Joy

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Capítulo 4

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Mamá solo quería ir a nuestra bonita casa de Dordogne durante las vacaciones de verano. Allí, en el paraje grandioso donde antaño meditó Fénelon, aprendí a conocer a los chicos. Cada año, a nuestra llegada, elegantes jóvenes vestidos de blanco venían a pavonearse bajo nuestras ventanas. Yo bajaba la escalera corriendo y me echaba en sus brazos, excitada por la emoción de encontrarles más mayores, a veces con barba, más viejos. Parecían fascinados por la evolución de mi cuerpo desde el año anterior y me piropeaban balbuciendo mientras giraba a su alrededor para que admiraran mi vestido nuevo, blanco y muy corto, enseñando mis rodillas huesudas y mis muslos lisos con la seguridad de una vampiresa.

Hacia mediados de agosto estallaban invariablemente grandes tormentas que estropeaban el tiempo y anunciaban largas semanas de lluvia. Entonces, organizábamos interminables partidas de cartas en el salón donde ardía la primera fogata de la temporada. Nuestros jóvenes amigos aceptaban perder con estoicismo mientras yo hacía trampas con la complicidad de mi madre. No era raro sentir que una pierna rozaba la mía y se demoraba contra la calidez de mi pantorrilla desnuda mientras fingía estar absorta en el juego. Lanzaba a mi compañero miradas solapadas e interpretaba estas atenciones como signos de amistad. Sonreía como mi espejo me había enseñado a hacerlo, con la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante y un dedo en los labios, y respondía al roce con presiones menos discretas. Mi madre esbozaba entonces una mueca irónica o, según el humor, irritada, y yo sentía cómo la pierna amiga abandonaba la mía mientras en el rostro del jugador aparecían signos de la más viva confusión.

Los escasos días en que el sol triunfaba sobre las nubes, mamá, los amigos y yo íbamos a bañamos al Dordogne. Caminábamos por los guijarros hasta una cala aislada, y ahí nos desembarazábamos de la ropa bajo la que nos habíamos puesto ligeros trajes de baño. Debo confesar que, en aquellos momentos, sentía celos de mi madre. Los chicos contemplaban con descaro su cuerpo de mujer madura y deportiva. Las miradas detenidas en los senos voluminosos pretendían ser indiferentes, pero bastaba que volviera la espalda para que se produjera un intercambio de guiños cómplices que ella no veía. Miraban sus caderas fuertes y bronceadas y, más aún, sus nalgas redondas y firmes, que los bañadores, siempre demasiado estrechos, ponían de relieve. Incapaz de rivalizar con la belleza de mamá, recurría a la osadía para atraer la atención de los adolescentes. Con aspecto taciturno y profundos suspiros, me estiraba en la toalla de playa separando bien las piernas para permitir al vello rubio que empezaba a adornar mi sexo sobresalir de la minúscula braga. Volvía a ser el centro del mundo, me tiraban chinas, gotitas de agua fresca, y cerraba los ojos con la exquisita sensación de estar pasando unas vacaciones maravillosas. El acontecimiento más importante del verano se producía en los últimos días del mes de agosto. Era la fiesta del pueblo. Cada año, los mismos feriantes volvían a instalar sus tiovivos en la plaza y los veraneantes ociosos acudían en tropel a esa providencial manifestación que los autóctonos despreciaban. Los altavoces gangosos y el aroma del algodón dulce turbaban la calma del pueblo, que una circulación inhabitual hacía asemejarse a los suburbios de una gran ciudad.

Tenía quince años cuando mi madre, por primera vez, me autorizó a ir sola a la fiesta. Estábamos en el jardín cogiendo flores, y la noche se tomaba azul. Mamá me tomó del brazo, diciendo:

—Tienes quince años. Yo me siento demasiado vieja para pasarme toda la noche alrededor de los tiovivos y las barracas de la feria. Irás sola, ¿verdad? Ahora eres mayor, Joy amor mío, ya no me necesitas. Christine o Sophie te acompañarán. Solo quiero que me prometas que no volverás muy tarde. ¿Qué te parece?

Permanecí en silencio. Sabía desde hacía tiempo que la noche de la fiesta las chicas iban a bailar con los chicos y que después no volvían directamente a sus casas. Las niñas se contaban historias de amor ocurridas en el ferial absolutamente apasionantes. Así que era a los quince años cuando eso empezaba. Abracé a mi madre, prometiéndole volver a las doce en punto, como Cenicienta, que sería formal como una comulgante, que no hablaría con chicos que no conocía y que solo bebería refrescos de granadina. Durante diez días, revolví mis maletas en busca del atuendo apropiado para semejante acontecimiento. Al final, elegí un vestido blanco, con tres botones delante, que tenía la firme intención de desabrochar tan pronto hubiera salido de casa. Aquel día, hacia las cinco, me di un baño largo como una misa; flotaba en la bañera rococó jugando con mis pechos que parecían boyas emergiendo del mar. La bañera se vació dejando al descubierto mi cuerpo, bronceado y brillante como una roca cuando baja la marea. Observé mis muslos aún delgaduchos, mi vientre vigoroso y el nido rizado que se espesaba entre mis muslos. Aquel día, por primera vez, me atreví a poner el dedo sobre mi sexo dormido y cerré las piernas con violencia como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Me levanté y salí temblando del cuarto de baño, tras haberme rociado con un agua de colonia dulzona como una golosina inglesa.

Por la noche, no mantuve mis promesas. Bebí vino blanco fresco, fumé cigarrillos Craven con filtro, besé a Bertrand detrás del entoldado del baile y me encontré, con la boca pastosa y la mirada vaga, hacia la medianoche, en un dos caballos que trepaba renqueando una colina interminable. La noche era bastante cerrada y, de repente, Bertrand se paró en la entrada de un pequeño camino. Me puse rígida; pensé: ya está, ha llegado el momento. Desde luego, era incapaz de precisar lo que iba a suceder en ese instante y fijé la mirada en el camino que serpenteaba ante mí, como si me fuera a revelar la fantasmagoría que tanto temía. Bertrand se acercó a mí y murmuró tres veces:

—Joy, Joy, amor mío.

E intentó besarme, lo que fue en verdad una aventura delicada. Me negué obstinadamente a entreabrir los labios, temiendo que, con la lengua, introdujera en mi boca el deseo de abandono. Mordisqueó interminablemente mis orejas, mi cuello, mi nuca, pellizcó mis grandes pechos que le intimidaban, arrugando a su pesar mi bonito vestido blanco. Olía a lavanda, a sudor y a vino blanco; yo hacía esfuerzos por pensar que era guapo y abrí las piernas para facilitar sus torpes caricias. Cuando hubo superado el obstáculo recio y húmedo de mis bragas de encaje, lanzó un gemido desgarrador y sus dedos temblorosos enloquecieron en mi sexo húmedo y estupefacto, intentando penetrar más en el pliegue natural que le ofrecía mi sexo abierto. Mi respiración era profunda, toda yo permanecía atenta al descubrimiento de sensaciones que no llegaban, estaba inquieta, decepcionada, y Bertrand aprovechó la ocasión para cerrar mi mano abandonada sobre su sexo erecto y duro, que había extraído subrepticiamente del pantalón color crudo. Cerré mis dedos sobre esa cosa caliente y larga, pensando que el trueno iba a estallar y que mi vida no sería nunca más como antes, y sin darme cuenta descubrí de forma natural el movimiento animal que nadie me había enseñado. Miraba el tallo oscuro que aparecía entre mis dedos blancos y escuchaba con terror los gemidos dramáticos de Bertrand. Lo apreté con más fuerza, el movimiento se hizo más rápido, y Bertrand lanzó pequeños gritos:

—¡Joy, amor mío! ¡Joy, amor mío!

Con la mayor suavidad que pude, coloqué mi otra mano bajo el vestido blanco y rocé mi vientre, que se estremecía al ritmo del vaivén. Sentía en mi sexo un calor desacostumbrado y algo parecido a la sangre. Pero desde el momento en que pude introducir el dedo en la abertura, vi las estrellas del cielo descender sobre mí y, casi al mismo tiempo, Bertrand se corrió en mi mano. Me quedé quieta, con el corazón en suspenso, la mano completamente mojada, los ojos abiertos en medio de la noche, preguntándome con ansiedad si le había hecho daño y, sobre todo, Dios mío, qué tema que hacer ahora.

Creo que nunca he vuelto a sentir un placer tan intenso como el que me proporcionó Bertrand, sin que fuera su intención y aunque no lo sospechara. Hasta finales de verano, estuvimos juntos todas las noches en su dos caballos y, pacientemente, me enseñó a besar su sexo, es decir, a introducirlo en mi boca cada vez más profundamente, después a mover con suavidad mis labios, y más tarde a acariciarlo con mi lengua, hasta que por primera vez recogí su placer. Adquirí el hábito de esperar esa efusión; me embriagaba, me gustaba esa sensación un poco empalagosa que me daba sed y me hacía gozar inexplicablemente. El último día de vacaciones, me tumbó en la hierba y me desvirgó. Me hizo daño, no sentí ningún placer y exigí, para desquitarme, introducir su sexo en mi boca y que me diera, como otras veces, su placer.

Nunca volví a experimentar sensaciones tan poderosas y, sin embargo, todos los hombres que conocí me proporcionaron placer, pero un placer a su manera, nunca tan sublime como el de Bertrand. Marc destruyó todo eso, había asolado mi primera felicidad, mi juventud, imponiéndome un goce que jamás había sospechado.

Desde que ese tipo despreciable entró violentamente en mi vida, comencé a vagar como un alma en pena por el París desierto de las vacaciones, con el cansancio y la desidia de una anciana. A veces, me paraba en una esquina y me cogía la cabeza entre las manos, sin entender por qué había actuado así. Yo no le había pedido nada, no había hecho nada malo, vivía muy tranquila, y él lo había destruido todo. Los días ya no tenían fin y las noches duraban vidas enteras. Me consumía pensando en él, reviviendo los momentos inolvidables, el placer y el dolor que había experimentado. Mamá se había ido a Grecia y yo me encontraba sola como una huérfana, sin nadie con quien hablar y sin dinero. No sé por qué, pero nunca tengo dinero cuando lo necesito, y cuando lo poseo, desaparece con tanta rapidez como Marc. Solo podía contar con la ayuda de Margopierre. Fui a su casa sin avisarla y la encontré en ayunas, sin maquillaje, fresca como una rosa, tranquila, apacible; reconocí a mi ratoncito del colegio, a mi camarada, a aquella con la que había compartido todo cuando no teníamos nada, ni una ni otra, a mi genio malo que me incitó a hacer de modelo para ganar mucho dinero, a la que me robó algunos hombres y me presentó algunos amantes, mi Margot, mi Pierre, mi única amiga. Le conté lo de Marc y me acogió entre sus brazos, llamándome su pequeño tejón, repentinamente tímida.

—Dime, la otra noche, ¿estabas realmente drogada?

Le contesté que sí, que se había puesto muy pesada y me había cabreado. Una gruesa lágrima rodó por su mejilla. Me pidió perdón.

—No hay que cabrearse conmigo, en esos momentos ya no sé lo que hago.

Le dije que no me enfadaría nunca más, que lo había olvidado, que eso no tenía importancia. Le dije también que necesitaba dinero. Puso mala cara.

—Estoy sin blanca, querida. Ya no tengo nada y mañana por la mañana me voy a Los Ángeles con David, sí David. ¿Te das cuenta de cómo estoy? Me voy para sobrevivir con ese tío exasperante, solo porque no tengo la posibilidad de pagar el alquiler a fin de mes. Pero tú, es distinto, siempre puedes hacer fotos…

Le dije que necesitaba dinero en seguida y que los fotógrafos tardaban mucho en pagar. Parecía hecha polvo.

—Tengo una solución, pero nunca querrás…

—Bueno, tampoco tengo elección.

—Ya sé que no es muy agradable, pero ha sacado del apuro a bastantes chavalas. Se trata de un fotógrafo aficionado. No tienes más que posar, solo fotos. Es un señor muy amable, a veces no está solo, pero no tocan nunca. Paga dos mil francos por sesión.

—Estás loca, no puedo posar para ese tipo de fotos. En las agencias y revistas conocen mi cara y si ven… No, es una locura.

—Pero amor mío, hace esas fotos por placer. No ha habido nunca ningún problema…

Le dije que me lo pensaría y me fui. Por la noche, me di cuenta de que necesitaba estar de acuerdo. En el fondo, sé muy bien lo que me impulsó a aceptar: fue esa obscena manía de exhibirme, que me excita más que cualquier otra cosa. Tenía conciencia de que esa aventura era lo suficientemente malsana para hacerme sentir el deseo de rebajarme a protagonizar esa infame comedia. Todavía no le he contado a nadie lo que sucedió aquella noche y ahora lo escribo en mi libro. Miles de hombres y mujeres van a conocer mi secreto y, en el fondo, eso me satisface, es otra manera de exhibirme. Desde aquella aventura, numerosas revistas han publicado fotos mías, más o menos vestida, pero a ninguno de los hombres que me escriben para decirme que soy guapa, que creen que soy una chica formal, con chic, con clase, difícil de abordar, inaccesible, intocable, se les ha ocurrido nunca pensar que me había prestado a hacer fotos obscenas, que me gustaban esas exhibiciones sórdidas, que sentía placer con ellas. Desde mi encuentro con Marc, he iniciado un descenso consciente hasta los límites de lo aceptable y experimento un regocijo mórbido en ensuciar mi sexualidad, que no me da tregua.

Margopierre temía que cambiara de opinión en el último momento, sin duda por eso se empeñó en acompañarme. Conducía la gran limusina de David, el pusilánime, superficial, sin finura, sin encanto y desagradable, el que le hacía el amor pero poseía las llaves indispensables para abrir las puertas de las noches parisinas. David era para Margopierre una agencia de viajes, un club de recreo, una cuenta corriente permanentemente abierta en las boutiques de la Avenida Victor Hugo y del Faubourg Saint-Honoré, el contrato amistoso que garantizaba quince días de deportes de invierno en Crans-sur-Sierre, una villa con piscina en Ibiza, la inevitable estancia en Los Ángeles, el regreso pasando por Nueva York. A cambio de todas estas ventajas en especies y de unos ingresos regulares en una cuenta corriente en la banca Jordaan, Margopierre le ofrecía a David su total disponibilidad.

—Estás haciendo el peor negocio de París —no pude evitar decirle mientras conducía a todo gas ese enorme y repugnante coche.

—¡Por favor, no me digas eso! Ya lo sé, Joy, amor mío, pero voy a cumplir los treinta…

—Dentro de cinco años, idiota, aún tienes tiempo…

—Treinta años, Joy, es la muerte, el abandono, el retiro; ya no sales, nadie te habla, qué horror…

—¡Creo que estás completamente loca! —le dije casi gritando.

Entendió mi enfado y no volvió a decir nada hasta el final del interminable viaje.

Me había puesto un vestido ceñido negro, abrochado solo con dos botones, y no llevaba nada debajo. Salimos de la autopista, nos adentramos en el campo, atravesamos un bosque y nos detuvimos delante de una gran casa blanca, como las que tienen los notarios y los médicos a la salida de las pequeñas ciudades. Los salones de la planta baja estaban iluminados y se distinguían luces rojizas tras las cortinas mal corridas. Margopierre llamó a la puerta. Sus ojos brillaban.

—Quiero quedarme. Para mirar.

Una chica rubia nos abrió la puerta. Nos observó un instante con gravedad; después, sin pronunciar una palabra, nos hizo pasar a un salón tapizado con terciopelo carmesí. Un perfume denso y penetrante flotaba en la habitación de grandes dimensiones, cuyas paredes, moqueta y muebles lacados eran del mismo color rojo sangre. Sobre una mesa había un cubo con champán. En el centro del salón, iluminado por unos reflectores camuflados entre las vigas, un sillón ginecológico resplandecía amenazador.

—Es allí —susurró Margopierre apretándome la mano—. ¿Estás preparada?

El corazón sacudía mi pecho. No me atrevía a pronunciar una palabra. Luchaba para no desnudarme en seguida y tumbarme en ese sillón donde podría abrirme totalmente. Margopierre me ofreció una copa de champán y me la bebí de un trago. Me acarició la mejilla.

—Ahora, tienes que desnudarte.

Me desabroché los dos botones y el vestido cayó sobre la moqueta. Permanecí de pie, húmeda y laxa, hasta que Margopierre me empujó hacia el sillón.

—Instálate. Ya a llegar.

Cuando me senté en el sillón, una sensación de vértigo estremeció mi cuerpo. La posición del asiento estaba bien estudiada. Tenía los riñones doloridos y, al deslizar los pies por los estribos metálicos, sentí que mi sexo se proyectaba hacia adelante y se abría hasta los riñones. Tenía las piernas separadas hasta tal punto que las articulaciones de los muslos me temblaban. Estaba inmóvil, con los ojos cegados por los focos, y en esta postura vergonzosa y excitante sentí cómo los labios de mi sexo se separaban y se abrían lentamente. Margopierre acarició mis pechos.

—Sabía que esto te gustaría. Dios mío —añadió con un suspiro—, eres sublime, parece que tu cuerpo vaya a quebrarse… Creo que pone algo en el champán. Quizá por eso estás tan mojada…

En ese momento, la puerta se abrió y el hombre se acercó a mí. Estoy segura de que debían oír los latidos de mi corazón en el otro extremo de la casa. Mis manos temblaban. Un sudor helado me empapaba los riñones.

—Estás muy muy bien —dijo el hombre con una voz fuerte.

Me sentí aliviada… Se dirigió a Margopierre.

—Felicidades, querida, su amiga es soberbia. Vamos a trabajar bien.

Con el rabillo del ojo, vi que cogía una cámara montada sobre un trípode y me enfocaba.

—Controlará la calidad de la imagen, querida, y se descubrirá como seguramente nunca se ha visto…

Apretó un botón y apareció una pantalla de televisión gigante. Una borrosa imagen gris osciló; después, el primer plano de mi sexo prorrumpió en toda su indecencia. Desmesuradamente ampliada, la imagen mostraba un relieve rosa y brillante que se perdía en la sombra de una profundidad malva. En la parte superior de la pantalla, una excrecencia reluciente temblaba como una flor viva… El hombre comentaba con frialdad lo que observaba:

—La vagina está muy abierta, los labios son poco voluminosos… Es magnífico, sí, realmente magnífico.

Hizo descender ligeramente la cámara y me enfocó las nalgas. La separación dejaba al descubierto la estrella plisada, que presentaba un débil brillo.

—Relájese, por favor, relaje los músculos.

La visión de mi carne que se entreabría y vibraba con suavidad, me dejó estupefacta.

—No se mueva.

La imagen registraba los secretos de mi cuerpo. Una serie de disparos me reveló que utilizaba una cámara de fotos automática. La puerta se abrió y un segundo hombre entró.

—¡Ah! —exclamó el que estaba filmando—. Es usted. ¿Se da cuenta, querido? Lo que hace encantadores los sexos adolescentes es la suavidad de la coloración. Admire ese rosa nacarado, la palidez ocre de la epidermis. Es excesivamente curioso. Todo aquí es tierno, vivo, aterciopelado. Las mucosas poseen una notable firmeza y, en este caso, la abundancia de secreciones es excepcional.

Las miradas que sentía inmersas en lo más profundo de mí misma actuaban como la más sutil, la más dulce, la más irresistible de las caricias. Mi narcisismo se exaltaba, y mi impudor aumentado provocaba una excitación casi dolorosa. La emoción sexual que experimentaba surgía de mí misma, por mediación de esos dos hombres que me miraban pero no me tocaban.

—Para iniciarse, usted tiene derecho a algo de primera calidad. Esta muchacha es admirable y sana, lo que resulta relativamente raro. Luego verá las obras maestras de mi colección. Algunas son verdaderamente extraordinarias.

—¡Asombrosa pasión! Confieso que la experiencia es sorprendente —replicó con voz ronca el recién llegado—. Pero ¿consigue un placer total así?

—Verá, querido, lo que importa es que el modelo sienta la necesidad de exhibirse. Solo en ese caso tengo a mi disposición a la colaboradora ideal. Nuestra relación se consuma a través de la cámara y no tenemos, uno y otra, más que ese deseo. Aquí vienen algunas chicas, verdaderamente necesitadas, que se someten a esta prueba con desesperación. Para la exhibicionista pura, tal posibilidad se convierte en una auténtica liberación. Yo hago posible la exhibición en su estado más impersonal; es decir, que la motivación debe ser totalmente pura. Querer mostrar. Y nada más. Por desgracia, los casos auténticos son rarísimos. Reconozco a las farsantes que solo vienen aquí por el dinero, o a las neófitas que se bloquean en cuanto sobrepasan los límites, digamos burgueses, de la exhibición. El caso más interesante es sin duda el de una joven actriz, que seguro que conoce de verla en el cine. Esta chica soberbia viene a visitarme con regularidad y es la única, hasta el momento, que goza totalmente instalándose en el sillón. Me ha pedido una copia de las películas de vídeo y de las fotos para su uso personal. Este caso es único, pero me compensa por sí solo de innumerables decepciones. Nuestra joven amiga de hoy es interesante, pero aún fantasea con la posesión. Eso resta mucho interés para mí. Para usted quizá… Voy a preparar mi colección…

Dudó un momento antes de salir.

—Le dejo un instante. Si quiere…

No acabó la frase y salió. Margopierre se aproximó a mí, pero el hombre la detuvo.

—Déjenos, por favor.

Me miró con recelo. Le indiqué que se fuera. Cuando nos quedamos solos, el hombre se inclinó hacia mí.

—Levanta las piernas.

Le obedecí. Me ordenó también ponerme en poses cada vez más acrobáticas y, cuando juzgó que estaba suficientemente a su merced, me inmovilizó y, dejándose caer sobre mí, comenzó a besar detenidamente la parte que le ofrecía al precio de un dolor lancinante. Su lengua no tuvo necesidad de explorarme durante mucho tiempo. Una conmoción estalló en mi cabeza. Imaginaba que el hombre que me lamía de un modo tan científico era Marc, y eso hizo que no me sintiera culpable por mi excitación. Me abandoné, lanzando gruñidos de felicidad, y él esperó a que estuviera al límite del placer para penetrarme con violencia. Cada uno de sus embates me empujaba hacia atrás y mi cabeza chocaba con los largueros metálicos del sillón. Me mordía los labios para no gritar, cada vez iba más de prisa; abrí la boca para aullar de placer, pero en ese preciso momento se hundió hasta lo más profundo y se quedó inmóvil. Sentí, por las contracciones de su sexo, que se corría dentro de mí, y logré alcanzarle al final de su placer para desplomarme a mi vez en un orgasmo fabuloso. El hombre salió brutalmente, se limpió el sexo en mi vientre, se arregló y abandonó la habitación sin dirigirme una palabra.

Se oyó un ronroneo y la imagen reapareció en la pantalla de televisión. La cinta de vídeo reproducía a cámara lenta la escena que acababa de vivir. El hombre que sacaba su sexo erecto y me penetraba, con tal lentitud que me mordí los labios, y después los movimientos amplios, potentes, de esa posesión demoníaca que yo miraba, explorando en mi sexo en busca de un nuevo placer. Conseguí sincronizar mi segundo orgasmo y me quedé inconsciente en el momento en que el sexo titánico proyectaba oleadas lechosas que se deshilachaban sobre mi carne enrojecida.

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