Joy

Joy


Capítulo 14

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Los días y las noches transcurrieron. No me imaginaba que un fin de semana pudiera durar tanto tiempo. Dormimos y comimos y reímos y bebimos entre la maraña de sábanas arrugadas. No sé cuántas veces Marc me hizo el amor, pero mi placer era cada vez más intenso y mi alma conseguía salir del cuerpo para asistir a esos combates desgarradores y desnaturalizados. Marc me acariciaba y me susurraba palabras tiernas.

—Eres como un nido, eres como la lluvia, eres como una nube, eres bella, no me canso de tu belleza, eres la más guapa que he tenido en mi vida.

A veces, me separaba las piernas y contemplaba con detenimiento mi sexo impúdico; después, frotaba contra él sus labios o su barbilla hasta que yo empezaba a realizar movimientos ondulatorios para invitarle a entrar dentro de mí. Me poseía con violencia, quería provocar la mueca de dolor que yo no podía reprimir, después se quedaba inmóvil. Me sentía invadida por ese cuerpo extraño que palpitaba en mi sexo, que se hacía más robusto cuando yo movía lentamente los riñones. Le murmuraba palabras que le gustaban. Cerraba los ojos, siempre cierra los ojos cuando hace eso, y yo grababa en mi mente los rasgos de su cara contraída por la ascensión del placer, las venas que latían en sus sienes, el mechón de pelo que dejaba al descubierto lo que yo llamaba su pequeña calva. Se quedaba inmóvil tanto tiempo como podía aguantar, luego daba un brutal empujón con los riñones, que me hacía daño porque no me lo esperaba, después otro más violento, paraba, me consumía, le suplicaba y gritaba palabras, que sonaban bien porque a él le gustaban. Le acariciaba la espalda y descendía hasta más abajo de los muslos, dejando un surco escarlata con mis uñas crueles; le agarraba por sorpresa y le arañaba para hacerle daño. Se enfadaba y me golpeaba con una fuerza terrible, su cuerpo se retorcía para adherirse al mío, para ganar unos milímetros, para llegar hasta lo más hondo de mi cuerpo. Volvía a salir y me pedía con la voz ronca que le suplicara. Yo gemía.

—Marc, te lo suplico, vuelve dentro de mí, te lo suplico, lo necesito…

Me remataba en unos segundos, fundido, poderoso, agotado. No le gustaba gozar dentro de mi sexo, pero en cuanto yo me recuperaba de mi orgasmo, se colocaba erguido ante mí y yo cogía su sexo con mi boca; estaba impregnado de mi propio olor y yo lo conducía respetuosamente al placer, preocupada por ofrecerle un goce más intenso que el mío. Me concentraba en los movimientos de mis labios, en la flexibilidad de mi lengua, le ofrecía la profundidad de mi garganta y, finalmente, él se dejaba ir, gruñendo como si le hiciera daño, en ese nivel de intensidad en que el placer se parece al dolor. Yo bebía su esencia, sus rasgos se relajaban, las arrugas de su frente se difuminaban, una luz iluminaba su rostro borrando lo que la vida había marcado sobre él.

Los días transcurrían lentamente. A veces, permanecía horas sin decir nada; leía mucho echado sobre el sofá, y cuando levantaba la cabeza siempre se sorprendía de encontrarme inmóvil y atenta. Fruncía el entrecejo:

—¿Por qué me miras?

Yo le mentía.

—No te miro.

Íbamos al restaurante, al cine. En plena noche, salíamos con su coche y recorríamos misteriosos caminos que nos hacían atravesar Sévres y Meudon. Pasábamos a menudo ante la casa donde vivía con mamá cuando era una pequeña colegiala temerosa: el zumbido de las abejas en el jardín, el mantel a cuadros blancos y rojos que manchaba de confitura. Mamá me reñía y eso me desgarraba el corazón; ¡apenas la veía y me reñía por una mancha de confitura en el mantel a cuadros! Habían vendido la casa y la habían pintado. Había perdido su aspecto mágico para convertirse en un chalé como los demás.

No había deshecho la maleta. Me esperaba en el vestíbulo, apoyada en la pared; me provocaba: no estás en tu casa, algún día tendrás que irte… Marc no quería que cocinara, y mucho menos que arreglara la casa.

Todas las mañanas venía una española a hacer la limpieza. Me consideraba como una enemiga. Cuando se iba, saboreaba la felicidad de estar sola y me lanzaba a descubrir el mundo secreto de Marc.

Abría las puertas de los armarios para contemplar la impresionante hilera de trajes colgados, las camisas amontonadas, las corbatas entremezcladas en una barra oscilante. No toqué nunca nada. Solo quería ver las cosas que le pertenecían. Observaba los más pequeños detalles. Cómo apagaba un cigarrillo, los gestos que realizaba maquinalmente cuando volvía por la noche. Se dirigía hacia un mueble y vaciaba los bolsillos mirando a su alrededor como si viera ese familiar decorado por primera vez. Después, se acercaba al espejo y se alisaba el pelo con aire soñador, se desabrochaba la camisa y se acariciaba el pecho con la mano. Por la mañana, le preparaba el baño y asistía a la ceremonia ritual del enjabonado y aclarado, sosteniendo con la yema de los dedos un cigarrillo rubio que él chupaba voluptuosamente. De vez en cuando, advertía mi presencia:

—¿Todo va bien?

—Sí.

Entonces, movía la cabeza como si eso fuera lo normal. Con frecuencia, se levantaba a medianoche para beber leche fresca. Se sentaba en el salón, elegía una película y ponía el vídeo. Tenía una gran colección de películas de terror, también policíacas, grandes superproducciones y sobre todo muchas películas eróticas que veía a menudo. Como tenía el sueño ligero, le oía levantarse y me despertaba por completo. Esperaba un momento e iba a reunirme con él en el sofá. Se incorporaba como si le hubiera pillado en falta:

—¡Otra vez te he despertado! Perdona.

Yo le mentía.

¡Qué va! Si no dormía.

Contemplaba su cuerpo desnudo, acariciaba mi sexo sonriendo:

—¿Por qué tienes el pelo rubio aquí?

Nunca esperaba mi respuesta y se concentraba en la película silenciosa, porque había bajado el volumen para no despertarme.

A veces, no volvía a casa. Yo le esperaba, picaba algunas cosas frías y resecas que rondaban por la nevera y me instalaba cerca del teléfono. Hacia medianoche, me llamaba.

—¿Todo va bien? Ahora voy…

Me encontraba acostada y se echaba junto a mí. Yo escondía la cabeza en su pecho y aspiraba el olor penetrante que se desprendía de él cuando había hecho el amor. Fingía estar dormida, pero su mano empezaba a explorar mi sexo mojado y en seguida me poseía, creyéndome dormida, duro y caprichoso, egoísta e implacable. Sin embargo, el placer que sentía en aquellos momentos no tenía comparación posible, porque me demostraba que, aun después, seguía deseándome.

Algunas noches, ponía la excusa de que había bebido más de la cuenta para realizar ciertos actos que no quería asumir. Me echó en el suelo, desnuda, advirtiéndome que me quedara totalmente inmóvil, y deslizó un líquido rojo por mi garganta; después, retrocedió y se quedó mirándome un rato. Una noche, hizo que me arrodillara en la moqueta.

—Échate hacia adelante.

Sentí su respiración en el cuello. Me incliné y me tapé la nuca con los brazos. Me obligó a separar las piernas, luego, me cogió las nalgas con delicadeza, acercó la boca a mi carne ansiosa, me mojó con la lengua y un estremecimiento me recorrió el cuerpo. Me besó.

—No te muevas.

Me penetró con cuidado; durante toda esa larga y lenta progresión, demasiado lenta sin duda, torpe, estuve mordiéndome el brazo. Tenía ganas de decirle que aceptaba, que esperaba, que deseaba el dolor necesario. Avanzaba en mi interior mientras una oleada sangrienta y tumultuosa me inundaba. Finalmente, se detuvo para retroceder con lentitud y volver a empezar. Los movimientos se precipitaron, sentí un calor intenso, próximo a la licuefacción. Su mano se apoderó de mi sexo, me penetraba y frotaba la carne sensible que me separaba de él. Gozó en silencio y, sensación detestable, se retiró apresuradamente. Huí al cuarto de baño, olas de agua templada para calmar la vergüenza del fracaso. Era la primera vez que hacía eso con él y habíamos malogrado completamente esa comunión inigualable. Desde entonces, volvió a intentarlo con frecuencia, pero nunca consiguió proporcionarme placer de ese modo.

Otra noche, no tuvo ninguna necesidad de beber para decirme, con una voz que pretendía mostrarse tranquila:

—¿Sabes? Vas a tener que buscarte otro piso…

No contesté. ¿Qué queríais que dijese? Sé que me puse muy roja y que me temblaron las manos. Ya no quería nada de mí. Punto final. Turbado por mi silencio, añadió:

—Ella vuelve.

Quise irme en seguida, me dirigí hacia la maleta que seguía esperando contra la pared, pero él se precipitó sobre mí.

—No, Joy, ahora no, quédate esta noche.

Lloré y me quedé. Me hizo el amor con una ternura desacostumbrada y me acunó para que me durmiera, con la boca sobre mi cabello, me mimó como nunca lo había hecho. Me dormí pensando: mañana lo habrá olvidado y me quedaré. Pero al día siguiente por la mañana, cuando iba a irse, se volvió hacia mí:

—Vendré a buscarte a mediodía.

Di un profundo suspiro.

—¿Dónde voy a ir?

—Tengo un amigo que te albergará por unos días.

Moví la cabeza jurándome que me iría para que no volviera a encontrarme nunca. Cerré la maleta, me despedí del apartamento donde había sido feliz, de los armarios, de la habitación con la cama deshecha, del sofá demasiado blando del salón y de la cocina con el grifo que goteaba. Guardé con cuidado en el monedero el último billete de cien francos que tenía, y esperé a que viniera a buscarme.

Su amigo se llamaba Holzer y vivía en el bulevar Port-Royal. El apartamento era antiguo y lúgubre, con una habitación al fondo y las paredes cubiertas de papel gris a rayas. La cama de madera estaba situada enfrente de la ventana que daba al patio. Unas cortinas grises manchadas colgaban de través porque le faltaban anillas.

—Aquí estarás bien, mientras…

Me besó.

—Ahora te dejo para que te instales, tengo una cita. Te llamaré a mediodía y pasaremos la velada juntos.

Me agarré a él, presa de un súbito terror.

—¿Cuándo vas a llamarme? Dime, ¿seguro? No me dejes… ¿Esta noche?

—Cuando pueda.

—Marc, ¿cuándo? ¿Esta noche?

—Esta noche no puedo, Joy. Ella llega dentro de un rato.

Le dejé marchar. Abrí la maleta. Colgué los vestidos en el armario, cuya puerta chirriaba cada vez que la abría. Me acordaba de mi apartamento de Nueva York, que ahora me parecía mejor que un palacio, y además estaba Bruce, y Joëlle. Intentaba recordar la suavidad de su piel, la exacta sutileza de su olor, todo lo que le daría a él dentro de unas horas. Curiosamente, esos recuerdos no me afectaban. Estaba demasiado preocupada para sentirme celosa. Tenía miedo, la miseria y la soledad de esa habitación gris era terrible, se parecía a la habitación del internado donde había estado cuatro años esperando que mamá fuera a buscarme; el mismo empapelado, el mismo armario, no estaba triste, no, tenía miedo.

El amigo de Marc era un muchacho muy servicial, discreto y distante. Vino a verme. ¡Toc-toc!

—¿Necesita algo? Espero que todo vaya bien. Venga, aquí está su cuarto de baño, y aquí la cocina. Está en su casa.

Sonreía con educación mientras pensaba en otra cosa.

—He olvidado presentarme. Holzer. Jean Claude.

Se frotaba las manos con apuro.

—Se me había olvidado. Es una lata, pero el teléfono no tiene bastante hilo para llegar hasta su habitación. Solo llega hasta la mitad del pasillo.

Se echó a reír. Yo también. Sabía que me pasaría horas delante del teléfono, en medio del pasillo. Me dormí en mi nueva cama, soñando con el vestíbulo engalanado de la estación de una ciudad lejana, donde una multitud delirante me ofrecía un gran recibimiento mientras el hombre de mi vida aparecía al fondo del andén. Pero el sol, con un destello de luz cegador, se reflejaba en sus Ray-Ban y no conseguía saber de quién se trataba. Me desperté, con la boca pastosa y el corazón palpitante, bebí agua del grifo porque la nevera estaba vacía, telefoneé a Alain pero su secretaria me dijo que estaba de viaje, le recé al Buen Dios de las chicas perdidas rogándole que me sacara pronto de esa prisión gris y recordándole tímidamente que, de todas formas, no merecía eso. Recorrí el fúnebre apartamento, el salón Luis XVI, muebles sucios y alfombras raídas, un conjunto muy burgués, una auténtica sala de espera de dentista, jarrones de porcelana, cuadros torcidos en las paredes, todo lo que detesto en la vida, aislamiento mortal, destierro insoportable. Me hubiera gustado esconderme en el fondo de los acogedores armarios de Marc, entre sus trajes, y morir asfixiada por mis recuerdos. Me dolía la cabeza, saqué de una caja dos píldoras para dormir, me las tragué con agua templada, me acosté hecha una bola, con la manta y el dedo en la boca, esperé el sueño y este llegó sin que me diera cuenta.

Al día siguiente, Jean-Claude me despertó a las nueve preguntándome si quería café. Me levanté como un rayo, ducha, tejanos y jersey, me bebí el café ardiendo y le guiñé un ojo con toda mi buena fe.

—Es usted muy guapa —me dijo Jean-Claude con amabilidad—, la belleza de una mujer se aprecia por la mañana y usted, tal como está, recién levantada, aún está más guapa.

—Es verdad que estoy más guapa por la mañana —repetí—, pero por la mañana siempre voy con retraso.

Me fui corriendo, depositando al pasar un beso en su frente estupefacta.

Fue una mañana de intensa actividad: recuperación del resto de maletas en la avenida Breteuil y carta de protesta a Lausana. «Estoy en la calle, ya no tengo nada mío, me veo obligada a mendigar una cama; mira en qué situación me encuentro por tu culpa, por culpa de tu indiferencia. ¿Por qué no me avisaste, al menos? Escríbeme, telefonéame, haz algo, estoy sola, mamá, ¿me oyes?».

Con la pequeña agenda de terciopelo granate donde apunto desde hace siglos las fechas importantes, calculé que mi felicidad había durado diez días. Nueve noches y diez días exactamente, que me parecían más largos que un largo año. Diez breves días de absolutamente nada. Triste balance Joy-amor-mío, tiempo perdido, viraje frustrado, habitación gris con vistas al patio: todo ese camino para llegar aquí, a la soledad helada en una habitación desconocida, mientras que miles de manos estarían dispuestas a tenderse hacia ti si salieras a pleno sol. ¿Por qué sería siempre una reclusa voluntaria? ¿Por qué y para quién?

Alain volvió a París. En cuanto oí su voz le pedí ayuda:

—Soy yo, soy Joy, he vuelto.

—Pero ¿dónde estás? He llamado a tu casa y alguien me ha dicho que ya no vivías allí. ¿Dónde estás?

—Ya te lo contaré. ¡Oh! Alain, por favor, invítame a cenar esta noche…

Vaciló unos instantes.

—De acuerdo, lo arreglaré. ¿A qué hora?

Me eché a reír.

—Ya no tengo horas. No tengo nada. Cuando quieras…

Me reía como una loca y él también rio.

—Hasta la noche, Joy-amor-mío…

Sentí un inmenso alivio. Alain podría sacarme de mi prisión, partiría a la conquista de los planetas más lejanos si se lo pidiera. Solo me sentía prioritaria para él, como los inválidos de guerra y las mujeres embarazadas en el metro. Siempre tendría derecho a un asiento, a su derecha. Pero ¿tenía derecho a recurrir a él como a un amigo o un hermano, cuando sus sentimientos no coincidían con los míos? Desde luego, Alain me deseaba físicamente, pero no era eso lo que me detenía. El intercambio sexual es inevitable entre dos seres que se quieren. Pero con Alain, después del placer, quedaba el amor. Y eso no podía aceptarlo.

Dejé el teléfono en medio del pasillo y volví a la habitación gris donde el sol no entra jamás, sobre todo cuando afuera hace buen tiempo.

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