Joy

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Capítulo 7

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Marc salió para Nueva York un lunes por la mañana a las ocho. Le acompañé a Roissy, destemplada por el catarro, con la nariz roja y los ojos llorosos. Me aferraba a su brazo repitiéndole en voz baja:

—Dime, ¿volverás pronto? ¿Me escribirás?

Él me respondía:

—Claro que sí, claro que sí —mientras buscaba el pasaporte y la tarjeta de embarque.

Le prometí que no saldría, que le sería fiel, que pensaría en él cada noche antes de dormirme, y le preguntaba:

—¿Y tú, pensarás en mí?

Y me respondía:

—Claro que sí, claro que sí.

Le apretaba la mano con fuerza y él se soltaba suavemente guiñándome un ojo. Corrí a comprarle revistas, Luí, Playboy, Penthouse, y le dije:

—Mira, aquí, soy yo.

Cogió la revista y la miró moviendo la cabeza:

—Realmente eres la más guapa. Es verdad, Joy, eres mi preferida…

Eso me hizo feliz. Grupos de viajeros esperaban ante las puertas de embarque, delante de sus grandes maletas, con aspecto triste y dormido. Yo me decía que no estaría triste si pudiera ir con él. Me hubiera gustado darle una sorpresa decirle:

—Mira, he comprado un billete y voy contigo.

Pero, por supuesto, no tenía dinero, y además no me habría atrevido a imponerme. Le pregunté si conocía chicas en Nueva York. Me contestó:

—Bueno, voy allí para trabajar, realmente no tendré tiempo. —Y después, tras un silencio, añadió—: De todas formas, no me apetece estar con otras chicas.

Yo sabía muy bien que mentía, pero a pesar de todo me gustó. Nos sentamos y me hizo prometer que trabajaría.

—Si te movieras un poco, con tu físico y tu clase, te podrías convertir en la modelo más célebre. ¿No te gustaría?

Yo le decía que no con la cabeza, porque estaba muy resfriada y porque no me gustaba que me hicieran fotos; es interminable, es deprimente, a mí me gustaría otra cosa, no convertirme en modelo para roer biscotes hasta los cuarenta años y tener que escuchar un día que soy demasiado vieja para la profesión.

—Te prometo que haré un esfuerzo —mentí—. Te demostraré que soy seria, así algún día podré trabajar contigo.

Levantó la mirada al cielo.

—Los negocios, ya sabes, no siempre son divertidos. Te aburrirías en seguida…

Es verdad, he olvidado presentar a Marc. Marc Charroux. Se dedica a los negocios. Me dijo que eso consistía en encontrar dinero para industriales, productores o artistas, en resumen, para gente que ya tiene. Se ocupa tanto de fábricas como de dentífricos, de películas como de instalaciones de subida para deportes de invierno. Me hubiera gustado verle trabajar. Me sentía capaz de convertirme en su ayudante, me imaginaba con grandes gafas negras, ahuyentando a las visitas irritantes que esperan horas para ser recibidas.

—No, no es posible, el señor Charroux está desborda-do. Perdónele. Dentro de una hora tomamos el avión para Bo-go-tá.

Volvería a su despacho, le enseñaría su agenda de citas, le diría: Ves, disponemos de una hora, y él me haría el amor en el sofá, antes de coger la gran limusina negra conducida por un chófer sombrío y silencioso.

El Concorde llevaba retraso y fuimos a tomar algo al bar. Me apetecía apoyar la cabeza en sus rodillas, pero un hombre se acercó exclamando:

—¡Charroux, no es posible, tú aquí!

Se fueron juntos y estuvieron una hora hablando de pie. Luego, Marc me hizo un gesto de que me acercara y me presentó:

—Presidente, le presento a Joy, Joy Lorey, ya sabe, la modelo.

Insistía una y otra vez y el presidente, que tenía aspecto de serlo, movía la cabeza con gran alegría.

—Sí —repetía—, ya sé, ya sé…

Reprimí mis bellas palabras de despedida, me besó en la frente, rápido y distraído, «adiós y hasta pronto», y desapareció cogiendo por el brazo al presidente Horror, por el que sentía un profundo desprecio mientras me sonaba. Me quedé totalmente sola en el vestíbulo inhumano, triste como la lluvia. Era inútil, sí, exacto, inútil, sin importancia.

Me di cuenta de que no tenía dinero para coger un taxi y me fui a la cola del autobús. Esperé veinte años, me encontraba mal a causa del resfriado, la tristeza y los fuertes latidos del corazón, los sudores fríos. Rogaba al cielo para que Marc Charroux no tuviera un accidente. Me senté al lado de un japonés muy gordo que me hacía bruscos gestos con la cabeza, buenos días, buenos días. Apoyé la frente en el cristal grasiento y vi desfilar la autopista, la lluvia, los embotellamientos, todo muy desagradable cuando el hombre de nuestra vida está volando hacia Nueva York.

Durante una semana estuve acechando el buzón, permanecí cerca del teléfono, y cuando me ausentaba para comprar una barra de pan y una loncha de jamón, descolgaba el aparato, así en caso de que Marc hubiera llamado habría escuchado la señal de comunicando y no habría podido pensar que no estaba en casa. Por supuesto, no recibí ni carta, ni telegrama, ni llamada telefónica. Al octavo día, me vine abajo y me fui a ver a Alain. Su secretaria me hizo pasar a su despacho.

—El señor Guichard vendrá dentro de un momento. Si tiene la bondad de esperar…

Conociendo a Alain, estaba segura de que ya había seducido y abandonado a esta joven que me examinaba con manifiesta rabia. Cuando me quedé sola, llamé al hotel de Nueva York donde se alojaba Marc. Hablo inglés tan bien que tuve que repetir y deletrear su nombre tres veces. Tras una sucesión de breves señales insoportables, la voz nasal del conserje emitió su veredicto:

—El señog Charú ya no estar.

Le pregunté a ese idiota, que hablaba tan bien en francés, si el señor Charú había dejado alguna dirección, pero el muy grosero ya había colgado. Me enfadé mucho y, para consolarme, Alain me invitó a cenar a un restaurante de lujo de Boulogne, cerca de su casa. Foie-gras, magret de pato, burdeos selectos, armagnac, el chef del Comte de Gascogne se había superado a sí mismo. Estaba borracha perdida y notaba como mi pequeño vientre hinchado intentaba hacer estallar mi vestido demasiado estrecho. Volqué la copa, pero Alain no me regañó, me cogió la mano y sonrió. Yo, aunque estaba cohibida, me encontraba muy bien con él y se lo dije:

—Alain, contigo estoy bien.

—Yo también.

—Bien, bien.

—Yo también, cariño.

Al salir, hacía un frío que helaba y me lancé a su cuello.

—Esta noche oscura no quiero volver a mi casa.

—¿Dónde quieres ir?

—A tu casa.

Me depositó en el coche como a un preciado y voluminoso paquete y arrancó. La carretera de noche, el toc-toc del limpiaparabrisas, la música que hace estallar la cabeza.

Da gusto circular cuando…

Da gusto morir cuando…

La música es buena.

Buena. La música.

Se detuvo ante una verja oxidada.

—Es mi nueva casa. Ya verás.

Señalaba con orgullo la casa estrecha y puntiaguda como un castillo de la Edad Media, el chalé de valiosa piedra situado en las afueras de París con aspecto de mansión de película de Hitchcock. Abrió la puerta y me cogió en brazos.

—Así es como las recién casadas traspasan el umbral de su casa —murmuró besándome el cuello.

Contuve la risa. Encendió tres lámparas y sentí que me sumergía en una tibieza confortable y azulada, con aromas de vainilla y canela; soy tan sensible a los olores. Me trajo un vaso con burbujas efervescentes y me enseñó un cuadro inquietante y soberbio.

—Lo compré porque se parece a ti.

Abrí desmesuradamente los ojos y vi a una chica desnuda, en una pose maléfica, con el busto hacia adelante y un corazón, un sol y unas llaves que salían de su costado.

—¿Ves? —me dijo—. Es igual de rara que tú. De todas formas, lo bello siempre es raro.

Me mecía al ritmo de mi melancolía, sudorosa y embotada. Alain me dijo:

—Ahora tienes que dormir.

Le contesté que sí, me cogió en brazos y me subió con ternura a la habitación. Me dejó en la cama y encendió una luz suave como un caramelo de bergamota. Había flores secas en un jarrón de cristal, marcos dorados que despedían motas de polvo en la penumbra. A lo lejos, se oía una musiquilla automática y nostálgica de organillo metálico. Mientras Alain volvía a bajar por la escalera de caracol, me desnudé y me deslicé bajo las sábanas perfumadas con aromas de violeta. No le oí subir, flotaba sobre una nube malva de algodón, una lluvia de flores húmedas se abatió sobre mí, perros de lanas y caballos enanos galopaban a mi encuentro para larmerme la palma de las manos, exasperantes cosquillas de gruesas lenguas rasposas. El sol que ardía en el techo de organdí se fue apagando lentamente, la tormenta estalló y el viento fresco endureció mis pezones.

Gruñí con una voz pastosa:

—¿Qué haces? Quiero fumar ¡Alain, contesta!

El silencio me da miedo. Abrí los ojos.

Estaba echado entre mis muslos y su lengua mojaba con ternura mi sexo. Me lamía lentamente, como los caballos enanos me lamían las palmas de las manos, pero su lengua era suave como un trozo de corazón. La boca que me amaba abría mi sexo, se infiltraba en mi calor y vibraba con precaución. Separé las piernas para ofrecerme mejor, sentí que me asaltaban sensaciones desordenadas, labios que se perdían allá detrás, a lo lejos, roces insoportables en el vello electrizado, la lengua que se hacía puntiaguda para penetrarme mientras dedos surgidos de la sombra me acariciaban con suavidad y se introducían hasta el centro de mi cuerpo. Lancé un grito, mis piernas, lisas y brillantes, se agitaban en el vacío, una oleada me retorcía la pelvis. La revoltosa boca iba y venía de un pozo a otro embadurnándome de saliva melosa y ardiente. El goce llegó más pronto de lo que esperaba, caí hacia adelante, con la nariz sobre la almohada, que olía a violetas. Alain se restregaba lentamente contra mí, me agarré a él y se acercó más; me incliné para saborear su volumen excesivo, que habría alarmado a una adolescente pero que centuplicaba mi excitación, a mí, que no era sino una pequeña perra incomprendida y condenada. Clavé las uñas en la carne tensa, en busca de un grito que no llegaba, e intenté que penetrara en mi boca, pero me apartó y me dijo:

—¡Hace tanto tiempo que te quiero y te deseo!

Me dio la vuelta, forzó mis paredes demasiado estrechas, bloqueaba el camino doloroso que solo le esperaba a él. Toda mi vida estaba concentrada en esta progresión extraordinaria, en el dolor sobrenatural que provocaba, inmediatamente aplacado y superado por sensaciones que analizaba en mi delirio, el exasperante calentamiento producido por la fricción de las carnes, la tensión de los músculos que cedían, el susurro indecente del deslizamiento de las mucosas húmedas, los olores penetrantes que embriagaban mi espíritu. Realizaba el fantasma más secreto de mi sexualidad, poner en evidencia la desproporción entre el miembro agresor y el receptáculo vencido. El poder y la sumisión, toda la injusticia del mundo, convertirse en mujer castradora, esperar los golpes devastadores, sentir vergüenza, llorar de rabia porque la espera se prolonga, bramar obscenidades para robarle a la noche imágenes congeladas, como fotos pornográficas reveladas en papel brillante, angustiosamente nítidas, y después olvidarlo todo, interrumpirlo todo, porque de pronto él ha empezado a moverse, más lejos, más fuerte, el cuerpo sigue, los pechos se balancean, los brazos flotan en busca de un punto de apoyo. El movimiento infernal se descompone, frustración del descubrimiento, el avance y la retirada, el sí y el no, el amor y el odio, la vida y la muerte. Intentaba resurgir bajo la masa sombría que me sometía, articulaba débilmente:

—Ven, ven, más fuerte.

Al principio no me entendía, pero luego me oyó.

—Joy. Amor mío.

Estaba desenfrenado, continuó durante mucho tiempo después de que yo estuviera destrozada, cegada, aniquilada. Me iba recuperando imperceptiblemente y él continuaba sacudiendo mi cuerpo con una fuerza tremenda, insospechada, recobraba la conciencia y él seguía, descubría mi placer a lo lejos y él continuaba. Por primera vez durante toda la noche, la imagen flotante y terrible de Marc se me impuso. Me puse en tensión para apartar a Alain, pero él interpretó mal mi gesto y se liberó, me inundó la oleada que ya no quería recibir.

Intenté esperar el mayor tiempo posible antes de decirle que no le quería. Estaba echado junto a mí, tranquilo y seguro, como debía de ser, discreto y un poco distante, me conocía muy bien, no me atrevía a atacarle. Escuché el tictac del reloj, el crac-crac que hacía la aguja del tocadiscos al arañar el último surco. Puso la mano sobre mi pecho, con naturalidad. Le miré con el rabillo del ojo.

—Alain, no te quiero.

Volvió la cabeza hacia mí y me pareció que sonreía.

—Ya lo sé.

Sentí que se apagaba como una llama, un muro se alzó entre nosotros. Es cierto que sabía que yo no le amaba, pero estaba resentido conmigo por habérselo dicho. Me hubiera gustado añadir: Me has dado más placer que todos los demás, mucho más que ÉL, pero mi corazón no te ama, ya está ocupado.

Alain me acarició la mejilla, una gruesa nube negra pasó sobre mí.

—Creo que es mejor que me vaya.

No dijo nada y me vestí temblando; sin embargo, esperaba que intentaría retenerme, que pronunciaría alguna palabra, pero dejó que me fuera sin moverse. Estreché el bolso contra mí y me alejé en la noche, caminé lentamente de Boulogne a París sobre el resbaladizo pavimento, mierda, idiota, peor para él, empapada por la lluvia fina que abofeteaba mi rostro, borracha de placer y desesperación.

Marc no me escribía. Alain ya no me llamaba. Mamá se eternizaba en Lausana. No sabía nada de Margopierre. No salía, no veía a nadie y me sumía en los remordimientos. Septiembre pasó con la lentitud desesperante de una película malograda. Octubre y las castañas, las grandes llamaradas en la chimenea, nada de eso es para mí. Telefoneé a casa de Marc y oí su voz que decía:

—Diga, sí, dígame.

Colgué el teléfono aterrorizada. Pensé: Ya te puedes morir, tipo asqueroso, estás aquí y no me dices nada, estoy en las últimas y no te enteras.

Me contrataron para hacer tres reportajes seguidos. Conocí chicas nuevas, con las nalgas prietas y boquita de piñón, que me despreciaban. Dejé que me ligaran los tres fotógrafos y cinco ayudantes, el sexto estaba muy lejos de sucumbir al encanto femenino. Cuando me hacían preguntas no respondía, o lo hacía de mala gana si me sentía obligada. Me hablaron de mi carrera y de mis «posibilidades». Les dije que eso me importaba un comino y se escandalizaron.

Una noche, al finalizar una sesión, se me acercó un hombre. Yo estaba temblando de cansancio y nerviosismo; después de dos horas de poses idiotas y completamente retorcidas, me dolían la espalda y los brazos. Me dijo:

—Soy Mocoroni, la he visto en la prensa. Estoy montando una película con Alexandre Goraguine y es posible que tenga algo que proponerle, ¿siempre que cenemos una noche en el Elysée-Matignon?

No sé por qué acepté. De hecho, sé muy bien por qué acepté. Quería rodar una película, que mi nombre apareciera en letras grandes en los periódicos, atormentar a Marc Charroux, ponerle enfermo. La noche de la cena estuve tres horas maquillándome y llegué al Elysée-Matignon del brazo de Mocoroni, como una estrella de Hollywood, con los labios brillantes y los ojos resplandecientes. Alexandre Goraguine es un hombre diminuto. Un metro cincuenta de puntillas. Es calvo, rechoncho y tiene unos largos brazos que acaban en manos corvas, nervudas, embrujadoras, solo las ves a ellas, las sigues con la mirada y te entra vértigo. En cuanto nos vio, Goraguine se precipitó hacia nosotros:

—¡Es divina! Tiene unos ojos soberbios, querida, grandes y luminosos, eso es perfecto para la pantalla. Los pómulos, vuélvase, justo un poco salientes, atraen la luz, impecable. La cintura, maravillosamente fina, los pechos, sublimes. No lleva sujetador, hace bien. Las piernas, déjeme ver las piernas, admirables, largas, un poco delgadas quizá, pero eso gusta mucho, el aire teenager. Soberbia, realmente soberbia.

Me dijo que me sentara. Estaba agotada. Pidió una botella de Dom Pérignon.

—Tiene la clase de una star, Joy. Si quiere… —Una pausa ni breve ni excesivamente larga—… puede hacer una carrera inter-na-cional. Corresponde exactamente a la demanda actual. La adolescente perversa y bien educada.

Goraguine prorrumpió en risas. Mocoroni le imitó. Los miré con melancolía. Me aburría y, además, no quería hacer una carrera inter-na-cional. No era una adolescente perversa y bien educada. No le pedía nada a nadie. Lo único que quería en el mundo era a Marc Charroux. Y no lo tenía.

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