Joy

Joy


Capítulo 8

Página 10 de 23

Me convertí en una chica de moda. Salí en las revistas de gran tirada, los semanarios y la prensa mensual sofisticada. Aparecí en los carteles que cubren las paredes de las grandes ciudades, crecí hasta alcanzar los cinco metros de altura. Me entrevistaron mujeres nerviosas que fumaban mucho. Fui la invitada de un programa de televisión del domingo. Me hicieron preguntas delicadas. Me inventaron una juventud, aventuras, fracasos y una enfermedad grave. Los fotógrafos se las ingeniaban para captar el beso de un amigo, un pecho desnudo, un muslo destapado. Varios directores de cine me invitaron a pasar fines de semana en propiedades normandas repletas de invitados aburridos. Una compañía aérea me ofreció un crédito ilimitado para viajar, a cambio de un publi-reportaje en un Airbus. Un famoso modisto me abrió una cuenta por la promoción de su firma Boutique. Un fabricante de coches me prestó graciosamente un modelo de lujo con la condición de que condujera yo, pero no sé conducir. Me invitaron a los actos organizados en Deauville, Avoriaz, Mónaco. Un importante fabricante de jabones me ofreció un puente de oro por posar desnuda, cubierta de espuma. Asistía a las fiestas privadas del brazo de hombres necios y fatuos. Mis almuerzos estaban reservados con quince días de antelación. Todas las mañanas recibía regalos e invitaciones. Gentes que no conocía intentaron prestarme dinero con el pretexto de que me interesara en negocios maravillosos. Una empresa discográfica me llamó para grabar la versión disco de un tema clásico. Una emisora de radio se puso en contacto conmigo para que hiciera un programa de tarde. Productores me enviaron guiones que nunca vieron la luz. Hombres muy ricos me ofrecieron dinero para que me fuera con ellos a las Bahamas. Una famosa lesbiana me ofreció una cadena de oro si le prometía una noche de amor. Tímidos, megalómanos y obsesos sexuales me escribieron cartas apasionadas. Me acecharon curiosos delante de mi casa. Me compararon a Greta Garbo, Marilyn Monroe, Twiggy, Farrah Fawcett. Un café-teatro me propuso para un one woman show erótico. Quisieron que apadrinara un restaurante, un club nocturno, una galería de objetos eróticos, una línea de maquillaje y un bar de encuentros. Insistieron para que repitiera un número dedicado en la Gala de la Unión, en compañía de un galán joven envejecido. Un cantante famoso declaró en un periódico sensacionalista que había pasado una noche de ensueño conmigo. Un anciano se suicidó porque ya no podía vivir sin mi amor. Me acosaron, me persiguieron, me criticaron, me insultaron. Durante seis meses, viví una pesadilla. Por la noche, me despertaba bañada en sudor, imaginando que alguien intentaba forzar la puerta. Margopierre hizo confidencias acerca de nuestra amistad. Mamá estaba orgullosa de su hija. Recortaba mis fotos y los artículos que me dedicaban y me telefoneaba con regularidad desde Lausana, donde se había instalado con Albert. Me quedé sola, en la soledad más absoluta que se pueda imaginar, desconfiaba de todo el mundo, ya no contestaba al teléfono y a menudo lloraba. Seis meses.

La película que rodé con Goraguine, en la cual tenía un papel episódico, fue un fracaso. Los proyectos que se habían puesto en marcha contando con mi nombre se desvanecieron rápidamente uno tras otro. Dejaron de enviarme cartas y regalos. La compañía aérea y el modisto cancelaron mi cuenta. Anularon viajes. Mocoroni, que se había ocupado de mí durante esos seis meses infernales, me escribió una larga carta según la cual me devolvía una libertad que yo no había cedido a nadie. Seguía estando sola, pero me animaba ver a mis antiguos amigos. Me daban palmaditas y me decían:

—No te preocupes Joy, solo estás pasando un mal momento.

Me había instalado en el piso de mamá, en la avenida Breteuil. El apartamento era sublime y no tenía que pagar alquiler. En el aspecto financiero, bien que mal llegaba a final de mes, y enjugaba lentamente las deudas acumuladas en el transcurso de esos seis meses de locura.

Durante este período, Marc se había manifestado únicamente en dos ocasiones. Me había escrito una carta felicitándome por mi sorprendente éxito. Terminaba así:

«Me imagino que tus ocupaciones ya no dejan tiempo para ver a tus amigos del pasado. Por eso no te pido que vayamos a cenar o a pasar un fin de semana juntos, no me gustan las negativas. Pero pienso en ti, Joy, a menudo. Un abrazo».

«Marc Charroux».

Me precipité corriendo sobre el teléfono para gritarle que estaba completamente equivocado, que yo solo le esperaba a él, que era él el que me había abandonado.

«El número de este abonado ha cambiado. Por favor, consulte la guía o llame a información. El número…».

También el teléfono estaba contra mí. Me puse a escribir como si estuviera pariendo, expulsé mi amor por el extremo puntiagudo de la pluma que roza el papel, vacié mis recambios de blue-ink love, emborroné las páginas igual que mis ideas, hice tachones del mismo modo que me había equivocado en lo demás, suprimí las palabras demasiado suaves porque no se suprimen nunca las fuertes, puse apóstrofos, comillas, mayúsculas, cursivas. Se lo dije todo, le escribí: te quiero, puse en inglés mi llamada de socorro. No era una carta sino unas confesiones completas, insisto y firmo, levanto la mano derecha, y la izquierda, la del corazón, lo juro, te lo ruego.

Doblé la hoja de vitela, lamí el sobre, ensalivé el sello, lagrimeé el nombre, garabateé la dirección. Me llevé mis santas Escrituras, lancé mi botella al mar de un buzón voraz, oficina de correos 107, ni diarios ni impresos, solo correo del corazón.

Esperé. Me emborrachaba en vano. Me pinchaba a muerte. Hubiera preferido que me hubieran devuelto la carta, sucia y arrugada, ya no vive en la dirección indicada, ausente sin haber dejado dirección, desconocido, devolver al remitente. Nunca me han devuelto lo que he dado. Poco tiempo después, tuve la paciencia de llamar a información. La operadora estaba sorda y era malgache. Al cabo de mil años me comunicó alegremente:

—Charroux está en la lista roja, no puedo decirle su número.

Clic. Bip.

El itinerario de mi progresiva e inevitable decadencia pasaba obligatoriamente por Le Palace, Les Bains Douches, el Elysée-Matignon, el 78, Le Paradis Latin, Le Palace.

Una noche lamentable, noche mimosa, noche embriagadora, Goraguine me arrastró hacia la mesa redonda del Elysée-Matignon. En el ruedo resonaron gritos:

—¡Pero si es Joy!

—¡Buenas noches, preciosa! ¡Dame un beso!

—¡Qué maravilla, eres divina!

—¡Joy-amor-mío!

Iba de mano en mano, de boca en boca, se apropiaban de mi trasero, de mis muslos, de mis pechos. Goraguine me exhibía con orgullo, estaba encantado, me enteré de que presumía de habérseme tirado, falso, archifalso, desde luego lo intentó, era lo mínimo. Yo me mantuve firme, fui tajante:

—Alexandre, no insista. No destruya nuestra complicidad. Es más importante que NUESTRO deseo.

La mirada baja, los labios trémulos, estaba irresistible; gané gracias a la complicidad, palabra mágica para cierta categoría de opresores afectivos. Goraguine me condujo hasta mi silla ahuyentando a los pegajosos moscones y me tendió la carta. Suprema de Pava. Gilipollas salteada con salsa de promesas. Sorbete de chulería. Castillo La Desgracia 1980.

Entre la multitud, en el marco dorado-biselado de un espejo de Venecia picado por el paso del tiempo, apareció Marc. Me quedé paralizada, muda e incrédula. Avanzaba sonriendo, le encontré guapo, grande, fuerte, se sentó justo detrás de mí. Busqué febrilmente mis gafas de topo en el bolso atestado, me las puse y creí que me desmayaba. Era él, Marc. Marc Charroux. En la mesa de atrás.

Alexandre Goraguine se deslizó hasta mí.

—Las gafas en público nunca, pequeña, las gafas desengañan.

Lo fulminé con la mirada. En aquel preciso momento se urdió la trama, la función empezó, el corazón me dio un vuelco, el curso de la historia cambió.

El maître, totalmente ajeno al fabuloso rol que el destino le había reservado en mi Comedia Humana, el maître, córvido con alas largas y puntiagudas, precedía con gran majestad a una criatura bíblica. De repente, Marc se levantaba. Yo me impregnaba de ella con toda la fuerza de mi memoria. Poseía la belleza luminosa de las heroínas de novela, la elegancia tranquila que otorga la perfección, la ligereza del sueño. Unos ojos cuyo color no se adivinaría ni en toda una vida, azul profundo, verde aire y lentejuelas de lapislázuli, cabello color castaño-cobre en sabias cascadas, la boca rosa-provocativa, todo en ella era bello, la armonía era perfecta, hasta los hoyuelos cuando sonreía, y la pequeña llama que brillaba en su mirada maliciosa.

Marc Charroux susurró a mis espaldas:

—Te esperaba, cariño. Estás maravillosa.

Él la besó y ella le besó, indecente y ridículo en estos lugares que detestan las efusiones cuando son sinceras. El odio se desencadenó en mí, amarga quemazón martirizadora, y cuanto más la miraba, más hermosa la encontraba. Los calificativos se revolvían en mi cabeza, encantadora, graciosa, deslumbrante, tierna, picara y, para mí, vieja, fea, repulsiva y marchita como una planta privada de sol. Me levanté bruscamente, empujando a Goraguine y a los demás a mi paso, atravesé la sala con paso mecánico y llegué hasta el lavabo, donde lloré mordiéndome los nudillos para ahogar los gritos que mi corazón vomitaba.

Mucho después, volví al lugar del crimen tan bella como me fue posible y él me vio en el momento en que besaba su mano, que debía ser blanca y pequeña, no tendría unas manzanas como las mías. Se quedó tan estupefacto que creo poder afirmar que en mi vida no he producido un efecto semejante en un hombre. Pálido y descompuesto, sonrió con una mueca repelente y se apresuró a mirar hacia otro lado, es decir, a ella. La diversión absolutamente necesaria llegó con la entrada inopinada de un ruidoso grupo compuesto por una vedette del periodismo televisivo, un novelista especializado en la narración de los desengaños amorosos primarios y una cantante famosa por su fuerte temperamento. La estrella del telediario me abrazó, el novelista me besó la mano y la cantante me dijo: «Querida». Nuestra mesa se había convertido en la atracción del establecimiento y la cena prosiguió en un ambiente de ansiedad. Sentía la mirada de Marc abrasarme la espalda y su mirada hacia ella más punzante. Me encontraba mareada como si estuviera en un barco. Logré interceptar al maître y preguntarle, del modo más discreto posible, quién era aquella chica que estaba sentada detrás de mí. Utilicé una hábil estratagema para que no pudiera eludir mi pregunta, le llamé por el sobrenombre que solo conocen los iniciados, Riri. A grandes males, grandes remedios. Riri fotografió con ojo experto a la criatura y se eclipsó en la sombra propicia para hacer indagaciones. La respuesta llegó con el Turbot Nantaise.

—¿Turbot, señorita? —Más bajo—: Joëlle Garnier. Journal de la Mode. Desconocida.

Le di las gracias con la mirada y me mostré súbitamente interesada en la conversación que apasionaba a los comensales que me rodeaban. Como las situaciones dramáticas agudizan mi sentido del humor, hice algunos comentarios ingeniosos y juegos de palabras muy apropiados, al tiempo que vigilaba a la maldita pareja.

El encuentro se produjo en el guardarropa; siempre tenemos el decorado que merecemos. Marc se vio obligado a sonreírme. Yo exclamé alegremente:

—¡Marc, tú por aquí! ¿Cómo estás?

Intercambiamos sonoros e inocentes besos, nos dimos palmadas en la espalda al estilo excombatiente el 11 de noviembre bajo el Arco de Triunfo. Me presentó.

—Joëlle, seguramente conoces a Joy. ¡QUIÉN NO LA CONOCE! Joy, te presento a Joëlle Garnier, una AMIGA.

Mis labios resecos dibujaron la mejor de mis sonrisas. Ella me sonrió amablemente, chispeante y gaseosa como una bebida refrescante; su boca fundente lucía pequeños dientes puntiagudos a los que les debía encantar mordisquear. Estreché su mano que, efectivamente, era blanca y pequeña. Dijo con voz traviesa:

—Tenemos que comer juntas. Me gustaría escribir algo sobre usted en mi periódico.

—Estaré encantada —le respondí mientras la sonrisa de Marc desaparecía.

Garabateé mi dirección y mi teléfono en una factura que rodaba por mi bolso, nos besamos, olía a polvos de talco, le hice un gesto burlón a Marc, que me miraba sin verme, y salí, deslumbrante y con clase, abandonándoles como si me resultaran indiferentes.

Nos fuimos a acabar la noche a Castel. Me encontré a Alain. Me saludó de lejos, sin atreverse a acercarse. Corrí hacia él, me colgué de su cuello, lo cubrí de besos, le acaricié el cabello, puse la cabeza sobre su hombro y lloriqueé:

—¡No quiero volver a casa!

Un rato después, estaba acostada en su habitación de cachemir y seda, con las piernas abiertas. Me miraba con adoración, acariciaba con gran suavidad mis muslos desnudos y parecía fascinado por mi sexo, que brillaba en la penumbra mandarina. Dejé caer mi mano sobre la suya, en un gesto de pedir perdón.

—Me duele la espalda, hazme un masaje —le pedí en un suave tono de voz, imaginando ya su boca sobre mi sexo.

Deseaba el placer que iba a darme. Se inclinó para darme un masaje en los riñones; yo seguía el roce de sus manos en mis nalgas y luego más abajo, las yemas de los dedos que alcanzaban el vello; empezó a ir más rápido. Sus dedos me atacaron, me hicieron un poco de daño, pasaron entre mis labios mojados, me arqueé más, su mano me penetró y quedamos anegados de felicidad.

A la mañana siguiente, me despertaron las llamadas insistentes del teléfono. Tenía la boca pastosa y me sentía como si fuera de algodón, había fumado demasiados porros cargados, de esos que prepara Alain. Ya no recordaba que había vuelto a casa en taxi, después de haber hecho dos veces el amor y de haber experimentado una sensación de bienestar como hacía tiempo no sentía. Había dejado a Alain descansando como un enorme gato ahíto. El chófer del taxi me había acunado cantándome Arrivederci Roma y me había desplomado sobre la cama sin desnudarme siquiera. Descolgué el teléfono temblando de frío y luego de completa emoción porque adiviné su voz antes de que hablara.

—Ahora voy —dijo, y colgó.

Marc Charroux. Acto III. Escena III.

Fui dando tumbos hasta el cuarto de baño, me deslicé bajo la ducha y dejé caer sobre mí miles de litros de agua fría que me secaron y despertaron.

Llamó dos veces al timbre. Dos golpes muy breves. Me dirigí hacia la puerta mientras me decía a mí misma que era la primera vez que llamaba a mi casa. Nos quedamos mirándonos en el umbral de la puerta, el gato y la ratita, el ratón y la gata, la rata y el gato. Me empujó con suavidad para que le dejara entrar. Acarició furtivamente mi mejilla con una sonrisa bastante falsa en los labios y se detuvo a la entrada del salón moviendo la cabeza.

—Confortable y suizo.

Me quedé sorprendida.

—¿Cómo lo has adivinado?

—Una foto de Ginebra, una foto de Lausana, un cartel de Basilea…

—Suizo, pelirrojo, con el pelo cortado al cepillo y gafas bifocales —precisé, apenas decepcionada de que no lo hubiera adivinado por pura intuición—. ¿Quieres tomar algo?

—Un café, si tienes.

—Voy a prepararlo.

—Te acompaño.

Bebimos café, sentados en el borde del sofá del salón. Se puso dos terrones de azúcar y estuvo un buen rato removiendo; la cuchara hacía ding-ding en la porcelana, mis manos temblaban, necesitaba fumar.

—Tenía ganas de verte —dijo.

En aquel momento, sentí una violenta agitación. Más ligera que el aire, presa de una desazón insoportable, sobrevolé la escena que estaba viviendo y, tomando altura, descubrí que el hombre que se dirigía a mí era un extraño. Ya no era el Marc de las noches de pesadilla. Experimentaba la repentina certeza de que mi pasión no era más que una ilusión óptica, un efecto de la perspectiva. Tan pronto lo miraba desde un ángulo diferente al mío, perdía todo significado para convertirse en algo insignificante, infinitamente pequeño, banal.

Una angustia mortal se apoderó de mí. Había dado demasiado para que se me decepcionara de este modo. Desde hacía un año, mi vida pendía de un hilo y ese hilo era él. Si ahora se rompía, me hundiría para siempre. Le miraba con avidez, como si intentara grabar en la memoria los últimos instantes de un ser que se está muriendo. Mi mirada era tan intensa que se calló. Frunció el entrecejo y me cogió la mano. Inmediatamente me tranquilicé, acababa de entender, había recibido el mensaje que anunciaba el contacto de aquella mano pesada y tranquilizadora.

Mi hambre afectiva no había conseguido alcanzar mi locura. Estaba imantada: él representaba el único adversario que había encontrado hasta ese momento. Marc era el último combate, el último duelo. Yo no podía pelear. No estaba todo dicho. Nunca se sitúa la escena del duelo al principio del western, sino al final, después de haberlo explicado todo, de que el bueno y el malo hayan sido cuidadosamente identificados. No sabía si Marc era el bueno o el malo, pero estaba convencida de que, en realidad, tenía un papel secundario, era guest star, como se dice en Hollywood. No era más que la representación carnal del mito que representaba para mí, y en calidad de tal me acompañará hasta el fin de mi vida. Nada me podrá ayudar a escapar de ello.

—Tenía ganas de verte —repitió—, ¿sabes?, no te he olvidado, pero hay algo que me impedía volver contigo.

—Sí, ya sé.

La sinfonía interrumpida se reanudaba de nuevo. Los violines volvían a sonar. Mi corazón comenzaba otra vez a latir. Mi extravío volvía a arrastrarme. Me gustaban más sus ojos verdes, su nariz pequeña, sus labios caprichosos. Los lugares comunes de mi amor desfilaban como diapositivas, como estampas ingenuas y demasiado coloreadas que conmovían mi existencia. Estaba a punto de levantarme, de ponerme de rodillas y suplicarle que me consagrara, como caballero, sierva o puta, pero algo suyo.

Me detuvo con la mano.

—Joy, quiero a otra mujer. Tienes que saberlo, nunca podría mentirte.

En las películas policíacas, a veces vemos que el héroe recibe un balazo en la espalda y continúa andando, nos mordemos los nudillos, nos decimos: Dios mío, que no le hayan dado, no puede ser, a él no, al héroe no. Y de repente, se desploma y descubrimos su espalda cubierta de sangre. Me convertí en una heroína. Continué hablando, le hice preguntas, dónde la has conocido, era la chica de ayer noche, pero yo era la única que sabía que estaba herida, que mi espalda estaba cubierta de sangre, que iba a desplomarme.

—Joy, no quiero perderte, quiero que vuelva a ser como antes, quiero amarte. Tengo tanto amor en mi corazón PARA LAS DOS…

Tuve fuerzas para sonreír.

—Sí, Marc, sí, pero ahora no, quizá más adelante.

Le di un beso, mis labios helados rozaron los suyos, que estaban ardiendo. Le empujé lentamente hacia la puerta, la abrí, seguí empujándole murmurando te quiero, Marc, te quiero.

Cerré la puerta y me desplomé, con la espalda cubierta de sangre. Jamás se volverá hacia mí diciéndome estoy enfermo, Joy-amor-mío.

Ir a la siguiente página

Report Page