Julia

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Caroline se tambaleó contra el muro bajo y perdió el equilibrio. Quedó medio colgada del borde por lo que pareció una eternidad, con los ojos desorbitados y agitando los brazos como una loca, recortada contra el brillante azul del cielo de verano. Luego, con un grito escalofriante, cayó.

Pasaron varios minutos antes de que Julia pudiera apartar la mirada del vacío arco de cielo azul donde había estado Caroline. En el exterior, parecía que nada hubiera pasado para cambiar el tono del hermoso día de verano. Las gaviotas seguían volando y graznando, el cielo aún era de un azul espléndido y el sol seguía brillando. Sin embargo, algo terrible había sucedido y había acabado, gracias a un pequeño cuerpecito que en ese momento se acurrucaba contra las faldas de Julia.

—¡Chloe! —exclamó Julia en un grito ahogado cuando por fin comprendió lo que acababa de hacer la niña.

Al notar que la pequeña temblaba contra sus piernas, se puso de rodillas y la abrazó con fuerza. La sangre manaba por el corte que tenía en el brazo y goteaba sobre el suelo, pero ella no podía sentir ningún dolor.

—¡Chloe, cariño, me has salvado la vida!

El pequeño rostro, tan parecido al de Sebastian, se alzó un momento y miró a Julia con sus ojos azul celeste.

—¡Mamá! —dijo Chloe con claridad, y de nuevo hundió el rostro en el hombro de Julia. Los sollozos la hacían temblar.

Julia se inclinó sobre la niña, tratando de consolarla mientras la mecía. Las dos permanecieron abrazadas durante lo que pareció una eternidad. Finalmente, otra brillante cabeza surgió por la trampilla. Sebastian apareció a su lado. Julia no lo había oído llegar, y al parecer, tampoco Chloe.

—Dios mío, ¿estás bien? ¿Julia? ¿Chloe? ¿Qué diablos te ha pasado en el brazo?

Sebastian iba vestido para la boda, y tenía el rostro tan blanco como la camisa. La voz se le volvió ronca al ver la sangre que le caía a Julia por el brazo, le manchaba el vestido y goteaba sobre el suelo. Julia meneó la cabeza, mirándolo.

—Caroline... tenía un cuchillo. Ha... ha tratado de matarme. —No quería decir más ni crear ningún alboroto con Chloe allí.

El conde notó el motivo de su reticencia, la miró, puso una rodilla en tierra y le ató su pañuelo con fuerza sobre la herida sin decir nada. Se puso en pie y fue hasta el arco para mirar hacia abajo, donde vio yacer el cuerpo de Caroline entre las piedras. Se quedó mirándolo en silencio durante un momento, luego se volvió para mirar a su hija y a la mujer que amaba, abrazadas juntas sobre el suelo de piedra.

—¿Chloe? —dijo en voz apagada, mirando a la niña que Julia aún tenía entre los brazos.

—Está bien. Me ha salvado la vida.

—Dios. Yo... —Se calló cuando Chloe levantó la cabeza y lo buscó con la mirada.

Por un momento, la boquita le tembló y los ojos se quedaron mirando desorbitados a Sebastian, que se hallaba de pie ante ellas. ¿Tendría otro de los ataques de gritos que la presencia de su padre siempre le provocaba?

—¡Papá! —dijo Chloe con claridad, al tiempo que unas lágrimas enormes le caían por las mejillas.

No eran lágrimas de histeria, sino de pena, y Sebastian cayó de rodillas junto a su hija, y rodeó a ambas mujeres con los brazos.

—Mi niña —susurró Sebastian, con la voz tomada por sus propias lágrimas.

Y los tres se quedaron meciéndose juntos durante mucho rato antes de iniciar el regreso a White Friars.

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