Julia

Julia


Primera parte. Virginibus puerisque » CAPÍTULO IV

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Lucio tuvo que dar la espalda a la niña para intentar ocultar la sonrisa que comenzaba a aflorarle en el rostro. Al final, su hermana y su cuñado no portaban el tributo a Caronte en su viaje al otro mundo. Según la costumbre, alguien debía introducir una moneda en la boca de los difuntos para que Caronte, el barquero del río Estigia, los transportara al Hades. Entonces Lucio se sorprendió a sí mismo buscando a toda prisa un consuelo que darle a su sobrina; tenía que inventar algo rápido, tenía que mentir... él estaba urdiendo un embuste... ¿cómo lo había llamado Platón? La mentira piadosa, un argumento que sirva para tranquilizar el ánimo de los niños. Tío Lucio se volvió despacio.

—Aquellos que mueren juntos —dijo con cautela—, quiero decir unidos en matrimonio, no tienen que pagar al Barquero Sagrado.

Caronte los llevará sin cargo alguno, a cuenta del amor profesado por la pareja.

—¿De verdad? —Lucio asintió—. ¿Sin nadie presente que llore su muerte? —continuó—. ¿Sin un funeral apropiado?

Ella había visto las exequias que se realizaban en honor de los poderosos. Había estado presente en funerales de personas muy ricas. El difunto yacía en un lujoso féretro, ungido con costosos aceites y ungüentos, cubierto por finos tejidos drapeados en oro y rodeado de plañideras de alquiler. Primero celebraban un espléndido banquete, al anochecer llevaban el ataúd en procesión, a la luz de las antorchas, hasta la necrópolis, situada siempre en un lugar apartado del núcleo urbano y fuera de las murallas, si las hubiera. Junto al féretro iban las plañideras, luego los familiares y amigos del difunto y, tras ellos, músicos y danzarines. Por entonces, siendo una niña aún, la joven patricia ya sabía cómo y dónde enterraban a los pobres: en una fosa común, sin una lápida para señalar dónde están y quiénes fueron, olvidados como flores marchitas.

—¿Y para qué necesitan ellos a las plañideras? —respondió Lucio—. Tus padres ya están juntos en los Campos del Cielo. ¿Por qué tendrían que ser llorados, si ya son felices?

—Tío Lucio, no sé si el Hades y los Campos del Cielo son el mismo lugar —apuntó Julia con el ceño fruncido, pensativa y preocupada—. El nombre no sugiere que lo sean, eso me confunde...

—Hija —aseguró con un tono afectuoso impropio de él, casi dulce—, lo único cierto es que si haces el bien en esta vida, se te recompensará en la futura, ¿no es verdad?

Julia hizo un gesto de afirmación ensimismada en sus pensamientos y se encaminó hacia la puerta. Se quedó petrificada cuando escuchó a su espalda la voz de su tío que decía:

—Julia —era la primera vez que la llamaba por su nombre de pila—, respecto a ese chico, el de la cocina, ¿cómo se llama?

—¿Se refiere a Cennla, tío Lucio? —preguntó Julia mirándolo a los ojos.

—Cennla, eso es. Se puede quedar. Díselo a Bricca. Dile que puede emplearlo en las cocinas, limpiando, vigilando el fuego o lo que sea; no puedo imaginarme qué labor puede desempeñar un hombre en la cocina y...

Nunca llegó a completar la frase, pues su discurso fue interrumpido por su ilusionada sobrina, quien saltó hacia él con felina agilidad, colgándose de su cuello para besarlo en sus resecas mejillas.

—¡Gracias, gracias, tío Lucio, gracias! —exclamaba—. Muchas gracias.

Julia se soltó y salió de la biblioteca corriendo como una exhalación hacia las cocinas chillando la buena nueva.

La última vez que alguien besó a Lucio Fabio Quintiliano fue en los tiempos del emperador Diocleciano; tenía cuatro años por aquel entonces. Fue una esclava de su padre, una niña a la cual vendieron poco después por ser proclive a besar al hermano mayor de Lucio, de catorce años de edad, de una manera nada inocente.

Lucio volvió a su lectura, acariciándose la mejilla con el dorso de la mano. Se sentó en su atril, abrió la obra de Séneca que estaba leyendo, De Tranquilitate Animi, sobre la tranquilidad y el sosiego espiritual. Comenzó a recorrer las líneas con el dedo, buscando dónde había dejado su lectura, pero no podía concentrarse. La mente de Lucio estaba muy ocupada meditando acerca de la verdadera naturaleza de lo cierto y lo falso, la legitimidad de la mentira piadosa, el uso de cuentos y mitos como medio de espantar nuestra inseguridad y temor, quizás incluso para establecer los misterios por los que se rige el destino, las causas que están más allá del alcance de la razón. ¿Puede ser eso? ¿Tiene sentido? Sus conclusiones le parecían peligrosas.

Lucio también dedicó un buen rato a pensar acerca del ruidoso torbellino de vehemencia, desconsideración, carcajadas y desconsolados llantos. La única hija de su hermana menor le parecía la auténtica personificación del cariño.

—Será mejor que le vaya buscando un buen pedagogo —concluyó en voz baja.

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