Joy

Joy


Capítulo 16

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Lo más importante de una historia de amor es el final. Una hora más o un día menos pueden trastornarlo todo. El resto no es más que relleno, escorias abandonadas a merced de la pasión según el ritmo intrínseco de la vida, nacimiento, madurez, envejecimiento y destrucción, sentimientos que atraen, acercan o separan a dos seres. Me quedé insensible ante el anuncio de esta decisión terrible. Desde que había conocido a Marc, temía inconscientemente el drama que me había sido comunicado a través del hilo enroscado de un teléfono abandonado en medio de un pasillo. Me sentía aliviada, como la centinela que acecha al enemigo en la noche, aterrorizada ante la perspectiva de verle aparecer, y que por fin lo vislumbra. Imagino que la centinela carga el arma con un intenso alivio, el enemigo está enfrente, al descubierto. La voluntad de sobrevivir arrasa el miedo. La cuerda metálica que me unía a Marc estaba demasiado tensa, se encontraba excesivamente clavada en mi carne para que pudiera soportar mucho tiempo esa dolorosa sensación.

Quiero a Marc. Le querré hasta el límite de mi razón, de mi memoria y de mis fuerzas. Todo lo que exista después de él será secundario y provisional. Que nadie venga nunca a decirme que mi amor es injustificado, desproporcionado, inútil. Mi amor está hecho a la medida de mis necesidades afectivas, Marc es vital. Es mi víctima, puesto que acepté que cambiara mi vida por completo. Uno no sufre nunca su propio destino.

Después, me pasé horas sin hacer nada en la habitación gris, arrebujada en la cama sin edredón. Recompuse las fotos amarillentas que rondaban por mi mente, el encuentro en el cementerio, la primera vez que nos amamos y la última. Me planté ante el espejo para ver si lloraba, pero no lloraba. Me repetía: idiota, no es una ruptura, seguirás viéndolo siempre que quieras. Me sumergí en un largo período de vagabundeo y ciclotimia. Sembraba la consternación a mi alrededor, caídas en vertical y explosiones inesperadas. Adopté malos hábitos, uñas mordidas y visiones escandalosas, miradas de reojo de pequeña viciosa reprimida. Frecuenté otras tiendas, la licorería y el estanco. Cigarros y whisky. El alcoholismo femenino a consecuencia de desengaños amorosos o de enormes estupideces, lo que suele ser lo mismo, empieza casi siempre con la cerveza. Una cerveza, en el bar o en casa de algún amigo, no llama la atención. Se dice:

—Mira, le gusta la cerveza.

La cerveza se asocia a la obesidad, no al alcoholismo. Me emborraché con cerveza, después con bourbon, y después con las dos cosas. La resaca es todavía más desagradable que la tristeza de amor. A la caída de la noche, volvía a la habitación gris con mi ración de Munich en la mano y me bebía mis tres cervezas templadas, royendo una manzana o sorbiendo yogur, convencida de que estaba siguiendo un verdadero régimen. Una vez a la semana cenaba con Alain, que se mostraba galante y nostálgico, presiones discretas de mi mano pequeña en su gran mano viril. Se conformaba. Ya no me proponía que durmiera en su casa, pero se mostraba dispuesto a satisfacer mis menores deseos con suspiros que significaban:

—¡Ah, Joy, si tú quisieras!

A decir verdad, yo hubiera querido. Solo conservaba de él recuerdos que me reconfortaban, pero estaba descorazonada por las preocupaciones. Nuestras relaciones estaban demasiado bien establecidas, nuestras breves cenas castas eran demasiado afectuosas para destruir este equilibrio por unas horas de abandono. No me sentía capaz de explicar y justificar lo que me impulsaba a hacer ciertas cosas, y a no volver a hacerlas todos los días. Difícil, delicado, por encima de mis fuerzas. Estaba indecisa y nerviosa, a menudo experimentaba un deseo indefinible de él, pero —pereza, miedo burgués a las complicaciones— me callaba y fingía no advertir las miradas ardientes que me devastaban en cuanto volvía la cabeza. Sin embargo, hubiera podido ceder si él se hubiera decidido a subirme el vestido con impaciencia:

—Basta de tonterías, Joy-amor-mío, quiero hacerte el amor, así que levántate para que te desnude…

Dios mío, qué horror. Alain no actuará nunca así. Él habría murmurado:

—Joy-amor-mío, olvida tus penas, tu melancolía, pon la cabeza sobre mi hombro, cierra los ojos y sé feliz.

Su gran mano tímida e hipócrita me habría tocado el cuello, después los pechos y el sexo, yo no habría dicho nada y eso me habría gustado. Cuántas pasiones devastadoras, amores legendarios o placeres inauditos se han visto malogrados por culpa de la timidez.

Marc me llamaba todos los días a la misma hora, hacia las seis de la tarde, la hora en que mamá decía que el perro y el lobo se encuentran, y yo la creía.

—¿Todo bien?

Le explicaba lo que había hecho durante todo el día, me decía bien o mal, según hubiera trabajado o dormitado en la habitación gris. Con frecuencia repetía la misma frase:

—No puedo hablar.

Y añadía:

—A las ocho, ¿de acuerdo?

Nunca le dije que no. Siempre colgaba murmurando entre dientes: ya voy. En seguida empezaba a prepararme. Quería estar guapa a rabiar, los ojos divinos y la boca enloquecedora, estelas diáfanas y nacaradas sobre la piel suave y prometedora. Atravesé el período bragas de satén, la temporada del liguero, el retorno a las medias negras, y en primavera, absolutamente nada. Es como describir cómo pasaba el tiempo. En cuanto nos encontrábamos cara a cara, la lucha volvía a empezar. Marc intentaba desesperadamente hacerme olvidar a Joëlle. En aquella época ya vivían juntos, y yo, como la conocía, sabía que acaparaba a todos los seres y las cosas que tenía a su alcance. Marc insistía en que ya no tenía tiempo de hacer nada, que trabajaba noche y día y que no podía disponer ni de cinco minutos para estar en su casa… El pobre, su existencia era un infierno pero, gracias a Dios, poseía un oasis, un paraíso, un pequeño rincón de Walhalla: yo. El resto de la velada transcurría a la espera de lo que iba a suceder, tensión y malestar, impaciencia también. Él sabía que cuando entráramos en la habitación gris, le desnudaría lentamente mirándole fijamente al fondo de los ojos, exquisita venganza de una breve dominación. Por mí, agotaba los recursos de la imaginación e intentaba alejar los límites conocidos del placer, pero yo me mostraba cada vez más exigente, atenta, dispuesta a comportarme del modo más tierno en cuanto se apartaba de la perfección. En la habitación gris, flotaba a menudo una amargura que atribuía al tabaco turco que me había acostumbrado a fumar después de hacer el amor. Cuando salía el sol, se iba; la luz lo habría reducido a cenizas, vampiro de mis sentidos condenado a la maldición eterna de la noche, o Cenicienta insignificante, nunca lo supe.

Muérdago para el Año Nuevo. Mua-mua, feliz Año Nuevo. Tras la angustia de las innobles veladas navideñas solitarias, tras los mares de lágrimas, los torrentes de ansiedad, los nubarrones desaparecieron para dejar paso al sol. Un télex lacónico hizo que Alexandre Goraguine recordara mi existencia. Mi película americana de serie B pulverizaba los récords de taquilla. Un delirio por mis nalgas bronceadas, new erotic french slyle, miles de dólares, y hombres en la oscuridad, al otro extremo del mundo, que devoran mi imagen agresiva, aumentada mil veces en las pantallas, espejos de ilusiones. La operación interrumpida volvió a ponerse en marcha chirriando. Reaparecieron los personajes generadores de angustias e ilusiones. Mi línea telefónica fue asaltada otra vez por una multitud de buenos samaritanos oportunistas y celosos. Los amigos se multiplicaron. Yo permanecía extraña y distante. Me divertía como una loca siguiendo el progreso de los celos de Marc. No soportaba el interés que suscitaba y me daba cuenta de que tenía miedo de que me escapara. Lúcida, la pequeña, sabía muy bien que su disponibilidad, su perpetuo consentimiento, su pasión a prueba del tiempo y el ofrecimiento absoluto de sus recursos físicos, la convertían en única e irremplazable. El macho ahíto y saciado de placer no veía con buenos ojos que la puerta de la jaula donde me había dejado encerrar se abriera. El abatimiento que sentía se traducía en la negligencia de los asuntos que estaba a punto de llevar a cabo. Marc había perdido su soberbia imagen de conquistador insolente a quien todo le sale bien. Arrastraba abrumado sus ilusiones perdidas y se asía desesperadamente a nuestra complicidad con una angustia desgarradora.

Yo me aplicaba en acentuar su malestar. Me volví maternal y compasiva. Fue la época de las cenas cocinadas a fuego lento en la cocina de Jean-Claude, de las velas trémulas sobre la mesa coja de la habitación gris. Le ofrecía sorpresas, pequeños regalos envueltos en seda, tiernos mimos espontáneos, sin que me correspondiera.

—Estoy aquí, Marc, cierra los ojos.

A través de sus ojos cerrados, veía siempre brillar la horrible llama de la desconfianza. La duda le cegaba y minaba su descanso. Sin embargo, nunca sentí esa piedad que él tanto temía. Reducido por la adversidad a las dimensiones de un hombre corriente, se volvía como los demás, banal, limitado, cobarde pero accesible, y por ese motivo le amaba quizá más que cuando me hacía soñar.

Un día, hice las maletas, doblé los vestidos nuevos del revés, ordené las fotos, le escribí una nota con rotulador rosa a Jean-Claude y, por última vez en mi vida, cerré la puerta de la habitación gris. ¡Adiós!

Con mi propio dinero, alquilé un gran estudio blanco, en el último piso de un edificio moderno. El sol no desaparecía, brillaba a mi alrededor todo el día. Estaba iluminada de luz y en mi pequeña terraza respiraba el aire a fondo. Estaba deslumbrada por las paredes blancas, aspiraba los olores nuevos como un perro olfatea su caseta. Solo tenía una cama, un par de sábanas, una manta, una cazuela, una sartén y una toalla, pero era libre y rica. Marc venía a verme todos los días, pero no estaba a gusto.

—No me gusta el bulevar Exelmans.

—Nos cambiaremos más adelante, amor mío, cuando vivamos juntos.

—No me gustan los edificios de hormigón.

—Te construiré un castillo de granito en el corazón de Bretaña y nos esconderemos allí, más adelante.

Le hubiera gustado confesar que añoraba la habitación gris, la angustia y el miedo que me reducían a él. Mi independencia le frustraba, mis éxitos le despojaban de su seguridad. Presenciaba sus estados de ánimo, sus vacilaciones y sus excesos amorosos sin esperanza ni amargura. Marc temía perderme, pero por nada del mundo habría cambiado su vida para salvarme. Nuestros encuentros se teñían de monotonía, el hábito dulzón mitigaba a veces la intensidad del placer, pero las cadenas que nos ataban el uno al otro penetraban cada día más en nuestras carnes. Me esforzaba en prolongar el largo período de castidad cerebral que atravesaba desde el comienzo de mi estancia en la habitación gris. Me reservaba para el amor conyugal, expulsaba de mis sueños lascivos los fantasmas perversos que surgían en mi soledad. Luchaba contra la tentación de masturbarme. Volvía a ser virgen.

Una productora bávara me contrató para interpretar un papel sin diálogo. Se trataba de un serial televisivo, de seis horas, interminable e indigesto. El encargado de prensa, que era rubio y tímido, abrigaba una pasión platónica por mí. Se las arreglaba para presentarme como la verdadera estrella del serial, lo cual desagradaba visiblemente a los actores teutones y engreídos. Para celebrar el final del rodaje, se organizó una cena en un restaurante de moda. Formábamos un exuberante grupo compenetrado de unas diez personas. Cuando llegamos a aquel lugar encopetado donde teníamos una gran mesa reservada, en seguida vi a Marc y Joëlle sentados a la mesa de al lado. Estaba tan guapa aquella noche que me sentí más turbada por mis recuerdos nostálgicos que por los celos. Parecían sentirse incómodos; era tan diferente a la noche en que les había visto juntos por primera vez, en un lugar parecido, a la misma hora. Joëlle me sonrió de lejos y me miró detenidamente, con gravedad y ternura, luego se levantó y vino a abrazarme. Su boca rozó mi mejilla, aspiré su perfume salvaje, un perfume que conocía muy bien y que no he olvidado. Nuestras manos se estrecharon y sentí que tenía ganas de llorar. Volvió junto a él y me estuvieron mirando, uno y otro, por separado, durante toda la cena, hasta que llegó una familia ruidosa que se instaló frente a nosotros y me ocultó de sus miradas. Cuando los clientes escandalosos se fueron, un siglo después, la mesa de enfrente estaba vacía, solo quedaba un paquete de cigarrillos vacío y una servilleta manchada de carmín rojo sangre.

Marc se reunió conmigo más tarde. Se le veía el rostro atormentado, me hizo el amor con habilidad y se fue como de costumbre. Son las cinco, París se despierta…

Por mi cumpleaños, me regaló una pulsera Cartier, la pulsera que uno se pone y no se vuelve a quitar hasta la muerte. No salimos en todo el día. A medianoche, mamá me telefoneó:

—Joy, amor mío, es tu cumpleaños, cariño, muchos besos, te he comprado una ma-ra-vi-lla, te la daré cuando vaya a verte a París…

Le contesté sí, sí, pero no parecía muy contenta.

—Pero Joy, ¿qué te pasa? He visto tus últimas fotos, estás espléndida… Estoy orgullosa, ¿me oyes? Le cuento a todo el mundo que eres mi hija… Hola, Joy, Albert te envía un beso, hola, Joy, no te oigo…

Posé desnuda para Lui. Quizá necesitaba mostrarme a todos, gustar a todos, provocar deseo por última vez. Imaginaba hombres solitarios, sedientos de mi desnudez, mis pechos firmes y el vello dorado de mi sexo. Nadie comprenderá nunca esto, la necesidad de exhibirse es patética, sobre todo cuando se es joven y bella, o cuando te lo dicen. Cuando se publicaron las fotos, una gran cantidad de desconocidos consiguieron mi número de teléfono y empezaron a llamarme día y noche para preguntarme mis tarifas y saber si estaba disponible. Estaba muerta de angustia, enferma por no poder asumir mi desafío hasta sus últimas consecuencias. Marc volvió de viaje una tarde a las seis, en el momento en que charlaba por teléfono con Margopierre. Llamó dos veces, un timbrazo largo y uno corto, como hacía siempre, y le abrí. Llevaba el Lui en la mano. Lo lanzó sobre la cama y me dio una bofetada. No sentí dolor. No sentí vergüenza ni cólera, estaba sorprendida. Leí en su mirada que se arrepentía de su reacción. Calibraba su error. Le besé distraídamente pasando la mano por su mejilla ardiente y le pregunté:

—¿Todo va bien?

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