Julia

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DOS días después, por la tarde, Julia se estaba preparando para el baile de lady Jersey. Era uno de los mayores acontecimientos de la temporada, al que asistía cualquiera que fuese alguien. Por todo el Londres elegante, las damas se estaban ataviando con sus mejores vestidos de fiesta y sacando sus joyas más preciadas. Todo el mundo estaba entusiasmado.

Julia se encontraba en su dormitorio, sin prestar atención a sus comodidades mientras permanecía sentada frente al espejo, observando cómo Emily la peinaba. Caroline, que la había tratado como a una amiga del alma desde que le había confesado que estaba prometida a Oliver, le había ofrecido los servicios de su peinadora, la señorita Hanks, aduciendo que Emily no tenía la experiencia para acicalarle «hasta la sombra» como se requería en el baile de lady Jersey. Pero Julia había declinado la oferta, y en ese momento, mirándose en el espejo, no veía ningún motivo para lamentar su decisión. Su doncella había hecho un gran trabajo recogiéndole el cabello en un complicado moño alto, del que había hecho descender unos finos tirabuzones para enmarcarle el rostro.

—¿Un poco de polvo de arroz, señorita Julia? —Una vez estuvo peinada, Emily volvió su atención a los cosméticos que había sobre el tocador.

Por lo general, no solía gustarle abusar de la cosmética, pero el polvo de arroz era ineludible; cualquier mujer con la más mínima pretensión de estar guapa lo usaba. Asintió, y Emily le pasó el papel sobre el rostro, que le quedó blanco como la leche y sin el menor brillo. Por suerte, Julia tenía las pestañas negras como la tinta, así que no hacía falta retocárselas con el borde quemado de las cerillas, como hacían algunas de las damas de pelo más claro.

—¿Un poco de color, señorita Julia? —preguntó la doncella, extendiendo la mano hacia el colorete antes de que le diera tiempo a ella de asentir.

Con un poco de colorete sobre los pómulos y los labios, su aspecto adquirió un tono saludable y discreto. Nadie excepto Emily y ella misma sabría que el rosado de sus mejillas no era real.

Luego Emily sacó la toalla que le había envuelto al cuello para evitar que cualquier resto de cosmético le manchara el escote y Julia se levantó para ponerse el vestido. En honor a la ocasión, se había apretado tanto los lazos del corsé que casi no podía respirar. De tan prieto como estaba, sus pechos amenazaban con saltar. Por debajo, cuatro enaguas de encaje, que acababan en capas de volantes justo sobre el fino tobillo envuelto en seda y los estrechos zapatos negros de baile, se encargarían de dar vuelo al vestido. Emily lo cogió de la cama y se lo pasó por la cabeza con una habilidad que hizo que ni un pelo se le saliera de su sitio. Luego Julia se colocó ante el espejo de cuerpo entero que se encontraba en el rincón de la habitación y miró su reflejo mientras la doncella le abrochaba las docenas de botoncitos de perla que cerraban el vestido por la espalda.

Era de satén dorado y, sobre él, la muselina, también dorada pero en un tono más apagado, complementaba el conjunto. Estaba diseñado con pequeñas mangas entalladas que hacían que le resaltaran el cuello, los hombros y los brazos. El escote era bajo y con forma de corazón, formando una V entre los pechos, donde se sujetaba con una pequeña rosa de satén dorado. El cuerpo era ajustado; le dibujaba sus pechos orgullosos y su fina cintura antes de ensancharse hacia la amplísima falda. Un ancho fajín dorado ponía el toque final, junto a un enorme lazo a la espalda con cintas colgantes. La falda superior de muselina terminaba en festones alrededor del bajo y se sujetaba con pequeñas rosas de satén dorado como la del pecho, mostrando el satén dorado del vestido. Ese color hacía que los ojos le brillaran y resaltaban la cremosa blancura de su piel y su cabello negro. Era un vestido de ensueño, y con él, ella parecía un sueño.

Emily acabó con los botones y dio un paso atrás. Echó una larga mirada al reflejo de Julia en el espejo y suspiró meneando la cabeza.

—Sin duda parece salida de un cuadro, señorita Julia. Va a ser la dama más bonita de todo el baile.

—Muchas gracias, Emily —repuso ella, sonriente, con auténtico afecto.

La doncella la había ayudado en algunos de los días más difíciles de su vida, así que la consideraba una amiga. Nunca, ni de palabra ni de obra, la había tratado como si fuera menos que una dama, aunque ella conocía mejor que nadie el arduo proceso que la había convertido en la dama elegante que se hallaba ante ella esa noche.

—De nada, señorita Julia. —Emily le devolvió la sonrisa, y su rostro redondo se iluminó.

Fue a coger un abanico con una compleja escena pintada en colores dorado y crema, y también el chal, que era de encaje dorado y estaba pensado para caerle de un modo negligente desde los codos. Justo entonces, llamaron a la puerta.

—Lord Carlyle está abajo, señorita Julia —dijo una voz.

Luego se oyeron pasos apresurados, que seguramente iban a informar a Caroline y a la condesa. Eran casi las diez y el baile había empezado a las nueve y media. Por supuesto, a nadie que fuera alguien se le ocurriría llegar puntual, pero tampoco era de buena educación llegar demasiado tarde. Entre tres cuartos de hora y una hora era lo adecuado. Y Oliver era muy puntilloso en esos aspectos.

«Resultaba tonto permitir que algo que era tan de alabar la irritara», se dijo Julia mientras cogía su bolsito y decía a Emily, con una sonrisa, que no la esperara. Oliver sería su esposo dentro de tres días, para ser exactos, y la formalidad era una cualidad excelente en un marido. Si le decía qué hacer (como cuando la había llevado a pasear en el carruaje, la tarde después de su visita al teatro y le había dicho que se casarían en su casa de Londres en cuatro días, a pesar de que ella hubiera preferido que fueran menos, por temor a que Sebastian regresara y desbaratara su plan), sería mejor que se fuera acostumbrando. El esposo tenía el poder absoluto sobre la vida de su esposa y el precio que tendría que pagar por ser lady Carlyle, con todo lo que eso implicaba, era el de ser propiedad de Oliver. Todo indicaba que lord Carlyle era amable y generoso y Julia no temía que la tratara mal. Así que, sin duda, aguantar sus modales, a veces tan pedantes, no debería resultarle muy difícil. Si pudiera dejar de comparar su deliberada consideración en todo con la confianza y el descuido con que podía comportarse con Sebastian... No quería compararlo con el conde. Y no lo haría.

A Oliver se le veía muy distinguido, con un frac negro, un sombrero de copa, que llevaba en la mano, y un bastón de ébano. Los mechones plateados que resaltaban entre su cabello negro le daban un aspecto importante. Resultaba evidente que era un caballero con influencia, y Julia debería estar orgullosa de él.

—Estás muy elegante, Oliver —dijo ella, animada, desde la escalera.

Lord Carlyle alzó la vista mientras ella descendía, con las doradas faldas rodeándole los pies. Él abrió los ojos al verla para, acto seguido, esbozar una de sus sonrisas lentas y amables.

—Y tú estás deslumbrante —respondió él, recorriéndola con la mirada.

Parecía que quería decir algo más, pero entonces su mirada fue más allá de ella y su sonrisa se volvió simplemente educada.

—Usted también está encantadora, condesa —dijo—. Al igual que usted, como siempre, señora Peyton.

Julia llegó al final de la escalera y miró hacia arriba para ver a la condesa, que llevaba un vestido negro, severo y elegante, con brocado de plata, para la ocasión. Junto a ella se hallaba Caroline, vestida con un vaporoso organdí en su tono azul claro favorito. La condesa sonrió con frialdad a Oliver, a quien aprobaba, mientras que su mirada pasó sobre Julia con una malicia que casi ni se molestó en ocultar. Julia no había olvidado la amenaza de la condesa acerca de que se arrepentiría por haber hablado en defensa de Sebastian, y esa mirada la hizo estremecerse. El momento pasó en seguida, en cuando Smathers entregó a las damas sus capas, y Caroline y Julia se alabaron mutuamente en lo relativo a sus respectivos vestidos. Luego salieron todos hacia el baile.

Después de abrirse paso por las calles, que estaban plagadas de carruajes a lo largo de todo el camino hasta la casa de lady Jersey, Julia y sus compañeros llegaron una buena hora y media tarde. Pero otros recién llegados aún estaban entrando por la puerta; los criados vestidos de librea les recogieron las capas y después los acompañaron a los salones del primer piso. En lo alto de la escalera se hallaba la fila de recepción, en la que se encontraban lady Jersey y su marido, al que rara vez se veía, junto con su hija, el esposo de ésta y lady Soames, de quien Julia sabía que era una buena amiga de lady Jersey y su esposo. La joven fue pasando ante ellos como en un sueño, murmurando frases educadas mientras las grandes damas le sonreían.

Los rumores sobre su compromiso con Oliver habían estado volando de aquí para allá entre la gente de alcurnia durante los últimos días; Julia sospechaba que tendría que agradecer a Caroline el que se hubiera ido de la lengua. El efecto de esos rumores le resultaba tan beneficioso que no podía lamentar que aquello hubiera dejado de ser un secreto. La esposa de un hombre tan influyente como lord Carlyle sería alguien con quien habría que contar en sociedad, y esas damas estaban preparadas para acogerla en su seno. Una vez hubiera tenido lugar la boda, entraría a formar parte de la crème de la crème.

El salón de baile era largo y estrecho y en él hacía mucho calor, aunque los altos ventanales del fondo estaban abiertos de par en par hacia la terraza y una ligera brisa agitaba las cortinas a pesar de que las habían atado. La orquesta ya estaba en su sitio y los acordes de una animada melodía campestre llenaban el aire. Las parejas saltaban alegremente al ritmo de la música en el centro del salón, riendo y llamándose unos a otros, ya que los movimientos de la danza les impedían mantener conversaciones privadas.

Más gente rondaba alrededor de la pista de baile, donde las debutantes esperaban hasta que alguien les pidiera bailar, y las viudas hacían de carabina. No era correcto que un caballero que no fuera el propio marido o prometido bailara más de dos veces con la misma dama en una noche, pero aun así, las más populares siempre estaban rodeadas de caballeros mientras que las que no tenían éxito languidecían.

Cuando los caballeros que solían cortejar a Julia notaron su llegada, la rodearon de inmediato. Oliver frunció un poco el ceño ante todos los cumplidos que aquéllos le regalaron mientras bromeaban con amabilidad sobre su carnet de baile, pero como él no era oficialmente su prometido, poco podía hacer excepto apuntar su nombre para el máximo de dos bailes y para la cena. Como su primer baile con ella no le tocaba hasta justo después de la cena, que se servía a medianoche, se vio obligado a cederla al vizconde Darby, que se había apuntado para el primero. Julia le sonrió a modo de disculpa, mientras el delgado joven se la llevaba, y fue recompensada con una sonrisa reacia. Oliver, al parecer, no era de los que se mostraban celosos de manera abierta.

La joven bailó todas las piezas, riendo y coqueteando con sus parejas y saludando a las damas con las que había llegado a entablar una amistad. Caroline pasó más tiempo del debido en brazos de lord Rowland. Julia tenía la esperanza de que de ahí surgiera un romance. La condesa madre no bailaba. Parecía un témpano en medio de una sala llena de flores de primavera. Ella notó cómo la miraba con sus fríos ojos azules una o dos veces, pero pasó por alto el escalofrío que le produjeron. No estaba dispuesta a permitir que aquella horrible mujer la intimidara.

La cena fue maravillosa, y Julia disfrutó atiborrándose de mousse de salmón helado y langosta empanada, ganso asado y crème brûlée. Pero después de la cena y de otro par de bailes, el cabello comenzó a soltársele de las horquillas y los pies empezaron a dolerle. La conversación de sus parejas empezó a parecerle insulsa, y cuando el honorable John Somerset le pisó uno de los volantes de la falda y se lo rompió, la magia de la noche desapareció por completo.

Tuvo que retirarse a una antecámara y sujetarse el volante con un alfiler. Cuando regresó al salón de baile, se quedó mirando durante un rato. Había perdido su carnet de baile en algún momento después de la cena, así que excepto por Oliver, que se había pedido el último baile, no tenía ni idea de quiénes serían sus parejas durante el resto de la noche. Miró hacia un grupo de gente que charlaba y reía, y trató de adivinar quién la reclamaría para el siguiente baile. Vio a Tim Rathburn, que parecía desamparado en el otro extremo de la sala mientras examinaba la multitud, y creyó recordar que él se había apuntado en su carnet. Así que fue hacia él, serpenteando entre la multitud. Al verla llegar, su delgado rostro se iluminó de alivio. Rápidamente fue hacia ella.

—Pensaba que se había marchado olvidando nuestro baile, señora Stratham —dijo él, sonriéndole mientras la cogía por el codo.

—Claro que no, señor Rathburn —repuso ella, que en ese momento tenía que fingir una animación que ya no le resultaba tan fácil como al principio de la velada.

Empezaron a bailar al tiempo que charlaban de nimiedades mientras Julia se concentraba en los movimientos del vals. Le encantaba el vals, seguramente porque siempre le recordaba a Sebastian y a la vez en que él la había llevado bailando por toda la galería de White Friars.

—Por Júpiter —exclamó Rathburn, con voz rara mientras miraba algo por encima de la cabeza de Julia.

Ésta dio la vuelta y vio que todo el mundo en el salón estaba haciendo lo mismo, uno a uno. Mientras las cabezas se volvían y los pasos fallaban, ella también estiró el cuello para ver qué estaba causando tal conmoción. Entonces lo vio y se quedó sin aliento. Era Sebastian.

Iba vestido de manera impecable, con un frac que moldeaba sus anchos hombros y sus largas y musculosas piernas, y que contrastaba de un modo espectacular con el reluciente color rubio de su cabello. Parecía estar totalmente cómodo y sentirse inmune al revuelo que estaba causando. Que Julia supiera, el conde no había asistido a una fiesta desde la muerte de Elizabeth, y dudaba de que lo hubieran invitado a aquélla. Era un paria social y la gente, sobre todo las damas, se apartaban de él mientras pasaba entre ellas.

Pero si notó los silenciosos siseos, no dio muestra alguna de ello. Parecía distante y seguro, como si fuera el único aristócrata en medio de una sala llena de campesinos. Su aire de fría altivez combinado con su aspecto deslumbrante lograron que a Julia se le acelerara el corazón y se olvidara completamente de cualquier otro hombre allí presente, al tiempo que lo separaban del resto tanto como el silencioso retroceso de la gente.

Julia vio que la condesa se sentaba un poco más derecha al darse cuenta de que su hijo estaba allí y del tratamiento que estaba recibiendo, pero aparte de eso no dio señal alguna de ni tan siquiera conocerlo. Él permaneció solo en el extremo de la pista de baile durante un rato, observando a las parejas que giraban con torpeza.

Entonces vio a Julia. Y ella vio esos ojos azules clavarse en ella, y de repente, sintió una gran alegría de que estuviera allí, a pesar de todo... Le sonrió radiante, desafiando las miradas escandalizadas de los curiosos y la súbita y exagerada inspiración de su pareja de baile. El conde vio esa sonrisa y se quedó mirándola durante un buen rato, sus ojos azules ardiendo hacia los dorados de ella con una intensidad que cortaba el aire, pesado y silencioso, que había caído sobre la atestada sala. Comenzó a caminar hacia ella, mientras los ocupantes de la pista de baile se apartaban como las aguas del mar Rojo ante Moisés. Ella lo observó acercarse, y el corazón le llenó el pecho. Deseaba verle, oh, sí, claro que sí...

—Discúlpeme, pero creo que éste es mi baile —dijo Sebastian con cortesía a Rathburn al llegar junto a él.

Rathburn parecía indignado, así que agarró a Julia con más fuerza, pero ella se soltó de él con impaciencia. Sin ni siquiera mirarlo, dejó a Rathburn solo en la pista y se dejó llevar por los brazos de Sebastian.

Éste la miró fijamente, con una leve sonrisa jugueteando en sus perfectos labios y los ojos brillantes. La guió girando hacia el montón de parejas que, al mismo tiempo, miraban y bailaban los pegadizos compases del Danubio Azul.

Y, para Julia, la noche recuperó su magia.

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