Julia

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Primera parte. Virginibus puerisque » CAPÍTULO I

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CAPÍTULO I

Hispania, año 340 d.C.

La hacienda estaba tranquila. En las montañas cercanas las vetustas rocas relucían bajo la calima, y mucho más arriba un buitre solitario trazaba círculos bajo un cielo azul abrasador. Se posó en un risco a esperar; poco después se acicaló las plumas con el pico y retomó el vuelo con un batir lento y poderoso, buscando una corriente de aire caliente que le ayudara a ascender para quedarse allí arriba, como una «T» desgarrada y solitaria. Sus patas colgaban inertes, como si señalaran a otros comensales que allí abajo había carroña esperándolos. Sabía que pronto se les unirían más buitres, pues ellos no vuelan mucho tiempo en solitario. De momento se conformaba con observar pacientemente cómo la muerte llevaba a cabo su trabajo en la hacienda del valle.

* * *

En una de las lujosas estancias de mármol de la mansión, agazapada bajo una pesada mesa de nogal, se encontraba una niña; tendría unos nueve o diez años, quizás un poco baja para su edad, de ojos negros como el carbón que miraban desesperados, atentos y expectantes. Ella también esperaba, también observaba. La niña estrechaba contra sí un gatito de color rojo casi recién nacido.

En una alcoba, al otro lado de la mansión, había una mesa volcada junto al diván; frascos y botellas desparramados por el suelo con ungüentos, aceites, filtros y purgadores; de uno de esos botes se escurría un líquido espeso y verdoso como la bilis.

Una pareja yacía en la cama, inmóvil. Él boca arriba, rígido, con los ojos cerrados; aparentaba unos cuarenta años, de constitución fuerte, endurecido por la vida al aire libre y la piel curtida por la intemperie. La sábana blanca que les cubría los pies se hallaba revuelta, como si hubiesen intentado zafarse de ella a patadas. La mujer, una bella mujer, estaba ligeramente encogida, con los brazos cruzados y la cara oculta contra uno de sus hombros. Ambos estaban muertos.

* * *

La niña salió de su escondite de debajo de la mesa muy lentamente y apoyó la espalda contra la pared, entre la penumbra. Sujetó al gatito con fuerza, tanta que éste maulló y se debatió débilmente intentando liberarse.

—Lo siento, Barbus —susurró mientras aflojaba un poco la presión.

Barbus era el diminutivo de Ahenobarbus, el nombre completo del gatito, que significa «Barba de bronce». Lo posó en el suelo y comenzó a acariciarlo; el animal le correspondía con lametazos y ronroneos. Casi inmediatamente Barbus bostezó, se hizo un ovillo y se durmió; estaba agotado tras el esfuerzo que supuso intentar zafarse de los brazos de su ama.

—Eres el mejor amigo que tengo —le dijo. «Y el único», pensó ahogando un sollozo.

Mientras el animal dormía ella imaginó un cuento acerca de Ahenobarbus el Fiero. Él la protegía de bestias peligrosas; de ratas y ratones grandes como caballos y, por la noche, cruzaba el cielo estrellado a lomos de su gato volador.

La mesa estaba vistosamente tallada con representaciones de Cupido, sátiros, genios y ninfas. Ella oró un buen rato, invocó sus nombres y preguntó acerca de su destino, pero se aburrió pronto esperando una respuesta que no acababa de llegar.

Hacía mucho que no comía, tanto que se sentía desfallecer, y cuando pensaba que los retorcijones de la debilidad no podrían ir a más... aumentaron. Se preguntaba si, acuciada por el hambre, podría llegar a devorarse a sí misma. Recordaba la historia que había oído en boca de su padre acerca de un niño espartano que había sacado una cría de zorro de la madriguera para llevársela. Al llegar a casa, era la hora de cenar, no supo dónde esconderla y la ocultó bajo su túnica, pues entrar al comedor con un zorro estaba muy mal visto incluso entre aquellos salvajes de Esparta. El chico fue tan duro, tan valiente, que no se quejó ni cuando el zorro comenzó a devorarle las entrañas.

No recordaba la razón por la cual su padre le había contado una historia como aquélla; debería de ser para aleccionarla acerca de la fortaleza y virilidad de los espartanos. De todos modos ella no podía imaginarse a Barbus devorándole las entrañas. Sus padres habían discutido por aquella historia. Su madre argumentaba que la niña podría tener pesadillas; mientras el padre se reía despreocupado, le revolvía el pelo, y contestaba que hacía falta mucho más que eso para asustar a una niña tan testaruda y valiente como su hijita. Los echaba de menos. En ese momento ambos yacían fríos e inmóviles al otro lado de la villa.

Su única esperanza había sido su niñera, pero ésta había huido junto al resto de esclavos cuando se enteraron de que su padre había enfermado de algún tipo de peste en África. Los médicos vinieron, se agolparon alrededor del diván donde yacía y lo examinaron mientras él se quejaba presa de terribles sufrimientos, bañado en sudor, y su piel, siempre bronceada y curtida por el sol, adquiría un tono cetrino, enfermizo. Aquello fue lo peor: ver a un hombre fuerte y valiente como su padre retorciéndose, apretándose el vientre con las manos y gimiendo de dolor. Con el ceño fruncido y chasqueando la lengua con preocupación, los doctores le administraron purgativos y sangrías, le aplicaron pellejos de ranas recién capturadas y trozos de serpientes en la frente para, según ellos, medir la cantidad de veneno que llevaba dentro. Consultaron las obras de Hipócrates y Galeno, susurraron algo entre ellos y llegaron a la conclusión de que, al final, todo sucedería según la voluntad de los dioses. Casi aturdido por la terrible agonía, su padre los mandó expulsar del hogar; él mismo lo hubiese hecho de no encontrarse tan débil. Los médicos se marcharon con aires pomposos y muy ofendidos por el trato.

Cuando vio huir a los esclavos corrió a la alcoba de sus padres para decírselo. Llamó a la puerta y se quedó atónita, casi se desmaya cuando su madre, con voz débil y llorosa, le prohibió la entrada. Las palabras le llegaron de abajo, como si le hablase arrodillada justo al otro lado de la puerta.

—Mi pequeña, mi cielo —susurraba su madre—. Quisiera abrazarte, pero no puedo... No entres, mi amor... ¡Oh, dioses!... terribles y celosos de los hombres.

Su madre, angustiada, lloró y golpeó con las manos el frío mármol del suelo y reiteró con voz temblorosa que no entrase porque podría caer enferma. La niña quedó frente a la puerta tan confusa que no pudo ni llorar.

—¿Qué tal está padre? —preguntó la niña.

—¡Ah! Está... está mucho mejor, cariño. Sí, está mejorando... Todavía no puede hablarte... pero dentro de poco estaremos juntos de nuevo, como antes... Ahora voy a atenderlo, porque estoy... porque está —se corrigió— muy cansado. Si algo nos sucediese... Ve con tío Lucio.

«Si algo nos sucediese», se repitió. No entendió qué quería decir. Tampoco sabía dónde estaba exactamente su tío; tenía entendido que vivía en un lugar lejano... más allá de Corduba... y que el viaje debía hacerse en barco.

—Toma esto —la débil voz de su madre sonó de nuevo al otro lado de la puerta—. Llévalo siempre encima.

Con un suave siseo, un colgante con el símbolo de Isis asomó por debajo de la puerta. Era el amuleto personal de su madre, una joya que nunca se quitaba, bajo ningún concepto.

—Te quiero, hija mía.

—Yo también os quiero, madre.

Fue la última vez que escuchó la voz de su madre.

La niña se colgó el amuleto al cuello, bajo la túnica, dio media vuelta y se deslizó sin hacer ruido por los pasillos de la mansión, sobrecogida por la angustia, el miedo y la pena.

Al día siguiente volvió a la alcoba de sus padres. Golpeó la puerta insistentemente, con furia, y los llamó a gritos;

como no obtuvo respuesta alguna, se decidió a entrar. Allí estaban los dos, abrazados sobre el diván, quietos. Entonces comprendió.

Corrió hacia su lararia, la pequeña capilla dedicada a los lares o penates, los dioses protectores del hogar. En sus pequeños nichos, alumbrados por las velas, estaban Júpiter y Juno. Juno, «jefa de los dioses y patrona de las gruñonas», como solía llamarla su padre. Su madre le reñía cada vez que hablaba así de la diosa, pero no podía evitar sonreír con la broma. Al otro lado se encontraba una figura aún más extraña, extranjera, de color verde y azul: era un busto de Isis del tamaño de un puño. Su madre siempre le oraba con el más profundo respeto y su padre jamás hubiera osado bromear con esta diosa.

Se llevó la mano allí donde tenía el amuleto, bajo la túnica, e hizo una pequeña reverencia. La niña creía que sus padres se habían transfigurado en dioses. Su padre, alto y fuerte, el victorioso Júpiter, y su madre la amable, sabia e indulgente Isis.

Estaba sola, hasta los esclavos habían escapado de la moribunda hacienda, llevándose su niñez con ellos. Sus padres habían ido a un lugar mucho más lejano; a un mundo donde ella no tardaría en ir... A un lugar más allá de la Muerte. ¿Cómo lo llamaba su madre? Solía citarlo para consolarse de la pérdida de su hijo, muerto cuando sólo era un bebé.

—El lugar donde aman al silencio —decía su madre—. Así lo llaman los egipcios.

Sabía que su madre volvería a ella, que algún día podría escuchar su voz, pero no en un futuro próximo. Su madre estaba en silencio. Se sentía sola en el mundo. No sabía qué hacer ni dónde ir, y entonces, con el gatito en su regazo, se echó a llorar.

* * *

El sonido de un caballo al galope acercándose a la hacienda la despertó a media tarde. La cadencia fue disminuyendo hasta que cesó a la altura de la puerta de la mansión, quizá fuera del camino. Se concentró intentando aguzar el oído y, después de un silencio, le llegó el sonido apagado y seco de un golpe contra la puerta del patio; sólo uno, quien fuese no estaba llamando a la puerta. Tras una pausa volvieron a sonar los cascos del caballo en el camino y el frustrante sonido de un galope disipándose en la distancia a medida que el jinete se alejaba.

Esperó un poco y salió arrastrándose bajo la mesa donde estaba; antes de ponerse en pie echó un vistazo al pasillo. Se irguió, acomodó a Barbus sobre su hombro derecho y se dirigió cautelosamente a la puerta del patio. No había nadie. Cruzó el jardín deprisa, una vez bajo el pórtico se encaminó hasta el pesado pomo del cerrojo de hierro y, con bastante esfuerzo, logró abrir una de las hojas. El brillo del sol la deslumbró durante unos instantes haciéndole guiñar los ojos. En cuanto se hubo adaptado a la luz, avanzó hacia el sofocante calor de la tarde. Miró con atención en todas direcciones y no vio un alma, ni en el largo sendero de gravilla que llevaba a los muros de la mansión, ni en el viñedo, ni entre los olivos, los naranjos, los almendros... Nadie. Sin embargo, una de las verjas de hierro que cerraban la hacienda estaba abierta de par en par. Más allá de la verja se extendía el paisaje que, simplemente contemplándolo, lograba acelerar siempre los latidos de su corazón. Dadas las circunstancias, esa maravillosa vista parecía ofrecerle una esperanza: tras ella estaba su casa, tomada por la muerte, y ante ella... las colinas... El brillo del mar, el lejano y vasto mar océano.

«¿Cómo llegaré allí? —pensaba—. Y una vez en el mar... ¿qué hago? ¿Dónde voy?»

Estaba ensimismada en sus pensamientos cuando vio algo por el rabillo del ojo que le llamó la atención. Una flecha estaba clavada en la puerta, bastante más arriba de su cabeza. Entró de nuevo en la casa y salió arrastrando una silla. La colocó justo debajo del astil de la saeta, apoyada contra la puerta para ganar un poco más de estabilidad, y se subió a ella. La niña estiró un brazo poniéndose de puntillas y aun así no fue suficiente para alcanzarla. Con sumo cuidado, pues Barbus seguía sujeto a su hombro, apoyó la mano derecha en la hoja de la puerta y se encaramó al respaldo de la silla. Por fin, estirándose en precario equilibrio llegó a coger el mensaje enrollado en el astil. Descendió de un salto y desplegó el pergamino, que decía así:

«Por orden del gobernador, ninguno de los residentes ha de abandonar esta villa. So pena de muerte».

Nunca antes había oído la expresión «so pena de muerte», pero entendió perfectamente su significado: debería permanecer allí, sola, hasta el fin de sus días.

Siguiendo un impulso, sin saber muy bien qué estaba haciendo, se encaramó al respaldo de la silla y colocó el pergamino de nuevo alrededor del astil, como lo había encontrado.

Llevó la silla al patio y cerró la puerta, totalmente desanimada.

La niña se dirigió a su alcoba, le parecía la estancia más adecuada, y se acurrucó en su diván con el gatito en los brazos, esperando quedarse dormida y no despertar hasta encontrarse en compañía de sus padres.

* * *

Se despertó empapada en sudor, un sudor frío causado por terribles pesadillas. En ellas se veía acosada por una manada de zorros que la perseguían por oscuros pasillos que parecían no tener fin; jadeaban con la lengua roja, brillante, colgándoles fuera de la boca y susurraban su nombre como una tétrica maldición. Querían matarla porque llevaba la peste consigo. Pasaba al lado de una flecha clavada en la pared, mucho más arriba de su cabeza, con un gatito muy parecido a Barbus maullando atravesado por ella.

Había alguien en la villa. Trataba de ver a través de la espesa oscuridad de la alcoba, con los ojos abiertos como platos de puro pánico. La envolvían las sombras, pero notaba la presencia de alguien andando por los pasillos. Habían venido a por ella, cumpliendo la orden del cónsul... So pena de muerte.

No podía oír sus pasos, pero le llegaba nítidamente el sonido de puertas que se abrían y cerraban en la distancia, como si estuviesen registrando las habitaciones una a una. A medida que se acercaban a su cuarto escuchaba sus voces, voces fantasmales. Por un instante pensó que era su madre que venía... Pero su madre nunca la hubiera buscado de ese modo. Su madre hubiera sabido al instante dónde encontrarla y aparecería radiante, envuelta en un halo dorado, al pie de su diván, sonriéndole; la estrecharía en sus brazos y se la llevaría de la mano.

—Julia... —una voz aguda y susurrante la llamaba—. Julia... ¿Dónde estás?

La voz sonaba cercana, una o dos habitaciones más allá a lo sumo. Alguien la buscaba, alguien estaba registrando las estancias, mirando tras las cortinas y bajo las camas... Quizá con un cuchillo en la mano.

Rodó bajo el diván presa de un terror irracional, con el corazón retumbando en el pecho y el gatito maullando, contagiado del pánico de su dueña. Apenas se hubo ocultado cuando se abrió la puerta de su alcoba.

—Julia —era la misma voz—. ¿Dónde estás?

Era la anciana Dorcas, su niñera. No se llamaba así; ese nombre era una especie de broma que sólo el padre de Julia y la niñera parecían entender.

A la niña nunca le había gustado esa mujer con la piel arrugada por la edad; siempre con cara de pocos amigos y de humor avinagrado, muy dada a presumir patéticamente de sus cuarenta años como viuda. Para Julia eso significaba que era increíblemente anciana. Su esposo había muerto joven, antes de que tuvieran hijos. Sólo le agradaba tratar con sus amos y con casi nadie más; no le gustaba la gente pero le encantaba, y de eso no cabía duda, cuidar de los niños. Pegaba a Julia sin piedad cuando ésta hacía alguna trastada, cosa harto frecuente por otro lado. Más de una vez la niña había sentido la fuerza de los recios brazos de la esclava, sobre todo el derecho. Pero, a pesar de su mal humor, de su rechazo y de sus sempiternas quejas... la anciana niñera había vuelto a aquel lugar de muerte a ocupar su puesto.

Julia salió de debajo del diván y se puso en pie mirando a Dorcas a los ojos, pensando en alguna disculpa por haberse escondido allí, casi preparada para recibir una bofetada y un par de exabruptos. Pero esta vez fue diferente; Dorcas la contemplaba con el semblante serio con aquellos ojos llenos de legañas.

—Vamos, niña —dijo casi con dulzura—. Debemos marcharnos.

No puso ninguna objeción acerca del gato.

Dorcas había llegado a medianoche a lomos de una acémila que parecía más anciana e insociable que ella. Montaron ambas en la mula y no se dirigieron al valle, como esperaba Julia, sino hacia las montañas. Aquello fue algo desconcertante para Julia; la anciana, un personaje hasta entonces odioso, había vuelto por ella para llevársela de allí... So pena de muerte... La niña se encontraba demasiado cansada para entender el porqué de aquel gesto y para intentar averiguar adónde se dirigían.

Cuando empezaron la marcha Julia echó una última mirada a la que hasta entonces había sido su casa. Su mente bullía de recuerdos y emociones. Se veía a sí misma aplaudiendo, corriendo por el sendero para recibir a su padre el día en que regresó de África, montado en un magnífico potro númida y resplandeciente con sus ropas doradas y purpúreas. Los días de otoño cuando acompañaba a su madre a recoger castañas; la recordaba con su vestido blanco de lana flotando sobre las hojas de los castaños, como si fuese una diosa del Olimpo. Siempre volvían cogidas del brazo, madre e hija, deseando llegar para asar las sabrosas castañas al fuego. Y haciendo rabiar a Dorcas, escondiéndose de ella a la hora del baño... Con la consecuente paliza, claro. También recordaba las largas y aburridas cenas que daban sus padres, cuando a ella la confinaban en la cocina con Dorcas y Subo, el cocinero que le hacía golosinas y que, cuando quedó sola, la había abandonado igual que todos los demás, excepto Dorcas. Una vez había encontrado un lagarto cojo que adoptó como mascota, con gran desprecio por parte de su niñera, y lo alimentó con las moscas que encontraba en las telarañas con la esperanza de que recuperara fuerza y salud. De igual modo había adoptado al gatito pelirrojo que apareció un día acurrucado en la cocina, maullando desesperadamente. Recordaba las tardes solitarias, cuando añoraba un hermano con quien jugar, en vez de tener que hacerlo con sus amigos imaginarios, pues, como le había dicho su madre, los niños que había por allí eran campesinos o esclavos. Cuando su padre estaba de viaje su madre también se sentía sola; la mujer pasaba los días triste, en silencio, orando en la lararia ante el pequeño busto de Isis. También guardaba recuerdos, éstos más borrosos, de su vida en Roma; recordaba las multitudes, las avenidas, el ensordecedor ruido de los carros traqueteando por las calzadas y el repiqueteo de los caballos sobre las losas de la calle; le venían imágenes de la mansión que tenían en la colina de Esquilias, pero eran tan vagas que casi no lograba diferenciar cuáles pertenecían a aquella villa o a ésta, situada en otras colinas, las de Hispania. La casa que se había convertido en la tumba de sus padres, la casa de la que se estaba despidiendo.

Cruzaron una línea de cipreses y Julia perdió de vista la hacienda, así como su infancia, sus sueños y sus juguetes.

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