Julia

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Primera parte. Virginibus puerisque » CAPÍTULO VIII

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CAPÍTULO VIII

En el crudísimo invierno del año 342 de la era cristiana, los pictos rompieron la frontera norte del imperio como una partida de lobos espoleados por la necesidad de nuevos territorios que garantizasen la supervivencia de la manada. Lucio fue informado de esas correrías a través de uno de los mensajeros al servicio del prefecto.

—Sin duda soy el último en enterarme —reflexionó con desasosiego, dando vueltas por la habitación, sopesando las nuevas—. Y sabemos por qué, ¿no es así, Valentino?

Su secretario personal guardó un diplomático silencio. Lucio despidió al mensajero sin dar razón del mensaje.

—Y no sólo eso. También sabemos —dijo una vez quedaron a solas— el porqué de estos asaltos e incursiones por parte de los pictos.

—Me temo que no entiendo —respondió Valentino haciendo gala de su prudencia.

—Dinero, todo es cuestión de dinero. Los legionarios están dispersándose y, lo que es peor, algunas cohortes, encargadas de los puestos del Muro, han desertado en bloque. ¿Se puede saber qué utilidad tiene una frontera si no hay hombre para defenderla? —el funcionario sacudió la cabeza desesperanzado, paseando arriba y abajo de la habitación con la barbilla apoyada en el puño, presa del pesimismo—. Hemos recaudado una cantidad razonable de dinero este verano, pero dudo que las arcas estuviesen llenas al llegar a Eburacum. Ni siquiera el emperador despierta una lealtad tan férrea como la que sienten algunos hacia el oro.

Unos días después recibieron peores noticias, si cabe.

—Señor, el augusto emperador tiene previsto venir a Britannia para enfrentarse a lo pictos.

Lucio, sentado en el atril de su biblioteca, lo miró largamente en silencio.

—No seas ridículo, Valentino. ¿De dónde has sacado semejante noticia? No puede arriesgarse a cruzar el estrecho en pleno invierno para sofocar una insignificante incursión de salvajes harapientos.

—Mis fuentes son de fiar, señor —replicó el secretario impertérrito—. Me lo ha dicho uno de los notarios al servicio de Decio Claudio Albino... nos vimos en las termas.

—¡Oh! La cosa cambia... lo has oído en las termas —dijo Lucio reclinándose hacia atrás, al tiempo que posaba su pluma en la mesa—. Claro, las infalibles termas. No me cabe duda de que, por fuerza, los rumores han de ser ciertos —Valentino sonrió; sin embargo, Lucio permaneció muy serio—. Precisamente es lo que necesitamos, ahora que el Tesoro imperial se encuentra bajo mínimos. Una visita imperial con toda su impedimenta.

—No olvidemos a los germanos —añadió Valentino.

—Por supuesto —admitió Lucio afirmando con la cabeza. La expresión de su rostro era inescrutable.

Los rumores resultaron ser ciertos. El emperador había embarcado en Boulogne-sur-Mer para surcar las agitadas y peligrosas aguas grises del océano Británico hasta fondear en Richborough y, desde allí, tomar la calzada a Londinium.

La comitiva imperial no tardaría más de tres jornadas en llegar, si el tiempo no arreciaba en sus inclemencias.

—¿Por qué nos visita el emperador, tío? —preguntó Julia muy alterada—. ¿Cree que le gustaría dar un paseo montado en Bucéfalo?

—Perdona, ¿cómo has dicho? —Lucio tenía la cabeza en cosas más serias que las inocentes preguntas de su sobrina y le explicó—: En su sabiduría, nuestro emperador cree que si aplasta a los pictos de Caledonia dirigiendo él mismo a sus legiones, ganará un gran prestigio militar.

Valentino sonrió para sus adentros, le encantaba escuchar el sarcástico humor de su amo.

—Tengo entendido que el emperador es un muy buen estratega.

—Claro que lo es, mi querida Julia Valeria —afirmó Lucio con solemnidad—. Fíjate si lo es, que mató a su propio hermano en la batalla de Aquilea y arrojó su cadáver al río como si el de una rata se tratase. Y ahora, Júpiter sea loado, viene a Britannia en pleno invierno, surcando las traicioneras aguas del estrecho para salvarnos mediante su valor personal y la fuerza de sus huestes de la terrible amenaza de un puñado de pictos.

—¿Él es el emperador del imperio occidental? —Lucio asintió—. Y su otro hermano, el que no murió, es el emperador del imperio de Oriente. Se llama Constantino, creo.

—Se llama Constancio, Constancio II —corrigió su tío.

—A veces me hago un lío con esos nombres —admitió Julia con un profundo suspiro.

—Hay veces que por fuerza tengo que estar de acuerdo contigo.

* * *

Los siguientes tres días transcurrieron en medio de una frenética actividad. Lucio tuvo que llenar las arcas y para ello ordenó a los guardas de las puertas cobrar a los comerciantes un diez por ciento de las ganancias diarias. Acompañado de una fuerte escolta militar, recorrió el puerto en busca de las mejores partidas de jamones, quesos y carne de venado, así como ánforas de vino de Etruria o aceite de Hispania. Entre sus obligaciones estaba la de adquirir las viandas necesarias para la ocasión, manjares que iban destinados directamente a las cocinas de la mansión del prefecto Decio Claudio Albino.

Como es natural hubo gran revuelo, pues no es del agrado de nadie pagar más impuestos de los marcados por la ley. Lucio desempeñó sus funciones con eficacia y discreción y usó esas dos mismas virtudes para dejar bien claro que la razón para requisar los bienes no era otra que la inminente visita del emperador.

La noticia corrió como un reguero de pólvora por toda la capital. Los tenderos, comerciantes y hombres de negocios de la ciudad se apresuraron a calcular los pros y los contras de tal evento y, aunque les dolía en el alma entregar ese diez por ciento extra, lo aceptaron de buena gana, pues el séquito de nobles que acompañaban al emperador se distinguía por tener una afición común: comprar y gastar dinero a espuertas. Rápidamente recuperarían el valor de lo requisado con intereses.

Pronto empezaron a notarse las primeras señales de la visita imperial, los puestos y las tiendas se llenaron con caros caprichos y chucherías, dejando los artículos básicos en un discreto segundo plano.

—Mitra me ampare —resopló Lucio—. El joven emperador es todavía peor que su padre.

Constante y su numeroso séquito, entre los que se encontraba un grupito de rubios muchachos germanos, había navegado desde Portus Itius hasta el puerto de Richborough aprovechando la marea matutina. Un vigoroso viento del suroeste hinchió las velas de las embarcaciones, imprimiendo suficiente velocidad para cubrir la distancia en unas pocas horas. Desembarcaron y todo el séquito desfiló con gran ceremonia y al son de trompetas a través del casi derruido arco de triunfo, dirigiéndose a continuación hacia Canterbury a través de los viñedos situados en la zona oriental de Kent. La ansiedad del nuevo obispo ante la llegada del emperador hacía que sintiese mariposas en el estómago. El prelado de Canterbury ofreció al joven emperador, a su magnificencia Imperial, tal cantidad de regalos que el dueño y señor del Imperio romano de Occidente se sintió casi satisfecho. Después de recibirlo, el obispo le propuso atravesar el valle de Great Stour, al suroeste de Canterbury, y llegar a Londinium siguiendo la vía de las colinas. Ese itinerario le parecía más adecuado que llegar a la capital por el camino de las Tierras Medias y Rochester, atravesando los pantanos de Swaleside, unas tierras al norte de Kent, que en esta época del año estaban anegadas por las riadas y las lluvias constantes.

—Debo comunicarle que la calzada, augusto emperador, no está en tan buen estado como solía en tiempos de su padre —casi tartamudeó el pastor de Canterbury—. No está en tan buen estado como debiera... como corresponde a un insigne viajero, como es el caso... ha llegado en un poderoso barco y esto... la presencia de los altos cargos que le acompañan y los dignatarios de tan noble... —llegado a este punto, el pobre obispo hizo una pausa para intentar controlar su respiración y recuperar el hilo del discurso que, con los nervios, hacía tiempo que había perdido.

El jovencísimo emperador lo miró fríamente y declaró que irían a Londinium por el camino de las Tierras Medias, puesto que deseaba visitar a los famosos herreros y forjadores de Faversham. Allí le harían un casco que protegiera adecuadamente a su imperial cabeza, puesto que no estaba satisfecho con ninguna de sus tres docenas de cascos.

—Y nos entraremos muy pronto en guerra contra las bárbaras tribus norteñas que han cometido la insolencia de invadir nuestro imperio. Nos pensamos que la cabeza del imperio debe estar perfectamente protegida, ¿no te parece?

—Claro... quiero decir, sí, augusto emperador —admitió el obispo—. Por supuesto que sí.

El séquito se detuvo en Faversham, donde, tras una minuciosa inspección en sus fundiciones y herrerías, obsequiaron al emperador con un casco, dos lanzas para su uso personal y un par de armaduras completas. Luego la comitiva continuó su marcha hacia Londinium a través de las Tierras Medias, tal como había sido dispuesto. Desgraciadamente, los temores del prelado acerca del estado de las vías británicas estaban sobradamente fundados. Ante ellos se extendía una calzada en deplorable estado, totalmente arrasada por el agua y los pantanos. El emperador exhortó continuar por aquel lodazal a los hombres que avanzaban ante él y entonces el primer carro de la impedimenta, el más ligero de todos, uno que tan sólo iba cargado con el bagaje militar del soberano, se deslizó por el cieno hasta detenerse y comenzó a hundirse lenta pero inexorablemente en el barrizal, arrastrando a los pobres caballos de tiro con él. De nada sirvieron las órdenes bramadas por el emperador; llegó a amenazarlos con la pena de muerte si no recuperaban el carro. Al final tuvieron que cortar las riendas y cinchas de las bestias para, al menos a ellas, salvarlas de morir ahogadas en el lodo. Ante la mirada desconcertada del emperador, sus hombres y los caballos salvados en última instancia, los cuales apenas habían dejado de soltar espumarajos de esfuerzo, el carro desapareció bajo las fangosas aguas del pantano sin hacer apenas ruido.

Los ojos de su majestad imperial se llenaron de lágrimas de rabia ante el suceso, lloró y agitó los puños al cielo maldiciendo el nombre de todos los dioses que en ese momento le vinieron a la memoria. De pronto calló, como si recordara que sólo existía un único Dios verdadero, y rezó implorando un milagro para que el carro volviera a la superficie. Tras media hora de rezo y paciente espera no recibieron señal alguna del Altísimo y el emperador, lamentando cabizbajo su suerte, se volvió a su cortejo y ordenó deshacer el camino para tomar la calzada a Londinium a través de las colinas.

Se detuvieron en Southwark para pasar la noche. El emperador contemplaba a lomos de su montura cómo levantaban la enorme tienda destinada a él mientras la copiosa y fría lluvia británica se le colaba por el cuello. El augusto césar tenía un enfado monumental y no hacía más que preguntarse para qué, por qué razón se le había ocurrido visitar aquel maldito rincón de su imperio. La única respuesta válida que encontraba era que en el momento de tomar la decisión debía estar poseído por algún demonio. Pero se consolaba pensando en la cercanía de su vigésimo cumpleaños y en la cantidad de regalos que, sin duda alguna, iba a recibir. Desde luego que no se conformaría con un pequeño poni blanco.

Finalmente su tienda estuvo completamente preparada y caldeada con buenos braseros de carbón. Desmontó de su caballo y tomando por la cintura a sus dos muchachos favoritos, dos chicos de Germania llamados Herman y Hedwig, anunció mortalmente serio:

—No queremos ser molestados hasta mañana.

* * *

Al día siguiente el sol brillaba con fuerza bajo el pálido cielo de Britannia y el emperador se encontraba mucho más animado. Su mayor preocupación al levantarse fue elegir el atuendo más adecuado para cruzar el famoso puente de Londinium. Sonreía pensando en el fulgurante brillo de una armadura nueva bajo aquel espléndido sol, o quizá fuese más adecuado llevar su dalmática bordada en oro con perlas y una peluca teñida con henna...

Ése era el espectáculo que veía Lucio, horrorizado por el derroche, desde la azotea del palacio del prefecto. El responsable del Tesoro imperial en Britannia miraba, casi sin dar crédito, la gran entrada del cortejo en la ciudad.

Su sobrina le había suplicado, con la vehemencia habitual en ella, que le permitiese acompañarlo en la azotea, junto a Valentino, para ver la espectacular entrada de la comitiva imperial, pero naturalmente se negó y le explicó a Julia que debía conformarse con ver pasar el cortejo junto a Bricca, entre la ansiosa multitud que esperaba en la calle para ver a su todopoderoso emperador.

—¿El emperador ha venido a recoger el fruto de su victoria? —susurró Valentino a su señor.

Lucio esbozó una seca sonrisa. Ciertamente aquello parecía la celebración de una victoria militar. Los atavíos de todos los hombres estaban bordados en oro, las puntas de las lanzas embozadas con dragones de seda ondeando al viento, los escudos tachonados en oro y todas y cada una de las piezas de las armaduras brillaban como espejos bajo el sol. El césar llegó en un carro abierto tirado por dos poderosas mulas blancas engualdrapadas en oro rojo y las bridas repujadas y ornadas con piedras preciosas. La dalmática del emperador Constante brillaba, bordada como estaba con hilo de oro y perlas, tanto como la diadema que llevaba sobre la peluca teñida de henna. El monarca supremo del imperio entró en la ciudad sentado sobre blancos cojines, con el rostro hierático, impasible; no miraba ni a derecha ni a izquierda, ni saludó a ninguno de sus súbditos al igual que tantas veces había visto hacer a su padre, el gran Constantino. Parecía vivir en un estadio de existencia superior al resto de los mortales. La multitud lo adoraba.

* * *

Cuando Lucio regresó a su casa se encontró con Julia, quien estaba ansiosa por comentar todas las maravillas que había presenciado esa mañana, pero su tío no estaba de buen humor; él veía cosas que la niña, y la plebe, no estaban en condiciones de percibir.

—En los viejos tiempos el emperador vestía como un militar, con sus pertrechos de guerra —le explicó—. Compartía con ellos el rancho de los campamentos y era tan duro y tan buen jinete como el mejor de ellos. Los legionarios lo consideraban uno más, incluso le tomaban el pelo cuando se ponía sus merecidos laureles de la victoria, pues decían que trataba así de ocultar su incipiente calvicie —Lucio la miró con el ceño fruncido, la niña nunca lo había visto tan enfadado—. Su guardia lo adoraba y ahora... ahora el nuevo emperador de Roma parece uno de esos sátrapas orientales. Imagínate las chanzas que harán los soldados a sus espaldas, tan sólo a cuenta de su indumentaria. No me extrañaría nada que los pretorianos llegaran a deponer al emperador que les viniese en gana —se mordió el labio pensativo mientras Julia no apartaba la vista de él, atenta a su discurso—. En fin, al menos has visto al emperador en loor de multitudes. Espero que disfrutases.

Dicho esto, la dejó sola, reflexionando sobre lo complicado que era el mundo en el que le había tocado vivir y lo malhumorado que era su tío.

Una de las razones del sombrío humor que mostraba Lucio era la invitación recibida para cenar esa misma noche en el Palacio Episcopal. Para un hombre al que los compromisos de sociedad significaban poco menos que un suplicio, una cena en el palacio de Decio Claudio Albino, en compañía del emperador y sus secuaces... eso era demasiado.

El banquete, afortunadamente para Lucio, fue breve, pues el joven emperador tenía intención de levantarse al alba y tomar la calzada del norte para alcanzar cuanto antes la tierra de los pictos. El césar comió poco, haciendo ostentación de lo que creía ser la frugalidad de los soldados en campaña. Todos tenían prohibido hablar de su hermano mayor, Constancio II, emperador de Oriente, pues su destreza y porte militar eran reconocidos por todos y en todas partes.

—Cuando Nos regresemos de nuestra guerra —declaró—, habrá grandes festejos.

«Mitra tenga misericordia», pensó Lucio.

* * *

Al alba el césar partió por la Vía del Norte. Lucía una armadura nueva, deslumbrante, especialmente diseñada para él en Londinium, compuesta de finas escamas de bronce entrelazadas con otras de hierro, de Wealden. Lo acompañaba un destacamento de quinientos soldados de elite pertenecientes a la caballería pesada, todos ellos bravos ilirios con armaduras de placas que habían sido instalados en casas, elegidas aleatoriamente, de los pacientes ciudadanos de Londinium. En Eburacum se reforzaron con dos cohortes más, procedentes de la agotada y desmoralizada VI Legión Victrix. Los legionarios parecieron cobrar nuevos ánimos y ardor guerrero ante la vista de la tropa de caballería ligera, y todavía más al encontrarse, sin previo aviso, bajo las órdenes directas del emperador en persona. Pero, con todo, al no poder evitar comentar entre ellos el aspecto de su augusto césar, la conclusión fue unánime: parecía una nena.

Hostigaron las partidas de guerra invasoras allá donde las encontraron. La caballería los acosaba, lanzando a los desorganizados pictos contra la mortífera muralla de metal que era la infantería romana. Combatieron a lo largo de los gélidos yermos de la Britannia secunda y más allá. Atravesaron el muro fronterizo y arrasaron la zona de las colinas Cheviot sin piedad, exterminaron a todos los pictos que les salieron al paso y a algunos de ellos los desollaron vivos para después colgarlos en un poste, o un árbol, como señal de advertencia.

Y así, oficialmente, gracias al impresionante coraje y destreza militar del gran emperador, se consiguió una tremenda victoria y los pictos, la gente pintada, fueron aplastados... aunque en los círculos de poder, el mérito se atribuía a la extraordinaria pericia de la caballería iliria y la formidable disciplina de la infantería.

Hubo una gran ceremonia de victoria en Londinium antes de que el séquito partiera hacia la Galia. Se celebraron fastuosas fiestas, orgías, bacanales y, cómo no, compras de chucherías en el mercado. El emperador ofrecía generosos presentes allí donde iba y de nuevo las arcas se quedaron vacías, tanto que los soldados que habían combatido bajo sus órdenes en los yermos del norte y en la remota Caledonia, se preguntaban si algún día cobrarían los seis meses de paga que les adeudaba el imperio.

Y de nuevo se celebró una gran cena en el palacio del Prefecto a la que Lucio no pudo, de ninguna manera, faltar. Ésta todavía fue más espectacular que la pasada y una auténtica tortura para el cuestor. Hubo más de cincuenta loas declamadas al emperador. Los panegíricos fueron compuestos por los poetas de la corte; todos versaban sobre el espíritu marcial de Constante y cada uno era más empalagoso que el anterior.

—Nuestro señor, el emperador de dorados muslos, indómito jinete guerrero, a horcajadas sentado sobre un alazán fiero... —declamaba un poeta entre el aplauso de la concurrencia.

Lucio sentía el estómago revuelto, le daban ganas de vomitar ante ripios tan infames. Pero también el menú ofrecido tuvo algo que ver. Los cocineros se habían superado en calidad e inventiva. Se ofrecieron pichones asados que resultaron ser de azúcar, melocotones y peras glaseados que eran en realidad un dulce a base de frutos secos, grasa y especias. Un par de gallos asados, flambeados sobre grandes bandejas de plata. También cocinaron tetillas y vulvas de cerda en salmuera de atún, estofado de sesos de ruiseñor y un delicioso paté de grullas cebadas expresamente para ello; obviamente les sacaron los ojos a las grullas mientras estaban vivas, pues así se alimentaban mejor, o eso indicaban los maestros tradicionales. El festín lo completaban aves de corral ahogadas en vino, gansos a los que se les forzó a comer higos hasta reventar y una selección de garum, las salsas de pescado, procedentes de Bithynia, Cartago Nova y Gades.

Naturalmente hubo numerosas visitas al vomitorium, el lugar donde los invitados iban a vomitar y así poder comer todavía más cantidad de tan deliciosos manjares. Como decía Séneca, uno de los autores favoritos de Lucio: comen para vomitar y vomitan para comer de nuevo.

El emperador estaba reclinado sobre su banco presidiendo el salón, un poco más alto que el resto para poder así observar tranquilamente a todos los invitados, flanqueado por sus dos amantes germanos, Hedwig y Herman, a los que acariciaba con ternura entre tragos de vino y, de vez en cuando, les llevaba a la boca alguna golosina con sus propias manos.

Lucio se encontraba junto a Sulpicio, el hermano menor de Decio Claudio Albino. Éste no poseía la pesada constitución de su hermano, pero sí una tez más pálida aún que la de su pariente, el prefecto de Londinium. Sulpicio fruncía los labios con frecuencia, como si desaprobara el espectáculo que estaba teniendo lugar ante él, sacudía molesto sus hombros caídos y sus ojos azules miraban saltones y acuosos a su alrededor haciendo patente su desagrado. Comió muy poco y tras un buen rato en silencio se decidió a entablar conversación con Lucio.

—Bueno, Quintiliano —dijo—. Tengo entendido que tiene a su sobrina viviendo con usted, una bella muchacha, según dicen.

—Sí. La hija de mi difunta hermana —asintió—, y de Marco Julio Valerio, un gran soldado.

—¿Cómo murieron?

—La peste.

—¿Fue rápido? —preguntó chupándose los dedos.

—No lo sé —contestó frunciendo el ceño—. No hubo testigos.

Se hizo un incómodo silencio entre ambos.

—Una vez vi morir a una anciana de peste —aseveró Sulpicio reanudando la conversación—. La sangre le manaba lentamente por los orificios nasales, cubriendo la mitad inferior de su rostro. Parecía un babuino.

Se estiró para alcanzar una fuente con testículos de carnero asados y, tras darle un bocado a uno, preguntó:

—¿Está prometida? —preguntó de súbito.

—Tiene diez años...

—Bien, ¿lo está?

—No, todavía no.

—¿Está considerando algún pretendiente?

—Bueno, quizás haya un par de jóvenes con posibilidades.

—Ya sabe, Lucio, que estoy buscando esposa.

—No me diga —replicó sorprendido, y tomó un sorbo de vino, muy aguado para que el alcohol no relajara su atención durante la plática con un personaje tan venenoso como aquél—. Bueno, a Julia todavía le quedan varios años para...

—Quizás uno o dos más —lo interrumpió—. Y la huérfana de un soldado no tiene muchas opciones, o al menos no tan buenas como la de casarse con el hermano del prefecto de Britannia.

Lucio se dio cuenta de que Albino, reclinado frente a ellos, al otro lado de la mesa, estaba siguiendo la tertulia con sumo interés, aunque su rostro mostrase la inexpresividad habitual en él.

—Supongo que la estará educando en la Fe de Cristo, aunque usted siga adorando a los antiguos dioses.

—Adoro a los dioses de Roma —contestó con tono tranquilo, sabiendo que estaba pisando terreno peligroso—. Rindo honores al emperador, sacrifico ofrendas y creo en las verdades de la filosofía, no veo razón alguna para...

—¿Para convertirse a la auténtica Fe?

Lucio sacudió la cabeza confuso, consciente del peligro que entrañaba la conversación. Tenía la sensación de estar caminando descalzo a través de un bosque cuyo suelo estuviese erizado de alacranes.

—Todo llegará, Sulpicio, todo... se andará. Por lo que respecta a mi sobrina, la estoy educando según las más nobles tradiciones romanas. Confío en que al llegar a su mayoría de edad, sepa elegir por su propia voluntad la religión que le parezca más adecuada. Si resulta que ésa es la nueva religión del imperio... bien, yo lo aceptaré con tanto agrado como el que más.

—He oído que hubo disturbios recientemente, aquí en Londinium —era el emperador Constante el que hablaba desde el otro lado de la sala—. Disturbios entre cristianos y paganos. Nos abominamos de revueltas y desórdenes dentro del imperio. No habrá más confrontaciones.

Y como si ese simple comentario bastase para atajar las complicadas relaciones entre los ciudadanos del mayor imperio del mundo, el emperador volvió a dedicarles sus caricias a los suaves brazos de Hedwig.

Albino y Lucio cruzaron una mirada por encima de la mesa y, por mucho que le doliese y discrepase de los métodos del prelado, le hubiese gustado reconocer un brillo si no de aprecio sí de complicidad, o de conspiración, pues ambos estaban envueltos en la ardua empresa de mantener el orden dentro de un imperio al borde del desastre. Un empeño más ambicioso que la pacificación de las discrepancias entre cristianos y mitraístas o cualquier otro culto que se diese dentro del vasto territorio romano. Pero la cara ancha y desabrida del obispo no reflejaba emoción alguna; se limitó a mirarlo con los ojos fríos y muertos como los de un pez.

Lucio tomó otro trago de vino y casi lo escupió presa de la desazón de sus propios miedos, unos miedos íntimamente ligados al destino del imperio por el cual él sentía auténtico amor.

La sensación de desasosiego se extendía a través del territorio, desde los trigales de Britannia, las doradas cumbres de Hispania y las boscosas fronteras de coníferas del Rhenus y el Danuvius hasta los fértiles viñedos de la Galia Cisalpina, las innumerables islas del Adriático, en Uiria, y las tostadas costas de África, Númida y Mauritania. La decadencia se asentaba como las arenas del desierto sobre los antiguos templos egipcios, las provincias orientales de Siria, el protectorado de Palestina y las tierras donde nació el cristianismo, en Asia. A través del imperio, de todo el imperio, se daban enfrentamientos entre la población; las causas, religiosas o raciales mayormente, no eran nada serio, pero el cariz que estaba tomando la situación sí lo era y Lucio, en su lucidez, no dejaba de advertirlo. El peligro se cernía sobre el antiguo esplendor de la eterna Roma como un veneno insípido, imperceptible pero mortal. El escudo de autoridad que tiempo atrás envolvía a la capital se estaba transformando en uno de melancolía, tristeza y desconfianza hacia otras culturas, creencias, más o menos fundadas, y valores que las testarudas, orgullosas, pragmáticas y sobresalientes cabezas del senado y pueblo de Roma2 se negaban a ver.

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