Julia

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Primera parte. Virginibus puerisque » CAPÍTULO VI

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CAPÍTULO VI

Amaneció un día cálido y soleado. Bricca llamó a la puerta, Julia estaba casi levantada, para darle a la niña una buena noticia: se iba al mercado y tenía permiso para llevarla con ella.

La niña se preparó en cuestión de segundos, alcanzó a la niñera antes de que ésta llegase a la cocina. No dejó a la niñera concentrarse un solo momento en sus tareas y no hacía más que saltar a su alrededor apurándola, presa de una tremenda ilusión.

Por fin la esclava terminó su trabajo. Cogió una cesta de mimbre, se abrochó un cinturón con faltriquera a la cintura y, con Julia siguiéndola como un cachorro, se dispuso a salir.

A Julia le resultaba extraño que en los dos días que llevaba en la ciudad, ésta era la primera vez que salía a la calle y también la primera que pudo dedicarse a contemplar las escenas cotidianas de la capital con calma. Encerrada en un tonel de sardinas, corrió como una desesperada por el muelle hasta la base del puente y, tras amenazar al capitán con un hechizo, atravesó la ciudad acompañada por Cennla, quien la encontró cerca del foro y no se volvió a separar de ella. En esta ocasión podía saciar su curiosidad con tiempo, sin prisas, observar tan detenidamente como quisiese.

En lo primero que reparó fue en la privilegiada situación de la casa de su tío. La mansión estaba justo al lado de la ribera del río, con huertos de frutales y jardines extendiéndose hacia el oeste. Al lado de la puerta principal se encontraba la desembocadura de unos arroyos que cruzan la ciudad para confluir en el Tamesa y en la ribera opuesta se alzaba la imponente residencia del defensor de los cristianos, el prefecto de Londinium. En esa villa, según palabras de Bricca, tenían un patio con fuente y un estanque de más de cien pies de largo, así como los salones y comedores más grandes que Julia pudiera imaginarse. Al oír aquello, la niña se sintió orgullosa de tener como vecino a tan distinguido personaje. Julia atravesó a la carrera el pequeño puente de madera que cruzaba el arroyo y esperó por su niñera. La mujer apenas había cruzado el puente cuando la niña la tomó de la mano y tiró de ella con prisa, internándose por los estrechos callejones que conducían al centro de la ciudad, hacia el foro y el mercado.

—Pues, si te parece que hay mucha gente —dijo Bricca—, espera a que termine la época de la cosecha y regresen a casa. Y verás lo que es un lugar abarrotado de verdad.

Por el camino tuvieron que sortear a un criador de gansos que conducía su rebaño hasta el mercado, un carro renqueante cargado de paja y excrementos esparcidos por la calle. Julia se preguntaba qué querría decir con abarrotado, pues la calle ya lo estaba, o eso le parecía a ella.

A medida que se acercaban al mercado, las calles estaban más y más concurridas. Sonidos y olores se agolpaban en sus sentidos. Le llegaba información de todas partes, el cortante hedor de los hornos de carbón vegetal, donde los carboneros hacían su labor y vendían el producto, el sabroso aroma de un puchero, las voces de los vendedores de pergaminos, los queseros y aguadores anunciando a voz en cuello sus mercancías y servicios. También los juramentos y maldiciones de los barqueros, transportando sus productos en carretillas de madera desde los muelles; había ánforas de aceite y vino, tejidos, barriles de madera blanca hechos de pino, objetos de cerámica roja, propia de las Galias, cristalerías traídas desde la frontera del Rhenus, trabajos en bronce de la propia Etruria y baratijas y amuletos de Judea, la tierra de un hombre llamado Josua, Jesús lo llamaban los griegos, muerto en la cruz como tantos otros criminales comunes y adorado como el único Dios por mucha gente, Bricca entre muchos otros.

Todas las cosas le parecían extrañas, nuevas.

Un silbido agudo y descarado hizo que Julia se volviese hacia dos trabajadores de aspecto inquietante que dirigían miradas burlonas a Bricca.

—¡Ahí hay donde agarrar, hermosa! —exclamó uno haciendo aspavientos con las manos.

—¡La desgraciada de tu mujer no puede decir lo mismo de ti! —respondió la esclava lanzándole una mirada furibunda, mientras les mostraba su dedo meñique a los descarados braceros, dejándolos con la boca abierta de estupor—. Vamos, joven ama —dijo casi arrastrando a Julia por una muñeca—. Ésos son de Lutecia, unos sinvergüenzas que sólo sirven para aullar como lobos en cuanto ven a una mujer. Son peor que un dolor de muelas.

Se alejaron deprisa.

Un agente del consejo municipal discutía acaloradamente con un carnicero, dueño de un puesto de carne de cerdo.

—Las normas son las normas —argumentaba el delegado—. Y el nuevo reglamento regula las condiciones del mercado, desde la descarga hasta la venta de la mercancía, así como su almacenaje y conservación. Han llegado de manos del cónsul, desde Treviri.

—¿Qué me importa a mí lo que diga un maldito funcionario belga? —chilló el carnicero con la cara congestionada por la ira.

—Ése tiene razón —apostilló Bricca—. Hay demasiados extranjeros metiendo las narices en nuestros asuntos.

Julia se fijó un instante en unas mujeres rubias, casi albinas, con su plateado pelo recogido en trenzas por encima de la cabeza.

—Son prostitutas —explicó la niñera—. Una mujer respetable nunca se pondría pelucas tan rubias como ésas.

A pesar de ser cristiana, Bricca pasó distraídamente la mano por el falo de una estatuilla de Hermes buscando buena suerte.

—Pero, Bricca —dijo Julia desconcertada—, se supone que los cristianos no adoráis... quiero decir, en Corduba, los cristianos quemaron y destruyeron todas las estatuas de Hermes de la ciudad; lo hicieron en una sola noche y el prelado de Cristo prohibió restaurarlas. Creía que los cristianos adorabais a aquel judío que mataron, ¿no es así?

—Que mataron y resucitó, venciendo a la muerte proporcionándonos con su sacrificio la Vida Eterna —explicó Bricca. Luego añadió un poco confusa—: No creo que haga daño a nadie si busco un poco de suerte extra, ¿no crees?

Antes de que la niña pudiese continuar la charla teológica, viendo cómo se le fruncía el ceño bajo las preguntas que se le ocurrían, la niñera la condujo hasta un enorme cartel con forma de zapato, casi tan grande como la niña, colgado a la puerta de una tienda.

—¿Qué es esto, Bricca? —preguntó Julia mirando el cartel asombrada.

—Una zapatería, ¿no lo ves? Vamos, continuemos nuestro camino, joven ama.

De pronto, sin haberlo notado, entraron en el foro. Un espacio abierto, luminoso, con el aire lleno de un indescifrable susurro compuesto tanto por las conversaciones y gritos de cientos de personas, mercaderes, guardias y curiosos, como por gruñidos, rebuznos, graznidos y relinchos. Sobre todo ese ruido parecía imponerse siempre la ardua disputa que conlleva el cambio de bienes de consumo por dinero.

—¿Dónde está vuestra basílica, el templo cristiano? —se interesó Julia. Sorprendida de que una gran ciudad como Londinium no contase, como las demás ciudades, con al menos una gran basílica.

—Es algo largo de contar —respondió Bricca mirándola cautelosa—. Al norte de los Alpes no había basílica que se le pudiese comparar; era la mejor de esta parte del imperio —explicó señalando vagamente al norte—. Pero la destruyeron hasta los cimientos y nunca fue reconstruida de nuevo.

—¿Por qué alguien hizo tal cosa?

—Hubo una revuelta hace muchos años —suspiró la mujer—, cuando mis padres eran jóvenes, antes de nacer yo. El cabecilla era un tal Carisio. Este hombre se alzó contra el emperador y recibió el apoyo de la ciudad. Londinium, hasta entonces, siempre había sido un centro más bien problemático, conflictivo, pero aquello se acabó. Roma aplastó la revuelta y para recordarle a la ciudad su poder, en un par de días arrasaron el templo. ¿Has oído hablar de ese enorme templo de oriente? Pues no sería mayor que el ábside de nuestra basílica.

Julia resopló; el templo cristiano de Londinium debió ser enorme.

—Vamos a ver —dijo Bricca cambiando de tema—. Basta de charla. Veamos —chascó los dedos y comenzó a preparar un listado mental de los encargos pendientes—. Tenemos que comprar plantas de adormidera, beleño y mandrágora en la tienda del boticario. También necesitamos menta o hierbabuena fresca, si la encontramos. ¿Qué más? Creo que estarían bien unas ostras de Whitstable, si tienen buen aspecto, ¿las conoces? También aceite de lino y de oliva, fruta fresca y un par de palmatorias de arcilla o de bronce si las tienen a buen precio. Ayer, el patoso redomado de Cennla se las arregló para romper una. Más cosas, alfileres para el pelo, de hueso y de bronce, una o dos túnicas nuevas para ti, quizás un bonito gorro de lana, ¿los has visto por ahí? Son una prenda muy típica y dentro de poco te hará falta para protegerte del frío, ya lo verás en cuanto los días se hagan más cortos. Ah, que no se me olvide, también hay que pagar la cuenta del amo, la de los pergaminos.

La niña pasó la mañana tras la esclava. El tiempo parecía volar, la cesta de la compra poco a poco se iba llenando de enseres y la niñera era constantemente interrumpida en su labor por las urgentes preguntas de su joven ama, pues Julia veía misterios inexplicables por doquier. Vio unos niños jugando al calderón y preguntó si allí los niños también jugaban al salto de la rana; la esclava contestó que sí, que en todos los lugares del mundo los niños jugaban al salto de la rana. Vieron una noria y Julia se apiadó del pobre burro que, con los ojos tapados, no hacía más que dar vueltas y vueltas. Preguntó si haría una pausa para comer. La esclava le explicó, sin el más mínimo rubor, que sí, que pararía para comer zanahorias frescas, manzanas y pasteles de miel, y por la tarde lo soltarían en un prado para que jugase con sus amigos.

—¿Quién es ése, Bricca? —preguntó Julia señalando una estatua dorada que se veía al otro lado de la plaza. La escultura representaba a un hombre bastante feo, narigudo y de barbilla partida.

—¿Aquél? Es el emperador Constantino —contestó Bricca santiguándose.

—¿Nuestro emperador? —preguntó extrañada.

—No, no seas tonta, joven ama. Es el gran Constantino, proclamado emperador aquí, en Britannia, en la ciudad de Eburacum. Después salvaría su alma convirtiéndose al cristianismo. Nuestro emperador ahora se llama Constante. Su otro hijo, Constancio II, es emperador del imperio oriental. Ambos son hijos del gran Constantino. ¿Lo recuerdas?

—No sé, creo que estoy algo confusa. ¿No había otro Constantino, además de esos dos?

—Te refieres al hijo mayor. Fue muerto en la batalla de Aquilea, este mismo año, en guerra con el actual emperador.

—Pues ya podría Constantino el Grande haberles puesto a sus hijos unos nombres menos parecidos entre sí. Resulta algo farragoso manejarse con estos tres tan parecidos.

—Los emperadores son personas a las que les preocupa el recuerdo de su nombre —dijo la esclava. Chasqueó la lengua con resignación—. El emperador Constantino cambió el nombre de muchas ciudades cuando subió al trono; parece que su madre, Helena, tuvo algo que ver en todo eso. Llegó a trasladar la capital del imperio a Constantinopla...

pero a una esclava como yo y a una niña como tú no nos importan demasiado esos asuntos, ¿no te parece?

Julia aceptó los argumentos de su niñera y se dejó llevar a través del exquisito aroma del pan recién horneado, la carne asada, el vino derramado y también a través de los sonidos, tan dispares como el ruido de las monedas en las mesas de los cambistas, el de los artesanos del bronce trabajando en las planchas de metal con sus pequeños martillos de orfebre, los lamentos de los mendigos, conversaciones de soldados veteranos mutilados y marineros envueltos en vendajes. También había gente de los pueblos cercanos vendiendo huevos, jamón, embutidos, hierbas medicinales y esqueléticos maestros de escuela clamando sus virtudes tanto en latín como en griego, Julia se estremeció ante la visión de estos últimos personajes.

A la niña lo que más le llamaba la atención eran los requerimientos de los curanderos. Todos se ponían en fila, en el lado este del foro y vestían de un modo peculiar. Todos usaban amplias túnicas multicolores, de anchas mangas, que parecían sugerir la procedencia oriental de los conocimientos de dichos sanadores.

—¡Buena gente de Londinium! —anunciaba uno de los que más atraían la mirada de Julia. Un seudoempresario de recortada y aceitada barbita negra calzado con unas botas de piel escarlatas, bordadas en hilo dorado, de punteras ridículamente largas y puntiagudas.

—¡Buena gente de Londinium! —repitió el hombre—. ¡Ciudadanos del glorioso imperio! Os traigo la universal, la omnipotente, la plenipotenciaria panacea de los más eruditos, majestuosos e hipocráticos augures de Atenas —la palabra «plenipotenciaria» atrajo la atención de varios papanatas que pasaban por allí—. Aquí, afortunados ciudadanos de Londinium Augusta, ciudad grande entre las grandes, os traigo el mágico Elixir de la Vida. Esta poderosa pócima ha llegado hasta aquí directamente desde el Mediterráneo oriental vía marítima, bajo mi constante vigilancia —hizo una breve pausa, para que los incautos asimilaran bien la categoría del producto—. Estos frascos contienen el remedio definitivo contra todo tipo de dolores y sufrimientos, contra el chancro, forúnculos, enemas, problemas digestivos, cálculos renales, decaimiento, supuraciones, calambres, quistes, tumores, pústulas, calvicie y debilidad general. Desgraciadamente, la producción de tan valiosa medicina es escasa y sólo cuento con unas pocas botellas para todos vosotros, augustos clientes. No sé cuándo, ni siquiera sé si podré conseguir de nuevo estas pócimas maravillosas, terapéuticas... —el discurso fue bajando de volumen hasta apagarse del todo, dándole un efecto muy dramático.

El puesto del buhonero ya estaba rodeado de curiosos, muchos de ellos totalmente embaucados por la labia fácil del charlatán, algunos incluso hipnotizados por su habilidad oratoria y la estudiada representación que llevaba a cabo.

—¿Cuánto cuesta la botella? —preguntó uno de los interesados.

—Querido amigo... —sollozó el mercachifle—. ¡Prácticamente las estoy regalando! Tengo esposa con siete hijos que mantener, todos hambrientos y mal vestidos a causa de mi absurda generosidad. Cada día, al regresar a casa aburrido, cansado y con los pies doloridos por el trabajo, mi querida y buena mujer (fea como un verraco pero con un corazón de oro puro, todo hay que decirlo) se interesa por el fruto de mi esfuerzo, preocupada por nuestros famélicos hijos. Yo no puedo sino decirle la pura verdad. Y ella, ante la ligereza de mi faltriquera, llora desesperada, me riñe, me pega con una vara de avellano y me insulta llamándome tonto e inútil. Aun así, amigos, me siento feliz por la obra de caridad que cada día tengo el privilegio de realizar. ¿Y cómo consigo este buen ánimo? Porque cada mañana, antes de salir de casa, bebo mi ración de la maravillosa panacea de los sabios augures y así gozo de una salud envidiable. Creedme, nobles ciudadanos, cuando un hombre goza de buena salud aun teniendo una mujer fea como un verraco, ¿qué más puede pedir?

—¿Una bolsa rebosante de monedas? —preguntó un hombre con escepticismo.

Este último debía de ser de los pocos que desconfiaban de los poderes del brebaje, pues la mayoría de curiosos ya rascaban sus bolsas y monederos, dominados por la elocuencia. Realmente tanto los gestos como el discurso estaban cuidadosamente estudiados.

Julia podría haber pasado la mañana contemplando la espectacular habilidad del pequeño buhonero, pero Bricca, juzgando que ya habían escuchado bastante palabrería por el momento, sacó a Julia de allí.

—Vamos, joven ama, este hombre es un charlatán, incapaz de sanar un tobillo torcido.

—Mi madre podía sanar a la gente —dijo la niña—. Una vez la vi colocar sus manos sobre uno de nuestros esclavos, un hombre desahuciado por los médicos. En cuanto mi madre lo tocó, el hombre abrió mucho los ojos y, sin dejar de mirar a mi madre, rompió a sudar copiosamente. Al día siguiente estaba sano. Mi madre —explicó en tono confidencial— adoraba a Isis, y a Démeter y a Venus también, pero más a Isis. Ella decía que se trataba de las mismas Diosas, pero con diferentes nombres, y quien sanaba en realidad era la Madre de las Diosas. Siempre aseguró que yo tenía ese mismo poder —suspiró—, pero no pudo curarse a sí misma, ni a mi padre.

Bricca la miró muy seria y no dijo nada. Para ella, la capacidad de sanar era un don que sólo se concedía a aquellos iluminados por Dios. Pero las cosas eran más complicadas, pues ella había conocido a auténticos sanadores, no como ese gárrulo subido a un carro con brebajes milagrosos, y todos ellos seguían cualquiera de las antiguas religiones politeístas, no había entre ellos un solo cristiano. La esclava pensó mucho acerca de ello, pero no dijo nada y continuó caminando.

Una vez terminados sus encargos más urgentes, Bricca le compró a Julia un bonito gorro de suave lana roja; la niña se lo hubiera puesto inmediatamente de no ser porque hacía demasiado calor. La niñera la condujo a la zona norte del foro para mostrarle el templo de Júpiter, el más grande de la ciudad, aunque quizás en ese momento ya no lo fuera; no estaba muy bien cuidado y todo él parecía mostrar un halo de decadencia, acentuado por señales de alguna que otra expoliación. La fachada, toda ella, se había levantado con mármol de la zona de Purbeck, mientras los demás templos se construían a base de ladrillos, argamasa y azulejos, materiales comunes a cualquier casa de mediana calidad; siendo el edificio resultante no muy distinto en apariencia a una vivienda o tienda tradicional. La gente gritaba sus ruegos tanto dentro como en los alrededores del templo, continuamente, y también ofrecían regalos, cirios, incienso, exvotos, súplicas, maldiciones y esperanzas en sus sueños o, al menos, en una vida mejor. Luego pasaron ante otros templos menores, como los de Marte, Minerva, Mercurio y también ante la iglesia, así llamaba Bricca a su templo. Un poco más tarde, llegaron al de Isis. La niña se soltó de la mano de su niñera y comenzó a subir la escalinata que conducía a la entrada principal.

—¿Dónde vas, Julia?

—Será sólo un momento —contestó sin mirar atrás.

El templo constaba de una simple sala rectangular con una estatua de la diosa al fondo, tras un altar de piedra. Alrededor de la imagen de la deidad había velas y flores colocadas sobre las losas de piedra. La niña se arrodilló y rezó por su madre, orando a la Madre Isis. Al acabar con sus rezos, salió del templo, cogió a Bricca de la mano y continuaron su periplo por el foro sin decir ni una palabra.

Llegaron a la parte noroeste de la ciudad. Allí la niña vio un recinto con defensas espectaculares, altas y sólidas murallas con almenas, el alma de piedra de las colinas, duras como el pedernal, sólidamente unidas con cemento y cubiertas de ladrillo. La altura y grosor eran similares a los baluartes que rodeaban la ciudad.

—Esto fue, hace mucho tiempo, el castro de Londinium —explicó Bricca—. Una ciudad dentro de la ciudad, con sus cuatro puertas hacia los cuatro vientos, sus torres de vigilancia y bastiones. Tiene una superficie de algo más de un cuarto de centuria, y era el cuartel de las tropas acantonadas aquí. Ahora están al sur, al otro lado del puente, lo cual es una bendición hasta que les da por salir de permiso y se emborrachan. Dios nos ampare; son peor que los bárbaros a los que combaten.

La esclava escupió en la punta de sus dedos y se los llevó a la frente intentando conjurar la dicha de no encontrarse nunca con los defensores de su ciudad.

Julia miraba las imponentes murallas sobrecogida por la sensación de potencia que emanaba de ellas cuando se fijó en una hilera de pequeñas casas, desvencijadas y medio derruidas algunas, como si fueran chozas. Todas las puertas, construidas en madera, la materia prima de las cabañas, mostraban unos signos extraños tallados en ellas y todas estaban cerradas a pesar de haber pasado sobradamente el mediodía.

—¿Cómo es posible que estén todavía durmiendo? —preguntó la niña señalando la hilera de chamizos—. Deben ser los más vagos de la ciudad.

—Guarda silencio, joven ama —la apremió Bricca—. Esto está así de tranquilo porque... bueno, aquí viven... aquí suelen venir los legionarios de permiso —añadió en voz baja, pasando frente a las casas sin detenerse—. Esas puertas se abren poco antes de la primera vigilia, cuando no hay mujeres respetables por la calle.

—¡Ah, claro! —exclamó Julia mirando las hileras de cabañas por encima del hombro—. Quieres decir que son los burdeles del ejército.

—¡Válgame Dios, joven ama! —se escandalizó la esclava llevándose de nuevo los dedos a la frente.

Volvieron siguiendo el arroyuelo que daba a la mansión de Fabio Lucio; por aquella parte de la ciudad abundaban las fuentes y manantiales, pequeños afluentes del arroyo llenos de todo tipo de objetos arrojados por los ciudadanos como monedas, piezas de joyería, baratijas, puntas de lanza, broches de riendas, pequeñas cabezas de peltre, piedras semipreciosas, jarritas, miniaturas de cucharillas, o remos de bronce... y también multitud de pequeñas capillas dedicadas a los genios de las aguas, a la triple diosa celta que era madre, virgen y bruja, a Cibeles, Isis, Venus, Baco y Sebazo. A veces un mismo santuario estaba dedicado a varios de ellos, cuando no a todos. De tanto en tanto, encontraban vendedores ambulantes agachados a la puerta de los pequeños tabernáculos, vendían pequeños exvotos y figuras de diversas deidades que la gente compraba para arrojarlas a las cenagosas aguas del arroyo acompañadas de una oración o un ruego. A Julia le hubiese gustado mucho hacer algo así, pero no tenía dinero y dudaba de que su niñera, su niñera cristiana, estuviese dispuesta a sufragar los gastos de una figurilla. Estaba pensando en ello cuando Bricca se detuvo, metió la mano en su faltriquera, sacó una pequeña moneda de cobre y la arrojó a las aguas con un rápido movimiento.

—Bricca —propuso Julia con la más dulce de sus voces—, ¿podría yo hacer lo mismo?

La esclava lanzó suspicaces miradas a uno y otro lado de la calle, temiendo quizá que el celoso Dios de los judíos la estuviera espiando apostado en una esquina o desde una ventana abierta, y le dio otra moneda a la niña. Julia la sujetó entre los dedos y se dispuso a pedir un deseo acorde con el valor de la ofrenda. Bricca, con los ojos cerrados, formulaba un ruego por el voto que pensaba arrojar al manantial.

Junto a las puertas de los santuarios solían desplegarse unas tablas donde la gente escribía sus maldiciones. En Hispania, Julia las leyó siempre que tuvo ocasión; cada vez que visitaban la ciudad o un templo importante, muchos de los escritos la hacían temblar de miedo, y aun sabiéndolo no podía resistirse a leerlos. Los había realmente crueles; esta vez no fue diferente y las maldiciones estaban a la altura de lo esperado:

«Maldigo a Tatria Maria, maldita sea su vida, sus pensamientos, su memoria, hígado y pulmones, que nada se salve. Malditas sean sus palabras, obras y todas y cada parte de su apestoso ser. Que los dioses no le concedan nunca un momento de goce, de felicidad ni de salud.»

«Oh, diosa. Concede que aquellos quienes me robaron mi cerdo no vuelvan a disfrutar de salud hasta que me lo devuelvan y, si lo han comido ya, que apesten y sus rasgos se transformen y sean inmundos como los de un puerco. Nada más os ruego.»

«Livilla debe ser maldita, pues me ha robado mi amante. Conceded, oh, dioses, que sufra una diarrea crónica que la deje reseca, agotada y maloliente.

Concededme también que sus órganos se sequen y quede yerma, que nunca tenga hijos, pues ha de ser vacía y estéril, con los pechos resecos como los de una vieja perra famélica.»

Estas y otras lindezas similares eran los ruegos diarios que recibían los dioses.

A Julia, asimismo, le gustaban las pintadas de las paredes. También en Londinium se seguían con entusiasmo las carreras en el teatro. Pintadas del tipo: «¡Vivan los verdes!», por ejemplo, se veían tachadas o reformadas por otras donde se leía: «Los verdes os podéis ir a tomar por el culo» o «¡Vivan los azules!» con las consiguientes reformas de los seguidores verdes. A lo largo del vasto Imperio romano la gente seguía y animaba a su equipo de cuadrigas con verdadero fanatismo. Se diría que era el lazo de unión entre los distintos pueblos que componían la superpotencia militar y económica conocida como Roma. La victoria de un equipo implicaba ver a sus seguidores tremendamente borrachos, armando jaleo en las calles, arrasando, literal mente, alguna taberna y coreando a voces, hasta quedarse afónicos, canciones de tan sólo dos frases para agasajar a sus héroes.

A Julia se le hacía muy difícil imaginarse a su tío participando en una de esas celebraciones.

Hubo otra pintada que llamó la atención de la niña. En ella se anunciaba el pene de un tal Marco Séptimo y alguien, no el propio Marco, sospechaba Julia, había escrito con grandes letras: «el falo de Marco Séptimo», y al lado dibujó una minúscula caricatura de los órganos sexuales masculinos. La niña se rió entre dientes.

—¿Por qué los hombres tienen esa obsesión con el tamaño de su...? —azorada, no terminó la frase.

Bricca, sacada de las piadosas plegarias que en ese momento dirigía a su particular y heterodoxo panteón formado por el Señor Jesús y algunos de los más relevantes dioses de la mitología celta, miró hacia la niña, después al lugar donde ésta miraba y contestó con una sonora carcajada:

—Pues no lo sé, joven ama, pero así es.

Julia fijó su atención en una tabla apoyada en la pared. Una placa de madera con las palabras esculpidas en letras grandes y fácilmente legibles:

«No adorarás a otros dioses sino a mí, dijo el Señor Dios de Israel, porque el Señor tu Dios es un Dios receloso con los paganos. Oh, Dios, destruye los templos y santuarios de las rameras, como el rey Josué destruyó el templo y arrasó el bosque de Astarté, diosa de los sidonios, o como el profeta Elias, quien engañó y degolló a los profetas de Baal a orillas del torrente de Cisón, en el monte Carmelo. Deja libre de pecado, oh, Dios, esta ciudad. Por el sacrificio de la sangre de tu hijo Jesucristo nuestro Redentor.»

Julia leyó la palabra «ramera», designando obviamente a las diosas, y llena de ira ante tal falta de respeto avanzó un paso hacia la tabla, la cogió e intentó arrancarla para arrojarla al arroyo. Bricca, quien no perdía detalle de cada movimiento de la niña, se lo impidió sujetándola de las muñecas.

—Es mejor que lo dejes estar, joven ama —murmuró la esclava—. No es conveniente enemistarnos con los sectores cristianos más reaccionarios; tienen de su parte a casi todos los soldados, funcionarios, al propio prefecto, cómo no, y por si fuera poco, al mismísimo emperador.

Julia se soltó muy enojada, con los ojos arrasados de lágrimas y, mirando a la niñera a los ojos, le dijo:

—¿Cómo se atreven a llamar rameras a las diosas? Mi padre, si estuviese vivo, mataría con sus propias manos a quienquiera que hubiese escrito esto.

Bricca observó perpleja a la pequeña niña que tenía ante ella. Julia estaba enfadada de verdad, trató de reconstruir por qué su padre... pero lo dejó. Cayó en la cuenta del significado que tenía para la niñita la palabra «diosa». No era más que una niña pagana que había perdido recientemente a su familia de una manera muy, pero que muy traumática.

Bricca meditó un buen rato acerca de las miles de cosas bajo el sol que nunca entendería, ni siquiera llegaría a conocer. Eran misteriosos los designios del Señor Jesús... una deidad, evidentemente, que no se correspondía con el Jesús del odio y la intolerancia que predicaban algunos fanáticos. La buena mujer cogió a la niña de la mano con dulzura y se alejaron de la pared. Pensaba también en que el carácter de la pequeña no tenía nada que ver con la máxima de ofrecer la otra mejilla, pero, de todas maneras, le parecía más honesto que la postura de la mayoría de los cristianos frente a la libertad de culto.

Siguieron el arroyo hasta la casa de Lucio, y antes de cruzar el pequeño puentecillo, vieron un último santuario muy pequeño, cubierto de musgo y casi olvidado. Con un silencio cargado de profundo respeto, tiró la moneda que todavía sujetaba firmemente en la mano a las oscuras y tranquilas aguas del arroyo. Rogó en silencio por el alma de su querida madre y, sorprendentemente, su madre le contestó. Le dijo que no debía preocuparse por ella, ni por su padre, sino por sí misma, y que tenía que ir a casa, pues podría haber algún tipo de problema antes de que terminara el día. El aviso sorprendió a Julia porque, a no ser por el ofensivo cartel de aquel santuario, la ciudad le había parecido un lugar tranquilo y acogedor, un lugar carente de peligros. Pero la niña no desoyó el consejo de su madre y corrió tras Bricca, al llegar a su lado la esclava le dijo:

—Ay, joven ama, hemos de regresar rápidamente a casa. Me ordenaron tenerte de vuelta antes de la hora sexta, pues tu pedagogo llegará para comenzar tu instrucción.

Julia la miró aterrada.

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