Julia

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—¿TE insulto? ¿De verdad?

Mientras hablaba, la agarró de los hombros. Julia casi no tuvo ni tiempo de estremecerse por su brutalidad antes de que él la obligara a volverse para mirarlo. Los ojos azul celeste del conde ardían de furia, como pudo comprobar al levantar los suyos. El hombre tenía el rostro desencajado. Si Julia alguna vez había deseado romper el gélido autocontrol con el que Sebastian se enfrentaba al mundo, lo acababa de lograr. Había llegado mucho más allá de lo que jamás se hubiera imaginado.

—¡No creía que fuera posible insultar a una puta barata!

Ese insulto la dejó boquiabierta. Pero antes de que ella pudiera reaccionar física o verbalmente, él la atrajo hacia sí, inmovilizándola, mientras bajaba la cabeza. Pillada por sorpresa, ella sólo consiguió volver la cabeza a tiempo, mientras la boca de él se encontraba con su mejilla en vez de con sus labios. La sensación de esos labios ardientes en su piel le produjo una ansia casi dolorosa que le recorrió todo el cuerpo. Pero no quería, no podía ceder. Ése no era Sebastian, su Sebastian de aquellos meses, sino el desconocido violento y brutal en el que, no sabía por qué, se había convertido.

—¡Suéltame!

Incapaz de liberarse las manos, sólo podía debatirse contra él tratando de apartarse. Cuando presionó con el abdomen, notó un repentino y horrible cambio en el cuerpo de él que de manera involuntaria le obligó a mirarlo a los ojos.

La sonrisa depredadora del hombre apareció de nuevo y transformó la belleza de su rostro en una máscara de pura agresión masculina. Él era fuerte y ella no, y él estaba dispuesto demostrar su poder.

—No... todavía —repuso él entre dientes, y entonces bajó la boca una vez más.

Con rapidez, ella se retorció para que de nuevo los labios fallaran su blanco, pero esa vez, una de las manos que le inmovilizaban los brazos contra el costado subió hasta hundirse en su cabello y se le cerró sobre la nuca. De manera lenta e inexorable, él le fue volviendo la cabeza para obligarla a aceptarlo. Con un brazo la inmovilizaba mientras que con el otro le volvía la cabeza y la sujetaba hasta dejarla impotente. Respondió con una sonrisa a su mirada furiosa y asustada. Luego, mientras ella se debatía como podía, él bajó lentamente la cabeza. Esos ojos azules, ardiendo con una pasión cegadora, no se separaban de los de ella. Julia tiró de su brazo tratando de soltarse, pero era inútil. La boca de Sebastian estaba sobre la de ella, dura, cálida y exigente, y él comenzó a besarla con una furia que robaba tanto el aliento como la razón. Era como si la odiara, y a ella, aunque débil y avergonzada, le encantaba.

Sabía un poco a brandy y puros y despedía calor. El puro calor que generaba tenía un efecto molesto en ella. Se debatió durante un instante, y luego se olvidó de hacerlo cuando él le metió la lengua entre los labios, acariciándoselos; se estrelló contra la blanca barrera de los dientes hasta que, impotente, fue abriendo la boca y le dejó entrar. Entonces, él soltó un gruñido, y ella ni supo ni le importó si se trataba de un sonido de victoria o de pasión. Lo único que sabía era que la estaba besando con tal intensidad que la hacía sentir como si fuera a robarle la mismísima alma del cuerpo, y la hacía arquearse de tal modo hacia atrás sobre su brazo que de encontrarse en un estado racional hubiera temido que se le partiera la columna. Pero Julia no se hallaba en un estado racional, su mente la había abandonado y había dejado que las emociones corrieran libres, sin contención. El beso la estaba mareando; la sala daba vueltas a su alrededor ante sus deslumbrados ojos. Lo único que pudo hacer fue cerrarlos y quedarse envuelta en un vacío oscuro y cálido.

El corazón le latía con tal estruendo que apagaba cualquier otro sonido. Los huesos se le habían vuelto de mantequilla y se derretían en manos de él. Notó el ardiente fuego de su rendición en los pechos y el vientre, en los muslos y sobre todo en la entrepierna, que le tiraba y palpitaba. Luego trazó el fuego hasta él, a su mano que le recorría el cuerpo con abandono, acariciando y poseyendo, mientras con la otra soportaba el peso muerto de ella. Le cubrió un seno con la mano una vez más, frotándoselo con aspereza; el placer de ese doloroso contacto la atormentó. Después la mano viajó hasta el otro y lo cubrió de un ardiente calor; si ella no hubiera estado ya perdida, ése habría sido el momento.

Julia gimió, temblando entre sus brazos, y alzó las manos para agarrarse a los hombros que se inclinaban sobre ella antes de rodearle el cuello. No podía pensar. No podía razonar; sólo sentir. Sentía la boca de él, ardiendo sobre la suya, exigente, devoradora; la lengua explorando los dulces huecos. Por fin, movió la lengua, con timidez, para rozar la de él. Sebastian se tensó de golpe. Ella le agarró con más fuerza y se sujetó a él mientras seguía besándola con una pasión avarienta, y le devolvió los besos, ya sin ninguna reserva. Le hundió las manos en el pelo, le clavó los dedos en los músculos del cuello, le acarició los anchos hombros aún cubiertos por la fina tela de la chaqueta. Había pasado tanto tiempo... tanto...

Él la inclinó aún más sobre el brazo para besarla más a fondo y luego apartó la boca para deslizársela por el cuello. La leve aspereza de sus mejillas le arañó la piel cuando él le hundió la cabeza en el cuello. Luego fue bajando aún más la boca, la deslizó sobre la resbaladiza seda hasta llegar al pezón. Ella sintió la húmeda calidez de su aliento a través de la ropa y lanzó un grito. Él le cubrió el pecho con la boca durante un buen rato, mientras ella notaba que el calor la iba penetrando hasta lo más hondo, y todas sus sensaciones se concentraban en ese punto. Luego, él apartó la boca de repente.

Antes de que ella pudiera hacer más que lanzar un leve gemido de protesta por ese abandono, notó que la levantaba del suelo; por un momento abrió los ojos y volvió a la realidad. Él la estaba sacando del salón, con una expresión torva y voraz en el rostro que encajaba con lo que ella sentía por dentro. Cuando él maniobraba por la puerta para salir al pasillo, ella recobró la suficiente presencia de ánimo para mirar con rapidez a ambos lados. Por suerte, el pasillo estaba desierto.

—Sebastian... —Fue una leve protesta al recuperar un resto de cordura.

—Qué me aspen si vuelvo a hacerte el amor en el suelo cuando hay una cama estupenda esperando arriba —replicó él con aspereza.

Y antes de que ella pudiera reunir sus recursos para decir algo, él ya estaba subiendo la escalera con ella en brazos, tan rápido que Julia se sintió mareada y tuvo que agarrarse a él.

—Sebastian...

Intentó de nuevo recordar por qué no podía dejar que eso pasara. Pero la cabeza no le funcionaba bien cuando estaba así, en sus brazos, mientras la llevaba como si no pesara nada; el cuerpo le palpitaba donde la había tocado y aún tenía el sabor de él quemándole los labios.

—No hables. Sólo bésame —masculló él, mientras ya giraba el pomo de la puerta.

Él inclinó el rostro hacia ella, que clavó los ojos en esa fabulosa boca y le obedeció. Casi no era consciente de que la estaba metiendo en el dormitorio, o de la puerta al cerrarse tras ellos, o de la mullida cama en la que él la depositó. Lo único que sabía era de la pérdida de su calor cuando él se incorporó y se apartó de ella para apagar la vela de la mesilla.

—Julia —masculló cuando el dormitorio quedó en tinieblas; luego se tumbó en la cama junto a ella, besándola con tal intensidad que la dejó sin aliento.

Ella no podía hablar, no podía pensar, sólo podía sentir. Notaba las manos de Sebastian por todas partes, sobre los pechos y el vientre, bajo las faldas para acariciarle los muslos, tirando de sus calzas con manos que temblaban demasiado para deshacer los nudos o desabrochar los pequeños botones que cerraban el vestido por la espalda. Julia notó el tirón en el cuello, notó la resistencia de la seda y luego oyó el suave sonido del rasgado cuando las manos no pudieron con los botones y rompieron el vestido desde el cuello. Él se arrodilló sobre ella y le quitó el vestido; luego rompió los cordones que sujetaban la combinación y las enaguas. Una vez sueltas esas prendas, se las deslizó piernas abajo, mientras cubría la piel que iba quedando al descubierto con pequeños mordisquitos, que podrían haberle dolido, pero que en realidad la lanzaron a un frenesí de pasión. Acabó de bajarle y quitarle las medias de seda, y le besó los dedos, el empeine, los tobillos y las pantorrillas; resiguió con la lengua la parte interior de las rodillas y luego la de los muslos. Ella gemía de pasión, ardiendo desde los pies, que él acababa de besarle, hasta la cabeza, que se agitaba sobre las enormes rosas de la cama. Sólo la camisola suelta evitaba que estuviera completamente desnuda, y entonces él empezó a quitársela por la cabeza y la empujó de nuevo con brusquedad al nido de ropa de cama, mientras le cubría el cuerpo con el suyo. La textura de la chaqueta, los pantalones e incluso el suave lino de la camisa le resultaban ásperos y la excitaban de una forma indecible. Él seguía totalmente vestido, incluso con las botas puestas, mientras que ella estaba desnuda, temblorosa y ardiente de deseo.

—Sebastian... —masculló ella en la boca que la estaba devorando, pero el sabor de su lengua y la sensación de sus manos sobre los hinchados pechos la incapacitaban para hablar.

Tiró con debilidad de la chaqueta tratando de que él entendiera el mensaje, pero él fue siguiendo con la boca el camino que trazaban sus manos sobre el cuerpo de la joven, y la cerró sobre el pecho con una ardiente humedad que la hizo gritar y agarrarle la cabeza. Él le mordió el pezón, haciéndole y no haciéndole daño al mismo tiempo, y conduciéndola a una especie de éxtasis irracional que la dejó jadeando mientras él movía la boca para atormentar el otro pezón. Le acariciaba los muslos con las manos. Julia trató de moverse bajo su peso, deseando que le hiciera con las manos la maravillosa magia que ya conocía. Pero él pesaba demasiado, y su cuerpo la tenía inmovilizada de tal manera que ella casi no podía moverse ni respirar. Luego, él se apartó de ella, rodó hacia un lado y se puso en pie.

—¡Sebastian! —Esa vez, su nombre era un desesperado ruego para que volviera, pero murió en sus labios al verlo arrancarse la ropa.

Los ojos se le habían acostumbrado a las tinieblas, así que le vio quitarse la chaqueta negra y tirarla de cualquier manera, deshacerse del fular que llevaba al cuello y hacer saltar los botones de la camisa con manos que ella sabía temblorosas. Sebastian también dejó caer la camisa y luego se sentó en el borde de la cama para quitarse las botas. Julia estaba fascinada por los planos y los ángulos de su musculosa espalda, que se curvaba apartándose de ella. Deseó tocarla.

Se sentó, consciente de su desnudez y de su feminidad como nunca antes lo había sido de nada. Reptó hacia él, ansiosa por la necesidad dolorosa y palpitante que hacía que sintiera los senos pesados y que su lugar secreto de mujer se humedeciera. En las tinieblas, el cabello de Sebastian parecía de plata. Él arqueaba la espalda mientras se quitaba primero una bota, la dejaba caer al suelo con un golpe seco y luego la otra.

Ella le tocó la columna, una suave caricia como de alas de mariposa, y él se tensó. Se quedó rígido, inmóvil, mientras ella le trazaba un camino entre los sedosos rizos de la nuca, por la sinuosa cadena de la columna hasta el borde de los pantalones. Éstos frustraron su exploración, así que le puso las dos manos planas sobre la espalda y las deslizó hacia arriba, para notar los músculos y los tendones, las costillas y los omóplatos, y luego acariciar sus anchos hombros. Su piel era cálida, suave, y empezaba a humedecerse de sudor. Era muy musculoso, con una esbeltez que disimulaba su fuerza cuando estaba vestido. Ella bajó las manos en una rápida caricia. Luego, impulsada por un instinto que no había sabido que poseía, se inclinó hacia delante para rodearle la cintura con los brazos y presionar los pechos contra la sedosa humedad de la espalda.

—¡Dios! —exclamó él entre dientes mientras saltaba de la cama y se quitaba los pantalones.

Julia captó de un rápido vistazo un pecho musculoso salpicado de vello sobre un abdomen plano y unas estrechas caderas, y su enorme y prominente miembro bajo ellas.

Y la cubrió de nuevo sobre la cama, devorándola ferozmente con la boca. Su cuerpo era duro, exigente, avasallador. Esta vez él estaba tan desnudo como ella, y Julia se recreó en mirarlo. Notó el roce de su piel contra los pechos, el vientre y los muslos, y se removió bajo él para sentirle mejor. Notó la dureza férrea de los músculos de la espalda bajo sus manos y le clavó las uñas para probarlos. Sintió el ardiente calor de la boca de él en el cuello, y abrió la suya sobre la humedad salada del hombro, para saborearlo mejor.

Él puso un muslo entre los de ella, peludo y duro por el ejercicio de años sobre la silla de montar. En seguida se le unió su compañero, y él quedó entre las piernas de ella, palpitante, presionando; la besó profundamente en la boca y le puso las manos sobre los pechos, y entonces... y entonces...

La penetró. Ella ahogó un grito mientras él la llenaba; se arqueó, tembló y gritó su nombre. La sensación era exquisita, maravillosa, y la hizo temblar de pies a cabeza; la dejó sin aliento, le paró el corazón e hizo que le diera vueltas la cabeza.

Se aferró a él, lo sujetó en un fuerte abrazo; su agudo grito quedó perdido en la boca de él mientras su cuerpo se consumía en el de él. Sebastian se hundió en ella con una palpitante urgencia que la hizo traspasar el límite, y entonces, mientras ella llegaba al éxtasis, él mismo se vio arrastrado también.

Más tarde, cuando ambos habían vuelto a la tierra y yacían juntos, tranquilos, con la respiración calmada y el sudor secándoseles sobre el cuerpo, Julia comenzó a pensar en todo lo que no había conseguido filtrar debido a su pasión.

Saciada de cuerpo, su mente, aunque algo somnolienta, comenzaba a funcionarle de nuevo. El hombre que estaba entre sus brazos, ese macho irritante, arrogante y hermoso, a quien odiaba querer y quería odiar, la había llevado a Londres con el propósito manifiesto de convertirla en su amante. Ella, que había sido una buena chica toda su vida, cuando conseguir dinero vendiendo el cuerpo era tan corriente en su mundo como cambiarse de ropa lo era en el de él, le había permitido hacerlo. A pesar de lo indignante que había sido su proposición, a pesar de sus orgullosas negativas y de la sonora bofetada tan merecida que le había dado, se había convertido en su amante. La verdad, resultaba curioso. Él la había transformado en una dama sólo para convertirla en lo único que ella había jurado que nunca sería: una puta.

—¿Siempre consigues lo que quieres? —preguntó ella con una voz cargada de resentimiento. Estaba demasiado cansada para enfurecerse de verdad, pero sospechaba que eso podría llegar al cabo de un rato.

—Humm. —Él tenía el rostro contra la mejilla y la oreja izquierda de ella, mientras que un brazo reposaba pesadamente sobre la cintura y una pierna le cubría ambos muslos—. No siempre. Sólo la mayoría de las veces.

Parecía medio dormido, satisfecho y bastante petulante y engreído. Julia advirtió que la rabia le pinchaba un poco más.

—¿Como esta noche? —El enfado se le notó en la voz. En la oreja, percibió que él lanzaba un pequeño suspiro.

—¿Tenemos que hablar de esto ahora? Se me ocurren cosas mucho más agradables que hacer.

Su grave susurro hubiera hecho que ella se estremeciera, si se hubiera dejado. Se dio cuenta de cuál era la posición que él esperaba exactamente que ella ocupara en su vida, y su enfado fue en aumento hasta que en menos de un minuto pasó a ser una auténtica cólera. Los sugerentes mordisquitos en la oreja no ayudaron: tampoco lo hizo la mano de él, que se deslizó de la cintura para cubrirle y acariciarle un pecho. Cuando él se movió y levantó la cabeza para atraparle los labios con los suyos en un profundo y suave beso, ella estalló. Cruzó el aire con la mano para abofetearle en el rostro con un satisfactorio crac y una fuerza que hizo que le doliera la mano. Al mismo tiempo se apartó de él y se fue hasta la otra punta de la cama, donde se sentó con los brazos cruzados sobre el pecho y lo miró furiosa.

—¡Maldita sea! —rugió él mientras se incorporaba de golpe; se llevó las manos al rostro y los ojos le brillaron con tanta furia que ella pudo ver su destello en medio de las tinieblas—. ¿Y qué diablos te pasa ahora, pequeña bruja?

—¿Qué me pasa? ¿Tienes la desfachatez de preguntarme qué me pasa? —La furia la hacía barbotear; saltó de la cama y se quedó con los brazos en jarras mirándole furiosa.

Él también se levantó y se apoyó en la mesa redonda que estaba al lado. Julia vio que estaba encendiendo la vela.

—Me disculpo por haberte llamado puta —dijo volviendo el rostro hacia ella, con palabras sólo un poco bruscas—. Pero suelo enfadarme un poco cuando me abofetean. Y en cuanto a lo de convertirte en una puta... —Dejó la frase inacabada de una manera muy sugestiva mientras el dormitorio se iluminaba.

Al instante, Julia fue consciente de la desnudez de ambos. Se miró a sí misma, vio los picos y los valles de su propia feminidad y cómo, al poseerla, él los había marcado y tornado de un violento color rojo. Lo miró, y tuvo su primera visión, frontal y bien iluminada, de un hombre desnudo. Tuvo que apartar la mirada. Era igual de impresionante desnudo que vestido, consideró después del breve vistazo, pero esa idea se le borró casi al mismo tiempo que se le formaba. Agarró la colcha de la cama, se envolvió en ella y se sintió un poco más segura. Al menos, hasta que vio que él se dirigía hacia ella con pasos decididos.

—¡No te acerques a mí, cabrón mentiroso! —le gritó.

Cuando vio que él seguía avanzando, retrocedió hasta el fondo de la habitación.

—¡Yo mentiroso! —rugió él; se detuvo con los puños sobre las caderas y la miró furioso. Su total desnudez no parecía importarle en absoluto—. ¿Y tú que, mi barriobajera convertida en señora? ¡Fingiendo ser la inocencia misma! No me gusta que me vean desnuda —la imitó él poniendo voz de falsete—, mientras que seguramente has estado haciendo de puta desde que aprendiste a andar. ¿Qué pasa? —añadió él al verla palidecer—: ¿No creías que fuera a notarlo? Aquella noche no estaba tan borracho, querida.

—Crees que yo... —Se quedó sin palabras al darse cuenta de que el insulto que él le había lanzado estando furioso era lo que de verdad pensaba de ella. Había luchado tanto contra ese destino durante toda su vida que esa acusación era el equivalente verbal a poner un capote rojo delante de un toro. ¡Y que la hiciera él! Él que debía saberlo mejor que nadie porque le había dado una prueba incontrovertible—. ¡Estabas tan borracho que ni veías, conde de mierda! ¡Estabas tan borracho que después te desmayaste! Estabas tan borracho que apestabas a destilería y... y yo nunca, nunca había estado con un hombre, y ¡tú estabas tan borracho que ni lo notaste! Ni siquiera te importaba, cabrón de... —Le faltaban palabras. Farfullaba de cólera, saltaba de rabia, y para dejarlo muy claro miró alrededor en busca de un arma. Agarró un delicado espejo de mano con un marco de plata y se lo tiró.

Él soltó un gañido mientras se agachaba, y en cuanto se incorporó, ella le tiró un cepillo y luego una caja de polvos de arroz, que esparció su contenido mientras volaba formando un retorcido arco.

—¡Para ya, zorra! —Él volvía a rugir; su intensa furia le oscurecía el rostro y le iluminaba los ojos.

Mientras ella le lanzaba otro misil, él se agachó con agilidad y la botellita de perfume le rebotó inofensiva en el hombro, lo salpicó con un poco de su contenido y cayó rodando sobre la rosa alfombra de flores que había a sus pies.

Cuando Julia se despistó un momento viendo rodar la botellita de perfume, él se lanzó sobre ella. La cogió por la cintura y se la cargó al hombro antes de que ella se diera cuenta siquiera de que él se había movido. La sujetó como si fuera un saco de patatas, con la cabeza colgando por la espalda de él y las piernas pataleando con frenesí, tratando de liberarse mientras él la cargaba por la habitación. Chilló furiosa y le golpeó en la espalda con el jarrón que pretendía usar como su siguiente misil. Pero él la tiró sobre la cama, y mientras ella trataba de alejarse, se le echó encima. Ella intentó golpearle en la cara con el jarrón, pero él le cogió la mano y se lo quitó retorciéndosela. Al final, le agarró las dos muñecas con fuerza, y la clavó en la cama mientras le inmovilizaba el cuerpo y las piernas con las suyas. Indefensa e incapaz de hacer nada que no fuera mirarle colérica y maldecir, lo que hizo con una sabrosa fluidez y una completa ausencia de su tan trabajado acento de dama.

—Vuelves a ser una barriobajera, ¿no? —soltó él con desdén, y ella le miró con odio. Luego, con deliberación, le escupió en aquel rostro burlón.

—Zorra nacida del infierno —exclamó él, vomitando las palabras, y se pasó las dos muñecas de ella a una mano mientras con la otra se limpiaba el escupitajo.

Los ojos le destellaban de furia; de tan cerca, podrían haber intimidado al mismísimo diablo. Julia vio su brillo amenazador, pero estaba tan enfadada y dolida que no le importaba lo que él pudiera hacerle. Ya no sentía nada aparte de la desesperada necesidad de herirle como él la había herido.

—¿Y ara me va a da una paliza, milord? —Soltar el escupitajo le había servido para aliviar un poco su furia impotente; empleaba su mal acento a propósito para provocar en él la misma locura de rabia que ella sentía—. ¿No e eso lo ca’hacen los caballeros con las putas cuando no’tan contentos?

Los ojos azules se clavaron en ella. Él estaba cerca, tan cerca que ella podía verle todas las líneas y todos los poros de su hermoso rostro masculino. La luz de la vela destellaba sobre su cabello rubio y convertía sus rizos en oro vivo. Los anchos hombros desnudos se alzaban sobre ella, fibrosos y musculados. La boca, incluso apretada por la furia como en ese momento, estaba elegantemente tallada bajo la recta línea de la nariz. Esa misma belleza la enfurecía. No era justo que fuera tan guapo. Era desagradable e insultante, un perro mentiroso, artero y falaz, y aun así parecía uno de los arcángeles del Señor.

—Te mereces una paliza —repuso él con los dientes apretados, pero al mirarla, su expresión se suavizó un poco—. Aunque se me ocurren mejores maneras de domar a una gata.

Metió entre ellos la mano que había soltado para limpiarse el escupitajo del rostro y fue a cogerle un pecho.

—¡Quítame las manos de encima! —gritó ella, debatiéndose furiosa mientras trataba de desplazarle la mano.

Él entrecerró los ojos.

—¿Preferirías que te diera una paliza? —le preguntó con voz aterciopelada.

Siguió acariciándole el pecho, y a pesar de la furia que ella sentía y de los insultos que él le había lanzado, aquello le proporcionó una leve punzada de placer.

—El asesinato es más lo tuyo, ¿no? —le soltó por desesperación y con ganas de herirle.

Él se quedó inmóvil y la miró con rostro gélido.

—Sebastian, lo siento —susurró ella, asustada por su expresión.

De todas las armas con las que podía herirlo, Julia sabía que había escogido la más mortal.

Él no pareció oír su disculpa. Incluso mientras ella la susurraba, él le soltó las muñecas, se puso en pie y cogió los pantalones.

—¿Estás sordo? He dicho que lo siento. No quería decir eso. —gritó ella.

Julia no acababa de entender por qué debía pedirle disculpas a él cuando pensaba esas cosas tan horribles de ella, pero no soportaba verlo de repente tan pálido, frío y distante. Se sentó en la cama, agarrando con una mano la colcha y lo miró impotente.

—No creo que mataras a Elizabeth —dijo desesperada—. Sólo lo he dicho para herirte. Lo siento.

Él acabó de abrocharse la camisa, luego cogió la chaqueta y las botas, y se dirigió a la puerta.

—No te molestes en disculparte —repuso él en una voz tan glacial como su rostro mientras se volvía para mirarla con una mano ya en el pomo de la puerta—. Después de todo, ¿qué mejor combinación? Un asesino... y una puta.

Luego, mientras las mejillas de Julia se encendían y se volvían escarlatas, él salió por la puerta.

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