Joy

Joy


Capítulo 15

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Un verano, en Dordogne, sucedió un acontecimiento extraordinario. Acababa de celebrar mi decimoctavo cumpleaños, sola en la gran casa donde esperaba el regreso de mamá, que estaba en Londres. A veces se iba una o dos semanas, para arreglar sus asuntos, decía. Nunca conseguí averiguar de qué asuntos se trataba. Durante aquellas vacaciones memorables, reinaba en mi corte de admiradores dispuestos a satisfacer mis caprichos y mis pasiones. Me gustaba herir los amores-propios, estimular las vanidades. Disfrutaba desgarrando los corazones demasiado disponibles, provocaba los celos, sembraba discordias y rivalidades. Era odiosa, mala y tonta como se puede ser a los dieciocho años cuando una se cree guapa y no ha entendido nada.

A finales de agosto, la época de las tormentas y los últimos bailes, había sido invitada a una recepción que daban unos amigos en un castillo vecino. El lugar era admirable. El castillo, orgulloso, se alzaba sobre una peña empinada, erizado de torrecillas y almenas desmoronadas. Había elegido al que tendría el honor de acompañarme a esta fiesta. Lo recuerdo con cierta emoción. Era un chico alto, rubio y liso como una estatua de mármol. Su elegancia era perfecta y casi equívoca, algo en su modo de andar, o su voz demasiado fina. Eric se mantenía siempre al margen de mis juegos ambiguos, se ruborizaba más que yo con la evocación de las relaciones que yo presumía de haber mantenido, y nunca pronunciaba las palabras vulgares que nos encantaban y que utilizábamos en exceso. Había parecido sorprenderse de que le pidiera que me acompañara al castillo:

—No soy el tipo de chico que te interesa, Joy. Y tú tampoco eres la mujer ideal para mí. Entonces, ¿para qué salir juntos?

Esta falta de entusiasmo me había humillado profundamente. Nunca había imaginado que alguien se me pudiera resistir, había amenazado, pataleado. Quería que me acompañara, y acabó por ceder. En aquella época, nadie se me resistía por mucho tiempo.

Pasamos una velada maravillosa entre una multitud de gente elegante. Las chicas parecían haber sido elegidas por su finura; las innumerables velas diseminadas por los amplios salones iluminaban el brillo de su mirada. Algunas acababan de llegar de París. Las risas y los susurros alzaban el vuelo desde la escalera de mármol hacia los techos dorados. Bocanadas de aromas penetrantes escapaban del invernadero donde dormitaban miles de rosas y orquídeas. Las llamas trémulas de los candelabros daban vida al oro de los marcos y los tapices. Las joyas deslumbraban y el vino fresco tornaba las miradas centelleantes. Era más hermoso que un sueño.

En la suavidad incomparable de esa noche de verano, los trajes de terciopelo y los vestidos de encaje evocaban una época lejana. Sumergida en el torbellino de música y risas, esperaba encontrar, al compás de un vals, la silueta diáfana de Yvonne de Galais del brazo del Gran Meaulnes.

Eric me seguía en silencio; cuando me alejaba de él, me cogía la mano:

—No me pierdas, aquí no conozco a nadie.

En un salón salpicado de destellos violeta, un grupo atento rodeaba a un hombre con el pelo gris sentado ante un velador. Nos acercamos. El hombre estaba inclinado sobre la mano que le tendía riendo una pálida joven. Tras ella, los rostros se alzaban como máscaras de cera y alguien exigió silencio.

—Dejad que se concentre. ¡No le distraigáis!

La chica que tendía la mano estalló en una risa nerviosa. El hombre levantó despacio la mirada y le dijo secamente:

—¡No se ría! La veo envuelta en nubes oscuras. La hoguera ya ha prendido. No puedo hacer nada…

Con el rostro descompuesto, el desconocido se levantó bruscamente y rechazó las manos que se tendían hacia él.

—No. No puedo más. Es muy duro.

Se alejó mientras los jóvenes rodeaban a la chica que miraba su mano con la esperanza de descifrar las sombrías predicciones.

—¡Dios mío, Muriel, espero que no tengas miedo! No vas a creerte todas esas cosas horribles…

—No —respondió Muriel con la voz trémula—, no tengo miedo. Nunca he creído en esas tonterías.

Una idea súbita me atravesó la mente. Me volví hacia Eric, que no disimulaba su desasosiego.

—Espérame aquí. Ahora vuelvo.

Corrí por el largo pasillo que conducía al jardín. El hombre de pelo gris caminaba a paso ligero hacia los bosquecillos que rodeaban la verja principal.

—Por favor, señor.

El hombre de negro se volvió. Vi su rostro atormentado en la penumbra.

—¿Qué quiere? Tengo que irme, se me hace tarde.

Me acerqué a él tendiéndole la mano.

—Se lo ruego, señor, dígame…

El hombre me miró detenidamente; sus rasgos se relajaron y cogió mi mano con la suya, que estaba fría. Hablaba muy lentamente y su voz era ronca.

—La luz que te guía, ¡ya sabes que es la luz quien nos dirige!, la luz es favorable. Pero tendrás que pagar el precio de tus riquezas y de tus días. Perderás las fuerzas buscando a un hombre, ese será tu error, pues todos los hombres te amarán. No estás en la Tierra más que para sufrir y amar. Solo amarás una vez y será demasiado tarde, siempre es demasiado tarde, el retraso es nuestra maldición, y cuanto más de prisa vayamos, más tarde llegaremos.

Yo le miraba con espanto. Sus ojos parecían velados y turbios. Me estrechó la mano.

—Siempre me hacen preguntas, pero no conozco el futuro, no soy un iniciado, solo recibo miserables visiones. Tú te irás un día a realizar un terrible viaje, irás al encuentro de lo desconocido. Y tu vida empezará ese día… Me voy, ahora sabes lo esencial. Se me hace tarde.

Se alejó en la noche sin volver la cabeza. Regresé a la fiesta, me mezclé con las risas y la música, y encontré a Eric que me esperaba triste.

—Quiero beber —le dije.

Se apresuró a buscar una botella de champán y me sirvió una copa espumeante. Me la bebí de un solo trago y, una copa tras otra, vacié la botella sin conseguir con ello aplacar la sed que me quemaba la garganta. Una farándula silenciosa se extendía a lo largo de los tejos y los bosquecillos, la alegría parecía haber desaparecido, una tensión sobrenatural aplastaba a las parejas serenas.

—Ven —me dijo Eric—, tienes que volver, vas a ponerte enferma.

Me encontré sentada en el coche y nos fuimos sin que me hubiera dado tiempo a encontrar al Gran Meaulnes; cerré los ojos y sin duda me dormí. Unos gritos me sacaron brutalmente de mi adormecimiento. Me incorporé. Eric había parado el coche a un lado de la carretera. Delante de mí, un grupo despavorido miraba un coche que ardía en la cuneta. Me levanté como un autómata, sabía lo que iba a ver, un vestido de encaje consumido por las llamas dentro del armazón retorcido. Antes de que se abrasara, vi el cuerpo ensangrentado de Muriel que le tendía una mano abierta a la muerte. Después de esto, nunca he olvidado la mirada glauca y velada del hombre de pelo gris, y sus palabras martillean a menudo mi cabeza, la carrera interminable que me dejaba exhausta, el terrible viaje en busca de lo desconocido, el destino está trazado y yo camino por él, me siento impotente y muda, estoy condenada a llegar hasta el final.

Recordaba esas escenas que el tiempo empezaba a borrar, esas imágenes inolvidables, los ojos glaucos del hombre gris y el cuerpo de Muriel que se abrasaba en el coche retorcido. ¿Por qué esa noche en particular? La presencia cálida y tranquilizadora de Alain me hizo olvidar esas pesadillas, me estrechó contra él y me dijo que había pensado que no volvería a verme.

—Estás aquí, Joy-amor-mío, has vuelto.

Me mordisqueaba las orejas, no sabía dónde estaba, ya no estaba acostumbrada a la ternura después de haber estado siglos privada de ella. Le conté los últimos episodios de mi aventura. Alain sacudía la cabeza abrumado.

—Pero eso no puede ser, yo estoy aquí, tienes que venir a casa…

Sabía que era sincero, pero detrás de su generosidad, se escondía la amenaza de su pasión. Adivinaba sus pensamientos malhumorados: Joy, ese hombre no es para ti, ¿cuándo lo entenderás? La cólera brillaba en sus ojos, o quizá los celos. Me propuso ir a dormir a su casa, lo que quería decir con él, pero no acepté, en realidad no sé por qué, pues necesitaba que alguien me hiciera el amor, cualquiera, para rehacerme, pero sacudí mi ondulado cabello rubio.

—Esta noche no.

Reaccionó muy bien.

—¿Mañana quizá?

—Si quieres, mañana.

Me acompañó al bulevar Port-Royal y, cuando nos despedimos, le di un largo beso en la boca y estuve a punto de decirle, sube conmigo. Esperé que el semáforo se pusiera en verde en la esquina del bulevar Saint-Michel y subí la escalera polvorienta. El apartamento estaba sombrío y hostil. Recorrí el largo pasillo y tropecé con el teléfono. Un rayo de luz que asomaba por debajo de la puerta de la habitación gris me indicó que había alguien dentro. Entendí. Marc estaba echado en la cama, con la camisa abierta. Cuando me vio, se levantó furioso.

—¿Dónde estabas?

Malo. Duro. Exasperado.

—¿Cómo te atreves a preguntármelo? —le contesté con rabia.

Movió la cabeza.

—Pobrecita, nunca entenderás nada.

Me atrajo hacia sí, me desabrochó el vestido, me lo subió, me bajó las bragas y me poseyó de pie contra la pared, ligeramente de costado, seca, cerrada, indiferente. Empujó con los riñones, con unos embates violentos, crueles, inútiles.

—Te necesito, ¿entiendes? Me paso el día pensando en ti. Y también en «esto».

Se corrió y me inundó el sexo. Había permanecido insensible y hostil, pero al sentir su placer, noté que una bocanada de calor llegaba hasta mis riñones, me sentía excitada y victoriosa, pobre idiota. Empujó mi boca contra su verga húmeda y lo acepté. Mezclé mi saliva con su semen y volví a sentir cómo la sangre afluía a su sexo. Paré y me atreví a enfrentarme con él.

—No iré hasta el final.

Se apoyó en la pared.

—Hazme gozar y cállate.

Estaba rojo, sudoroso, por fin se mostraba tal como era. Bajó los ojos el primero.

—Voy a ordeñarte, ya que has venido para eso.

Empuñé su sexo entre mis manos, lo apreté con fuerza y lo acaricié con desesperación, con movimientos rudos que lo hacían saltar en mi mano. Noté cómo engordaba y se tensaba, las venas azuladas se dibujaron en la piel brillante como si fueran a estallar, un diluvio blanco me salpicó el vestido y las piernas desnudas, gotas de veneno que emponzoñaban mi alma.

Me aparté, sucia, avergonzada, enferma. Tras un buen rato, se arregló la ropa y me cogió por los hombros.

—¿Por qué reaccionas así? ¡La dejo a ELLA para venir a verte y no lo entiendes!

Abrí la boca para decirle que eso no me bastaba, pero me di cuenta de que iba a mentir porque sí que me bastaba. Me acurruqué entre sus brazos temblando. Había estado a punto de perderlo en un momento de extravío.

—Perdóname, cariño, pero es que aquí no estoy bien. Parece una casa de citas…

Sonrió murmurando:

—Eres mi pequeña puta.

Las lágrimas fluyeron a mis ojos y lloré sobre su hombro.

Cuando se fue, me juró que esa noche a ella no la tocaría.

—Te lo prometo, Joy.

Pensé que era injusto, que ella también le necesitaba, que no era la culpable. Al día siguiente volvió. Me despertó al alba y se acostó sobre mí para poseerme antes de pronunciar una palabra. Me amó lenta, fabulosamente. Por la noche, volvió; cenamos en un bar del bulevar Port-Royal, volvimos a subir a la habitación gris, se acostó junto a mí y se durmió. Le desperté mucho más tarde.

—Es muy tarde, Marc, tienes que irte de aquí. Ella te espera.

Me miró muy serio moviendo la cabeza.

—Sí, es eso, tengo que volver.

Los días siguientes, me telefoneó varias veces.

—¿Todo va bien?

—Todo bien. Me voy acostumbrando. ¿Vienes?

—No. Esta noche no puedo. A lo mejor nos vamos de viaje…

Le dije que sí, le murmuré palabras tiernas y colgué. Me desperté sobresaltada, no había deshecho la cama. Tenía la sensación de que había soñado y no me equivocaba, ya que volvía de una playa azotada por los vientos salvajes que soplan sobre Irlanda.

Mamá me llamó desde Lausana.

—Hola, Joy, amor mío, qué horror, no me acordé de decírtelo, no me guardas rencor, ¿verdad? No sabía que ibas a volver. ¡Estás en la calle! Estoy avergonzada, Joy, pero no podía hacer otra cosa, Albert insistió tanto. No podía decirles que no a sus amigos, es tan importante para sus negocios. Cuéntame, pobrecita mía, ¿dónde estás?

Le hablé de la habitación gris, del armario que chirriaba; ella repetía:

—¡Dios mío, qué horror! ¿Y tu trabajo? Joy, tienes que salir de esto sola, ahora eres mayor.

Le contesté:

—Sí, es verdad, tienes razón. —Y colgué.

Esa ruptura me encolerizó. Preparé el café para Jean-Claude, unté unas rebanadas de pan con mantequilla, me maquillé, me peiné, me puse guapa, estaba sobreexcitada, rebosante de valor. Iba a organizar mi supervivencia, a intentarlo, a conseguirlo.

Me pasé una semana visitando los despachos de fotógrafos y agentes, incluso el de Goraguine, que me recibió con frialdad. Fui a casa de Margopierre y la sorprendí durmiendo. Estaba con una alemana alta y con los pechos caídos.

—Pero querida, estás loca, aún es de noche —bostezó abriendo la puerta.

Le pedí a Alain que me prestara doscientos o trescientos francos durante dos o tres días.

—Claro que sí, idiota.

Abrí la ventana de par en par. Del patio subían olores de cocina, pero en lo alto veía un trocito de cielo azul recortado entre los tejados y las chimeneas torcidas. Puse mis cosas en orden, los recuerdos de Nueva York, cajas de cerillas con la dirección del restaurante de Steve, la tarjeta del pasajero del avión, que se llamaba Henri y que quería pagar mucho por lo que no tenía precio.

No podía dormir y me pasaba las noches dando vueltas en la cama de madera, desgranando mis ruegos y mis ilusiones durante horas interminables. Una noche, no pude aguantar más y me levanté; tenía ganas de pasear por las calles desiertas. Hoy sé que salía en busca de una sensación que me obsesionaba desde que se había producido aquella escena con Marc, en esa habitación que recordaba las casas de citas anónimas de París. Mis pensamientos me traían a la memoria al tío Gaspard, pero nunca llegaré a experimentar el dulce tedio de las casas de citas de provincias. Comencé a andar a lo largo del bulevar Saint-Michel, a la espera del acontecimiento que se iba a producir OBLIGATORIAMENTE. Las luces de neón reflejaban sus luces intermitentes sobre el pavimento líquido, ráfagas de viento lanzaban la lluvia contra mí. Un coche se paró a mi altura. Continué andando, contraída y tensa bajo la mirada eléctrica que me perseguía con obstinación. Al final volví la cabeza, muy lentamente. Citroen gris. Silueta inclinada hacia la ventanilla bajada.

—Buenas noches.

La voz temblaba un poco. Aminoré imperceptiblemente el paso mientras me decía, estás loca, pequeña, estás completamente mal de la cabeza, peor para ti, no encontrarás nada.

—¿Puedo llevarla a algún sitio?

Volví a mirarle y me acerqué al borde de la acera. Avanzaba a mi ritmo y me dirigía una sonrisa crispada.

—¿Sube?

Me paré y le miré fijamente al fondo de los ojos. Mi corazón golpeaba tan fuerte que mis pechos debían temblar.

—¿Qué quiere? —Había utilizado una entonación ronca y desganada que me pareció apropiada a la situación.

—¿Cuánto es?

Me estremecí.

—¿Qué quiere?

El estruendo metálico de un camión me impidió oír gran parte de su respuesta.

—… Coche…

Gesticulé con desprecio.

—Cien francos, ¿te interesa?

No contesté, me puse de nuevo a caminar encogiendo los hombros.

—¡Eh! No te vayas; dime cuánto, espera…

Le miré de reojo.

—Doscientos.

Frenó bruscamente.

—De acuerdo, ¡sube!

Abrió la puerta y me deslicé dentro del coche con terror. Tenía miedo, una vez más, de no tener valor para llegar hasta el final.

Seguro y vencedor, mi cliente adoptó un tono familiar.

—Yaya, no te aburres… Doscientos francos… Por ese precio, espero que llegues hasta el final.

Encendí un cigarrillo temblando.

—Calla y apresúrate, tengo prisa…

Le indiqué el camino. Le hice parar bajo las ventanas del apartamento donde Marc me había envenenado. El hombre echó hacia atrás su asiento y se llevó las manos a la cintura.

—El dinero primero.

Sacó febrilmente una abultada cartera y me dio dos billetes de cien francos.

—¿Me dejarás que te acaricie los pechos?

—Son cien francos más.

Me tendió con nerviosismo otro billete.

—Toma, enséñamelos.

Me abrí la camisa y saqué pecho para que mis gruesos senos saltaran bajo sus ojos. Puso una mano encima, una mano triste y fría, una mano sin amor y sin sueños, una pobre mano torpe y culpable, pero eso le gustaba y lanzaba gemidos.

—Tienes los pechos bonitos, ¡ah!, unos buenos limones…

Se desabrochó y me tendió su sexo azulado.

—Toma, cógelo.

Lo acaricié con esmero, al acecho de las sensaciones que iban a nacer en lo más profundo de mí misma, pero el miembro se agitaba sin que yo sintiera nada.

—Ahora —gimió.

Me incliné y me metí en la boca el sexo duro y altivo, muerto, aséptico, carente de lujuria y vicio, que solo debía conocer dedos rapaces y bocas furtivas. Me esmeré todo lo que pude en simular la pasión, el hombre estaba en tensión, agitaba los brazos gimiendo.

—Zorra, zorra, te gusta esto, ¿eh? Zorra, vas a tragártelo todo, todas sois iguales, unas zorras, unas zorras…

Aceleré el ritmo de mis movimientos y, de pronto, retiró el sexo de mi boca y lo empuñó con violencia. Los ojos se le salían de las órbitas, echaba espuma por la boca.

—¡Mira, zorra, cómo goza un hombre!

Volví la cabeza con asco y sentí, sin verlas, que unas gotas tibias caían sobre mi puño.

Un poco después, tras la postración y el arreglo de su ropa arrugada, me miró con turbación.

—Usted no es como las demás. Sigue siendo guapa incluso después.

Me escapé sin decirle adiós, solo un gesto con la mano antes de precipitarme en la noche, y su mirada patética, implorante, herida, que seguía intentando detenerme. Oí sus gritos a lo lejos:

—¿Volverá?

Me sacudían amargos sollozos. Sentía vergüenza de mí y piedad de él, maldecía la emoción que había estropeado esta terrible prueba; no había llegado hasta el final.

Entré en la habitación gris en el momento en que el sol salía por entre las chimeneas torcidas. Le imploraba al cielo que me perdonara, pero presentía un peligro y no paraba de dar vueltas como una loca hasta que el timbre del teléfono me indicó que el peligro vendría de allí.

—¿Todo bien?

Marc. Inquieto.

—Todo bien. La vida es bella —mi voz estaba velada por el temor—. Tengo muchos proyectos. Te echo de menos, ¿sabes?

—Me alegro de oírte hablar así, Joy. Creo que lo has entendido, ¿verdad?

—¿He entendido qué? —le pregunté débilmente.

—Entre nosotros, siempre será distinto, pero será maravilloso…

—Marc, me ocultas algo.

—No quería decírtelo por teléfono, pero después de todo será mejor. Ahí va, Joy. Voy a casarme.

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