Julia

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SEBASTIAN bailaba como un experto, igual que hacía todo lo demás. Julia notó bajo los dedos la dureza de sus anchos hombros cubiertos de negro, sintió la fuerza de su mano al agarrar la de ella en la correcta postura del vals, percibió sus musculosas piernas durante los movimientos de la danza y pensó que si el corazón se le aceleraba un poco más, moriría sin remedio en medio del salón de baile de lady Jersey.

—¿Esa brillante sonrisa con la que me has recibido quiere decir que has recuperado la calma desde la última vez que nos vimos? ¿O tengo que estar en guardia por si recibo una rápida patada en la espinilla? —le dijo, tan cerca de la oreja que Julia notaba el calor de su aliento. Sus palabras eran jocosas, pero había algo raro en el tono con que las pronunciaba.

La joven se atrevió a mirarle de nuevo. Notaba con tanta claridad su reacción hacia él que temía que él la percibiera tan clara como el día en sus ojos. El conde la miraba con una leve sonrisa de medio lado y Julia sintió que el corazón le daba un extraño salto al quedarse atrapada por esa expresión casi tierna.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó ella en un susurro, consciente de que todas las parejas que giraban a su alrededor estaban tratando de enterarse de lo que hablaban.

Sebastian parecía totalmente indiferente a la sensación que estaba causando y no dejaba de sonreírle.

—He venido a buscarte —contestó, y el brillo burlón de sus ojos se intensificó—. ¿Vendrás conmigo?

Julia no se fiaba de esa mirada burlona. Sintió que el corazón se le calmaba un poco por la decepción.

—Habla en serio, por favor.

—Lo digo muy en serio. No lo dudes.

Julia lo contempló insegura. La cabeza no le llegaba muy por encima del hombro de él, y tenía que echarla hacia atrás para mirarlo a los ojos. Éstos brillaban divertidos y algo más. Algo que hizo que el corazón se le disparara de nuevo.

—Te estás burlando de mí —lo acusó, y luego se quedó sin aliento cuando los ojos azules ardieron de repente con la llama de los zafiros, y él negó con la cabeza.

—Hace sólo una hora que he llegado a la ciudad después de cabalgar todo el día. Cuando Smathers me ha dicho dónde estabas, incluso estaba dispuesto a enfrentarme a la ira de las grandes damas de alcurnia que me aborrecen, para venir aquí contigo. ¿Te parece que eso sea estar bromeando?

Él seguía sonriendo, pero bajo el brillante azul, sus ojos no. La miraron hambrientos y curiosamente vulnerables.

—¿Por qué quieres verme con tanta urgencia, Sebastian? —consiguió preguntar Julia, que se sentía como si el resto del mundo hubiera desaparecido y estuviera sola con él en un gran torbellino en medio del vacío.

El corazón le golpeaba en el pecho. ¿Estaba él tratando de decirle, a su manera indirecta y enloquecedora, que se había dado cuenta de que ella le importaba? ¿Que la amaba? Abrió los labios llevada por una loca esperanza mientras aguardaba la declaración que sin duda seguiría. Pero de repente, él se echó a reír y miró hacia el salón atestado.

—Oh, no —contestó—, aquí no. Si quieres acabar esta interesante conversación, tendrás que venir conmigo. Tengo un carruaje esperando fuera. Ya te he dicho que he venido a buscarte.

Julia lo miró fascinada mientras él la hacía girar por la pista de baile hacia los grandes ventanales que daban al exterior. Sebastian interpretó su silencio como el consentimiento que era. Ella siguió mirándolo mientras él la llevaba hasta la terraza de piedra. Y seguía mirándolo cuando él atrapó sus ojos, dejó de bailar y bajó la cabeza.

Ella le echó los brazos al cuello incluso antes de que la boca de él la tocara, y en seguida se puso de puntillas, apretándose contra él, aferrándolo para siempre a ella mientras le besaba con una pasión que se había hecho aún más intensa por todas las semanas que había tratado de negarla. Él también la besó con una temblorosa intensidad; sus labios y su lengua haciéndole promesas que jamás expresaría en palabras. Aquel beso pareció durar una eternidad. Julia se perdió en él, mientras el aroma de las dulces rosas que crecían en el jardín bajo la terraza subía hasta ellos y los alegres compases del vals, que aún tocaban dentro, colgaban en el aire. Finalmente, Sebastian alzó la cabeza, y Julia, poco a poco y sintiéndose reacia, lo dejó ir. Bajó las manos de sus hombros y las apoyó en la sólida calidez de su pecho. Le notó el corazón latiendo contra sus palmas incluso a través de la camisa y la chaqueta.

—Te amo —dijo ella, con claridad, e incluso bajo la oscuridad de la luna vio que le brillaban los ojos.

—Lo sé —contestó él, e inclinó la cabeza para besarla de nuevo.

Esa vez fue un beso breve y seco, tras el cual la cogió por el brazo y la hizo volverse para llevarla por la terraza lejos de la casa. Él caminaba junto a ella. Y Julia notaba tanto su presencia que las miradas escandalizadas de las otras parejas que también habían buscado la intimidad del jardín no la afectaron en absoluto. Estaba con Sebastian y de repente su vida volvía a tener sentido. Y ella vio, como nunca antes, que le pertenecía para siempre. Para bien o para mal, como su esposa o como su querida, por siempre jamás, pertenecía a Sebastian y él a ella. ¿Por fin se habría dado cuenta él? Pensó que la primera vez que el conde había podido pensar que se estaba encariñando con ella más de lo que quería había sido la mañana después de que hicieran el amor en White Friars. Eso lo había hecho salir corriendo asustado. Y sólo en ese momento, Julia se daba cuenta de lo sintomática que había sido su huida. Que tuviera que salir corriendo dejaba patente que ella le importaba tanto que lo asustaba, y su frialdad subsiguiente era el modo de luchar contra lo que ella le hacía sentir. Pero por fin... por fin parecía que él había dejado de huir. Como si estuviera preparado para admitir lo mucho que la apreciaba.

—¿Adónde me llevas?

Lo cierto era que no le importaba; esa noche habría ido con él al infierno si se lo hubiera pedido. Pero quería oír su voz, asegurarse de que estaba a su lado de verdad, que su brazo era el que rodeaba al suyo mientras la conducía hacia la alta verja de hierro que quedaba a un lado de los muros que rodeaban el jardín. Había llovido por la mañana, y las rosas que le rozaban la falda estaban cargadas de rocío. Su pesado aroma llenaba el aire. En lo alto, rápidas nubes pasaron ante la luna, cubriéndolo todo de oscuras sombras plateadas. Ojos curiosos los seguían, pero Julia ya ni los notaba. En su corazón y en su mente sólo había espacio para Sebastian.

—Creo que tengo este imperioso impulso de hacerte el amor. ¿Confiarás en mí en cuanto al lugar?

—Confiaría en ti para todo, Sebastian —murmuró ella, sin el más mínimo desconcierto por la declarada intención que él tenía de hacerle el amor. Eso era también lo que ella quería.

Lo miró con el corazón en los ojos. Por un momento, él pareció quedarse sin aliento; luego se inclinó y la besó de nuevo; otra posesión breve y seca. Y entonces cruzaron la verja del jardín.

Al otro lado de la estrecha calle adoquinada esperaba el mismo carruaje cerrado que la había devuelto a la ciudad semanas atrás. Un cochero, al que Julia no reconoció porque llevaba alzado el cuello del abrigo, permanecía estoicamente sentado en el pescante, mientras que Jenkins saltó de la parte trasera para abrir la puerta en cuanto los vio aparecer.

La calle estaba llena de charcos de la última lluvia, y Julia estaba tratando de hallar un camino entre ellos cuando él la cogió en brazos y la llevó así el resto del camino. Pasada su momentánea sorpresa, le sonrió y le rodeó el cuello con los brazos.

—Éste sería un momento de lo más inconveniente para que te mojaras los pies y te pusieras enferma —le susurró él a la oreja.

Julia rió y le abrazó. Jenkins ni parpadeó cuando su señor depositó su carga dentro del carruaje y saltó tras ella. La puerta se cerró con un suave chasquido, el carruaje se bamboleó cuando Jenkins subió a la parte trasera y en seguida estuvieron de camino, con los cascos de los caballos repicando sobre los adoquines.

En el interior del carruaje, las cortinas de terciopelo estaban corridas sobre las ventanillas y la lámpara estaba encendida, envolviéndolos como en un capullo. Sebastian se echó en el asiento frente a ella, y Julia lo miró con el corazón en los ojos. Resultaba tan apuesto, con el cabello brillando bajo la luz de lámpara, su fuerte cuerpo cubierto por el elegante frac y los ojos ardiendo desde ese rostro increíblemente hermoso...

—Te he echado mucho de menos —dijo ella a media voz.

Los ojos de Sebastian se oscurecieron.

—Debe de ser cierto lo que dicen de que la ausencia engendra el cariño, porque yo también te he añorado. Muchísimo.

Que lo admitiera, en una voz baja y casi inexpresiva, hizo que Julia resplandeciera. Era lo más cerca que había estado nunca de admitir que ella le importaba. ¿Le seguiría una declaración? La idea de que Sebastian aceptara algo tan humano y cálido como el amor hacía que le fallaran las rodillas.

—¿Y bien? —dijo ella al ver que él no parecía dispuesto a añadir nada más.

—¿Bien qué? —Él alzó una ceja, con una leve sonrisa en los labios, y Julia entendió que aún no estaba listo para decir lo que tenía que decir.

—¿Por qué te has sentado tan lejos? —La voz de Julia escondía una invitación, y lo miró con ojos coquetos. Estaba tentándolo un poco en broma, pero también en serio.

—Porque si me acerco más, te tomaré aquí mismo, en este carruaje que es de lo más estrecho. Estoy seguro que preferirás que espere.

—¿Lo estás? Seguro, me refiero. —Lo miró pestañeando con un coqueteo burlón.

La reacción que consiguió tanto la sorprendió como la excitó. Los ojos de él estallaron en llamas azules, y apretó los puños mientras se metía las manos en los bolsillos del pantalón.

—Te lo estás buscando —le advirtió apretando los dientes.

Julia lo miró satisfecha. Ahí estaba el atractivo lord muerto de deseo por ella.

—Tal vez sí —ronroneó ella, y antes de que él pudiera decir nada más, se movió con un frufrú de faldas y se sentó a su lado.

Él la miró de reojo durante un rato, con las manos aún en los bolsillos, mientras ella le acariciaba la solapa de la chaqueta. De repente, él torció la boca en una sonrisa irónica, sacó las manos de los bolsillos, la cogió por los antebrazos y la subió a su regazo.

—Pues que sea culpa tuya —masculló, y mientras Julia le sonreía, la besó de nuevo.

Le rodeó el cuello con los brazos mientras ella abría los labios para él, y en seguida le deslizó la lengua en la boca, explorando las oscuras superficies húmedas que ya había reclamado antes. Ella le respondió al beso con una dulce fiereza que hizo que ambos ardieran. A él le temblaban los brazos mientras la apretaba contra sí, y Julia notó ese temblor y gozó de él. Él la deseaba tanto como ella a él.

—Basta —masculló él de repente, apartándola de su regazo, y de nuevo Julia se halló sobre el asiento de terciopelo.

Él tenía los labios apretados en una dura línea, y los ojos le brillaban tanto que Julia pensó que en cualquier momento iba a estallar en llamas. Sebastian apretó los puños y los volvió a meter en los bolsillos como si no confiara en poder mantenerlos dentro.

Esa prueba del control que él tenía que ejercer sobre su deseo encendió una hoguera de deseo en Julia. Ella le sonrió; una sonrisa lenta y tentadora, y se acercó a propósito a él para que no dejara de ver el marcado escote de su vestido. Los ojos de Sebastian la admiraron como ella pretendía. Los apartó bruscamente, y cuando de nuevo se encontraron con los de ella, le sonrió con una de aquellas sonrisas deslumbrantes.

—Escúchame, gatita, soy demasiado viejo para andar haciendo el amor en un carruaje. Además, llegaremos a nuestro destino en quince minutos. No tengo ganas de que mis propios criados me pillen in fraganti. Así que compórtate, por favor.

—Pero es que no tengo ganas de hacerte ese favor —susurró ella maliciosa, y mientras él la miraba, ella le volvió a sonreír.

Lo miró de arriba abajo, disfrutando del puro placer de contemplarlo tanto como quisiera, gozando de los marcados contornos de su cuerpo tanto como admiraba los rasgos esculpidos de su rostro.

Él seguía con los puños apretados en los bolsillos. Julia resiguió con la mirada la elevación de la tela que se tensaba entre un puño y el otro, y vio algo más: el inconfundible bulto de su hombría apretado contra sus pantalones negros. Contempló la reveladora silueta, y entonces, antes de darse cuenta, tendió la mano para tocarla. Pasó los dedos con suavidad sobre el bulto y se maravilló de su dureza y del calor que radiaba incluso a través de los pantalones. Él ahogó un grito y se puso rígido bajo su mano, y ella lo miró levemente sorprendida.

—¿No te gusta? —Su pregunta era sólo en apariencia inocente.

En los ojos de Sebastian pareció estallar la violencia. Su rostro se inmovilizó como una piedra.

—Me gusta demasiado —respondió apretando los dientes. Sacó los puños de los bolsillos, le cogió la muñeca y le apartó la mano—. He dicho que te comportes.

—Ya no obedezco tus órdenes, milord —susurró ella mientras se inclinaba para plantarle un suave beso en la boca.

Él le apretó las muñecas, y luego pareció olvidarlas cuando ella profundizó el beso y lo hizo más persuasivo. De nuevo con las manos libres, se las puso encima. Él gimió mientras ella trazaba la forma de su pene sobre la tela, y volvió a gemir cuando ella trató de cerrar la mano sobre su erección. Pero la estrechez de los pantalones le impidió ir más allá de un leve apretón. Julia frunció el ceño mientras seguía haciendo lo posible para distraerlo con besos, y pasaba de nuevo los dedos por su erección. Pero esta vez buscaba los botones.

Los encontró bajo la solapa de tela de los pantalones, y lentamente desabrochó el primero, y luego otro. Había cinco, y cuando todos estuvieron sueltos fue fácil ajustar sus calzones para que el pene saliera de sus confines, glorioso en su libertad.

—¿Qué demonios crees que haces? —dijo Sebastian en su boca, con cierta dificultad, mientas que las manos con las que le había estado acariciando la desnuda piel del cuello, hombros y brazos fueron a capturar de nuevo las muñecas de ella.

Como distraerle a besos había sido sólo efectivo en parte, Julia apartó la boca de la de él con un beso final de pesar, y le sonrió.

—Quiero hacerte gozar —le susurró, mientras giraba las manos para poder acariciar las que le aprisionaban—. Sé que hay formas en las que las mujeres hacen gozar a los hombres, pero no sé cómo. Enséñame.

Esas palabras fueron como un canto de sirena, acompañadas de la mirada embrujada de unos ojos de oro fundido. Sebastian se quedó mirándola y Julia vio, a través del tul que le cubría los ojos, que había ganado.

Sacó las manos de entre las de él y las bajó de nuevo para acariciarle, y esa vez no hubo ninguna tela que se interpusiera. Le rodeó el miembro con los dedos, probando su dureza, y él gruñó inesperadamente, con los ojos ardiendo mientras la observaba hacerlo. Ella también miró, y ver los finos dedos blancos alrededor de la ardiente prueba de su deseo le despertó un dolor seco y vacío entre las piernas. Quería que le hiciera el amor, pero primero quería marcarlo, dejar su huella en él para que no pudiera ser nunca capaz de hacer eso con nadie más. Quería que él ardiera de deseo.

—Enséñame cómo hacerte gozar, Sebastian. —Las palabras eran sólo un hilillo de voz, pero él las oyó, porque puso su mano sobre la de ella y le enseñó el movimiento, le enseñó cómo rozarle, acariciarle y tentarle, y ella lo hizo hasta que él echó hacia atrás la cabeza, cerró los ojos y comenzó a jadear...

Julia lo notaba caliente entre sus manos, túrgido mientras él palpitaba de deseo. Miró el miembro que sujetaba con una reverente fascinación. El cuerpo de él era tan diferente del suyo, tan excitantemente distinto... Para poder ver mejor cómo le daba placer, se deslizó del asiento y se arrodilló entre las piernas separadas de él, con la falda dorada enredada y cubriéndole a él los pies y las pantorrillas. Siguió acariciándole, lentamente, de arriba abajo, y le vio clavarse los dientes en el labio inferior. Luego, impulsada por un instinto que no podía explicar, se inclinó hacia delante y le besó con dulzura el pene. Sebastian ahogó un grito y se incorporó de golpe para mirarla con ojos llenos de pasión. Éstos lanzaron llamas al verla entre sus piernas; el elegante moño deshaciéndose en finos mechones ondulados sobre su blanco cuello y enredándose tentadores en el nido de oscuro vello que ella había dejado expuesto. El oro de sus ojos se derretía de excitación cuando lo miró, y sus suaves labios sólo estaban a unos milímetros de la parte de él que acababan de acariciar.

—Dios, Julia, ¿dónde aprendiste eso?

El áspero croar de esa pregunta hubiera hecho que se enfadara en cualquier otro momento, pero esa noche estaba demasiado atrapada en la magia que ella misma había generado, demasiado perdida en la ardiente y palpitante excitación que había creado.

—Só... sólo se me ha ocurrido hacerlo. Te gusta, sé que te gusta. —Su ronca defensa mientras aún tenía los dedos cerrados alrededor del miembro y su boca a unos tentadores centímetros sobre la carne de él, la dejó incapaz de hablar.

Mientras él la miraba y trataba de forzar su sobrecalentado cerebro a realizar algún tipo de función, ella se inclinó y le besó el miembro de nuevo. A Sebastian se le secó la boca, y el aliento le resolló en el cuello como el de un moribundo.

—¿Lo ves? —le susurró ella, y él estuvo perdido.

Le cogió el rostro entre las manos y, en silencio, le mostró cómo podía darle placer de ese modo. Bajo la guía de sus manos, los labios, la lengua y los dedos de Julia aprendieron todo lo que había que saber de él, de su sabor, de su olor, de su tacto. Cuando al fin él se puso rígido y la apartó con las manos, ella contempló la prueba física del clímax que él había alcanzado con ojos ardientes. Su temblorosa excitación avivó la de ella...

El carruaje se fue deteniendo, sacudiéndose sobre soberbios amortiguadores mientras los caballos paraban y Jenkins saltaba de su pescante. Habían llegado a su destino. Julia se levantó con piernas temblorosas y apagó la lámpara de un soplido para ofrecer a Sebastian un poco más de intimidad que le permitiera recomponer el caos que ella le había causado.

Cuando Jenkins abrió la puerta y bajó los peldaños, Julia salió al círculo de luz que proyectaban las farolas no más desarreglada de lo que lo hubiera estado si Sebastian y ella sólo hubieran compartido unos cuantos besos. Pero él..., Julia lanzó una rápida mirada hacia atrás mientras él salía. Estaba tan frío y elegante como siempre. Sin un cabello fuera de sitio. Si Julia no hubiera sabido en qué íntima posición había estado él tres minutos antes, nunca lo hubiera creído aunque se lo hubieran jurado sobre la Biblia. El conde se dio cuenta de que lo miraba y las llamas que cobraron vida en esos ojos azul celeste fueron la única prueba que ella necesitó para saber que los últimos minutos no habían sido un sueño.

—Antes de que pierdas esos ingobernables estribos tuyos, déjame asegurarte de que mis motivos para traerte aquí de nuevo son muy diferentes de los que lo fueron la última vez. Es sólo que necesito intimidad para decirte lo que quiero decirte, y después de todo, esta casa es mía. Parece una pena desperdiciarla, aunque siempre podemos ir a una hostal si lo prefieres.

Hasta que Sebastian no le soltó ese rápido discurso a la oreja, Julia no se dio cuenta de que se hallaban ante la alegre casita donde él mantenía a sus queridas. Por un momento se tensó bajo las manos que la sujetaban por los hombros. La mirada que le echó sobre el hombro debió de ser de órdago, porque él le sonrió de una forma absolutamente encantadora y conciliadora, que la tranquilizó a pesar de sí misma. A fin de cuentas, ella también quería estar a solas con él, y ¡no sólo para hablar! Esa casa sin duda les proporcionaría mucha más intimidad que cualquier hostal. Su expresión debió de reflejar su aceptación porque él le dio un suave apretón.

—Y, claro, tiene una cama muy bonita arriba —añadió él en un susurro.

Cuando los ojos de Julia le lanzaron chispas de sospecha, Sebastian soltó una risita. Antes de que ella tuviera tiempo de decidir si debía enfadarse o no, él estaba a su lado y se colocaba la mano de ella en el brazo para guiarla adentro. Lo acompañó sin resistirse mientras el coche traqueteaba a su espalda. Granville estaba allí, con aspecto de haberse puesto la chaqueta a toda prisa al oír el carruaje, y les abría la puerta con una servil reverencia que ella supo que se debía a la presencia del hombre que tenía a su lado.

—Buenas noches, milord, señora —dijo con deferencia mientras cerraba la puerta tras ellos—. ¿Desean que les prepare algo de cenar, o...?

—Nada, gracias —contestó Sebastian con sequedad, casi sin mirar al servil mayordomo—. Puede retirarse.

Con otra profunda reverencia, Granville desapareció. Julia miró a Sebastian, cuyo rostro estaba coloreado por las llamas de los tres candelabros que había sobre una mesita junto a la puerta y que parecían ser la única iluminación de la casa.

—Debería haberle dicho que encendiera más velas —se lamentó el conde al fijarse en la oscuridad que los rodeaba.

—Podemos hacerlo nosotros... o al menos yo. ¿Acaso mi señor conde no sabe encender una vela?

—Apenas. —Le sonreía.

Julia pensó que podría vivir eternamente bajo el calor de esa sonrisa. Se puso de puntillas y le dio un rápido beso en la boca. Los ojos de Sebastian llamearon y cuando intentó alcanzarla, ella agarró una vela y lo esquivó mientras se dirigía hacia la escalera, riendo. De repente, se sentía inmensamente feliz.

—Tus coqueteos te meterán en líos un día de éstos, gatita —le advirtió él.

—Eso espero —replicó ella con un guiño descarado, mientras el conde la seguía riendo por la escalera.

Al llegar a la puerta del dormitorio, Julia dudó un momento; de repente sentía timidez. Esa noche estaba siendo muy atrevida; quizá a él no le gustaran las mujeres así.

Pero él la alcanzó antes de que ella ni siquiera pudiera comenzar a retirarse y la rodeó con los brazos para abrir la puerta y luego empujarla con suavidad. La cerró a su espalda, le cogió el candelabro y lo dejó en la mesa junto a la cama.

—De repente pareces nerviosa —le dijo él con una rápida sonrisa, mientras caminaba hacia ella.

—Es que... —Julia dio un paso atrás.

De pronto le pareció muy importante oír lo que él tuviera que decirle. De vuelta en aquella habitación con los cupidos dorados y las doncellas desnudas, se sentía como una muñeca de trapo. Si lo único que quería Sebastian era que ella fuera su querida, entonces tomaría agradecida lo que le diera él. Pero tenía que saberlo. No podía esperar más.

—No te voy a hacer daño, mi niña —le dijo él con una sonrisa lasciva, y la cogió por los brazos.

Julia tuvo que sonreír al verle esa sonrisa, pero le puso una mano en el pecho para detenerle. Él la miró a los ojos y arqueó las cejas. Ella negó con la cabeza.

—No, Sebastian —dijo con un hilillo de voz—. Primero tenemos que hablar.

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