Julia

Julia


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Años después, en una soleada tarde estival, un niñito llamado Hakon jugaba en las pantanosas riveras del Lea, muy cerca de su casa. Era hijo de una familia de emigrantes jutos.

El niño sabía que en una isla del río vivía un hombre extraño y solitario al que le faltaban dos dedos de la mano derecha y lucía una espeluznante cicatriz en ese mismo brazo. Y aunque su inquietante presencia lo asustaba, lo vigilaba. Todos los días lo veía dirigirse a Londinium. Un día decidió seguirlo, y vio al desconocido recoger flores silvestres: flores de cuclillo blancas y rojas, hierba de san Roberto y flores de lis. Observó que se encaminaba hacia la entrada norte de la ciudad, pero no llegó a traspasarla; se detuvo a las puertas, entre los tejos, y posó parte del ramo sobre la hierba frente a un mausoleo, y el resto encima de un sarcófago del cual sólo se veía la tapa. El hombre de las cicatrices se arrodilló y rezó, o eso le pareció a Hakon, y después regresó a su isla.

Casi se convirtió en una costumbre seguir al desconocido hombre solitario. Tantas veces lo hizo que un día el ermitaño se detuvo y le habló.

—¿Por qué me sigues?

—¿Cómo te has hecho eso? —preguntó Hakon a su vez, señalándole el brazo derecho.

—Esto... fue obra de un pavoroso dragón con el que combatí en los desiertos de Siria —le dijo en tono confidencial.

El niño dedujo que aquel hombre debía ser muy valiente y resolvió hacerse amigo suyo.

Un día Hakon visitó al ermitaño; el chico estaba profundamente apenado. Le contó al anacoreta que su padre estaba muy enfermo, casi a punto de morir, y su madre y sus hermanas lloraban desesperadas. La pobre criatura no soportaba contemplar el dolor de sus familiares. El hombre lo acompañó de vuelta a casa. Cuando llegaron, se colocó a la cabecera de la cama donde yacía el padre y, tras mantener una breve charla con él, le posó la mano en la frente durante un largo tiempo. Luego, sin pronunciar una sola palabra, el eremita se marchó. Al día siguiente, el padre de Hakon había experimentado una notable mejoría.

Hakon acompañó a su padre a la isla para mostrar su gratitud, pero el sanador no quería ser objeto de ningún tipo de reconocimiento. Por el contrario, se dedicó a hablarles de otras cosas. El niño le preguntó por qué él, que podía sanar a la gente, no se había curado a sí mismo. El anacoreta rió con ganas y le contestó que las personas que poseen el don de curar no pueden usarlo consigo mismas.

—Hace tiempo, conocí a una persona que tenía este mismo poder —dijo con voz rota—, pero ella... —nunca terminó la frase.

Le dijo al padre de Hakon que a pesar de que la muerte camina constantemente entre las personas, es el amor el que nos mantiene vivos, tanto aquí como en la Otra Vida. El padre de Hakon asintió muy serio, y al niño le pareció que era tan sabio como el eremita. El niño se aburría de la conversación entre los adultos y salió al río en busca de anguilas.

Así se extendió la noticia por toda la zona. Pasaron los años, y el anacoreta, sentado en su isla, sanaba a todo aquel que lo visitase. Los tocaba con su mano derecha. El sol refulgía sobre la distante Londinium, sus rayos brillaban en las hojas de hiedra que abrazaban la modesta cabaña del sanador y describían senderos luminosos sobre el Lea. Hakon sonreía, la gente acudía a él y él los curaba, los sanaba a todos mientras a lo lejos las murallas del imperio se desmoronaban...

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