Julia

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Segunda parte. Arma virumque » CAPÍTULO XX

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CAPÍTULO XX

Lo primero que vieron al retomar la persecución fue a dos jinetes atacotos en el pico de un collado distante. Agitaron sus lanzas por encima de la cabeza, en un claro gesto de desafío, y desaparecieron tras el cerro.

Unas millas después encontraron un raquítico espino en un barranco; las pocas púas que le quedaban estaban rojas y medio podridas. Entre las desastradas ramas había toda una colección de manos humanas empaladas en las púas. Los perseguidores se detuvieron impresionados por el hallazgo de una nueva atrocidad. Marco salió de la formación para observar el matojo más de cerca. Las extremidades estaban blancas como el mármol, con jirones de piel ensangrentados alrededor de las muñecas. Entonces vio en el centro del arbusto una mano en particular; la mano que estaba buscando. Regresó a la formación y ordenó continuar la marcha sin más demora.

Se guardó la noticia del hallazgo para sí. Anunciar que había una mano colgando en el centro del arbusto con un fino anillo de plata en el centro, no creía que les fuese de ninguna utilidad a sus hombres, ni tampoco una alentadora noticia para Julia.

Ella no vio la mano, en cambio sí percibió el mohín de arrojo que se adivinaba en su rostro, y lo amó por ello. Lo amaba desde hacía mucho tiempo, pero hasta ahora no quiso admitirlo. Lo quiso desde el momento en que se encontraron en el huerto, siendo unos niños. No se había enamorado, ahora que era una mujer, de su poder, ni de su cargo militar, ni tampoco de su expresión meditabunda o las penas que se agolpaban en su corazón, penas que lo habían envejecido, ni de las muchas veces que Marco había probado su valor en el combate. No amaba al joven guerrero que comandaba la patrulla con una determinación casi obsesiva, era algo mucho más complejo. Amaba su carácter, la brutal batalla interior que se libraba en su pecho; una lucha con tres frentes abiertos: la lealtad a sus hombres, a Lucio y a ella. Amaba su alma atormentada; su lucha, su resolución, era lo que más le atraía de él, no sus cicatrices.

* * *

Continuaba la marcha. Los expedicionarios cruzaban una vasta meseta cuando, a lo lejos, Marco creyó ver un círculo de figuras difuminadas por la bruma. El joven detuvo la marcha y Milo, siempre a su lado, le propuso:

—¿Acampamos allí?

Entonces fue cuando cayó en la cuenta. No eran personas sino piedras. Una de esas inquietantes construcciones de los antiguos celtas donde se supone que veneraban a cualesquiera que fuesen los dioses a los que adoraban, dispuestas casi siempre en círculo y construidas en lo alto.

Condujo a sus hombres hasta el centro del círculo de piedra y ordenó desmontar. Los ponis comenzaron a pastar la tierna hierba que crecía en el centro del antiguo lugar de culto. El oscurecer estaba próximo y el sol del ocaso brillaba con luz mortecina sobre un horizonte rojo como la sangre. El hallazgo era providencial, pues no debía quedar más de una hora de luz.

Los legionarios se apresuraron a colocar estacas afiladas entre los huecos que dejaban los menhires y megalitos, cavaron hoyos colocando ramas afiladas en el fondo y añadieron todos los elementos defensivos que se les ocurrió. Pero si se daba el caso de un ataque, todos sabían que la mejor defensa era la vieja máxima del imperio, aunque las nuevas espadas dificultasen un poco su puesta en práctica: mantén la formación y apuñala, no des tajos.

Los oyeron acercarse. Escucharon un débil aullido proveniente de más allá de las colinas cercanas. Marco lo tomó al principio como una manada de lobos, pero no tardó en advertir su verdadero significado: los atacotos se estaban aproximando. Dispuso a los legionarios cubriendo el perímetro del círculo y ordenó que se encadenasen los ponis en torno a la piedra central y a Julia que se refugiase entre los animales. Nada le hubiese gustado más que mantenerse al lado de su amada y no tener otra responsabilidad que protegerla, pero sabía que sus hombres lo necesitaban para organizar la defensa. Llamó a cuatro legionarios y les ordenó secamente:

—Respondéis de ella con vuestra vida —les advirtió.

Los aullidos se hicieron más fuertes a medida que los atacotos se aproximaban, hasta que se convirtieron en chillidos y bramidos histéricos cuando los vieron aparecer cargando a galope tendido a través de la fina bruma del ocaso. Atacaban envueltos en espeluznantes gritos de guerra que imponían al retumbar de los cascos sobre la hierba. Atacaban agitando sus jabalinas sobre la cabeza, con los arcos preparados para disparar sus proyectiles. Iban casi desnudos, y lo poco que llevaban encima eran meros adornos guerreros: líneas y manchas azules, plumas, pieles y cabezas humanas colgando de las monturas. Las cabezas pertenecieron a sus enemigos o a cualquier pobre desventurado que hubiese tenido la mala fortuna de toparse con ellos.

Los cabezas de hierro habían acampado dentro del círculo de los sacrificios, lo cual les agradaba sobremanera. Ya casi podían oler la sangre fresca de sus enemigos, sentir su viscoso tacto en las manos y su metálico sabor en la lengua.

Marco esperó que la horda estuviese a treinta pasos. Uno de los ponis cayó en una trampa, pero los demás continuaron la carga sin recapacitar ni un instante. La primera descarga de jabalinas los alcanzó de pleno, brutal; la segunda aún fue peor, y cuando llegaron a la barrera de estacas y megalitos parecieron totalmente desconcertados. No estaban acostumbrados a combatir a una fuerza disciplinada que supiese mantener su posición. Algunos de ellos comenzaron a cabalgar en círculos lanzando sus flechas sin orden ni concierto. Otros intentaron saltar la empalizada, pero los ponis no son grandes saltadores y fracasaron. Uno de ellos, a costa de sacrificar su montura ensartándola en una estaca, logró entrar dentro del círculo.

—Ven con papá —rugió Mus con una amplia sonrisa, al tiempo que lo decapitaba de un solo tajo.

Sin arqueros, los romanos poco podían hacer, a no ser defender la plaza. Un nutrido grupo se decidió a desmontar y realizar un asalto a pie. Chocaron contra una cerrada línea de legionarios que los destriparon sin piedad. La disciplina de los soldados les hacía cubrir todos y cada uno de los huecos; parecían tan firmes e inamovibles como las rocas tras las que se parapetaban. Como no podía ser de otro modo, los atacotos terminaron retirándose, aullando de rabia y frustración, desvaneciéndose entre la neblina tan rápido como habían aparecido.

Marco estuvo a punto de decir un «no ha estado mal» a sus hombres, pero no le pareció oportuno. Sin embargo, Branoc sí habló.

—Volverán —dijo lleno de euforia.

* * *

En efecto, regresaron antes de lo esperado y con una estrategia estudiada.

El destacamento abandonó el lugar al amanecer. Con escoltas dispuestos al frente y los costados de la formación, la columna abandonó la elevada meseta para internarse de nuevo en las montañas.

Avanzaron por estrechas cuencas cubiertas de nieve, atentos a cualquier posible señal de presencia hostil cuando, al atravesar una garganta tan estrecha que no permitía el paso de más de dos jinetes a un tiempo, Marco descubrió los cuerpos decapitados de dos de los escoltas. Al frente, a menos de trescientos pasos, estaba la partida de guerra de los atacotos, esperándolos tranquilamente sobre la nevada cárcava. Cuando vieron avanzar al primer cabeza de hierro comenzaron a chillar. Los legionarios se dieron inmediatamente cuenta de su error.

Los bárbaros los esperaban cuesta arriba, aprovechando su ventajosa posición. Además, el firme que los separaba permitía un rápido ataque de caballería. Branoc había errado al calcular su número, pues estaban más cerca de doscientos que de cien. Los sanguinarios enemigos prepararon sus lanzas, sin prisa, pacientes.

Marco y Milo detuvieron sus monturas.

—Mierda —resopló Milo.

—Mierda —confirmó Marco.

Se preguntaba si Lucio estaría allí, oculto entre la horda, atado a un poni como si fuese una pieza de trofeo. No pudo verlo.

Estaban atrapados, sin salida.

Solamente cabían dos opciones, o bien cargaban cuesta arriba a una fuerza que los triplicaba en número situada a unos doscientos pasos, o bien retrocedían dando la espalda a su enemigo, lo cual significaba quedar a su merced.

Ninguna de las dos opciones parecía ser muy esperanzadora.

También cabía la posibilidad de mantener la posición, pero la súbita aparición de arqueros atacotos sobre los riscos de la hondonada les hizo desechar la idea.

—¿Me permites? —propuso Milo.

Marco respondió con un encogimiento de hombros; necesitaba la experiencia del centurión.

—¡Mus! —vociferó Milo.

El legionario se acercó al galope.

—¡Tú y yo, soldado! —bramó—. Defender este estrecho paso no será mucho problema, ¿qué me dices?

Mus sonrió burlón.

—De ningún modo... —empezó a decir Marco, cuando una flecha chocó contra las rocas, muy cerca de su cabeza.

—Es el único modo —atajó Milo—. Os vais zumbando de aquí; cuando consideremos que habéis alcanzado la meseta, nos reuniremos con vosotros.

No podía permitir que se sacrificasen así. El enfado le hizo escupir un sarcasmo:

—¿Se puede saber cómo lo harás, oh, gran guerrero?

Una flecha erró el cuello de Mus por apenas dos pulgadas.

—¡Apunta mejor, imbécil! —berreó el sajón poniéndose a cubierto.

—No tenemos tiempo que perder, así que decídete de una puta vez —aseveró Milo impaciente.

—Maldito seas —dijo Marco con amargura, al tiempo que hacía recular su montura—. ¡Maldito seas, centurión!

Milo y Mus desmontaron, colocaron sus ponis tumbados ante ellos a modo de precaria barrera y se dispusieron a defender la zona más angosta del barranco. Los escudos firmemente sujetos al hombro izquierdo y las espadas desenvainadas, lanzando siniestros destellos.

Marco ordenó al resto de la compañía dar media vuelta y abandonar el lugar a todo galope. En ese instante, los atacotos iniciaron la carga.

—Pues muy bien, centurión —dijo Mus, afablemente—. Aquí estamos.

—Sí, soldado. Creo que nos corresponden unos cien para cada uno, ¿qué opinas?

—Cien... sí, puede ser. Una puta minucia.

Una flecha fue a clavarse en el escudo de Milo. Los dos legionarios se colocaron hombro con hombro y Mus le arrancó la flecha con un rápido movimiento.

—Cien sin contar a los arqueros, claro.

—¿Arqueros? —refunfuñó el soldado—. Los arqueros siempre me han parecido unas nenazas.

Milo sonrió socarrón.

Se acercaban.

—Melenudos celtas bastardos —murmuró el centurión.

—¡Bárbaros hijos de puta! —rugió Mus.

* * *

La compañía regresó a la meseta a galope tendido y recorrieron los altos del desfiladero matando a todos los arqueros que encontraron a su paso, sin detenerse ni un instante. Una vez limpio el terreno de enemigos, se situaron sobre el lugar donde estaban sus dos compañeros y desde allí arrojaron sus jabalinas sobre la espesa maraña de jinetes agolpados en la boca de embudo de la cárcava. Los atacotos, al notar que habían perdido la ventaja de las alturas, se retiraron a la desbandada, formando una auténtica mêlée6. Sobre el sendero quedaron los cuerpos heridos o muertos de los jinetes caídos, amontonados en lo más estrecho del desfiladero. Justo donde habían quedado los dos bravos legionarios para cubrir la retirada de sus compañeros. Ambos hombres habían resistido, estaban ensangrentados y exhaustos pero incólumes frente a sus ponis muertos.

Marco los llamó desde lo alto y los dos guerreros se asomaron mostrando una ancha y cansada sonrisa.

Julia vendó el brazo herido del centurión con una venda de lino y también se ocupó de las heridas de Mus. Milo miró el vendaje, admirado por la habilidad de la mujer.

—Bueno, quizá no ha sido tan mala idea haberla traído con nosotros, señora —afirmó. Luego movió el brazo herido y añadió—: Parece que ya lo siento mejor.

Julia sonrió, orgullosa por los halagos de los soldados.

Tuvieron que abandonar parte del equipaje para proporcionar monturas a Mus y Milo. Esta segunda escaramuza los había envalentonado, los estaban cazando... los atacotos huían como conejos.

Intentaron acosarlos, pero los bárbaros tenían un profundo conocimiento del terreno y tuvieron que abandonar su empeño. Al atardecer llegaron a orillas de un lago y decidieron acampar allí. Julia fue a proporcionar vendas limpias a los legionarios cuando éstos, totalmente fascinados, le comunicaron que sus heridas habían sanado.

* * *

Al amanecer continuaron su expedición internándose más profundamente en inexploradas montañas y extensos y yermos páramos. Ante ellos se extendía un mundo totalmente extraño, mucho más que cualquier cosa que hubiesen imaginado. Ascendían montañas, descendían a pie por resbaladizos pedregales o cabalgaban entre las ciénagas de los valles. Branoc no descuidaba el rastro ni un solo instante. Uno de los, aproximadamente, ciento cincuenta ponis de sus adversarios estaba cojo, apoyando su pata delantera izquierda con fuerza, mientras que apenas posaba la derecha. Su rastro podía seguirlo con la misma facilidad que un cabeza de hierro pudiese seguir una hilera de serbas sobre la nieve. También contaba con otras señales igualmente valiosas, como plumas caídas en el suelo, mechones de pelo de caballo enredados en un espino, una mancha de sangre brillando sobre una roca grisácea como una señal de brujería. Más adelante encontraron un ciervo muerto al pie del sendero. El animal estaba despiezado sólo en parte, pues conservaba abundante carne en la zona escapular, algo picada por los pájaros, un detalle este último sin importancia.

—Sería una pena que se desperdiciase —observó Marco.

—Jamás dejarían un regalo a un enemigo —objetó Branoc, sonriendo—. Cómelo y antes de que te des cuenta estarás tan muerto como él —dijo señalando al animal.

—Entiendo. ¡Adelante, continuamos!

* * *

Se internaron en un valle pantanoso rodeado de inquietantes picos negros como el basalto. Las cumbres, silenciosos y ceñudos guardianes eternos del paso de los hombres, observaban su progreso con ancestral indiferencia. Se desató un furibundo cierzo que impulsaba las gotas de lluvia casi en horizontal. Las frías gotas de agua los calaron hasta los huesos, forzándolos a tiritar de frío y castañetear los dientes como si estuviesen aterrados. El temporal arreció y pronto se vieron cabalgando en medio de una frenética ventisca; la tentación de encontrar refugio se convirtió en una necesidad imperiosa. Marco se desplazó hasta situarse a la altura de Julia, protegiéndola con su cuerpo de las afiladas agujas de hielo.

—¡Pronto encontraremos refugio! —exclamó por encima del silbido del viento.

La mujer asintió en silencio con la cabeza gacha.

Ordenó a dos legionarios que se adelantasen en busca de refugio, una cueva, una roca que los abrigase de la ventisca, lo que fuese. Los jinetes obedecieron sin demora. Cuando regresaron a la formación, las novedades que portaban fueron desalentadoras. No había oquedad, o una peña que sobresaliese ni poco ni mucho de las lisas paredes de las rocosas colinas, nada que sirviese de refugio. Marco aceptó el informe con resignación, se acercó todavía más a Julia y la envolvió con su propio manto.

Al atardecer la tormenta amainó y del firmamento gris plomizo cayeron suaves copos de nieve. Al salir del valle encontraron un lugar donde cobijarse, junto a un arroyo que discurría entre un bosque de abedules de aspecto sedoso, con algún que otro serbal entre ellos. Decidieron acampar allí mismo, junto a un caudaloso arroyo de montaña. Branoc estaba complacido de un modo muy especial por tener la oportunidad de dormir bajo uno de esos serbales, que en su lengua recibía el nombre de «árbol de las brujas». Ningún caledonio los atacaría jamás mientras estuviesen dentro de un bosque repleto de esos árboles, ni siquiera los atacotos.

No debían temer ningún peligro exterior...

En las frías horas que preceden al amanecer, Cennla se destapó, colocó su puñal entre los dientes y comenzó a serpentear muy despacio, realizando cuidadosamente cada uno de sus movimientos para no alarmar a los centinelas. La tienda de su enemigo no estaba lejos y los guardas no advirtieron su presencia, pues su atención se concentraba en una posible acción hostil procedente del exterior del círculo de estacas. La nieve caía suavemente sobre él, pero eso no suponía ningún contratiempo. Por fin llegó hasta la tienda de los oficiales, desató el faldón de cuero de la entrada y echó un cuidadoso vistazo al interior. Milo y Marco dormían a pierna suelta. Se inclinó hacia delante, apoyando firmemente la mano izquierda en el suelo mientras alzaba la derecha un poco más arriba del hombro para descargar una puñalada letal en la garganta de su adversario. Descargó el golpe y cuando la punta de la daga casi había alcanzado su objetivo, algo lo detuvo. Unos dedos férreos como tenazas lo sujetaron tan fuerte por la muñeca que soltó su arma. Milo cambió de posición con agilidad felina y, colocándole una mano entre los omoplatos, dio un fuerte tirón de la muñeca. El brazo de Cennla se partió con un espantoso crujido. Los ahogados jadeos de dolor del esclavo despertaron a Marco.

—¿Qué ocurre? —preguntó ahogando un bostezo.

—Nada, tenemos un traidor entre nosotros —informó Milo.

* * *

El centurión era partidario de ahorcar a Cennla del árbol más cercano en cuanto la luz del alba les permitiese distinguir una rama de otra. Marco observaba en silencio al esclavo sordomudo mientras dos legionarios lo ataban dejando suelto su brazo roto, que colgaba inútil a un costado.

—Colgadlo —asintió Marco.

Julia salió de su tienda con los ojos enrojecidos por la fiebre; no se había enterado de nada.

—Señora, con todos los respetos, el esclavo ha intentado matar a nuestro oficial en jefe —informó Milo.

Julia miró a su alrededor desconcertada, y luego a Cennla. El sordomudo rehuyó su mirada pensando en la ocasión en que había intentado besarla. Julia miró a Marco, luego a Cennla y a Marco de nuevo. No podía ser cierto. Negó con la cabeza; Cennla no haría nunca algo semejante.

—¡Desatadlo! —ordenó.

Nadie le hizo el menor caso. —Desatadlo, es mi esclavo. ¡Me pertenece! —Desatadlo —ordenó Marco con un suspiro. Al instante un legionario le cortó las ligaduras de un tajo y otro tiró de ellas con rudeza, haciéndolo girar como si fuese una bobina. Cuando el soldado soltó la cuerda, descubrieron que algo más había caído al suelo. Marco se inclinó a recoger un pedazo de pergamino amarillento.

—Mira lo que tenemos aquí —dijo mostrándoselo a Julia. Leyó el papel; a primera vista se distinguían claramente dos caligrafías distintas. Una le era desconocida, la otra pertenecía a Cennla; ella misma le había enseñado a escribir.

Iré al norte con mi ama Julia y el soldado. Mataré al soldado Marco, si puedo. Es mi enemigo.

El texto escrito por el desconocido decía así:

C sólidos7 si lo consigues, si fracasas, prepárate para recibir una buena paliza.

—¿Sólo cien sólidos? —preguntó Marco reflexionando sobre su precio—. Yo valgo diez veces más.

—¿Quién te paga? —preguntó Milo con suavidad. Cennla, evidentemente, no contestó. El centurión dio un paso al frente y le propinó un fortísimo revés que lo sacudió de arriba abajo.

—¡Basta! —intervino Julia—. ¿Qué sentido tiene interrogar a un sordomudo? —preguntó mordaz.

Hizo que Cennla la mirara y estuvieron intercambiando signos durante un rato. Hubo una larga pausa y Cennla señaló a su espalda con la mano izquierda. Julia pareció meditarlo un instante y dijo:

—Dice que alguien llamado Paulo Catena es su pagador.

—¿Qué pasa, es que ahora vamos a prestar oídos al testimonio de un esclavo? —resopló Milo.

—Éste es de fiar —respondió Julia.

—Ya veo —añadió el centurión.

—Conozco a Catena —terció Marco—. Nos acompañó desde Siria; es el encargado de imponer el mandato imperial. Es un enemigo tan poderoso como malvado... y aún está en Britannia.

—Vamos a ver si lo entiendo —intervino Milo, sin querer aceptar la declaración del esclavo—. ¿Esta basura ha intentado asesinar a nuestro jefe, su amo, mientras dormía y pretendéis que nos fiemos de él?

—Exactamente, centurión —apostilló Julia guardando la prueba bajo su manto—. Déjalo marchar.

—¿Qué motivos tiene Catena para desear mi muerte? —se planteó Marco en voz alta—. No sé, el emperador me halagó bastante, la verdad, pero...

—Hay una conspiración en marcha, Marco —interrumpió Julia.

—En mi opinión —intervino Branoc; todos escucharon atentamente las palabras del explorador—, alguien está intentando exterminar a toda tu familia, hermano. La tribu que raptó a tu padre fue pagada con tal fin, sabemos que el oro cruzó de una mano a otra, y ahora descubrimos que también han comprado la fidelidad de ese esclavo. Todo encaja.

Marco asentía mientras reflexionaba acerca de la deducción de su amigo.

—Esto no termina aquí —concluyó Marco—. En realidad empezará cuando regresemos a Londinium. Dejad marchar al esclavo —ordenó lanzándole un vistazo a Cennla.

Milo hizo un violento ademán de desesperación, pero no dijo nada.

Julia intercambió más signos con su esclavo. En su fuero interno se preguntaba si no sería más cruel abandonarlo allí, en medio del invierno caledonio, solo y desarmado, que ejecutarlo tal como proponía Milo. Por otra parte, no quería que lo mataran y ésa era la única oportunidad que tendría aquel desdichado sordomudo. Cennla miró a Julia y esbozó tres signos con la mano izquierda. Marco sintió como si un frío cuchillo de acero se hundiese en sus entrañas, pues interpretó correctamente la expresión en los ojos del esclavo. Luego el antiguo marino se dirigió hacia la montaña más cercana, siguiendo el curso del torrente con su brazo derecho partido e inerte balanceándose a su costado. Comenzó a nevar de nuevo, cobrando fuerza a medida que Cennla se acercaba a la falda de la montaña. Lo vieron ascender por la ladera, medio oculto entre la nieve que casi borraba las huellas de su paso, mientras se internaba en un mundo tan silencioso para los demás como siempre había sido la vida para él.

Lo observaron alejarse hasta que se perdió de vista y luego levantaron el campamento en completo silencio.

Franquearon una desolada llanura donde el sombrío cielo gris que se cernía sobre ellos pareció cobrar vida al ser cruzado por una bandada de gansos salvajes. Más tarde, a muchas millas de distancia de los pastos más cercanos, encontraron un uro blanco en pie entre un montón de piedras partidas al pie de una colina, agonizando a causa de una flecha profundamente clavada en la cruz. Les recordó a las estatuas de los animales mitológicos, las erigidas en honor a las fuerzas de la naturaleza.

Ciego de dolor, el animal moría bramando su ira a las colinas, al helado firmamento, pero la cruel naturaleza se limitó a devolverle su desesperado mugido y ni ella ni los dioses que habitan los cielos lo ampararon.

—Esto sí que sería un buen festín —opinó Marco.

—No le prestes atención, hermano —aconsejó Branoc, negando con la cabeza—. Ya no hay más.

Nadie supo interpretar las palabras del explorador, pero atendieron a su consejo y pasaron junto a la agonizante bestia, con los bramidos del animal resonando todavía en sus oídos.

El color del cielo, gris oscuro, les recordaba al de sus escudos ennegrecidos tras un combate entre las llamas de una población, pero allá al fondo, sobre el horizonte, una clara línea de luz iluminaba el cielo con un fulgor propio de las tierras encantadas de los genios y hadas. Creían estar recorriendo un paraje desolado, de estrechos valles, a veces claustrofóbico, y devastadas llanuras que les llevase a una especie de paraíso perdido. Tales supersticiones no hacían sino aumentar su miedo y ellos, bravos legionarios conocedores de su oficio, lo contrarrestaban aumentando su valor. Desde el primero hasta el último, todos estaban preparados para morir en su empeño y casi estaban convencidos de que así sería. De lo que sí estaban totalmente seguros era de que no entregarían sus vidas sin antes ofrecer la más feroz de las resistencias.

En el centro del valle se alzaba un desastrado espino. Todo parecía ser solitario en aquellos inexplorados parajes, como si cada uno de los seres necesitase reclamar su territorio. La ley parecía ser aterradoramente sencilla: aprende a sobrevivir solo, o no sobrevivirás. En otras palabras: sólo los fuertes permanecen.

En el espino, cómo no, esperaban encontrarse con los correspondientes adornos atacotos; macabros trofeos consistentes en manos humanas, algunas de ellas a medio devorar, con señales de mordiscos, o quizás algo peor. Esta vez colgaba de él un águila ratonera, muerta mucho tiempo atrás con las alas extendidas. Tenía algo de bello salvajismo. Supusieron que se trataba de un caprichoso accidente. El águila probablemente se hubiese ensartado en el espino al abatirse sobre una presa que estuviese en él, muriendo empalada como si de un reo de la naturaleza se tratase. Y si no era el resultado de tan prodigioso accidente... entonces era el emblema de una tribu, una brutal adaptación del símbolo del Dios crucificado de los cristianos. No lo sabían, ni tenían modo de averiguar lo que habría de cierto en la hipótesis de la crucifixión del animal. Sintieron sus corazones atenazados por la gélida mano del miedo.

Las noches siguientes, acampados en cuevas o en los bosquecillos de las cárcavas, al amor de la lumbre, compartieron sus impresiones, confiando en poder vencer así a sus intangibles enemigos: la ignorancia y el miedo. Hicieron frente al pánico del único modo que conocían, esto es, aumentando la camaradería entre ellos mediante bromas y chanzas. Si había que morir, morirían, pero lo harían hombro con hombro, juntos hasta el final. Marco y Julia apenas hablaron, y lo poco que lo hicieron, fue para rememorar su infancia. Una época en la cual, como bien dijo Marco, siempre brillaba el sol. Casi perdidos en algún recóndito lugar al norte del Muro, los expedicionarios no tenían la sensación de pertenecer a otro lugar; la impresión les resultaba mucho más plena, pues más bien consideraban que eran habitantes de otro mundo, un mundo lleno de dicha, diversiones y comodidades. Recordaban al imperio como el paraíso encantado que parecía prometer la plateada luz que iluminaba el horizonte.

Julia y Marco hablaron poco, sí, y lo poco que dijeron comenzaba siempre de la misma manera: «Cuando todo esto termine...».

Un día, descendiendo una empinada ladera, sintieron el salado aroma del mar; también podían sentirlo en sus fríos y resecos labios. Sabían que ya estaban cerca de su destino, ya no verían nuevas atrocidades como pueblos masacrados y árboles adornados con despojos humanos que jalonasen el camino. Estaban aproximándose a la guarida de los asesinos.

Cabalgaron hasta la costa, trotando sobre la arena. El cielo brillaba como si fuese de plata y las gaviotas eran las dueñas absolutas del firmamento, llenando el aire con sus graznidos. Continuaron la marcha a lo largo de la costa hasta que por fin divisaron en la distancia señales de un asentamiento humano: volutas de humo elevándose hacia el cielo. La humareda procedía de un poblado situado sobre un risco y rodeado por una empalizada de madera. Entonces supieron, no sin cierta inquietud, que la búsqueda había terminado.

Sobre una duna cercana hallaron a un guerrero montado sobre su poni pío que estaba esperándolos. En cuanto los vio, se dirigió cabalgando tranquilamente hacia ellos. Vestía unos pantalones de montar de ante, una tira de piel de oso sobre los hombros y en su mano derecha portaba una lanza. Tenía el rostro, el pecho y la espalda pintados con extraños motivos de color azul y no parecía sentir el frío. Se detuvo ante ellos y asintió con la cabeza antes de hablar.

—Sólo recuperarás a tu padre pagando un alto precio —tradujo Branoc.

—Oh, por favor, guíanos hasta él —contestó Marco con una sonrisa servil dibujada en el rostro.

* * *

Un sendero conducía directamente hasta el poblado de los atacotos a través de una alfombra de algas. El camino lo habían bordeado de estacas y cada una de ellas estaba ornamentada con una cabeza humana, al más puro estilo del lugar. Por todas partes había pájaros crucificados; espeluznantes símbolos de magia negra; máscaras de madera con ojos humanos y las bocas abiertas chillando ante la vista de un horror indescriptible, y también muñecos hechos de piel con plumas clavadas en ellos. Branoc avanzaba por el sendero mirando fijamente al frente, pues temía contaminar su espíritu con tales abominaciones y que la mancha de su alma se trasmitiese hasta alcanzar a sus bisnietos.

Marco se detuvo en la entrada del poblado y entró escoltado por Milo y Branoc.

El jefe de la tribu los esperaba sentado sobre una tosca plataforma. Esperó hasta que estuvieron frente a él y entonces habló.

—Desmontad —ordenó.

Obedecieron. Entonces el reyezuelo se levantó y se acercó a ellos. Tenía una mirada dura, los ojos inyectados en sangre, y portaba un rudo bastón con remaches.

—Así que sois vosotros los cabezas de hierro que nos habéis seguido durante tanto tiempo... Debéis sentir un gran aprecio por el hombre poderoso.

—Sí —contestó Marco.

—Nosotros también —espetó el personaje—. ¡Firmamento Desgarrado, Medianoche Sangrienta! —dos guerreros se acercaron—. Traed al hombre poderoso.

Marco casi pudo ver a Lucio siendo arrastrado por el barro, cargado de cadenas, con marcas de golpes y los oscuros agujeros de las cuencas vacías de sus ojos. Sin embargo, su padre adoptivo apareció caminando por su propio pie, erguido y más sereno que nunca, con el brazo izquierdo oculto tras lo pliegues de su túnica, descalzo y con la mirada perdida en un punto lejano e indefinido. Marco creyó que el cuestor se había vuelto loco tras vivir tantas penurias y que, al igual que otros hombres, se habría refugiado en lo más profundo de su alma para intentar huir del perverso mundo que se extendía ante sí. Pero Lucio lo sorprendió de nuevo.

—Marco —saludó una voz suave y templada, mirándolo a los ojos.

El guerrero romano no supo qué decir y, antes de que pudiese articular ninguna palabra, un griterío recorrió el poblado. En esos momentos Julia entraba a la carrera y se abalanzaba sobre su tío. Ambos se fundieron en un tierno abrazo. Lucio la sujetó con la mano derecha, la besó en la cabeza y le susurró palabras al oído que nadie más que ella pudo escuchar. La emoción se rompió con un violento ataque de tos que Julia intentó cortar llevándose la manga del vestido a la boca, mientras su tío le daba suaves palmadas en la espalda.

El jefe atacoto fulminó a la mujer con la mirada y ordenó que la separasen del prisionero. Julia tuvo el buen sentido de no ofrecer resistencia cuando fue sujetada por dos hombres como si fuese una esclava. Parecía ignorar el peligro que corría, como si todo le diese igual ahora que estaba de nuevo con su tío.

El reyezuelo sonrió mostrando unos dientes afilados como puñales.

—Éste es el trato —anunció—. Llévate al hombre poderoso a cambio de la mujer... ¿Ha tenido hijos?

—No hay trato —dijo Marco, devolviéndole una encantadora sonrisa.

El cabecilla sufrió un monumental ataque de furia.

—¡No estás en situación de imponer condiciones, ya estáis medio muertos! —siseó con infinita hostilidad—. Haz lo que te digo, si no queréis morir todos aquí y ahora.

—No eres más que un viejo caníbal sarnoso —replicó Marco, con la mejor de sus sonrisas—. Un tipo ridículo que se afila los dientes para asustar a los niños... y, por cierto —añadió con aire afectado—, tu aliento apesta todavía más que tu cochambroso aspecto.

A su espalda pudo escuchar los resoplidos de Milo, haciendo un tremendo esfuerzo por contener la carcajada. El centurión aprovechó el instante de duda de Branoc para indicar con un gesto a los soldados de la puerta que se preparasen para efectuar una carga.

El explorador tomó una profunda respiración antes de traducir y, mientras lo hacía, sujetaba su daga preparándose para lo peor.

—¡Matadlos! —la orden del jefe atacoto no necesitó traducción.

De nuevo los atacotos comprobaron cuál era la diferencia entre matar cazadores o pastores indefensos y enfrentarse a sesenta legionarios que no soñaban con otra cosa más que acabar con ellos. Evidentemente, desde que comenzaron la persecución sabían que terminaría así, pero nadie pudo calcular los efectos del último choque... En las escasas dos horas que duró la refriega, los legionarios acabaron con todo ser vivo que se cruzó en su camino, a excepción de un insignificante grupo de guerreros que huían a toda prisa del devastado lugar junto a las mujeres y los niños. Murieron más de doscientos atacotos, diseminados aquí y allá a lo largo y ancho del poblado. Entre los cadáveres también se hallaban las bajas del bando romano. Al término de la escabechina no llegaban a cuarenta; las pérdidas totales de la expedición superaban los veinte hombres, pero nadie se lamentó. Es más, lo recordarían como un éxito porque, en primer lugar, habían logrado su objetivo, que era recuperar al prisionero y, en segundo lugar, los que sobrevivieron... sobrevivieron. Cualquier soldado hubiese aceptado esas condiciones sin dudarlo.

Entre los heridos se hallaba Milo, quien se había desplomado en un rincón del recinto y yacía medio incorporado en el suelo. Marco se acercó a él e hizo amago de darle una patada.

—En pie, soldado —ordenó burlón.

—Un momento, señor —respondió el centurión sin hacerle el menor caso.

La expresión del duro legionario casi engaña a Marco, pues era la burlona sonrisa del Milo que todos conocían, pero la voz no. La voz había perdido su aplomo. Marco sintió que se le erizaba el vello del cuerpo y un escalofrío corrió por su espina dorsal. El centurión mantenía los brazos cruzados sobre el pecho y la sangre manaba profusamente, colándose a través de sus dedos.

Milo intuyó en la expresión de Marco que éste había calibrado correctamente su situación y asintió complacido; el veterano soldado no parecía muy preocupado por ello, más bien se diría que estaba contento.

—Aquí me despido de ti, cálido reino de la luz. Aquí me presento a ti, fría eternidad —murmuró Milo, recordando espontáneamente unos versos que había escuchado siendo niño.

Nunca tendría esa ansiada granja en las praderas del sur de Britannia, ni se casaría con una muchacha baja y gordita, como le gustaban a él. Ni tendría gota, ni parálisis o cualquier otra dolencia que lo llevase poco a poco a la fría tumba. Moriría tal y como había vivido, empuñando valerosamente su espada, como un soldado. Sí, morir como un soldado...

—Dioses, o quienquiera que seáis, tomad mi alma.

Julia llegó corriendo, se arrodilló a su lado y extendió un brazo para tocarlo, pero apenas lo había rozado cuando lo retiró como si quemase... aunque en realidad lo notó mortalmente frío.

—Señora —dijo haciendo esfuerzos por respirar—, no malgaste su poder conmigo.

Marco quería animarlo, decirle que luchara, que pronto se restablecería y podría regresar a su amado campamento de una pieza, pero no lo hizo. Hay situaciones en que las palabras de aliento deshonran la dignidad de un hombre enfrentándose con valor a su propia muerte, por eso el optio se limitó a posar su mano sobre el hombro de su amigo.

—Ha sido un auténtico placer trabajar junto a ti, soldado —susurró con voz a duras penas audible—. Siempre has tomado las decisiones adecuadas... bueno, casi siempre —vio el brillo de las lágrimas en los ojos del joven oficial y añadió—: No seas blandengue —fueron sus últimas palabras, y Marco le cerró los ojos.

—¿Estás herida? —preguntó a Julia señalándole el brazo.

La mujer negó con un gesto.

—¿Y eso qué es?

No se atrevía a contestar. Negó con la cabeza, sonrojada de vergüenza por habérselo ocultado, y entonces tuvo otro fortísimo ataque de tos. Julia se tapó la boca de nuevo con una de las mangas y, cuando se le pasó, la ropa estaba manchada de sangre. Marco la miraba con la boca abierta.

—Esto es lo que los médicos llaman phthisis —explicó con dulzura.

Sus palabras cayeron como un cubo de agua fría sobre él. «En griego, me está hablando en griego con su delicada vocecita de... como si yo no lo hablase mejor que ella... como si no supiese que eso es tuberculosis, maldita sea... Tuberculosa y me lo oculta por su empecinamiento en venir...», pensaba Marco temblando de rabia. En esos momentos la odiaba más que a nada en el mundo. El oficial se levantó y, soltando un tremendo grito que desahogó en parte su ira, ordenó:

—¡Incendiad el poblado y pongámonos en marcha!

* * *

Amontonaron los cadáveres de los atacotos en el centro del poblado, arrancaron las estacas que rodeaban el poblado y las echaron también a la pira central. Luego los soldados apilaron un buen montón de leña alrededor de la empalizada, cerraron el portón y le prendieron fuego al odioso poblado.

Una vez que el lugar estaba siendo pasto de las llamas, cavaron una fosa para sus compañeros. Marco ordenó que traerán una piedra plana de considerables dimensiones y la colocaran sobre el túmulo arenoso del enorme sepulcro. El optio grabó con su daga los nombres de todos y cada uno de los legionarios que allí habían perecido y luego, él mismo, llevó una piedra que le pareció adecuada y grabó en ella:

Aquí murió Decio Milo

Soldado

Montó en su poni, mandó formar a la compañía en la playa y ordenó el regreso.

Marco abría la marcha junto a Branoc; tras ellos avanzaban Lucio y Julia. Apenas hablaban el uno con la otra, pero no parecía que les hiciese falta, sus silencios estaban cargados de significado. Cabalgaban tan juntos que Marco se sintió casi celoso, pero desechó semejante sentimiento de él y oró a Mitra por ambos; por su amado padre, quien cabalgaba tranquilamente, como si no hubiese pasado nada, con la mano izquierda permanentemente oculta bajo los pliegues de su túnica para que nadie supiese de su dolor y por la mujer que amaba, la mujer que amaban los dos, cabalgando tras él con los ojos brillantes, los carrillos ardiendo de fiebre y una recia tos que no parecía importarle en demasía, pues se la veía feliz acompañando al hombre que cabalgaba a su lado.

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