Julia

Julia


Primera parte. Virginibus puerisque » CAPÍTULO II

Página 10 de 37

CAPÍTULO II

Era una noche veraniega; sobre sus cabezas estaba el triángulo de Lira y Vega, la más hermosa estrella del firmamento. La luna alumbraba suficientemente los serpenteantes senderos de montaña y los demás astros titilaban en un cielo azul zafiro. Julia fue meciéndose con el suave paso de la mula hasta que cayó dormida, con la cabeza apoyada sobre la huesuda espalda de Dorcas.

Medio dormida vio, o quizá lo soñó, a una preciosa jineta cruzar el sendero ante ellas, deslizándose, con el hocico a ras de suelo sin ocuparse de nada más hasta que desapareció entre los arbustos. Todavía entre sueños notó que la mula paraba y Dorcas se volvía para cubrirla con una manta de lana, pues, aunque era verano y el cielo estaba despejado, pronto llegaría el rocío del amanecer. Sintió cómo las espinas y los matojos le arañaban las piernas, pero estaba demasiado cansada para reaccionar.

«Quizá merezca todo esto. Puede que la muerte de mis padres fuese por culpa mía —pensaba— Debe existir alguna razón para estas cosas. Quizá sea un castigo.»

El silencio de la noche sólo era roto por el rítmico paso de su montura, hasta que un tropezón de la mula la sacó de sus inquietos sueños.

—Dorcas... Me he quedado huérfana, ¿verdad?

Esa pregunta parecía ser la causa de su desasosiego.

—Así es, cariño —respondió la niñera.

Nunca antes había empleado este tono con ella.

—Como yo, si lo piensas bien... —dijo a modo de triste consuelo, volviéndose para mirarla—. Como nos quedamos todos al final.

Cuando la niña volvió a abrir los ojos el sol comenzaba a iluminar el cielo con un suave brillo gris.

Estaban descendiendo a un ancho valle exuberante y fértil a pesar del tórrido verano. Pero fue un olor el que la despertó, el inequívoco olor de las algas marinas. El primer pensamiento que tuvo era que se estaban acercando a Roma. Pero eso era imposible, Roma estaba demasiado lejos. En cualquier caso, ante ella se extendía una gran ciudad costera. Julia apenas podía asimilar todo lo que veía: larguísimas calles polvorientas, llenas de asnos y mulas cargados hasta no poder más con cajas, sacas y ánforas; los mercados callejeros, las plazas, las voces de los vendedores y de los pregoneros; el puerto, con un largo espigón que lo protegía del viento del sudoeste y que mantenía el interior liso como el cristal, repleto de barcos mercantes atracados, esperando a los estibadores. También pudo oír voces y gritos en lenguas que no comprendía y vio hombres negros, de piel brillante, que procedían de lo más remoto del África, donde el sol lo quemaba todo y hombres, bestias y árboles eran negros, o eso se decía.

Hubo un fuerte regateo entre su niñera y un capitán de barco de ojos entornados, piernas arqueadas y dientes torcidos. Aquel personaje llevaba aros de oro en las orejas, tenía las manos tan resecas de la sal que parecían pinzas de cangrejo y, además, se sonaba la nariz con las mangas.

Durante la disputa el capitán mencionó cierto brote de peste en las montañas.

—Las noticias viajan rápido —apuntó el marino—. Más aún que los que huyen de la peste. Bien... ¿Por qué quieren ir a Britannia?

Julia miraba boquiabierta a Dorcas, estremecida al oír nombrar un lugar tan remoto.

«¿Britannia?», pensó. Su padre le había hablado de Britannia. Sabía que estaba al otro lado del mundo, muy al norte, rodeada de un mar gélido y gris; un lugar con un clima espantoso, lluvioso y con nieblas permanentes cuyos habitantes eran todos pelirrojos y no tenían ni tan siquiera olivos, pues las continuas heladas no lo permitían. Su padre también le había dicho que al norte de Britannia, más allá del muro construido por el emperador Adriano, los soldados de las guarniciones tenían que llevar tres pares de calcetines de lana en invierno; se ponían calcetines hasta en las orejas, tal era el frío. En su día no creyó las palabras de su padre, pensaba que le tomaba el pelo, pero habiendo escuchado la conversación...

Julia comenzó a tirar de la manga de Dorcas rogando quedarse en Hispania; de ningún modo pensaba ir a un lugar como Britannia. Pero la reciente ternura de la esclava parecía haberse evaporado, porque se volvió y le propinó una bofetada en un oído.

—Irás a cualquier maldito lugar que tenga a bien mandarte —le espetó—. Y deberías estar agradecida por ello, pues nadie más en el mundo está dispuesto a cuidar de ti —la niñera hizo una pausa y añadió—: Tu tío Lucio es la única esperanza que te queda... si él te quiere.

Recordaba ese nombre, es lo que había dicho su madre desde el otro lado de la puerta. «Ve a Londinium Augusta, busca a mi hermano Lucio... si algo nos ocurriese toma un barco y acude a él», eso había dicho.

Finalmente, unas monedas cambiaron de mano y un niño mugriento se llevó la mula. La niñera y el capitán intercambiaron unas pocas palabras más y al poco rato regresó el niño y entregó a Dorcas una barra de pan, una bota llena de agua y una bolsa de higos secos. La anciana cogió a Julia de la mano y la llevó hacia un achaparrado barco mercante, con una gran vela latina y un pequeño foque desteñidos por la sal y el viento marino, que una vez fueron rojos.

El camarote no era más que un minúsculo espacio oscuro y maloliente ubicado bajo la cubierta de proa. Las tablas de la cubierta estaban podridas y habían colocado una lona remendada para protegerlas de la lluvia y la espuma del mar.

—Sea la voluntad de los dioses —dijo Dorcas entre dientes, mientras se tapaba con su manta y cerraba los ojos—. Pensar que a mi edad voy a embarcarme a donde el Destino tenga a bien llevarme... Si vivo para contarlo será un milagro.

Julia la dejó allí y se sentó en el casco de proa con las piernas cruzadas y las manos sobre las rodillas. Sentía a Barbus escondido bajo su regazo. El viento silbaba y hacía crujir las jarcias que colgaban sobre su cabeza. Tras el espigón, la superficie del mar formaba caballos de espuma y se erizaba como las uñas de un gato.

«Me da igual, no tengo miedo», pensó. Sintió una mezcla de culpabilidad, nerviosismo y pena cuando abandonaron el puerto. Entonces el capitán comenzó a bramar órdenes y un marino soltó amarras; otros se encaramaron al palo mayor para aflojar las jarcias y arriar las velas. El timonel trazó una primera bordada muy cuidadosa y viraron la vela mayor muy lentamente, por precaución, pues el viento arreciaba de sudoeste, y aun así, la mayor tomó una racha de aire que sacudió el palo y todo el barco crujió como un arco al tensarse; por un momento pareció que la nave naufragaría, sobre todo cuando escoró a estribor. El barco cogió velocidad y en un momento se encontraba en mar abierto, subiendo y bajando a medida que cortaba las olas, con el rumbo fijo al noroeste, más allá de las Columnas de Hércules, hacia el vasto mar océano.

La espuma del mar mojaba las mejillas de Julia y cuando se reía a carcajadas el viento le refrescaba los dientes de tal manera que debía cerrar la boca; hasta Ahenobarbus se acurrucaba más profundamente en su regazo para buscar calor. A veces le pareció oír gruñir a la anciana, pero se limitó a no hacerle caso. Indudablemente había sido un detalle que volviera a buscarla, pero todavía no sabía por qué. Tenía muchas preguntas sin respuesta: ¿Odiaba a Dorcas? ¿Había algo más tras sus quejas? ¿Por qué una esclava, cuyos amos habían muerto, volvía a cumplir con su trabajo? Lo único que tenía claro era que el mundo de los adultos le parecía algo muy complicado.

Entonces se acordó de sus padres y de lo fácil que había sido olvidarse de ellos; sin darse cuenta, su mente había bloqueado su recuerdo. Sentía remordimientos, sólo siendo una mala persona podría estar allí, a bordo de una nave, riéndose con el pelo suelto al viento, con un agradable cosquilleo en la punta de los dedos por la excitación del viaje, sin dedicar un pensamiento a sus padres, muertos hacía menos de una semana. Quizás en otro tiempo se hubiese hundido en un pozo de amargura del que probablemente no hubiera sido capaz de salir o, tal vez, hubiera creído que allí, en el imponente puerto de Londinium, encontraría a sus padres esperándola; su madre con los brazos extendidos hacia ella y su padre un poco más atrás, los brazos en jarras, las piernas separadas apoyadas firmemente en el suelo y con su ancha sonrisa iluminándole el rostro. Todos los recuerdos de la enfermedad, los dolores, aquella palidez verdosa, la muerte... no serían más que un mal sueño, porque, por mucho que lo intentara, no podía creer que sus padres habían muerto, que no los volvería a ver jamás. Acarició bajo su túnica el amuleto de Isis, preguntándose si todo aquello acabaría bien.

* * *

Un día, al amanecer, cuando subió a cubierta bostezando para estirarse un poco y tomar unas bocanadas de aire fresco, vio algo que la dejó atónita: el barco estaba cubierto, de proa a popa, por un manto de arena blanca y fina. Se quedó un momento observando aquel fenómeno, y viendo a unos marinos apoyados en el pasamanos de la borda se dirigió a uno de ellos, un hombretón negro llamado Víctor, al que un día recompensó con un higo si no por sus pequeñas atenciones, por no considerarla una molesta carga.

—Víctor, por favor, ¿qué es toda esta arena?

El marino la miró solemnemente, se agachó y semiarrodillado cogió un puñado de arena de una de las minúsculas dunas que se habían formado en cubierta.

—África —dijo lentamente. Víctor sopesó el puñado en la enorme palma de su mano y, señalando con el pulgar por encima del hombro, añadió—: Esta arena viene de África, pequeña.

La niña lo vio volver la cabeza mirando con nostalgia hacia donde había señalado. Se preguntaba si algún día ella viajaría hasta África o si permanecería toda su vida en un lugar tan mísero y lluvioso como Britannia, donde la niebla era permanente y la gente pelirroja.

—Sí, en Britannia no hay más que pelirrojos —dijo para sí sonriendo—; al menos Ahenobarbus estará contento...

La sonrisa se le borró de pronto cuando Víctor brincó gimiendo de dolor. El capitán estaba junto a él, a su derecha, con los ojos entornados y preparado para golpear de nuevo con una gruesa vara de sarmiento.

—¿Qué diablos estás haciendo, marinero? ¡No te veo trabajar!

Víctor desapareció al instante.

—En cuanto a ti, pequeña desgraciada —vociferó el capitán—, ya estás bajando a la bodega con tu niñera. No quiero volver a verte por aquí, hablando y haciendo perder el tiempo a mis hombres; ya es bastante molesto tenerte a bordo.

No tuvo que ordenárselo dos veces; sonrojada por la humillación y el miedo descendió bajo la cubierta a buscar a su mascota. Lo encontró hecho un ovillo sobre el pecho de Dorcas. Lo cogió con cuidado y comenzó a acunarlo en sus brazos.

—Dorcas —susurró extrañada de que aún estuviese dormida.

La anciana comenzó a moverse, se mordió los labios y luego abrió los ojos mirándola. La niña no pudo evitar fijarse en el brillo amarillento de sus córneas. La niñera alzó su brazo derecho lentamente, con esfuerzo, sus jadeos parecían salir de lo más profundo de su garganta, su cuerpo se agitaba presa de escalofríos. Julia conocía aquellos síntomas.

—¡Dorcas! —gritó desesperadamente.

Dejó el gato en el suelo y se inclinó sobre ella, deseando abrazarla más fuerte de lo que nunca antes hubiera imaginado.

El aliento de la anciana apestaba como la carne podrida. La niñera apartó la cara de ella e intentó separarla de sí con los brazos. Alzó la cabeza para hablar.

—No, cariño... No —dijo con el terror y la angustia dibujados en sus ojos—. Ve a cubierta. Hazlo, vete.

Lejos de hacerle caso, Julia la estrechó con fuerza entre sus brazos, con una intensidad que la anciana no había experimentado nunca. A pesar de su enfermedad, Dorcas sacó fuerzas para darle un codazo en las costillas. Julia se apartó.

—No, niña, te he dicho... —ordenó con tono áspero—. Te digo que te apartes de mí. Ve a cubierta.

Exhausta por el esfuerzo, la anciana dejó caer la cabeza a un lado; de algún lugar en lo más profundo de su cuerpo salió un espeluznante estertor.

Con los ojos inundados de lágrimas, Julia palpó el suelo en busca de Barbus; apenas lo encontró, subió con él por la escalera de madera que daba a la cubierta. Una vez allí se dirigió a proa y se sentó con las piernas cruzadas bajo la suave sombra del foque, su lugar preferido, con la espuma salpicándole las mejillas y mecida por las olas; con los ojos fijos en el horizonte, mirando sin ver.

Cerca del mediodía el sol parecía una gran bola blanca colgada en lo alto del cielo. Oía los alaridos del capitán llamándola, pero esta vez ni siquiera volvió la cabeza para mirarlo. El marino decía algo sobre cerebros fritos como un huevo al sol y sombreros; hablaba de cosas que a ella no le importaban en absoluto.

—¿Dónde está tu querida y anciana niñera? —su voz sonaba más cercana—. ¿No sube para que el sol caliente un poco sus viejos huesos?

Aquella era la primera vez en todo el trayecto que Dorcas no había subido a cubierta.

De repente el vozarrón del capitán tronó áspero tras ella.

—¡Hazme caso, tunante! Mientras estés a bordo de mi barco tendrás a bien contestarme o te muelo a cintazos. ¿Has comprendido?

Por fin Julia se volvió. Encontró al capitán inclinado frente a ella, con la cara a pocos centímetros de la suya. La niña guardó un obstinado silencio, estaba aterrorizada. Optó por mirar al mar.

—Bien, creo que no me equivoco si pienso que eres una pequeña fulana con agallas, ¿verdad?... ¡Niñera! —vociferó hacia la escotilla—. ¡Espero que no hayas enfermado ahí abajo! ¡No queremos enfermos en un barco tan pequeño como éste! ¡Eso es algo que no nos gusta! No sé si me entiendes, vieja...

Le respondió el más absoluto silencio. El capitán meditaba qué hacer: si bajar a investigar, lo cual le fastidiaría bastante, o dejar que aquel pellejo reventado siguiera durmiendo; se decidió por esto último. Obsequió a Julia con una mirada feroz y un resoplido antes de regresar a popa y golpear cruelmente a un muchacho sordomudo con su vara. Hasta cierto punto, le agradaba golpear a alguien que no chillara de dolor.

La noche y la temperatura cayeron rápidamente.

La tripulación suspiró de alivio cuando entraron en el mar Cantábrico; habían atravesado sin novedad las odiadas aguas de los más odiados aún piratas norteafricanos.

Víctor se aproximó a Julia, que seguía sentada a proa, para recoger la vela del foque. El marino aprovechó el momento para hablarle, entre susurros, acerca de unas luces borrosas que se divisaban en el horizonte.

—No deberías hablar conmigo o tu capitán te pegará.

—No creo. Ahora está en su camarote, en brazos de su... dama.

La niña lo miró con una mezcla de asombro y horror, pues no entendía que un ser tan repulsivo tuviese una amante; el marinero supo interpretar la expresión de Julia y riendo entre dientes dijo:

—Que tiene un sospechoso parecido con una jarra de vino. Por cierto... —Víctor señaló al este—. ¿Ves aquello? Es la ciudad de Burdigala, en la Galia, hemos fondeado allí varias veces. Es famosa por sus vinos... —Y añadió con un guiño—: Y el mejor, para el gusto de algunos.

Julia observó las luces por un momento y se puso en pie. Le costaba caminar; había pasado casi todo el día sentada con las piernas cruzadas, estaba entumecida. Cuando finalmente alcanzó la escotilla se las arregló como pudo para bajar por la escala, operación que le llevó un rato porque le dolían las articulaciones. Una vez en el vientre de la nave, se sentó junto a Dorcas y la puso al corriente de las últimas noticias.

Le habló del capitán, quien, además de ser malo, era un borrachín y lo odiaba. Le contó que pasaban ante Burdigala, en la Galia, un lugar famoso por sus vinos, para algunos los mejores del imperio; pero Dorcas no estaba para comentar el paladar del vino de Burdigala.

El aire en la cabina se había vuelto rancio, apestoso y la anciana respiraba peor; tenía el rostro perlado de sudor, los labios más secos que nunca, los ojos cerrados, la boca abierta. La pobre anciana había arrojado la manta al suelo y movía la cabeza de un lado a otro sin sosiego. Julia le hablaba, le susurraba cosas que jamás hubiera imaginado llegar a decirle a aquella mujer; incluso rogó por ella y, como en la ocasión anterior, no obtuvo respuesta. La anciana ya estaba muy lejos de todo aquello y parecía que murmuraba algo en voz muy baja, casi sin separar los labios. Julia se inclinó un poco más sobre ella, intentando averiguar qué estaba tratando de decirle, pero esta vez, en lugar de separarla por su propio bien, la anciana la cogió por la nuca con algo que parecía más una zarpa que una mano y, sujetándola con la fuerza repentina que se apodera de los desesperados, la atrajo suavemente contra su pecho marchito, como si aquello fuese un antídoto contra aquel amargo trance. Julia se debatía bajo la garra de la anciana como hubiera hecho Barbus, pero, al igual que éste, no pudo zafarse de aquella mano que la aprisionaba.

La saliva formaba burbujas sobre sus pálidos labios y entonces habló. La niñera le reveló las visiones que tenía; el último suspiro de un alma que lo había visto todo en este mundo. Le contó las certeras profecías de una moribunda. Con balbuceos Dorcas le habló de templos en llamas, de riadas de fuego que arrasaban ciudades enteras, de barcos encallados en los picos de las montañas, de cosas y sucesos sobrenaturales. Le habló de un pájaro blanco volando sobre un cielo oscuro y de otro pájaro mucho mayor, de color negro, volando a ras de suelo sobre un paisaje desierto, desolado, encorvado sobre una criatura terrorífica y luego extendido sobre un espino, con una corona de púas y las alas extendidas como el Dios de los cristianos.

—Bajo la superficie del mar —susurró— existen formas que se mueven, como una niebla verdosa. Es el auténtico Príncipe del mundo, el Sembrador de estrellas, el Creador... formas cambiantes bajo las aguas, llamas perpetuas... aullidos nocturnos que no pertenecen a una bestia...

Julia se retorcía desesperada por huir.

—Niña... no vayas al norte... niña, sálvate —su respiración parecía la de un ser de ultratumba.

Por fin logró soltarse. Sollozando se dirigió a la cubierta y buscó un lugar resguardado donde poder sentarse y meditar acerca de todo aquello, del Príncipe del mundo, del Creador... Una niña que protegía a un gatito, una huérfana resguardada por un trozo de lona bajo el brillo indiferente de las estrellas...

Julia se durmió sujetando su amuleto. Soñó con formas cambiantes y verdosas que se movían bajo el agua, templos en llamas, muros derruidos; con el pájaro crucificado en un espino y, en el silencio de la noche, oyó un chapuzón amortiguado y llantos que parecían proceder de las profundidades pero que no parecían articulados por una bestia.

* * *

En cuanto despertó fue a buscar a Dorcas...

—¿Qué has hecho con ella? —chilló—. ¿Qué has hecho con ella? —gritó con más furia aún.

Corrió a buscar al capitán. Lo encontró a popa, chupando una naranja.

—¿Qué has hecho con Dorcas? —le preguntó casi fuera de sí.

El capitán se volvió hacia ella limpiándose la boca con una manga mugrienta. El bribón simuló desconcierto.

—¿Qué, cómo, cuándo?

—¡Mi niñera!

—¡Ah! Tu anciana y querida niñera —respondió dulcemente—. Ella era muy mayor, ¿verdad? Pero... pobrecita. Verás, la pobre mujer estaba enferma. ¿Cierto?... Quizás hayas sido una niña mala porque lo sabías y no dijiste nada... No lo hiciste porque sabías que no nos iba a gustar. Navegamos en un barco pequeño y no podemos permitirnos transportar a viejas niñeras enfermas... —Hizo una pausa y ordenó—: Saca la lengua.

Julia obedeció.

El capitán la observó un rato con los ojos entornados y le indicó con un gruñido que la guardara. Después, con un movimiento rápido se inclinó hacia ella y le dijo al oído:

—Anoche la arrojamos por la borda —se irguió y mostró una amplia sonrisa— Por supuesto que ya estaba muerta. Por el sagrado culo de Júpiter... nosotros no haríamos algo tan propio de los bárbaros como arrojar a una anciana moribunda por la borda, ¿verdad, compañeros?

Dirigió a la tripulación un guiño de complicidad y algunos se rieron.

Julia buscó a Víctor con la mirada. El marino estaba de espaldas a ella mirando al horizonte y el chico albino, el sordomudo a quien el capitán le había llenado la cara de cardenales, se escondía tras unos barriles.

—No, claro que nunca haríamos algo así. Le hicimos un magnífico funeral —resumió el capitán—. La sacamos con mucha precaución porque, obviamente, no queríamos contagiarnos y, antes de arrojarla al mar..., le dedicamos unas palabras en su honor, para que los dioses la acogieran en su seno, y después... —El capitán hizo una pausa, tomó aliento con expresión triste y bramó—: ¡Arrojamos a esa perra apestosa!

Estalló en carcajadas mientras observaba a la niña huir hacia proa. Sería una mercancía silenciosa, o así lo esperaba él. Su risa se tornó una mueca maliciosa. Sus ganancias estaban aseguradas; en Hispania habían estibado una buena carga de vino, aceite y salsa de pescado; regresaría de Britannia con un cargamento de maderas preciosas y, con un poco de suerte, ámbar del Báltico, que nunca viene mal. Pero lo mejor era la ganancia extra que supondría vender aquella preciosa chiquilla hispana en el mercado de esclavos de Londinium. Casi podía sentir el peso de las monedas de oro en su faltriquera; sin duda, la puja por ella sería elevada.

* * *

Al anochecer Julia se sentó sola en la proa, como era habitual. Ninguno de los marinos se dirigió a ella para nada, ni tan siquiera Víctor, con quien creía haber hecho una buena amistad.

Ella tenía algo que hacía que los marinos la evitaran; no era el riesgo de enemistarse con el capitán o, por lo menos, no sólo eso. La niña emanaba una especie de aura; no tanto un aura maligna o de santidad como de poder.

Llegó la noche y Julia se quedó dormida bajo un trozo de lona, cerca del mástil del foque, tiritando, incapaz de bajar al oscuro camarote donde agonizó Dorcas.

Julia se despertó en plena noche. El cielo estaba cuajado de estrellas y la luna colgaba en el oeste, casi encima del horizonte; el brillo le llegaba reflejado por las olas, sólo a ella, y formaba un espléndido y luminoso sendero sobre la superficie del mar, haciéndole señales, transportándola al cielo... Entonces escuchó una voz, pura como la plata. Le llegaba a través del aire nocturno y parecía proceder de las estrellas; era la voz de su madre cantándole su nana favorita:

Una alondra, prendada

de tu amor,

sólo para ti cantaba.

Mi amor, mi dulce amor.

Te esperaré con anhelo.

Mi único deseo

es adorarte.

Tuyo es mi corazón.

Mi amor, mi dulce amor.

Para ti son los rayos del sol.

Por ti los pájaros cantan.

Mi amor, mi dulce amor.

Pronto dejarás de llorar.

Pronto la soledad morirá.

Mi amor, mi dulce amor.

Y vendrás conmigo.

Estarás entre mis brazos.

Estaré siempre contigo.

Mi amor, mi dulce amor.

Apenas se desvaneció la voz cuando se produjo una espectacular lluvia de estrellas hacia el sur, un poco por encima de la línea del horizonte. La estela de una de ellas fue mucho más brillante que las demás; para Julia era el espíritu de su madre velando por ella, intentando animarla en su tragedia.

Posó de nuevo la cabeza y se durmió. Soñó con subirse al pasamanos de la borda y saltar al mar, no para ahogarse, sino para andar sobre las aguas caminando hacia el plateado confín de la Tierra. Los espíritus la conducirían de la mano a las lejanas tierras donde moraban y la llevarían hasta donde estaba su madre, su padre e incluso su hermano pequeño, quien, después de estos años, ya debería ser lo bastante mayor para jugar con ella. Seguramente allí tendrían juguetes, los juguetes que dejó en la hacienda tomada por la peste, allá lejos, en Hispania. Y, por fin, vivirían juntos para siempre, como decían los sacerdotes, en las soleadas praderas celestiales.

Ir a la siguiente página

Report Page