Joy

Joy


Capítulo 5

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Estuve mil años sin salir de casa. Me lavé en un baño purificador. Recé a la Virgen. Pedí perdón. Reconocí mis faltas. Quería morir de vergüenza y soledad, desaprender a hablar, quedarme ciega para permanecer por siempre en la oscuridad, no volver a acordarme. Quería estar vacía, recuperar el gusto a fresa de las confituras de la infancia, el jersey de mamá, el sabor de la sopa, todo lo que tranquiliza, da calor y destierra el miedo. Una terrible certeza se había apoderado de mí: acababa de volver una página de mi vida, todo un capítulo, un volumen quizás. Era el fin de una época. Renunciaba a disponer de mí como lo había hecho durante años. El asco y la vergüenza se hicieron insoportables cuando Margopierre me envió los cuatro billetes de quinientos francos que pagaban mi placer y mi humillación. Renunciaba, daba todo lo que poseía para tener éxito. Quería vencer a Marc. Por él, renunciaba a mi libertad, ofrecía en sacrificio mi soledad, mi paciencia, mi abstinencia. No volvería a ir con hombres. No volvería a abrir mi sexo a los placeres que amaba. Quería ser nueva, inocente, frustrada y disponible. Enamorada.

Adelgacé y me quedé pálida. Los comparsas de mi vida fácil comenzaron a evitarme. Ya no era divertida y consentidora. Cuando sonaba el teléfono, descolgaba y permanecía en silencio.

—¡Hola! ¿Joy?

—…

—¡Hola! Joy, ¿me oyes? ¡Contéstame…!

—…

—¡Joy, ya vale, contesta! ¡Sé que estás ahí! Pero ¿qué pasa? Me conoces, ¿no?

El monólogo se convertía en un drama. Cuando se hacía patético o molesto, colgaba sin haber pronunciado una sola palabra. Atravesé un período de poner las cosas en orden. Clasifiqué los álbumes de fotos, ordenando cronológicamente los clichés de los hombres que me habían pertenecido. Releí cartas, quemé mentiras. Cuando caía la noche, soñaba con coger una buena gripe y tener los ojos llorosos, la nariz tapada, para que mamá viniera, como antes, a traerme un caldo de verduras o leche con ron, para que se quedara a mi lado hasta que me durmiera. Quería tener caprichos que nadie habría osado negarme. Imaginaba que Marc entraría un día en mi pobre guarida exclamando:

—¡Me he enterado de que estabas enferma y he venido a cuidarte!

Pero seguía estando sola como una solterona con el pelo sucio y la toquilla agujereada. Margopierre interrumpió mi huelga.

—Pero ¿qué te pasa? ¡Estás blanca como un muerto, has perdido veinte kilos! ¡Qué horror! ¡Dios mío, estás enferma!

La empujé hasta la cama contemplándola detenidamente. Estaba morena, rebosante de salud, suntuosa.

—Acabo de llegar de Los Ángeles. Es soberbia.

—¿Y David? —le pregunté con un hilo de voz.

—Un calvario, querida. Cada vez es más tonto, vanidoso y agobiante. ¡Un infierno! Ni me lo nombres, lo acabo de dejar. ¿Y tú?

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, me dejé llevar. A medida que confesaba mis desgracias, veía sus ojos agrandarse y su boca abrirse cada vez más. Luego, hizo un rápido movimiento hacia atrás.

—Pero… pero ¿estás enamorada? ¡Oh, no! —exclamó con asco—. ¡Eso no, tú no!

—Sí. Yo —le respondí lúgubremente.

—Pero Joy, ni lo pienses, es PELIGROSO, y además eso no se hace. ¡Enamorada! Las chicas como nosotras se quedan sin nada cuando empiezan a amar. Solo es necesario que seamos guapas y sepamos sonreír. Debemos encontrar nuestro equilibrio y nuestro bienestar. Pero… amar, Joy… ¡Dios mío, qué horror! ¿Entiendes REALMENTE lo que eso quiere decir? Cuando se ama, ya no se puede ser egoísta, hay que pensar en el otro, adivinar lo que podría gustarle. Además, pierdes cantidad de oportunidades, ya no haces viajes, ya no sales por la noche, te enfadas con todo el mundo… Y no vayas a pensar que aquel al que amas se siente agradecido. Se lo debes todo, se vuelve cada vez más exigente, a veces incluso se diría que está celoso. ¿Te das cuenta? En cualquier caso, ya no hace ningún esfuerzo, se duerme y empieza el drama. ¡Joy-amor-mío, es horroroso! Se vuelve más fuerte que nosotras. La lucha empieza a ser desigual y un día dejamos de gustar, ya no provocamos deseo.

Margopierre se aproximó hasta mí, sus ojos brillaban.

—Entonces, ¿sabes qué, Joy? —prosiguió—, te encuentras sola, abandonada. Vieja. Y ningún hombre merece eso, ninguno de los hombres que conocemos las chicas como nosotras. El amor, como tú lo imaginas, es para las demás, para las que trabajan ocho horas al día y vuelven a su casa en metro, hechas polvo y con los nervios de punta. Ellas vuelven a casa cuando nosotras salimos, preparan la sopa cuando acabamos de maquillarnos, se acuestan cuando las chicas como nosotras empezamos a vivir. ¡Olvídalo en seguida, Joy, huye, abandona, deserta, vete, de prisa, estás en grave peligro! Desaparece antes de que él te devore para convertirte en una mujercita buena, fea, fiel, regordeta y frustrada. Dime, no vas a limitarte a amar a un hombre, a uno solo, pudiendo tenerlos a todos, ¿verdad, Joy-amor-mío?

Me eché a reír. Margopierre me miraba, absolutamente aterrorizada.

—No puedes entenderlo —le dije—. Tú no amarás nunca, andas mirando la punta de tus zapatos, no ves el paisaje. Pero si supieras, Margo, lo maravilloso que es amar a un hombre. Por la mañana, incluso antes de abrir los ojos, ya está ahí, en tu cabeza. Ahora tengo un objetivo. Se prepara un largo combate y, créeme, no se lo regalaré. Lo quiero para mí, solo para mí, y lo tendré. Empiezo a entender la guerra, el crimen y la muerte. Amar es un poco de todo eso a la vez. Y si no lo merece, mejor, mi victoria aún será mayor. Solo deseo una cosa, que un día esto te suceda a ti, entonces comprenderás.

—¡Es espantoso! —murmuró Margopierre—. ¡Hablas en serio, tienes que tranquilizarte!

—No, ya es demasiado tarde.

Margopierre se fue como cuando se deja a un enfermo grave, lúgubre y alentadora, con cara de estar pensando: Te va a hacer falta mucho coraje pero siempre podrás contar conmigo. Yo ya sabía perfectamente que solo podía contar conmigo misma.

Al día siguiente le escribí una larga carta a mamá, lo que no sucede muy a menudo porque no me contesta nunca, pero quería que supiera de Marc. Escribiendo esta carta me di cuenta de que no sabía nada de él, ni siquiera su apellido, y tuve que inventarlo todo. Eso se me daba bastante bien. Para sublimar mi soledad quise ver cosas hermosas. Visité el Louvre, el museo del Hombre, la casa de Victor Hugo, el museo Carnavalet. Pasé horas delante de cuadros sombríos. Escuché música clásica, leí libros que me impresionaban y que nunca me había atrevido a abrir hasta ese momento. Escribí tres poemas:

El día que regreses, Puedo morir de amor y Te espero en la noche. Era soberbio.

Ámame, amaté,

Amémonos los unos a los otros;

Dame, date,

El placer que es nuestro…

Me recitaba mis poemas ante un espejo y a veces me ponía a llorar. Por la noche, me dormía hablándole: «Te imagino, querido mío, echado sobre tu cama. Estás cansado y triste, fumas un cigarrillo que apagas en el cenicero, y este movimiento hace que la sábana deje tu cuerpo al descubierto. Cuando hayas apagado la luz, volverás a ver en tus sueños a la chica de los pechos firmes que no has retenido. Soy yo, querido mío, y hasta el final de mi vida estaré cerca de ti para matarte de amor y de placer».

El mes de agosto finalizó lentamente entre el calor polvoriento de la gran ciudad. Con frecuencia, pensaba en nuestra gran casa abandonada, con los postigos cerrados. Recordaba las vacaciones de mi juventud, las noches que acababan por la mañana en una habitación desconocida, con un chico que dormía junto a mí y del que ni siquiera sabía el nombre. Me acordaba del regreso a París, la partida al amanecer, el último grupo de árboles que ocultaba la casa, el sabor dulzón de los caramelos que chupaba durante el largo viaje silencioso, y mamá que conducía fumando cigarrillos y preguntándome continuamente:

—Joy-amor-mío, no estás muy triste, ¿verdad?

La mañana de la vuelta de vacaciones, encontré muchos coches por la calle. Los niños estaban bronceados y las madres habían engordado. El panadero de la esquina había levantado la persiana metálica. En el buzón encontré una postal de mamá y el cheque milagroso de una agencia de publicidad para la que había hecho fotos antes del verano.

Durante todo el día jugué a ser rica. Cogí taxis y me compré flores. Por la noche, Alain vino a verme. Él también volvía de vacaciones y su primera visita había sido para mí. Alain es mi amigo, mi hermano mayor, mi cómplice, al que le cuento todo, el que me entiende sin necesidad de hablar, el que me hace reír cuando estoy triste, el que sabe irse cuando estoy contenta. Hace siglos que vivimos uno junto al otro. Le daría un pulmón para salvarle la vida, y él quizá me ofrecería la suya. Me tomó entre sus brazos, riendo.

—Sigues creciendo, te has convertido en una auténtica mujercita.

Me refugié en la tranquilidad de su hombro y estuve horas hablándole de Marc. Me escuchó, sonriendo al principio, y más gravemente, después. No dijo nada, pero me lanzó una larga mirada antes de irse y comprendí que estaba triste. Este descubrimiento me trastornó y tardé mucho tiempo en dormirme. Me acaricié pensando en Marc y, al día siguiente, cuando me desperté, era septiembre.

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