Julia

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CAPÍTULO X

Estaba terminando la primavera y el amanecer llegaba terriblemente temprano. Los niños esperaban en pie, bostezando y frotándose los ojos soñolientos, a que Lucio les permitiese entrar en su biblioteca. Cuando por fin entraron, notaron el tremendo enfado del cuestor.

Les dio un buen sermón sobre la buena conducta infantil, los castigos por desobediencia y sus obligaciones in loco parentis.

—Bien, ¿quién tuvo la ridícula idea de escaparse? —preguntó al final.

Los chicos intercambiaron una mirada, cerraron los ojos un momento y respondieron al unísono:

—Mía.

Lucio, el estoico de gran carácter, sintió un repentino ataque de ira.

—¡Así que, además, también sois un par de embusteros! —rugió—. Y creéis que compartir la vergüenza de semejante trastada posee un trasfondo de nobleza —recalcó la última palabra—. Entonces, aquellos que comparten la culpa, que compartan el castigo.

Tomó una correa de piel de anguila del cajón del escritorio y sujetándolos por la muñeca izquierda, primero a Julia y después a Marco, les dio seis furiosos azotes en el interior de los antebrazos.

Pasado el castigo, dieron un paso atrás con los brazos cruzados sobre el pecho como animales heridos, sin atreverse a llorar.

—Ahora volved a vuestras lecciones —dijo sentándose sin mirarlos—. Tengo que trabajar.

Les iba a resultar muy difícil concentrarse en el estudio, pues les dolían los brazos como si los hubiesen quemado. De vez en cuando se mostraban las marcas, que no tardaron en aparecer, unas gruesas líneas rosadas sobre la blanca piel de los antebrazos.

—Parece mentira-pensó Julia—. Cómo algo que duele tanto puede hacer que te sientas orgulloso de ti mismo.

* * *

A Lucio le resultó casi imposible concentrarse en su trabajo.

Debía realizar unos complicados cálculos sobre el correcto nivel de tasación de las minas más importantes de Charterhouse, en las colinas de Mendip, al suroeste. Normalmente el cincuenta por ciento de los beneficios netos de la explotación iba a parar a las arcas del Tesoro. Pero esta vez el asunto era especialmente delicado, como suele suceder cuando una empresa pertenece en parte al gobierno y en parte a inversiones privadas. Y el remordimiento que sentía en el alma, como un gusano horadándole el corazón, tampoco es que lo ayudase a concentrarse.

Él ya se había ido a la cama malhumorado, antes de saber de la fuga de los niños. Siempre le sucedía lo mismo cuando iba a cenar al palacio del prefecto. Con sus iguales, simulando sonrisas e interés en la charla cuando en realidad estaba aburrido de las cuatro horas de cháchara con aquellos débiles mentales. Las noticias comentadas habían sido desfavorables, como ya era habitual en aquellos días. No había dinero, ni un buen diálogo y, como remate, Constante, de quien habían logrado hablar sin que sonase a traición, tuvo tal falta de reflejos, mostró tal incompetencia para los asuntos de estado, que se enemistó con el grupo más poderoso de todos: los militares.

La situación mostraba unos deprimentes síntomas de decadencia, en vez de aportaciones constructivas; sólo se habían comentado las más infames murmuraciones. Sulpicio era todo un especialista en la materia. Y así Lucio tuvo que simular interés y tragarse todas las habladurías que se le ocurriesen al hermano del prefecto acerca de sus asuntos, los del emperador, y los de cualquiera que se le pasase por la imaginación, fuesen ciertos o no. Todo ese tiempo, había pensado Lucio, podría estarlo invirtiendo en mi trabajo, en mis lecturas, acompañado por Séneca, Plutarco o Cicerón en vez de por... Sulpicio. Tal era la magia de la palabra escrita. Pero la lectura de los grandes filósofos y literatos también tenía su lado negativo; cada vez aguantaba menos la mediocridad de gente como el tal Sulpicio.

¿Sería por eso por lo que golpeó tan fuerte a sus hijos adoptivos? De ahí podrían venir los remordimientos, de hacer pagar a dos inocentes su aversión al hermano del prefecto.

¿Por qué se había sentido tan furioso cuando los niños mintieron para protegerse el uno al otro? Era un gesto de generosidad, y él lo sabía, ¿acaso no lo había dicho? Se sentía frustrado por haber descubierto, junto a la desobediencia, aquel trasfondo de nobleza. No debía, ni podía tratarlos tan a la ligera, tachándolos de simples gamberros. Las cosas se le presentaban difíciles, confusas, incluso sus propios razonamientos se tambaleaban.

¿Acaso no sabía que castigando a ambos había logrado unirlos más? Ahora los chicos se sentirían como hermanos de sangre.

Sí, lo sabía... quizá lo sabía mejor que nadie. Tras su rabia, sabía que era justo que los dos sufriesen las consecuencias. Con su castigo los había unido y tal vez los había alejado de él, que se veía como un viejo cascarrabias avinagrado, que no era el padre de ninguno de ellos.

Lucio sonrió secamente ante el espejo de su alma.

El castigo ha de estar en consonancia con la falta, y él se había excedido. Era la falta de dos espíritus jóvenes y alocados, no era tan terrible... mañana trataría de ser amable con ellos, con sus hijos, sus huérfanos.

Y, obiter dicta, qué flaco favor le había hecho Vidalio recordándole incesantemente la perentoria labor de conocerse a uno mismo. Era el único tipo de progreso que merecía tal nombre, el del alma sobre el conocimiento. La famosa máxima de los Sabios Griegos, quienes mostraban, en su opinión, diferentes niveles de conocimiento. «Rehuye la responsabilidad de los defectos ajenos», por ejemplo, le parecía de una banalidad aplastante. La máxima de un necio, más que la de un sabio. Pero, evidentemente, había genialidad en el supremo dicho: Conócete a ti mismo. Lucio también aceptaba con un retorcido placer otro de los pensamientos, uno que representaba la quintaesencia del espíritu griego: el hombre es malo por naturaleza.

Algún día, en el futuro, los sabios podrán explorar las profundidades de los océanos, construir una torre que llegue a las estrellas e incluso caminar por la luna, donde colocaría a buen seguro un labarum, el estandarte donde se leyese: SPQR y, sin duda, la reclamarían como posesión imperial. Pero nunca, jamás, llegarían al fondo del espíritu humano... todo lo que he aprendido de los hombres, lo he aprendido de mí.

Lucio había aprendido mucho, con dolor, examinándose a sí mismo durante años y rara vez le gustaba lo que descubría. Tenía un fondo, unos sedimentos sucios, llenos de egocentrismo. Los más altos gestos de altruismo y abnegación, había descubierto, se realizaban para satisfacer a los más egoístas y retorcidos de los impulsos.

Ahora, en la inmisericorde introspección, descubría que estaba celoso de Marco y de Julia. Sentía celos de su juventud y su irresponsabilidad. Tenía miedo de que no lo quisiesen, tenía miedo de la soledad de los ancianos. Se sentía un miserable por haber desatado en ellos parte de su propio temor y la sensación de fracaso por perder toda una tarde cenando con una cuadrilla de zafios patanes. Era patético, le llenaba de amargura ver cómo un hombre como él, con todos sus conocimientos, podía mostrar una conducta tan inmadura.

* * *

Cuando Cennla vio lo que su amo le había hecho a Julia, la ira, la rabia le veló la vista. Llegó a acercarse a los ganchos de la cocina y examinó cuidadosamente los cuchillos; quería encontrar uno que fuese adecuado para vengar tamaña afrenta. ¿El cuchillo de carnicero? ¿O mejor ese otro de hoja aserrada para partir fruta? Podría rajarle lentamente los antebrazos y ver qué tal le sentaría sufrir un poco. El marino pensaba que los días de ver y recibir golpes habían terminado y formaban parte del pasado, junto al malvado capitán y su nudosa vara de sarmiento. Pero la maldad los perseguía; su adorada niña había sido golpeada por el cruel hombre que no sonreía jamás y él, Cennla, pensaba vengarla sin importarle cuánto tiempo o esfuerzo le costase conseguirlo.

Sin embargo, y para su sorpresa, a la niña no parecía importarle el castigo. Es más, los niños comparaban los verdugones y se reían juntando sus cabezas.

Levantó los puños cerrados con tal fuerza que la piel de los nudillos se tensó hasta adquirir un tono claro. Emitió un grito ahogado, tragó saliva... nadie podría... nadie excepto él... Algunas noches soñaba que los demonios salían del infierno para raptar a la pequeña, pero él hacía guardia en la puerta y ellos no podían pasar.

Aquella noche soñó con asesinar a su amo. Entraba en los aposentos de Lucio y, protegido por la oscuridad, lo mataba cortándole su pálido rostro hasta teñirlo de sangre. La pesadilla lo despertó; Cennla estaba terriblemente avergonzado de sus pensamientos. No podía romper el sello sagrado que lo unía al hombre a quien servía. Antes del alba bajó a los establos y se flageló la espalda hasta que estuvo empapada de sangre. La sangre limpiaría su perfidia.

Por la mañana Julia entró en la cocina para desayunar. Encontró a Cennla encorvado sobre un balde de agua, de donde sacó un paño que posó sobre su espalda. La tenía cruzada de latigazos.

—¿Quién te ha pegado? —preguntó Julia.

Cennla se enderezó al notar su presencia.

«Debe haber sido tío Lucio», pensó la niña. No era infrecuente, ni había nada de malo en que un amo flagela se a los esclavos de vez en cuando. Pero no era la norma de Lucio...

La niña se puso de puntillas y posó la palma de la mano sobre la escuálida y ensangrentada espalda del esclavo. Cennla se estremeció.

—Lo siento —se disculpó.

Y sin prestarle más atención se dispuso a desayunar.

Al atardecer Cennla descubrió que sus heridas habían sanado. Por la noche encendió una vela y, colocando tras él la base de una fuente de cobre, se retorció para ver el reflejo de su espalda por encima del hombro. No había ni una sola marca. La revelación lo aterrorizó.

Nunca se lo hizo saber a nadie, nunca esbozó un signo para explicar el portento.

* * *

Durante una temporada los dos chicos convivieron estupendamente.

Cuando el gusanillo de ser malos volvió a ser casi irresistible —Lucio podía casi leerles los pensamientos—, recibieron una sorpresa. Lucio anunció, a su modo, sin preámbulos, que partirían al día siguiente a las colinas de Costwolds para pasar allí el verano.

—¿Adónde ha dicho? —preguntó Julia en cuanto salieron del despacho.

—A Costwolds —respondió Marco tranquilamente, que siempre parecía saberlo todo—, cerca de Cirencester. Es donde todos los ricos de Londinium tienen sus casas de descanso. Suelen pasar allí un par de semanas al año y los lugareños los odian.

—¿Cómo sabes todo eso? ¿Has estado allí?

—La verdad es que no —admitió—. Pero mi padre me contó cosas de allí. A él tampoco le gustaba aquello. Decía que después de vivir en el norte, trasladarse a Costwolds era tan empalagoso como hartarse de miel. Pero creo que es muy bonito, te gustará.

—No, no me gustará nada.

* * *

Tardaron cinco días en llegar. Habían salido al amanecer y Julia estaba a punto de volverlos locos a todos correteando, saltando de un lugar a otro y sin parar de hacer preguntas del tipo: «¿Es muy grande? ¿Hay osos? ¿Hay pictos? ¿Hace frío? ¿Nieva? ¿Qué vamos a comer?». La única manera de que permaneciese callada un segundo era taparle la boca con las manos tan fuerte que las palabras no pudiesen salir.

Se sentó al frente del carro, boquiabierta ante todo lo que veía. Trataba de grabar en su memoria cada imagen que le ofrecía la marcha, como cuando atravesaron la Puerta Nueva y cruzaron el puente del río Lea. Lucio abría la marcha montando su yegua castaña y Marco, tras él, cabalgaba un poni pío. Tras el carro avanzaba toda la impedimenta, excepto Silvano y las jóvenes esclavas, y cerrando la marcha, retrasándola, estaba Bucéfalo con su enorme grupa y su larga cuerda unida a la comitiva, que casi parecía arrastrarlo, pues el animal se negaba a acelerar su lento y relajado trote. Julia había insistido en llevarlo, con su tesón habitual; Lucio se negó, la niña volvió a la carga y su tío, obviando los dictados de su buen sentido, lo concedió.

Atravesaron los humedales que se extendían más allá del Flea, escucharon las palas de los molinos de agua chapotear en el río, vieron huertos de frutales, ciruelos y perales sobre todo, y también hermosos campos de flores. Llegaron al cruce de caminos, donde la calzada se bifurcaba hacia el norte hasta St Albans, pero continuaron su viaje hacia el oeste; al atardecer arribaron a Staines y pasaron la noche allí. Al alba, vadeando el Tamesa, Julia, para ver el vuelo rasante de un cormorán río abajo, se estiró tanto al borde del carro que casi cayó al río.

—No hubiese pasado nada si te caes —comentó Marco divertido, cabalgando junto al carro nada más pasar el puente—. Con nadar corriente arriba hubiese bastado para que llegases a Costwolds, el Tamesa nace allí.

—Cochino, marrano, tienes la boca de un enano —canturreó Julia algo picada, para aparentar que no lo estaba.

—Chiquilladas —suspiró Marco tal como lo haría un adulto y, chasqueando la lengua, tornó a reunirse con Lucio.

Julia estuvo cinco horas enfurruñada.

* * *

La calzada estaba muy transitada por viajeros, chamarileros y pequeños grupos de soldados dirigiéndose a Silchester, a quienes Lucio paraba e interrogaba brevemente.

La segunda noche la pasaron en Silchester, pero en esta ocasión partieron bastante tarde, pues Lucio los hizo esperar mientras inspeccionaba unos hornos de ladrillos situados al sur de la ciudad y ordenaba preparar una hornada de adobes para reconstruir las barracas de la zona sur de Londinium.

La tercera noche la pasaron en campo abierto, alojados en la casa de un perplejo pastor y su familia, en lo alto de las colinas de Malborough. Por la mañana todos se levantaron con señales de pulgas en brazos y piernas, como testimonio de la llana rusticidad de su alojamiento.

La cuarta noche ya la pasaron en Cirencester, ciudad con magníficas termas y plazas con soportales donde se ubicaban bonitas tiendas. Allí tenían una espaciosa residencia urbana donde alojarse, la casa de Lucio Séptimo, gobernador de Cirencester y de la provincia de Britannia Prima. Séptimo, todo un consumado hedonista, pasaba el verano en su villa situada en las colinas de Costwold, no muy lejos de la ciudad.

Al día siguiente fueron a visitarlo. Era un verano magnífico y Julia cayó rendida ante la belleza del paisaje, con sus extensos y verdes pastizales, los densos bosques de hayas y numerosos y bucólicos valles que se sucedían unos a otros sin solución de continuidad, a los que la población autóctona llamaba coombes. Toda aquella rica comarca brillaba y florecía bajo el espléndido sol de mayo.

Lucio iba a menudo a cenar en compañía de Séptimo, su villa estaba situada en un valle cercano, e iba solo, sin la compañía de sus guardaespaldas. Le gustaba relajarse de las intrigas políticas de Londinium y disfrutar de la grata compañía de su amigo, el cual, si bien no era un gran intelectual, era una persona carente de maldad, era un buen hombre.

Julia y Marco pasaban el día, todos los días, fuera de la casa. Les gustaba tumbarse en una barca a la deriva, sobre las tranquilas aguas del río, observando saltar las truchas durante horas, en silencio. Observaban la pericia del martín pescador entrando vertical en el agua para sacar un pequeño pez del agua entre una cortina de gotas. Escuchaban los ásperos graznidos de una garza a lo lejos y también los solitarios silbidos de las águilas ratoneras y milanos rojos trazando majestuosos círculos en el cielo. Tampoco era extraño ver una nutria devorando en la ribera a un lucio casi tan grande como ella. Y, sobre todo, les gustaba admirar el espectáculo de una puesta de sol con la luz difuminada por tupidas matas de juncos que dibujaba brillantes líneas cobrizas sobre el agua.

También jugaban con Cennla, como si las reglas que prohibían a los esclavos acercarse a los ciudadanos estuviesen temporalmente suspendidas. Marco y el marino no dejaban de exhibirse ante Julia. Luchaban y ganaba Cennla... hacían un concurso de tiro con arco y ganaba Marco. Cazaban gorriones y liebres para asarlos al fuego atravesados con un espetón de madera, luego los comían con sumo placer, aunque siempre les saliesen medio carbonizados y llenos de ceniza.

Pero llegó el final del verano y, con gran pena, tuvieron que hacer el equipaje para regresar a la capital. El otoño estaba muy cerca y la cercanía de los recuerdos estivales, compuestos de juegos y excursiones, aumentaba la deprimente idea del otoño, del retorno.

* * *

Los días comenzaron a acortarse y los chicos volvieron a sus clases. Marco, laborioso como siempre; Julia a regañadientes, como era habitual.

Al terminar las lecciones, Julia se quería quedar a leer, para desventura de Marco. Al caer la tarde, cuando la mansión se iluminaba con lámparas de aceite, la niña se acurrucaba sobre el gran sillón rojo de la esquina de la biblioteca y leía bajo la dorada luz de la lámpara a Virgilio, Ovidio, Livio, Lucio Apuleyo, Apolonio de Rodas... preciosas historias. El que más le gustaba era su adorado Virgilio. Leía sobre la muerte de Eurialo y Niso, los héroes troyanos cuyas vidas fueron cercenadas como flores en verano, sobre el amor imposible entre Dido y el casto Eneas. No le costó imaginarse la pira funeraria de ésta alzarse sobre los acantilados de Cartago, incluso oía los lamentos de su sincero amor imponiéndose sobre las olas del mar.

* * *

Fue durante la siguiente primavera cuando el peligroso sabor de la aventura volvió a tentarlos.

Una vez Marco había alardeado de poder cruzar el Tamesa a nado y Julia le pidió que lo probase. Poco después, a la luz de la luna, ambos niños volvieron a estar bajo el puente. Marco se desvistió y saltó al agua. Apenas había alcanzado el primer embarcadero, cuando la fuerza de la corriente lo arrastró hacia las piedras del dique, propinándole un buen golpe. El chico salió jadeando, tratando de recobrar el aliento, y bastante avergonzado. No le quedó otra salida que admitir que no podía cruzar el Tamesa... de momento, aunque pronto llegaría el día en que sí. Probablemente cuando fuese soldado lo cruzaría con armadura y todo. Como los legionarios de Batavia, quienes vadeaban el Danuvius con sus pertrechos de guerra incluso en las riadas de primavera.

Pero no cejaron en su empeño de buscar emociones. En una ocasión habían visto la pared norte del templo, antes basílica, cubierta de andamios de madera para ser reconstruida. Y decidieron escalarlos hasta llegar al tejado, donde se sentaron sobre el preciso borde del alero, como dos triunfantes montañeros, extasiados ante la vista de la enorme ciudad que se extendía ante ellos, junto al río y los boscosos alrededores.

También embarcaron en una pequeña gabarra que los llevó río abajo antes de que fuesen descubiertos, y se libraron de colisionar contra un barco saltando por la borda. El camino de vuelta a través de los oscuros pantanos fue largo y duro. También contemplaron otros planes, como introducirse en el palacio del prefecto o escalar las murallas de la vieja ciudadela, pero los desecharon por ser demasiado peligrosos. El amanecer los sorprendió muy lejos de casa y fueron descubiertos.

* * *

La pareja estaba esperando a la puerta de unas termas públicas junto al Tamesa, no muy lejos de casa. Aguardaban que llegase Hermógenes con una copia nueva de las Cartas de Plinio y, por entretenerse un poco, Julia se puso a recrear una escena de Eurípides, para solaz de Marco.

—¡Euoi, euoi! —gritaba Julia extendiendo los brazos en un gesto de histérico dolor.

Tan metida estaba en su papel que, sin querer, le asestó a un viandante un contundente golpe en el estómago, a la altura del diafragma. El hombre se dobló, boqueando como un pez. Cuando pudo enderezarse, los niños descubrieron que estaba muy, pero que muy enfadado.

Era un hombre enjuto, fibroso, de hombros caídos, cejas pálidas y acuosos ojos azules. Vestía una túnica de color amarillo mostaza muy chillona. Junto a él iba un gigantesco esclavo con aspecto de bruto. El hombre les lanzó una mirada feroz y luego dio rienda suelta a un abuso de poder tal que los niños quedaron paralizados.

—Lo siento, ha sido un accidente —se disculpó Julia.

El transeúnte la agarró del pelo y la sacudió con tanta fuerza que la levantó del suelo, luego la tiró al suelo y continuó su camino hacia los baños.

Julia se puso en cuclillas, sacudiendo la cabeza.

—¿Estás bien? —preguntó Marco torpemente, arrodillado junto a ella.

—Por supuesto que no —le espetó—, no estoy nada bien. ¿Quién se habrá creído que es, el bestia ése?

Marco negó con la cabeza pensativo, disgustado. Un rato después preguntó:

—¿Sabes qué deberíamos hacer?

—No, dímelo tú.

—Deberíamos dar un paseo por los baños.

—¿Para qué?

—Venganza.

* * *

Normalmente los baños públicos se abren por las mañanas para las mujeres y por la tarde para los hombres, pero los baños de ínfima categoría, como era el caso, no eran muy estrictos con las normas. Con tal de que pudieses pagar un pequeño soborno al encargado ya estabas dentro.

A Marco no se le escapó lo extraño que resultaba que su agresor hubiese entrado allí. Era un hombre vil y de mal carácter, pero iba bien vestido, ¿por qué entraría en un lugar como éste? Pero Marco era lo bastante mayor como para imaginarse cuál sería el motivo.

El encargado se limitó a mirarlos, los niños no hablaron ni dieron explicaciones, simplemente dejaron unas monedas sobre una bandeja de madera y pasaron a la antesala de los vestuarios.

Sería más correcto decir el vestuario, pues sólo había una mugrienta habitación para todos los clientes. Habían dispuesto alrededor de la sala una serie de sillares de piedra donde la gente dejaba sus atuendos y calzados, y, si se lo podían permitir, un esclavo hacía guardia junto a sus pertenencias. Había cuatro esclavos allí, charlando entre ellos.

Marco pensó rápido.

—Voy a entrar —dijo—. Cuenta hasta veinte y entra jadeando, como si llegases a la carrera, has de simular nerviosismo, y grita que hay disturbios, que los cristianos están molestos o algo así. Yo haré el resto.

El muchacho entró y se dispuso a descalzarse muy despacio. Al otro lado de la sala vio al esclavo calvo, con un arco superciliar muy pronunciado que acentuaba su cara de bruto.

De repente se oyó una voz aguda que gritaba histéricamente.

—Sí. Se ha escapado un leopardo... ¡Ha devorado a dos personas! Alguien le arrojó una antorcha y corre con la cola en llamas. Lo he visto corriendo muy cerca de aquí... ¡prendiendo fuego a los puestos del mercado! Hay fuego. ¡Fuego! Dicen que los templos están en llamas y se ha escapado un elefante...

Los esclavos, el bruto incluido, salieron a toda prisa para no perderse el espectáculo de un leopardo ardiendo y un elefante descontrolado.

Marco se levantó de un salto y cogió la túnica amarilla arrebujándola bajo sus ropas.

—Me parece que has cometido un grave error cogiendo mi túnica —dijo una gélida voz a su espalda, justo cuando llegaba a la puerta.

Marco se quedó helado. Quería correr, pero sus piernas se negaban a moverse. La voz tenía un poder hipnótico que lo mantenía inmóvil.

Y entonces apareció el gigantesco esclavo frente a él y detrás venía Julia, asomándose para ver si la treta había funcionado.

—¡Cógela! —ordenó la voz.

Y el esclavo, haciendo gala de una agilidad sorprendente, se volvió y, con el mismo movimiento, metió a la niña en el vestuario de un brutal empujón.

El dueño de la túnica sujetó a Marco por el cuello de sus vestiduras y lo giró hacia él. Los mismos ojos siniestros, las mismas inquietantes cejas pálidas. Su respiración rezumaba violencia contenida y Marco tragó saliva.

Entonces la mano del hombre se disparó como un rayo, dándole un golpe a Marco y un bofetón a Julia. Julia se revolvió y mordió el brazo del esclavo. El gigante rugió y la derribó de un empellón. Marco se abalanzó sobre la espalda del esclavo. Mientras tanto el hombre de mirada peligrosa se acuclilló junto a Julia, sujetándola por la nuca, aplastándole la cara contra el suelo mientras con la otra le daba viciosos azotes. Julia se debatió desesperadamente, pero no pudo librarse de la férrea mano que le atenazaba el cuello.

—Oh, pequeña, yo te enseñaré —murmuró tranquilo, tanto que sólo lo pudo escuchar Julia—. Y tú aprenderás.

Marco luchó por zafarse del esclavo y éste, cansado de sujetarlo, le propinó un formidable golpe en la cabeza que lo derribó dejándolo semiinconsciente. El chico, mareado, alzó la cabeza. Vio al individuo de tez pálida cómo propinaba una buena paliza a Julia; aunque sin tanta saña como antes. La cabeza empezó a darle vueltas y no podía fiarse de sus sentidos, pero creía oír una risita cada vez que le daba un azote a Julia; el hombre de la voz fría se reía entre dientes, con una cruel, tensa sonrisa dibujada en el rostro.

El resto de esclavos, y algunos clientes de los baños, hicieron un corro alrededor de ellos. Animando al hombre cruel, riéndose y batiendo palmas; era evidente que encontraban la escena muy divertida.

—Así que se escapó un leopardo —se burló uno de los esclavos—. No son más que un par de ladronzuelos.

—¡Deteneos de inmediato! —tronó una voz.

El hombre de los ojos acuosos alzó la cabeza sorprendido. Vio a un hombrecillo plantado ante él. Un mequetrefe de nariz respingona y largas barbas.

—Vaya, vaya —dijo—. Pero si es Sócrates en persona que viene a visitarnos —y añadió con voz amarga—: Les pegaré cuanto me plazca, los he sorprendido intentando robarme la ropa. Este par de tunantes...

—Este par de tunantes se hallan bajo la protección del praepositus imperial, Lucio Fabio Quintiliano —cortó Hermógenes—. Y no creo que esté muy conforme con el tratamiento que les estás dando.

—Y yo soy Sulpicio, el hermano de Albino, el prefecto. Y soy yo —respondió con un bramido— quien no está conforme con el tratamiento de sus manos.

Hermógenes se estremeció pero no retrocedió ni una pulgada. Julia, temblando, ya se había puesto en pie y ayudaba a Marco a hacer otro tanto.

—Presenta tus quejas al cuestor —añadió el maestro—. Me los llevo a casa.

Y así salió la desventurada pareja de las termas, agarrados al brazo de su tutor. Escucharon la voz de Sulpicio aullar tras ellos:

—Quizás el mismo Quintiliano decida entregarme a su sobrina en matrimonio, para enmendarse. Seguro que puedo domar a esa pequeña... zorra.

Las paredes de las termas parecieron estremecerse bajo una espantosa carcajada.

* * *

Lucio, como buen estoico, no mostró la menor emoción al observar el deplorable estado de los niños.

—¿Qué les ha sucedido a estos dos?

Hermógenes se lo contó; Lucio escuchaba atento, asintiendo de vez en cuando con la cabeza.

—Presentaos a Bricca, que os lave. Pedid que extienda aceite y vinagre sobre esas heridas, y en las contusiones también.

Los niños salieron dando traspiés. En el corredor, escucharon una última orden de Lucio:

—Más tarde vendréis; quiero escuchar vuestra versión de los hechos, y quiero escuchar toda la verdad —volviéndose hacia Hermógenes le preguntó—: ¿Se lo merecieron?

—Merecieron unos pescozones —admitió el maestro—. Pero... pero no la paliza que les dieron —el erudito dudó antes de continuar—. Los niños no merecen ser tratados así... no fue un castigo administrado justa y racionalmente —se mesó la barba—. Ese hombre les pegó... con placer. Le gustaba hacerlo.

Lucio bajó la mirada. ¿No sería su estoica actitud, tan inexpresiva y desapasionada, una excusa para la cobardía? Era una cuestión que se había planteado en numerosas ocasiones. Su mente dibujó un retrato de Sulpicio con espantosa nitidez. Era un monstruo; de cintura para arriba parecía un hombre, pero el resto era de serpiente, una víbora que se deslizaba por los largos pasillos de mármol del palacio del prefecto, dejando tras él un rastro de corrupción y maldad sin límites.

—Sígueme —ordenó Lucio mirándolo a los ojos.

* * *

El jardín central del palacio del prefecto estaba sobreornamentado, en un patético remedo del estilo bizantino, con mosaicos multicolores, frescos y un indecente abuso de adornos de oro, suficientes para pagar la soldada de una legión durante un mes. Sobre uno de los poyos del ábside oriental se erguía una enorme estatua del emperador, que parecía vigilar con sus ojos pétreos la entrada de todos los visitantes.

—No está mal que muestres a quién hay que serle leal, Albino —pensó Lucio.

La conversación de Albino, en cuanto bebía un poco más de la cuenta, se tornaba siempre, sin quererlo, a buen seguro, muy poco respetuosa cuando se refería al divino Constante. Alguien podría pensar que Albino ambicionaba el trono.

—El prefecto no desea ser molestado —anunció un sirviente de ojos saltones—. Está ocupado con un asunto importante.

—Igual que yo —dijo Lucio sin interrumpir la marcha.

Albino estaba cómodamente sentado, muy reliado tras su impresionante escritorio, cuando entraron al despacho. Posó sus inescrutables ojos azules sobre ellos.

—Ah, Quintiliano. Y él debe ser el maestro de tus... protegidos.

—Mis protegidos han mostrado una pésima conducta —dijo pasando por alto la observación—. Pero han sido objeto de un brutal maltrato por parte de tu hermano Sulpicio, yo no puedo...

—Ya lo he oído —interrumpió Albino.

Si Lucio se sintió desconcertado no lo mostró. Las noticias volaban.

—¿Estuviste presente? —preguntó Albino.

—No, me he enterado a través de Hermógenes, aquí presente. Esclavo hijo de esclavos, pero un hombre totalmente sincero.

—Yo lo he oído directamente de boca de mi hermano —dijo Albino—. También me dijo que te presentarías aquí en cuanto lo supieses. Te conoce bien —esbozó una breve sonrisa—. Me dijo que sus acciones estaban plenamente justificadas, pues pensaba que estaba dándole una lección a dos pequeños ladronzuelos que intentaron quitarle la ropa. ¿Vas a decirme que debo prestar más crédito a la palabra de un esclavo griego que a la de mi propio hermano?

—Si lo que quieres saber es quién me parece un testigo más fiable, yo siempre elegiría al hombre que está detrás de mí en este momento.

—Estás yendo demasiado lejos, Quintiliano —espetó alzando una pálida ceja, sin enfado.

Se levantó y se paseó despacio por la habitación hasta llegar a las cortinas; allí se dio la vuelta.

—Ambos sabemos, praepositus, que el imperio está sumergido en un alto grado de confusión, indisciplina e insubordinación. Y que las mayores desgracias para los políticos comienzan con pequeños disgustos, como el de dos chicos desobedientes. Pero me sorprende que un hombre como tú, tan adusto que se diría que eres la personificación del propio Cato, venga a mí de una manera tan, vamos a ver cómo lo digo, tan indigna. Y sólo para defender el comportamiento de tus maleducados pupilos.

—No he venido a defenderlos. Me consta que han mostrado muy mala conducta. Pero no puedo tolerar la crueldad gratuita de tu hermano. Y, a pesar de que el desorden y la insubordinación han de ser condenados, prefiero antes la indulgencia al miedo, la crueldad y los depravados vicios que están corrompiendo el corazón de nuestro amado imperio.

La locuacidad de Lucio había picado al prefecto; éste se estiró y lo miró largamente, pero lo único que pudo añadir fue:

—Estas yendo demasiado lejos, Quintiliano.

Y dicho esto desapareció tras las cortinas.

Lucio y su acompañante abandonaron el palacio.

—La visita no cambiará las cosas.

Tampoco quería que sus dos protegidos pensaran que podían comportarse como les viniese en gana.

Más tarde, Lucio paseaba por el peristilo de la casa mucho más tranquilo. Estaba cabizbajo, muy pensativo, y a su lado caminaba su leal secretario.

—¿Qué estaría haciendo Sulpicio en unos baños de esa categoría? —se preguntaba en voz alta—. De la categoría de entrar con el cuerpo sucio y salir con el alma sucia.

—Querrá ser uno más de la chusma —aventuró Valentino.

Lucio se permitió una triste sonrisa y dijo asintiendo con la cabeza:

—Ya, le gusta estar al día.

—Quizá lo que le guste sea estar todos los días.

Ambos rieron por lo bajo. No se reían por la calidad del chiste, sino por su significado implícito. La política se hacía en tribunales y palacios; las traiciones se tejían en termas y cantinas.

* * *

Lucio no se rió en absoluto cuando mandó llamar a los niños para que rindiesen cuentas antes de ir a la cama. Se presentaron todavía húmedos del baño, con las heridas untadas de aceite, y los moratones con vinagre ofrecían un lamentable aspecto.

«Tranquilo, piensa, piensa, Lucio», se repetía el cuestor.

Debía reprenderlos por su desobediencia, pero eran puros, de buen corazón. No como otros que visten con gran elegancia y tienen el alma podrida.

—Sabéis que estoy muy disgustado con vosotros —comenzó—. Un robo es un robo y siempre es una acción deshonrosa.

—Tío, todo comenzó en la calle, cuando...

—No me importa —la interrumpió.

Sacó su correa de piel de anguila del cajón, los sujetó de la mano y les dio dos cintazos, sólo dos. Pretendía haberles propinado seis, como dictaba la norma, pero en esta ocasión pudo leer en sus ojos, pudo sentir sus miradas y sus propios ojos comenzaron a picarle, por eso decidió no castigarlos más.

Sintió sus miradas sobre él, miradas que hablaban de traición.

—Podéis iros —dijo sentándose tras su escritorio sin mirarlos.

Los niños se fueron a dormir y él se quedó solo, deseando irse a la cama también, pero era muy temprano. Estaba muy cansado y aún quedaba mucho trabajo por hacer. Una labor eterna, casi un palíndromo: nunca se logra acabar el trabajo para el imperio y el imperio trabaja para lograr acabar consigo mismo.

—Odio al tío Lucio, lo odio de verdad —refunfuñaba Julia rabiosa, mientras seguía a Bricca hasta su dormitorio, situado en el primer piso—. Es un completo cobarde. En vez de ir directamente al palacio del prefecto y desafiarlo allí mismo, va y se esconde en su biblioteca, entre esos absurdos librejos.

—Ya sabes que se puede meter en un lío muy serio, Julia —razonó Marco intentando parecer maduro—. Debes pensar en ti. No podrías asaltar el palacio y flagelar al hermano del prefecto, ¿cierto? Míralo desde ese punto de vista, vamos.

—No nos preguntó qué pasó, ni siquiera quiso saberlo —arguyó con el ceño fruncido.

—Porque no le pareció que debiese hacerlo. Debemos someternos al paterfamilias.

Julia soltó un bufido que sonó como el gutural gruñido de un verraco. Bricca se volvió hacia ella.

—Oye, tú. Ya es suficiente —la reprendió—. Gruñe como un verraco y pronto olerás como él. —¿Eso es algún refrán, Bricca?

—No te importa, y venga, a la cama —ordenó muy contenta de hacerla rabiar.

Tres días más tarde Lucio recibió una misiva del palacio del prefecto. Una respuesta cuidadosamente calculada. A Lucio le recordó a una serpiente que, treinta años después de haber sido pisada, todavía se revuelve para morder.

Lucio Fabio Quintiliano, salud.

Estad seguro, mi querido Lucio, de que no existe ningún resentimiento de mi casa contra la tuya, a pesar del inmoderado arrebato del otro día en la cámara de audiencias de mi hermano el prefecto. Tales arrebatos son propios de un hombre de vuestra pasión y considero que sería conveniente que estableciésemos algún lazo de concordia que sellase de manera definitiva esta nueva armonía entre nuestras casas. Sabéis cuánto le gusta murmurar a la plebe los escándalos que estallan entre los patricios. Y no hay escándalo que atraiga más la atención de los menesterosos que aquel que nos envuelva en alguna riña insignificante.

En vista de esto, de ahora en adelante nuestra atención se centrará, con toda seriedad, en vuestra sobrina. Es obvio que está llegando a la edad de merecer y nos agradaría tomarla en matrimonio, siempre que tal resolución fuese de tu agrado. No hay gran abundancia de pretendientes donde escoger en una ciudad tan pequeña y remota como ésta, lo sabemos; por eso esperaremos vuestra respuesta llenos de anhelo, que no de felicidad, porque, como bien dijo Cicerón, quam sint morosi qui amant, cuán tristes están los que aman.

Sulpicio.

Ni se dignó a escribir una réplica, asqueado por la última frase de la misiva. La idea de que una víbora como Sulpicio pretendiese amar a su sobrina le resultaba cuando menos risible. Lo tomó como una broma sin gracia. Rompió el mensaje en dos, lentamente, lo hizo tiras y finalmente lo arrojó a las llamas.

No obstante la idea central era cierta, dentro de poco Julia estaría en edad casadera, por usar la formal expresión de Sulpicio. Lucio apenas podía soportar pensar en él. Su cuerpo se estremecía cuando su mente dibujó la imagen del individuo con tanta claridad que parecía tenerlo delante, agazapado con su enorme bocaza como si fuese un demonio. Pronto encontraría un pretendiente, pero no sería él, no mientras que el Prosopitis, el río de Aegyptus, fluyese y luciese el sol cada mañana. Ella abandonaría esta silenciosa mansión de soltero. Se marcharía con sus lágrimas, sus risas y sus rabietas. El gatito sería un macho grande... los oscuros rincones de las lúgubres habitaciones de invierno ya no serían iluminados con el brillo de su pelo y sus ojos... dejándolo solo, en compañía de su buscada soltería y retraimiento.

Le parecía que fue ayer cuando al amanecer, apenas había abandonado sus aposentos, encontró a Bricca vacilante, con las manos entrelazadas como si temiese alguna reacción inesperada. La esclava le contó una serie de tonterías acerca de una niña harapienta, hambrienta y terriblemente cansada, que se había presentado en la puerta trasera la noche pasada. Recordaba que le llevó un tiempo establecer la relación entre la niña y la descorazonadora carta enviada por su hermana desde Hispania.

Julia, su sobrina, su amada, desobediente y avispada sobrinita. Ayer una niña de ojos inteligentes, mañana una mujer. Y él, que nunca había tenido hijos, se sentía angustiado, desconsolado como si estuviese a punto de perder uno. Aunque, como filósofo, nunca saldría de los labios una palabra de queja motivada por las circunstancias de la vida. La infancia de su sobrina se terminaba a pasos agigantados y pronto se iría para siempre. No por culpa del mundo, ni de la vida, sino por la suya. Era como si dos años atrás se le hubiese concedido un regalo, una sorpresa maravillosa, y la hubiese posado en una estantería sin saber apreciarla. En ese momento, cuando iba en su busca, se encontraba con que... no, no se había corrompido, ni se la habían comido las polillas, ni estaba marchita, simplemente había cambiado transformándose en otra cosa que nada tenía que ver con la niña del principio. El regalo no volvería nunca a él.

Eheu fugaces, Postume, Postume labuntur anni... Ay, mi hijo, mi hijo póstumo, cuán rápido los años se deslizan... una de las más bellas odas de Horacio, perteneciente a Tempus edax rerum, el tiempo todo lo destruye. El tiempo bate sus alas sin prisa pero sin pausa, como un cormorán sobre los pantanos del sur, o sobre los mágicos campos de Caecubus, en Latium, cerca de la bahía de Amyclae, donde solía esconderse cuando era joven para huir del bullicio de Roma, con un mendrugo de pan en su bolso y su arco y su aljaba al hombro. De eso hacía mucho tiempo, y Latium estaba muy lejos.

Ya era un hombre mayor, un viejo; tenía cincuenta años, ¡medio siglo! Y cada año sentía más profundamente el fluir del tiempo en el discurrir de los ríos o el curso del sol. Cada año podía escuchar el batir de sus alas con mayor claridad, como si de un gigantesco pájaro se tratase, que vuela lenta pero inexorablemente hacia el más allá.

* * *

Por qué Marco hizo lo que hizo luego, nadie lo sabe y quizás él menos que nadie. Muchas veces nuestros motivos para realizar ciertas acciones nos resultan desconocidos.

Tuvo que ver con sus ganas de impresionar a Julia. Pensaba que Lucio era un auténtico tirano y resolvió fugarse con ella, de noche, pero esta vez sería para siempre. Quería hacer algo heroico. Lucio había sido cruel con él, cruel en su melancolía, pues la tristeza, la alegría del chico chocaba frontalmente con el carácter del cuestor y ese contraste muy fácilmente podría pasar como crueldad. Aunque desde luego había otros motivos, pero mucho más oscuros y retorcidos.

Marco se dedicó a espiar a Lucio hasta averiguar dónde escondía la llave de la caja de caudales. Se introdujo en sus aposentos en medio de la noche, cuando todos duermen, robó la llave, abrió la caja y sacó tres barras de plata que llevaban grabada su procedencia en letras mayúsculas: EX OFF CVRMISII. La fábrica de Curmisii.

En un puesto de cambistas de dudosa reputación obtuvo 240 denarios3 por ellas, pero, tras cobrarle la abusiva comisión de un 20 por ciento, el chico llevó sólo 192. Guardó las monedas en su faltriquera de cuero y regresó a casa. Allí se las enseñó a una sorprendida Julia.

—Esta noche —le dijo—. Esta noche huiremos de aquí, para siempre.

El plan hubiese funcionado de no haber sido porque Lucio, hombre escrupuloso en sus obligaciones, eligió precisamente esa tarde para revisar el contenido de su caja de caudales. Habiendo observado la extraña expresión que mostraba la mirada en los ojos de los chicos, no le fue difícil atar cabos. Valentino registró la habitación y las pertenencias de Marco sin resultado.

—Prueba bajo el diván —ordenó Lucio.

El secretario regresó con una bolsa de cuero repleta de monedas, exactamente 192 denarios.

El chico, al menos, tuvo el coraje de reconocerlo. Julia se enfureció terriblemente con él, más que con su tío, lo trató sin miramientos, robar a tu propia familia...

La flagelación fue concienzuda. Marco pasó más de dos días tumbado en decúbito prono mientras Bricca le restañaba las heridas. Cuando pudo levantarse para presentarse ante Lucio, crujieron las postillas en su lacerada espalda.

—Dentro de dos semanas cumples dieciséis años, ¿correcto?

—Sí, señor.

Su padre adoptivo extendió unos papeles sobre el escritorio.

—Sin duda verás esto como una especie de alivio, pero te aseguro que pronto cambiarás de opinión —le espetó mirándolo directamente a los ojos—. El día de tu decimosexto cumpleaños te presentarás en las puertas de la guarnición y te alistarás en la legión. Puede que seas un poco joven, a buen seguro sabes que son los dieciocho la edad más habitual para enrolarse, pero siempre se pueden tomar algunas medidas especiales, y además, tienes la altura suficiente.

»Serás legionario, raso, y servirás en infantería. Dejando otras consideraciones aparte, los niños mimados, hijos de ricos que se alistan directamente como oficiales, no ganan otra cosa más que el odio de sus propios hombres —pudo ver en los ojos del muchacho que ya no le escuchaba—. La virtud crece en la adversidad, el vicio lleva a la cruz. Cualquiera de las dos cosas te irá bien —era como hablarle a una pared—, y en el ejército encontrarás adversidad de sobra.

* * *

—Va a ser duro —dijo Marco mascando una pajita.

Estaban sentados en el huerto. Marco le repitió el último comentario de Lucio a Julia intentando aparentar lo que él creía ser un chico rudo y tranquilo.

Julia, con las piernas cruzadas junto a él, no habló, tan sólo miraba fijamente al suelo. No sabía qué decirle. No podía creer que la fuese a abandonar así, de ese modo. Se sentía sin palabras; en unos pocos días Marco cumpliría dieciséis años y luego se marcharía. Todo habría terminado. Quería fijar el sol en el cielo, detener el transcurrir del tiempo, no crecer para no cambiar. Marco siempre estaría a punto de cumplir los dieciséis, y se quedarían siempre así, tal como estaban allí. Soñando.

¿Qué iba a ser de ella? Una vez se fuera su amigo, habría acabado su vida; todo se tornarían actividades rutinarias realizadas dentro de una existencia gris.

Bricca sabía lo disgustada que estaba Julia y trataba de consolarla diciéndole que no se preocupase, que seguro que haría nuevos amigos muy pronto. Quizás alguna niña. Siempre estaba Grata, la niña esclava, a quien Julia hacía rabiar llamándola «maldita la gracia» y haciendo que reñía a Bricca y ésta simulaba encogerse de tal modo que casi parecía delgada.

Lo peor llegó cuando tuvo que cenar con Marco y Lucio. Ambos parecían haber alcanzado esa especie de complicidad que sólo saben alcanzar los hombres entre ellos. Lucio había decretado un castigo ejemplar y Marco lo había aceptado serenamente; todo estaba claro entre ellos. Julia odiaba la situación.

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