Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPITULO XVI

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—A pesar de la traición de Magnencio, no existe un muro de piedra que divida el imperio. Los mercantes continúan transportando sus cargas desde las costas asiáticas hasta la brumosa Britannia, y regresan sin novedad.

Pero, desafortunadamente, reina la confusión. Tenemos nuestro ejército acantonado aquí, en Oriente, sólo que existe una facción rebelde comandada por un usurpador, compuesta por las tropas móviles de Occidente, y parece que se disponen a hacernos frente. Evidentemente, nuestros corazones anhelan la paz. Pero el camino hacia la paz puede ser terriblemente sangriento, ¿no es una ironía?

De nuevo Marco optó por guardar silencio. Constancio se entretuvo mirando sus anillos, y mirándolo de frente añadió:

—No he oído de tu pariente otra cosa que no fuesen magníficos informes, a excepción de ser pagano. Parece un hombre honesto.

—Lo es, divino emperador. Es un hombre íntegro y leal.

—No me interrumpas, por favor. Soy un hombre razonable y los paganos, como sabes muy bien, continúan ocupando puestos de relevancia dentro de todas las instituciones imperiales. Aun así, me gustaría conocer más acerca de la situación en Britannia. Quiero saberlo todo. Con el tiempo, cuando Magnencio sea ajusticiado, regresarás a Londinium y serás nuestro representante. Tendrás mucho trabajo —pensó un momento las palabras adecuadas—, habrá que ordenar las cosas de nuevo. Con todos estos sobresaltos y confidencias imprecisas, no sería de extrañar que dos personas buenas y leales como tu amado pariente y su sobrina, creo que tiene una sobrina, puedan verse envueltos en algún desagradable incidente... a no ser que alguien vele por ellos.

Marco bajó la mirada por tercera vez. El emperador lo interpretó como un gesto de obediencia, cuando sólo era un gesto de claudicación. Marco se veía obligado a aceptar el menos atractivo de los encargos, el de espiar a la gente.

Respiró profundamente cuando por fin salió de la estancia. Le pareció que era la primera bocanada de aire fresco que tomaba en mucho tiempo.

* * *

Constancio descansó la barbilla sobre la palma de la mano y ordenó a Paulo que se preparase para escribir una carta.

—Claudio Albino, prefecto. Saludos en la paz de Cristo —comenzó a dictar, arrastrando las palabras.

Paulo, el siervo más fiel del emperador Constancio II, era conocido por ser un celosísimo cristiano. Era el interrogador más temido del imperio oriental. Su nombre no era Paulo el Celote, sino Paulo Catena. Y sabía hacer honor a su nombre, pues las víctimas de sus interrogatorios se daban cuenta, con gran pesar, que cada una de las preguntas y respuestas se entrelazaban como eslabones de una siniestra cadena. Y esos eslabones terminaban, indefectiblemente, con la confesión de culpabilidad por parte del reo. Marco tuvo oportunidad de saborear, por así decirlo, los efectos de sus preguntas. Catena era un gran creyente de la culpa; él la llamaba «el pecado original».

Paulo Catena tuvo su primer contacto con la culpa en su infancia. Su familia era cristiana, oriunda de Hispania, y allí vivía durante las persecuciones de Diocleciano, el sanguinario cazador de cristianos. Un día, siendo niño, Paulo había salido a pescar a los arroyos del monte llevando una vara, un anzuelo y un puñado de gusanos como cebo. No pescó nada, pero no le importaba, hacía sol y la vida discurría apaciblemente. En ese momento su familia asistía al culto en el templo. Él había fingido estar enfermo, se había untado las mejillas de harina y lavado la frente con agua fría. Su madre cayó en el engaño y lo dejó en casa, al cuidado de los esclavos, mientras los demás iban a adorar a su Dios. Tan pronto como se fueron, el niño saltó de su cama y salió del cuarto por una ventana.

Hacía calor y se tumbó al pie de una roca para dormitar. De pronto unos espantosos gritos lo despertaron. Se subió a la peña para otear y entonces lo vio todo. Vio el pueblo tomado por los legionarios y un hombre a caballo dirigiéndolos. Los vio sacando a las mujeres del templo, su madre y sus hermanas estaban allí, entre ellas, desnudarlas y colgarlas de una pierna del dintel de un granero. Allí las flagelaron y después parecía que les preguntaban algo, algo acerca de adorar a Diocleciano como a un dios y ofrecerle sacrificios, y como al parecer se negaron, fueron flageladas de nuevo. Paulo vio el efecto de los terribles látigos de doble cola con una taba en la punta sobre la piel de las mujeres. El viento trajo claramente sus desgarradores chillidos hasta él. Luego comenzaron con los hombres; sacaron a uno y lo colgaron junto a las mujeres, con un brasero bajo él, y poco después su pelo comenzó a humear. A unos les introdujeron púas bajo las uñas, otros fueron quemados con plomo fundido y todos fueron golpeados sin piedad. Nadie intentó resistirse, pues pelear era contrario a su credo. Las Sagradas Escrituras fueron quemadas.

Y entonces apareció el hombre del hacha. Los cristianos fueron decapitados uno a uno, pero eran demasiados y hacía mucho calor. El filo del hacha se melló y el verdugo a veces tenía que dar tres o cuatro golpes para cortar un cuello. Finalmente, el comandante de la tropa ordenó detener la ejecución y llevarlos de vuelta al templo, donde se hallaba el resto de desventurados. Cerraron las puertas, las sujetaron con puntas, apilaron leña y sarmiento alrededor del edificio y le prendieron fuego. Furiosas llamaradas rodearon el templo y, a pesar del crepitar de los leños, pudo escuchar los desesperados lamentos de los fieles, de los mártires, con la caña y el cebo todavía en sus manos, con la boca abierta de estupor. Entonces chilló, un pavoroso grito que contenía el duelo por su abuelo, sus hermanas, sus padres, su tía y su pequeña hermanita, un bebé... El bebé, eso no lo sabía él, murió cuando su madre tomó la primera bocanada de humo y se sintió ahogar, entonces apretó a su hijita contra el pecho hasta asfixiarla.

Paulo Catena era un gran creyente en la culpa. Tenía una fe ciega en el pecado original.

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