Joy

Joy


Capítulo 1

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Nunca he entendido a los hombres. Lo he confundido todo, como si fuera una lección mal aprendida, sin reflexionar, sin tener cuidado. Lo he falseado y arruinado todo, he fracasado. Yo era divertida, Pierrot insaciable, Superwoman, Julieta, la primera, la preferida, la que siempre triunfa, la perla de fuego en el agua helada, insensible al dolor que provocan los amores contundentes, asesina despiadada y tierna de los demonios nocturnos, patéticos o perversos, bella e idiota a más no poder, yo ante todo, pero feliz; vacía y feliz.

Ahora, vivo en el pasado, atrapada por el terror de abandonar los dominios tibios y serenos de la adolescencia. Aún conservo en la boca el sabor a fresa de aquellos tiempos, el agridulce de las lágrimas infinitas. Cierro los ojos y vuelvo a sentir la suavidad de Angora de mi madre, recuerdo mi nariz en su jersey entre la nube rosa de la lámpara, que impregnaba mi habitación de un color de caramelo ácido. Era la época de la vainilla, el chocolate y los batidos de grosella, del diente que se cae y el ratoncito, de los caramelos y los aromas frutales de las confituras guardadas en frascos de cristal con etiquetas escritas a mano. Entonces, las horas transcurrían con majestuosa lentitud, desgranadas por un gran reloj con péndulo de cobre, que brillaba en la penumbra de las tardes de verano en las que se cerraban los postigos para mantener prisionero al fresco y, sin duda, a mí, que languidecía en un mullido sofá de flores.

He tardado un siglo en cumplir veinte años, en tener un montón de sensaciones marchitas encerradas en un diario íntimo. Desde que estoy sola, los recuerdos me persiguen y se apoderan de mí. Una palabra, una música, y vuelvo la mirada hacia atrás. A veces, la evocación de un nombre desconocido y misterioso me inquieta y me amenaza; la insoportable certeza de lo ya vivido enturbia, durante algunas horas, el juego de lánguida paciencia en que se ha convertido mi vida. Atravieso las crisis de melancolía con la desesperación del marino que se enfrenta a la tormenta y siempre vuelvo a la casa de mi infancia donde los objetos, que tienen alma, esperan mi regreso. Mis muñecas continúan llevando sus vestidos de tafetán almidonado, los ratones continúan galopando en el desván, la campanilla de la entrada suena cuando el viento sopla, los pájaros afilan su pico en el tejado, el gallo continúa estando ronco. Nada se detendrá nunca, solo yo; pero yo, que siempre estoy de paso, caigo en el olvido en cuanto me voy. Esta relación se me había predicho: nunca me dará tiempo a deshacer el equipaje.

Tengo veintidós años, once y once. He vivido muy de prisa, pero, error fatal, seguí un camino equivocado. Debería haber sido una burguesa dedicada a la educación de una descendencia tan sana como el padre que la hubiera guiado. Hubiera brillado en interminables cenas donde me habrían mirado de reojo; hubiera saboreado con elegancia las tareas domésticas el día libre de la criada; hubiera calentado con cariño, solo esos días, la sopa de verduras que comen los niños bien atendidos y con mejillas sonrosadas; hubiera respondido a los saludos de los vecinos con la provocación de las mujeres satisfechas y elegantes. Hubiera vivido en una ciudad de provincias, con paseos sombreados, arrogante, silenciosa y cálida, donde el decoro y las buenas maneras se conjugan aún en pluscuamperfecto de subjuntivo. Hubiera experimentado la embriagadora aventura del viaje, anual y a París, donde me habría esperado un amante despreciable que habría sabido humillar mi cuerpo hipócrita con un placer fulminante. Hubiera debido. Hubiera podido.

En lugar de todo eso, me han hecho bella. Lo poseo todo: el encanto enloquecedor, la gracia, la mirada y todo aquello que enamora a los hombres y los vuelve tímidos, galantes, brutales, locos, amenazadores, molestos. ¡Cuántas veces he rogado a san Antonio de Padua, al que venero, que me concediera una nariz torcida, una barbilla prominente, una frente muy amplia, una piel menos suave, que obrara en mí una divina transformación para dejar de ser una muchacha hermosa sin necesidad de adornos, con la sencilla belleza de lo natural! Fea no, pero tampoco hermosa, con la insignificancia que caracteriza a las esposas sumisas y a las solteronas amargadas. Desde que era pequeña me han calificado con unos adjetivos que no significan nada. He sido, por orden de aparición, picara, desvergonzada, precoz y perversa. Después, se ha dicho de mí que «prometía» y que «tenía agallas». Me he convertido en «incitadora», «encantadora», «explosiva» y «provocadora». Hace poco me han elevado al rango de las «exhibicionistas». Muy pronto comprendí que bastaba un gesto o una mirada para sembrar la inquietud en los adultos que me impresionaban y volverlos vulnerables. Aprendí a reír, a mirar por debajo de los párpados, a suspirar con ternura. Durante horas, en el silencio rosa de mi habitación, repetía mis guiños y contoneos, aprendía a girar con extrema lentitud la cabeza y a dejar flotar mi mirada soñadora que los espejos sabiamente dispuestos reflejaban hasta el infinito. Me preparé para estremecerme, jadear, rozar levemente mi garganta con la mano, hacer que mis dedos temblaran, fruncir las cejas con delicadeza e inundar de melancolía el tierno azul de mis ojos. Cuando estaba segura de haber encontrado una buena postura, la ensayaba con los jóvenes finos y vestidos de blanco que visitaban cada día a mi madre con la molesta esperanza de sorprenderme. Estudiaba mis triunfos y saboreaba mis victorias. Me gustaba ver cómo se ruborizaba un presuroso deportista que se retorcía en la incómoda silla. Acentuaba despiadadamente la turbación de mi víctima mirando fijamente y con candor su rostro atormentado: nunca he podido soportar a los deportistas y un deportista enamorado revela, a mi entender, un contrasentido biológico. Me volví i-rre-sis-ti-ble y los hombres cayeron a mis pies, ¡plaf! Coqueta y caprichosa, egoísta e indiferente, cínica y despreciativa, perversa y despreocupada, mentirosa e infiel, he interpretado todos los papeles. ¿Puerca, habéis dicho? Peor que eso. Siento la peor de las vergüenzas: la vergüenza retrospectiva. Pero entre este apogeo castrador y el abismo lúgubre en el que hoy me arrastro, sucedió algo que tenía que contar. He dado demasiadas explicaciones a amigos, conocidos y periodistas de revistas famosas, como para enterrar en silencio la aventura sorprendente que convirtió a una célebre modelo in the wind en una pobre anciana arrugada y sollozante. Me doy por vencida y confieso.

No soy de las que pretenden saber escribir un libro y hablan de sus bragas como del santo sudario. No sé cómo se empieza una confesión, pero voy a intentarlo así: Tengo veintidós años y me llamo Joy. No digáis «joie», es insoportable, pronunciad «Yoi» porque es un nombre americano[1]. Mi padre era americano y mamá, que es muy sensible, quiso ponerme un nombre de su país. Este nombre, que me ha traído muchas complicaciones, es lo único que papá me dio. Después se fue y nunca lo hemos vuelto a ver. Yo no lo conozco, a mi madre ni siquiera le dio tiempo de hacerle una foto: le bastó un fin de semana de Pascua, bajo la lluvia, en Croix-de-Vie (Vendée), para dejarme como recuerdo. Hija de padre desconocido, mi imaginación se inventó uno: un auténtico cowboy, rubio, fuerte y desfacedor de entuertos, capaz de construir una cabaña con sus manos, domar un caballo salvaje y calmar, con una sola palabra, mis angustias y miedos. Durante mucho tiempo creí que vendría a buscarme a la salida del colegio y me llevaría en un Cadillac verde con antenas eléctricas en las alas traseras, pero no vino nunca. Estoy segura de que vive en alguna parte, quizá cerca de mí, en Francia, en París, en mi barrio, en la esquina de mi calle, sin imaginar el fragmento de maravilla que engendró en Pascua, bajo la lluvia, en Croix-de-Vie (Vendée). A veces, cuando me cruzo con un hombre alto y rubio, el corazón me empieza a palpitar y estoy a punto de gritar papá, pero los hombres altos y rubios siempre se alejan sin mirar hacia atrás. Mamá me ha dicho que era muy guapo, pero ella siempre exagera un poco. Adoro a mi madre, siempre me ha dado todo el amor del mundo, o quizás aún más. Mantenemos una relación ambigua y apasionada. Un amor ardiente, dos eficaces descargas de cien watios, que deja paso a lamentables e interminables silencios compartidos: la primera en romperlos recibe un azote. Pueden pasar seis meses sin que nos llamemos por teléfono y, de repente, una oleada de frustraciones acumuladas se apodera de nosotras: nos vamos a comer a un italiano, dormimos juntas, mamá me arrulla, yo me chupo el dedo, ella canta una canción. Cuando canta, se parece a Romy Schneider, los mismos ojos, el mismo resplandor. Es tan diferente a mí. Yo soy rubia, con pecas, mi boca es demasiado grande y tengo dientes de conejo. Sí, tengo dientes de conejo, un poco separados y muy blancos. Siempre me dicen: «Tienes unos dientes preciosos», pero a mí me parecen demasiado grandes. Me habría gustado tener unos dientes pequeños como perlas de nácar, pero tengo dientes de conejo.

Mi madre vive con un suizo pelirrojo que lleva gafas bifocales. No lo soporto. Es severo, rígido, pecoso, todo lo contrario del cowboy rubio y fuerte, pero forrado de cheques y tarjetas de crédito; suizo, triste, con una mirada que se arrastra por debajo de mi falda y una boca que se humedece cuando está a solas conmigo. Nos evitamos desde la famosa noche en que, embriagado por un champán tibio, me empujó riendo hasta el sofá, mientras mamá preparaba la fondue saboyana en la cocina. Me levantó la falda y acarició mis muslos. Mamá nos sorprendió, a mí inclinada hacia adelante y con la falda subida hasta la cadera, y a él desplomado sobre mis rodillas, con la mano temblorosa en el triángulo blanco de mis bragas. Siempre la recordaré con el recipiente humeante en la mano, patética y digna, con una sonrisa en los labios y diciendo:

—Bueno, portaos bien, ya no tenéis edad para jugar como niños.

Yo estaba mareada. Albert reía ruidosamente, con las gafas empañadas por el vaho, y mamá parecía quererme decir: «Ya sabes, Joy, todos son iguales, no hay que guardarle rencor, tú eres tan guapa, no ha podido resistir, el champán estaba caliente, pero eso no tiene importancia entre nosotras…».

Desde entonces no soporto la fondue saboyana. Solo he vuelto a ir al dúplex de la avenida Breteuil cuando Albert está en Lausana.

Tengo veintidós años, soy rubia y con los ojos azules, como millones de chicas. Esa mirada que califican de perversa, en realidad es la de una miope, la de un auténtico topo. Cuando no llevo mis gafas de maestra no veo un autobús a menos de veinte metros y confundo mis sueños con la realidad. No es fácil hablar de una misma, pero eso forma parte de mi ajuste de cuentas. Por si a alguien le pudiera interesar, ahí va eso: soy alta y delgada. Mis pechos son bonitos, firmes y redondos, sin duda forman parte de mi lado americano. Los millones de litros de leche que he bebido los han hecho crecer. ¿Sabíais que las americanas tienen los pechos grandes porque beben enormes cantidades de leche? Mis pechos son duros y turgentes, a mí me encantan y los acaricio con mucha frecuencia porque son muy sensibles, como un auténtico radar. Soy una verdadera rubia y no entiendo por qué las morenas tienen envidia de las rubias. Es cierto, a las rubias nunca se les ocurre teñirse de negro azabache, mientras que la mayoría de las morenas sueñan con los cabellos rubios de las suecas. No las entiendo: las morenas son sublimes, mirad a mamá. El azar ha querido que todas mis rivales hayan sido morenas; a su lado jamás he existido. El color rubio de mi cabello fascina a los hombres, pero no a los buenos. La auténtica rubia es una curiosidad. La primera vez que un hombre la desnuda, queda totalmente extasiado. Un día, uno, con los ojos vidriosos por la emoción, cayó a mis pies y exclamó con la voz ronca: «¡Eres rosa y dorada!».

Un bello objeto de arte digno de admiración y de algunos atentos cuidados. Yo disfrutaba con fruición los homenajes que se rendían a mi belleza, ¡pobre idiota inconsciente que se relajaba en la intolerable inmensidad de la nada!

De repente, perdí el apetito, las ganas de reír y la placidez. Dejé de contar chistes inoportunos en las reuniones mundanas, dejé de deslizar hielo fundido por el cuello de mis admiradores, dejé de incitar a la violación en los cines de arte y ensayo. De repente, me cayeron mil años encima, me salieron arrugas y ojeras, me volví vieja, acartonada y lúgubre como el bedel del Sacré-Coeur. Estoy enamorada. Fulminada, aniquilada por el cataclismo de las fuerzas maléficas. Desde hace cuatro largos e implacables años estoy enamorada del mismo hombre. Bastaría un gesto suyo para que echara a correr, para que me arrastrara. Estoy dispuesta a abandonarlo todo sin exigir la más mínima promesa, sin aspirar a la más mínima esperanza. Puede hacer de mí lo que quiera, lo acepto todo, firmo con los ojos cerrados un contrato amistoso, renuncio a mis derechos, regalo mi persona, reniego de mi libertad. Mi amor no se puede comparar a ningún otro, es más hermoso, más fuerte, más puro, y solo porque es sublime puedo asumirlo. Estoy total y definitivamente disponible. Es un amor surrealista y fantástico, y gracias a él entraré en el mundo de la leyenda junto a Julieta, Eloísa y otras ingenuas como yo.

Marc Charroux, en nombre de las enamoradas oprimidas, de las nodrizas que tantos enamorados han visto en los bancos públicos, de las monjas que sufren y mueren llevándose su secreto a la tumba, de las viragos alcohólicas que se hunden en el crimen, de las musas y las ninfas, sonámbulas y mudas, yo me alzo ante ti, te cierro el paso, te corto la retirada. Se te ha acabado la tranquilidad. Dondequiera que estés, la resaca de mis recuerdos llegará hasta lo más profundo de tu corazón y no olvidarás jamás la mujer que habría podido ser, sucio tipo mentiroso, mediocre, casado. Casado, dos hijos, situación estable; irrisorio epitafio para un destino inútil. Y no obstante, mamá me había prevenido:

—No te acerques a los hombres casados. Todos son mentirosos y egoístas. Aunque les ofrezcas tu vida, ellos no harán más que aplazar las cosas, y cuando creas que has ganado, se irán. Los hombres casados son hombres sin fin de semana, que vuelven a su casa de madrugada, que huyen mientras duermes sin darte un beso porque temen despertarte. Cuando abres los ojos, estás sola, con el placer rezagado cayendo sobre ti con un peso tan grande que te asfixia. Los hombres casados, Joy, amor mío, son la huida perpetua, las llamadas furtivas, los restaurantes prohibidos, los viajes eternamente pospuestos, la Navidad solitaria, las veladas sin calor, quizá pasar ocho días fuera de vacaciones escolares en París-Hammamet, a media pensión y con un nombre falso. Los hombres casados son prestidigitadores que quieren siempre estar en dos sitios a la vez, pero no tienen bien preparado su número y nunca consiguen escapar del baúl atado con cadenas. Su mirada enigmática refleja la angustia por el detalle olvidado, la obsesión por el grano de arena que derrumbará su soberbia organización. Nunca afirman nada, pero usan constantemente el si condicional, gramáticos del futuro incierto, virtuosos del condicional, arquitectos geniales de la mentira. Cultivan la mala fe: «¿Me viste? Imposible, yo no he estado allí, no con ella, nunca, lo juro, cruz de madera, cruz de hierro, el primero que palme va al infierno». Palabras de honor, promesas formales, protestas indignadas. A falta de algo mejor, ponen al ciego por testigo, juran por la salud de su hijo, sobre todo si tiene más de dieciocho años, y cuando agotan los argumentos, te arrastran hasta la cama y murmuran jadeantes: «¿Y esto, no es una prueba de amor?». Todos te amarán sinceramente, querida Joy, ¡mientras no vayas demasiado lejos! No sobrepases nunca los límites. Solo tendrás derecho a un papel secundario, jamás al principal. Ellos no abandonan nunca a la que los cuida en la casa donde duermen los niños…

Yo me encogía de hombros. Exageras, cariño, no paras de hablar, tecreestodoloquedices, déjalo ya.

—Joy, tú no eres el tipo de mujer con la que los hombres se casan. Joy-amor-mío…

En el fondo, eso hace daño, ese juicio inapelable, esa mala suerte a la que mamá me condenaba. Joy-amor-mío, estas tres palabras unidas entre sí han sido tantas veces murmuradas, han encabezado tantas cartas y puesto fin a tantas noches… Suplicantes, amenazadoras, irónicas o amargas, las he oído gritar en momentos de placer y susurrar a través del hilo enroscado del teléfono negro. Joy-amor-mío, estas tres cortas y gastadas palabras danzan bajo mis ojos escritas con tinta roja, con rotulador, en telegramas arrugados, en temblorosas cartas de despedida humedecidas por las lágrimas. Tres diminutas palabras dirigidas a la tonta, que brotan de regalos que rechazo, Cartier, Van Cleef y Boucheron, ¿te suenan?, y que envuelven otros con los que sueño y que no recibo nunca. Necesitaría un baúl para guardar todos los «Joy-amor-mío» que me han dedicado, un baúl que arrastraría tras de mí y que revolvería febrilmente bajo extrañas luces, como una amnésica en busca del único «Joy-amor-mío» que me falta en realidad, el que él jamás ha dicho, ni escrito, ni cantado, ni gritado. Él no me ha llamado nunca «Joy-amor-mío», eso es lo que me duele y me obsesiona. Para él yo no era más que Joy, y ahora ya no soy nada.

Me dejé llevar, resignada a los seres y las cosas, a los días y las noches, huyendo sin cesar, acechando siempre una puerta, una voz, un taxi nocturno, transportada por la oleada de amigos, amantes, amores amargos, compañeros refugio, compañeros garaje, oigo un ruido en mi motor, eche un vistazo por favor. Abrazada, arrastrada, agasajada, besada, cedía a las exigencias, al placer, a la virtud del vicio de dejar pasar el tiempo, toc-toc, entre por donde quiera, pobre chica solitaria con el corazón herido, eres tan guapa Joy, findesemanaenlaplaya, me aburro y me presento corriendo en el decorado de mi tragedia: una avenida oscura y brillante —llueve en Nantes— en la que, por la noche, se veía la luz de su ventana, el reservado de un bar de barrio, la luz de neón rosa de un hotel, el abismo de un párking que servía de habitación en caso de urgencia, el cálido blanco del apartamento de alquiler en el que no viviremos nunca.

¡Menuda birria mi superproducción en Tediomascope y Tristecolor! Volvía a casa, cerraba la puerta con llave y me echaba en la cama con la cabeza bajo la almohada para dejar de oír su voz, para dejar de ver su rostro, pero de repente él se callaba y me atraía hacia sí, se restregaba contra mi cuerpo, me hacía gemir saqueando mi sexo, me hacía todo el daño que podía y salía de mi interior sin decir nunca una sola palabra. ¡Marc Charroux, peste, horror, lucha tú si eres hombre! No decía nunca nada, ni un suspiro, ni una trivialidad, ni el más mínimo «Joy-amor-mío».

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