.

—Tu padre, al que creías tan maravilloso, se comportaba conmigo como un monstruo. Edward fue concebido al cabo de pocas semanas después de habernos casado. Cuando descubrí que estaba embarazada, le di gracias a la vida por ese bebé. Había cumplido con mi deber, e iba a darle un heredero al conde. Después de eso no quise tener más hijos, pero él sí. Me forzó una y otra vez hasta que me quedé embarazada de ti, y nunca he sido capaz de mirarte sin recordar la violencia con la que fuiste concebido. Ahora ya conoces la historia. ¿Estás satisfecho?

Sebastian miró a su madre, observó sus fríos ojos azules y se preguntó anonadado si le estaría diciendo la verdad. Era cierto que recordaba a su padre tratando mal a su madre, pero se había quedado inválido cuando él tenía seis años. Si aquello era cierto, las cosas cambiaban, y mucho. Quizá la aversión de su madre hacia él estuviera justificada en parte. Sebastian también pensó en sí mismo con Elizabeth. Parecía que su padre se había enfrentado a una situación similar con respecto a su esposa, pero ambos habían respondido a ella de una forma muy diferente. Sebastian se preguntó si, de no haber muerto Elizabeth, hubiera acabado recurriendo a la violación para tener más hijos. Y toda su triste infancia, ¿hubiera sido utilizada contra su segundo hijo?

—Lo siento, madre. No lo sabía —dijo Sebastian en voz baja. Al encontrarse con los de su madre, sus ojos se volvieron más azules.

Ella lo miró durante un instante, con hostilidad y la boca apretada. Luego pareció desmoronarse, y se sentó en un sillón, frente a él.

—No, no lo sabías. —Su voz era dura. Los ojos le brillaban furiosos bajo lágrimas contenidas, mientras la boca le temblaba—. Claro que no lo sabías. ¿Y cómo ibas a saberlo? No pudiste evitar las circunstancias de tu nacimiento. Me lo decía una y otra vez cuando eras un bebé, pero no me sirvió de nada entonces y tampoco me sirve ahora. Desde el momento en que te sentí moviéndote dentro de mí, sólo podía pensar que eras el hijo que él me había forzado a tener. Lo odiaba por ello, pero a él no le importaba si lo hacía o no. Así que acabé por odiarte a ti. —La condesa lo miró y apretó la boca para intentar contener el temblor. Su voz era casi inaudible cuando prosiguió—: Casi no podía ni mirarte. Mi propio hijo. Y también lo odié por eso.

Sebastian miró a su madre durante un largo rato. Él había vivido semiabandonado durante todos esos años, pero al parecer, ella también había sufrido. Siempre había pensado que quizá él tuviera algo malo que sólo su madre era capaz de ver, algo que hacía imposible que lo amaran. Pero en ese momento se dio cuenta de que se había estado viendo a través de un espejo distorsionado desde que era niño, y el espejo acababa de hacerse añicos. No era a él a quien su madre odiaba...

Sin embargo, esa revelación llegaba demasiado tarde para cambiar nada. Ya no necesitaba a su madre o su amor. Era un hombre adulto, y el niño solitario y desconsolado que había vivido durante tanto tiempo en su interior por fin podría descansar. Al menos por eso, tenía que estarle agradecido. Bajó los pies al suelo, apagó el puro y dejó la copa en la mesa con un ligero tintineo.

—Lamento mucho todo lo que has sufrido, madre —dijo con amabilidad.

Por primera vez en su vida fue capaz de mirarla sin sentir la corrosiva amargura que había coloreado todos sus pensamientos desde que tenía memoria. De repente, se dio cuenta de lo frágil y pequeña que era su madre, y también de que ya era una anciana. Con todas sus posesiones materiales, su título y su posición social, ¿qué tenía en realidad? Su esposo había muerto distanciado de ella y su hijo del alma había muerto. Se había quedado con él, un hijo al que rechazaba y despreciaba desde incluso antes de nacer y que había aprendido a despreciarla a ella. Sencillamente era una anciana infeliz, que, tanto si lo admitía como si no, lo necesitaba a él más de lo que él la necesitaba a ella.

Y era su madre. Hiciera lo que hiciese o fuera lo que fuese, había un inquebrantable lazo de sangre que los ataba. Se dio cuenta de que podía estar viéndose a sí mismo pasados unos años, solo y sin amor. Se estremeció por dentro, y el saberlo le dio la fuerza para olvidar todo lo que los separaba y tratar de acercarse a ella.

—Quizá debiéramos darnos una segunda oportunidad, madre.

Aquellos ojos que tanto se parecían a los suyos se llenaron de lágrimas al mirarlo. Ella alzó una mano y, por un momento, Sebastian pensó que le iba a tocar el brazo que tenía sobre el escritorio. Pero la costumbre de años prevaleció, y ella la dejó caer de nuevo sobre su regazo. Parpadeó para limpiarse las lágrimas y alzó la cabeza con su orgullo habitual.

—Me temo que es demasiado tarde para eso —repuso ella.

Mientras Sebastian la miraba impaciente, pudo ver cómo se retiraba tras su habitual velo de hielo.

Llamaron a la puerta medio abierta. Como respuesta al brusco «¿Quién es?» de Sebastian, ésta se abrió del todo. Sebastian apartó la mirada del rostro de su madre y vio a Smathers, tan inmaculado como siempre a pesar de lo tarde que era y del nerviosismo que toda la velada había generado. Smathers lo miró disculpándose por la interrupción, pero el conde le hizo un gesto para que hablara.

—Hay un hombre que quiere verle, milord. Un tal señor Bates, me ha dicho que se llama.

—¡Bates!

Era el nombre de uno de los agentes de Bow Street que Sebastian había enviado tras el hombre o los hombres que habían asesinado a Timothy. No estaba del todo seguro, pero creía que Bates era el más corpulento de los dos que habían ido a White Friars hacía muchos meses con la información sobre la participación de Julia en el robo que había culminado con la muerte de Timothy. Bates también le había dicho que ella había cuidado de su primo en su lecho de muerte, como decía. Esa información, se había unido, en la mente de Sebastian, a lo que él había comenzado a sentir por la chica, y había pesado más que lo primero, sobre todo porque Bates había estado seguro de que el asesinato había sido el cometido por uno de los otros participantes y no había sido un hecho premeditado.

—¿Dónde está?

—Espera en el vestíbulo, milord.

Sin decir palabra, Sebastian fue a reunirse con ese hombre. Bates sí que era la persona a la que recordaba. Estaba esperando inquieto entre las porcelanas Meissen y las sillas Luis XIV que Julia había utilizado como escudo una vez. Pensar en ella le hacía daño, así que trató de borrar su imagen de su mente. Pero era imposible no recordar cómo lo había traicionado o que en ese mismo momento estaría sola en las oscuras calles de Londres. Sebastian apretó los dientes. Quisiera lo que quisiese ese tipo, no le concedería mucho rato.

—¿Quería verme, Bates? —preguntó el conde en un tono brusco, con ojos fríos.

Lo que tuviera que decir ese hombre era algo que no le apetecía oír. No en ese momento. No podía servir de nada, si había perdido a Julia.

—Es sobre esa

rica fembra que

m’hizo investigar, señoría.

Sebastian dedujo que aquella palabra significaba mujer en el rudo argot de ese hombre, y sus ojos adquirieron una fría altivez que hizo que el tipo lo mirara con aprensión.

—Ya sé todo lo que deseo saber sobre la... humm... «ricafembra», gracias. —Sebastian entornó los ojos al ocurrírsele algo más—. Pero ¿no es un poco tarde para hacer visitas de trabajo?

Bates asintió, con una expresión lúgubre en su grueso rostro.

—Sí, sí, señoría,

é verdá, pero acabo de

poné los ojos encima

d’ella y parecía estar metida en un lío. Así que

m’he dicho, Will, viejo amigo, será mejor que vayas a donde el conde y le digas a alguien lo

c’has visto. Por si su señoría no

quie que la muchacha sufra mal alguno, su señoría.

—¿Qué has visto? —preguntó Sebastian con voz ronca.

Bates meneó la cabeza con tristeza.

—El tío que le puso el pincho a su primo

tie a la chica, y si yo fuera él y

preocupao porque me cuelguen, pues que

m’aseguraría que ella no se chivara de mí. Claro que como es tan bonica, seguramente va a

tardá un rato en

llegá a esa parte. Así que podemos

ter un poco de tiempo, señoría.

Sebastian sintió que se le disparaba el corazón mientras extraía de aquellas palabras que Julia se hallaba en un gran peligro, porque estaba en manos del hombre que había matado a Timothy y éste temía que lo colgaran si ella lo identificaba. El muy canalla la mataría seguramente con tanta facilidad como a una mosca, pero primero se aprovecharía de su cuerpo.

El conde sintió un dolor punzante en el corazón como nunca había sentido. Si ella moría, él no querría seguir viviendo. Si le tocaban aunque fuera un solo pelo de la cabeza, él disfrutaría matando al cerdo que lo hubiera hecho.

Y, claro, en última instancia, la responsabilidad caería sobre él. Porque no había confiado lo suficiente en ella como para dejar que se explicara en lo referente a Carlyle. Y de repente estuvo seguro de que debía de haber una explicación. Había permitido que sus propios celos y los susurros maliciosos de su madre lo envenenaran. Sólo en ese momento, cuando la vida de la joven corría peligro, comenzaba a pensar con claridad de nuevo. Ella lo amaba; no había sido ningún truco. Eso era algo que él había sabido casi desde el principio. Desde luego sí que había sido el imbécil que ella le había dicho. Pero no había tiempo para recriminaciones. Todo eso podría venir después. Lo que importaba en ese momento era rescatarla.

—Smathers, despierte a George y a Rudy y ármelos con lo que pueda encontrar. Y haga que traigan el carruaje. Al instante, ¿lo entiende?

—¡Sí, milord!

Sebastian desapareció en su estudio y regresó un momento después con un par de pistolas de duelo que se metió en la cintura de los pantalones.

—¿Adónde vas con eso? —le preguntó su madre, que se hallaba en el vestíbulo mirándolo, con una expresión indescifrable en el rostro.

Él la miró sin verla realmente.

—Voy a buscar a Julia, claro. Sal de mi camino, madre. Vamos, Bates.

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