Joy

Joy


Capítulo 9

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No se perdona a la que ha dejado pasar su oportunidad. Me juzgaron con severidad. La multitud que me rodeaba durante la opulencia se alejó de mí. Ya no quedaba nada por ver. Circulen. Era consciente de haber dejado escapar una cita importante, pero sabía muy bien que el motivo esencial era mi inadaptación. El éxito nunca es el fruto del azar, o la manifestación de un período de suerte. No conozco éxito auténtico y duradero que no esté justificado, del mismo modo que apenas se dan talentos ignorados. Mercaderes codiciosos habían construido a mi alrededor un andamiaje frágil sin preocuparse por el peligro que hacían correr a la que estaba debajo. Solo tengo para mí mi apariencia física. El resto es infinitamente más rico, pero no puede ser utilizado más que por mí misma para mí misma. No sé ni actuar, ni cantar, ni bailar, e intentaron hacer de mí una star. Soy la anti-star. Tengo una mentalidad de empleada, no aspiro a tener responsabilidades o renombre, y aún menos problemas. Acepto acudir al estudio de un fotógrafo para trabajar; una vez finalizada la representación quiero poder volver a mi casa, irme al campo, dormir, cortejar sueños inauditos. El resto no me interesa en absoluto. Los saltimbanquis del espectáculo y otros depredadores tardaron seis meses en entenderlo. A partir de aquel momento, me condenaron.

El único que siguió interesándose por mí después de la desbandada fue Alexandre Goraguine. Es cierto que había invertido mucho en mi persona y que esperaba recuperar sus pérdidas. Se reveló extremadamente eficaz durante la prueba que atravesé. Me animaba con firmeza, desmontaba mis débiles argumentos, me obligaba a admitir que la única manera de superar mi crisis era no fracasar.

—Joy, querida, no te abandones. Un gran militar dijo una vez: «Aceptar la idea de una derrota es estar vencido».

Me convenció de que me fuera con él a Nueva York. Insistió mucho; al final, cedí por cansancio.

—Joy, querida, es NUESTRA última oportunidad.

Ya no me retenía nada en París, mamá vivía en Lausana y no la había visto más que durante un corto fin de semana. Me hubiera gustado reunirme con ella en Suiza, pero nunca me lo propuso y yo jamás se lo pedí. Mantuvimos una larga conversación por teléfono antes de mi partida, ella interpretó una gran escena dramática:

—Joy, ¿sabes?, me siento vieja, me da miedo no volver a verte. Ten cuidado con los negros, no tomes droga, guarda algo de dinero para el billete de vuelta. Dios mío, ¿por qué tienes que irte? Todo te funciona muy bien en París…

—Ya no es como antes, ahora estamos separadas y eres tú la que se ha ido, mamá, así que esté en París o en Nueva York da igual, ¿no?

—No pensarás que ya no te quiero, ¿verdad?

—No, no, no es eso, pero ya no vivimos como antes, ahora estoy sola.

Enroscaba el hilo del teléfono alrededor de mi dedo y no pude evitar hacerle la pregunta que me quemaba los labios desde hacía tantos años:

—¿Aún te acuerdas de papá?

Nunca hablábamos de él. Jamás me había atrevido a abordar este tema primordial. Largos segundos de silencio me dieron a entender que la había puesto en un aprieto.

—¿Tu padre? Claro que me acuerdo de él, era guapo, tú te pareces a él, ¿sabes? Desprendía fuerza, una se sentía segura con él, nunca he sentido eso con ningún otro…

Le pregunté tímida y suavemente, para no violentarla:

—¿Has conocido a muchos hombres?

Hizo como si riera.

—¡Oh, Joy…! ¿Sabes? Todos los hombres se parecen, todos dan más o menos lo mismo, todos quieren las mismas pruebas, los mismos sacrificios; lo que establece la diferencia entre ellos somos nosotras. El mismo hombre es diferente para cada mujer, pero todos los hombres se parecen para cada una. No los he contado, apenas los he mirado, excepto a tu padre, pero él era excepcional, único y breve. Ahora que soy vieja y pienso en el futuro, me he unido a Albert. Pero ¿por qué me hablas de tu padre?

—¿Le reconocerías si le vieras ahora?

—Claro, Joy, le reconocería.

—Y si lo volvieras a ver, ¿te irías con él?

—No, Joy, no volvería con él. Nunca hay que volver atrás. Y creo que aún le amaría demasiado. Es su gran temor, ser amados más de lo que ellos aman. El amor da miedo, Joy, tanto a los hombres como a las mujeres, cuando es demasiado evidente.

Cuando mamá colgó, ya me había entrado la morriña. Llené la maleta de cosas inútiles e incordiantes, doblé los vestidos del revés, una superstición idiota. Llamé a mis amigos, adiós, estaré fuera cien años, no me olvidéis, quizá vuelva algún día. Me acosté sin cenar, sola en la gran cama fría; antes de dormirme, tuve que llamar a Alain.

—Me voy. ¿Estás enfadado?

—Tenías que irte.

—Dime Alain, ¿por qué tengo siempre que destruir todas las cosas hermosas? ¿Crees que seré feliz algún día?

—Más adelante, cuando hayas entendido que es inútil luchar contra lo que está escrito.

—¿Qué es lo que está escrito?

—Te quiero, Joy, te quiero con todas mis fuerzas, de todas las maneras, estés aquí o no. Te quiero desde siempre.

—¿Es eso lo que está escrito?

—Te juro que un día tú también me querrás.

—Pero si ya te quiero, Alain, pero no con todas mis fuerzas, no de todas las maneras.

—Vienes a verme cuando no estás bien. Te vas cuando estás mejor. Un día, serás incurable y te quedarás, y yo te cuidaré hasta el final. El final es lo que cuenta.

Me dormí soñando con los grandes edificios puntiagudos de Nueva York que salen en las postales.

Cogimos el Concorde. Goraguine estaba sentado a mi derecha y me estrechaba convulsivamente la mano.

—Es un gran día, querida. Acabo de firmar el deal más maravilloso de mi carrera. Estamos salvados. Podré ocuparme de ti, ¿no es cierto, preciosa? Canapés de caviar, tostadas con foie-gras, copas de Dom Pérignon.

La azafata me lanzaba miradas de complicidad. Cuando se indinó para servirme, me rozó el cabello con la mejilla.

—Colecciono todas sus fotos. La encuentro tan guapa… ¿Se queda en Nueva York?

Turbada por su voz tierna y su belleza, sentía deseos de sonreírle, de hablarle. Le dije que sí con la cabeza.

—Aquí tiene mi dirección. Si algún día se aburre, podría venir a cenar a mi casa… ¿Le parece bien?

Volví a asentir con la cabeza y guardé la tarjeta en el bolso. Goraguine volvía del lavabo dando brincos como un niño.

—Un importante contrato, Joy, millones de dólares, me has dado buena suerte, querida.

Poco después, empezó a desmoronarse.

—¿Sabes? Creo que estoy enamorado de ti. No puedo dormir, pienso…

Me puse lentamente las gafas para constatar el alcance del deterioro. El pequeño cráneo calvo resplandecía de emoción. Los ojillos brillantes de deseo, la boca húmeda. Mi mirada grave y oscura debía de ser significativa ya que prosiguió con brusquedad:

—El físico y la edad no son un obstáculo, no, Joy, AL CONTRARIO, mira a Jackie Kennedy y Onassis…

—Él murió —respondí con un hilo de voz.

Como buen supersticioso, escupió discretamente y puso los cuernos con la mano derecha.

—Sophia Loren y Cario Ponti… Estoy dispuesto a todo, a todo, ¿me oyes?, para hacerte olvidar mi edad y mis… defectos.

Los argumentos contundentes continuaron:

—Todo lo que tengo lo he conseguido con mi trabajo, al principio no tenía nada, nadie me ha soportado nunca, era un pobre emigrado, he pasado hambre, esperaré el tiempo que sea necesario ¡pero serás mía, Joy!

Bostecé haciendo uauauaua.

—Me impresiona, Alexandre, ¡no me esperaba esto de usted!

Fingí dormir. Le espiaba con los ojos entornados, no me quitaba la vista de encima, estaba inquieto, adelantaba una mano pero no se decidía a ponerla sobre mi rodilla.

Afortunadamente, el vuelo es corto y aterrizamos en Kennedy antes de que le diera tiempo a violarme. Una interminable limusina negra nos esperaba a la salida: climatizada, bar con cubitos, televisor desajustado. El chófer, impecable con su librea gris, el rostro oculto tras las Ray-Ban, cerró las puertas.

Era la primera vez que pisaba el suelo de mi segunda patria. Pensé que quizá mi padre conducía uno de esos inmundos coches abollados que se arrastraban por la carretera.

Descubrí la mugre de Nueva York, las calles llenas de baches, los grandes taxis amarillos, los agujeros en medio de las avenidas por donde escapan chorros de vapor. Tenía los ojos como platos ante todas esas maravillas, la freeway gris de polvo que se internaba en la ciudad a través de un puente metálico, las calles desiertas y sucias de Brooklyn, el choque brutal con los edificios de Manhattan, la sensación exquisita de encontrar algo desconocido pero con lo que hemos soñado muchas veces. La Quinta Avenida, Broadway, Times Square, el Empire State Building, Central Park, el Waldorf Astoria. Estaba atenta a todo, me había conquistado y fascinado, conmocionado, fue un auténtico shock emocional. De repente, amaba a esa ciudad espantosa como se ama a una patria. Y, en el fondo de mi corazón, sabía que ese descubrimiento era un retorno.

La limusina nos condujo al Park Lane Hotel, bordeando el Central Park. Un botones disfrazado de cochero de diligencia se apresuró a abrimos las puertas. Tardé una hora en poder salir del enorme coche, me enredé en todos los sentidos, se me subió el vestido hasta los muslos y todo el mundo pudo constatar que no llevaba bragas. Me puse roja como un coche de bomberos y me deslicé detrás de Alexandre, que saludaba al viejo estilo a los empleados de uniforme. El ascensor-aspirador tardó un siglo en subimos hasta el trigésimo octavo piso, donde al primer vistazo pude comprobar que las dos habitaciones que nos habían reservado se co-mu-ni-ca-ban. Le dirigí una maliciosa sonrisa a Alexandre y entré muy digna en mis compartimentos.

Tenía un nudo en la garganta, las piernas me temblaban como un flan, estaba completamente desorientada, deseaba huir, en aquel momento hubiera querido estar en París-Roissy. Mi habitación era amplia, la cama grande como un avión, las ventanas llegaban al techo y, tras la puerta entreabierta, el desagradable cráneo de Alexandre brillaba amenazador. Sonreía embelesado:

—Joy, querida, ¿no necesitas nada? ¡Debes tener sed! ¿Quieres que te planchen la ropa? ¿Un poco de champán? ¿Pongo la televisión? ¿No falta nada en el cuarto de baño?

Me lancé hacia él, no pudo evitar extender el brazo para protegerse, pero yo me conformé con dar un violento portazo. Mi ventana daba a Central Park, veía parejas diminutas pasear lentamente por los senderos y casi oía sus palabras de amor. Mientras me desnudaba, me repetí dos veces «estoy en Nueva York, no es un sueño». Me eché en la cama con un ataque de melancolía. Estaba preparando mi primer baño neoyorquino cuando un camarero entró sin llamar. Dejó un ramo de flores en la mesa. Me quedé parada como una idiota, desnuda, bajo la mirada aduladora del camarero. Le hice un gesto que en todos los países del mundo significa puede retirarse, cogí la tarjeta y me la pegué a la nariz, porque no conseguía descifrar la apretada escritura sin las gafas. La tierra se tambaleó.

Pienso en ti. Marc.

Lancé un grito de alegría. Alexandre se precipitó a mi habitación gritando:

—¿Qué pasa?

Se quedó pálido cuando vio que estaba desnuda y, sin necesidad de que le explicara nada, volvió a su habitación al ver el ramo de flores. Me sumergí en la bañera con los ojos rebosantes de estrellas. La emoción me hacía perder la noción de las cosas, volvía a fantasear. Interpretaba este mensaje banal como una petición de matrimonio, echaba las campanas al vuelo, soñaba con ponerle celoso, le veía caer en mis trampas astutas, centuplicaba su pasión: impetuosa locura en una bañera neoyorquina. Acariciaba mis sensibles pechos que flotaban en la espuma mientras hacía la lista de la felicidad. Dos hijos, una casa en Normandía con viñedos, vacaciones en agosto en la Costa Azul, como los belgas. Solo deseaba una cosa: ser una chica normal, como las demás, bueno, no exactamente, sino como una se imagina a las demás cuando cree que son felices. Me dormí en la bañera y cuando salí, dos horas más tarde, helada y chorreando, había pillado un resfriado. Estornudé.

Cenamos en el Trader Vick’s, el restaurante polinesio del hotel Plazza. Goraguine me presentó a los americanos que había invitado como the new french sexy star. Y añadió, el presumido:

—Es mi último descubrimiento.

No estaba a gusto, la cena era siniestra y las conversaciones interminables, en un inglés mascullado e incomprensible; es increíble lo mal que hablan los americanos el inglés. De vez en cuando, uno de los comensales me miraba y dejaba escapar una risa ahogada; Goraguine reía a carcajadas guiñando el ojo. Explicó que yo era made fifty US-fifty France; los asistentes lanzaron un hurra atronador, y el obeso con el que Goraguine parecía más obsequioso encargó una botella de Dom Pérignon. Bebí para olvidar mis penas, pensaba en las flores que se marchitaban en la habitación del hotel, lejos de mí. Admiraba a Marc por haber averiguado mi dirección en Nueva York el mismo día de mi llegada. Distraída con mis sueños, volqué el bogavante a la termidor en la manga de Goraguine, quien me fulminó con la mirada. Puse una cara triste y afligida.

—Alexandre, no sea malo.

Se deshizo, me besó con furia la mano mascullando:

—¡Joy! ¡Ay, Joy!

Un siglo después, nos levantamos y Goraguine me empujó hacia el hombre importante murmurando:

—Joy, querida, sonríe, da las gracias. ¡Nos llevan al Club 54!

Sonreí y di las gracias y el hombre importante me susurró:

—Sheñoguita Joy, llámeme Frank.

Desde ese momento le llamo Frank y está encantado. Nos subimos a una limusina aún más profunda que la del aeropuerto, nos estrechamos unos contra otros, Goraguine se sentó en el trampolín que había enfrente de mí y se pasó todo el trayecto haciéndome repugnantes gestos con los labios que pretendían ser tiernos.

Una agitada aglomeración impedía la entrada al 54. El chófer tocó dos veces el claxon para que un gorila apartara a la multitud histérica que mendigaba el honor de entrar en el local más destacado de la vida nocturna neoyorquina. Entré en el 54 del brazo de Frank Lorrimer, al que todo el mundo en Nueva York llamaba familiarmente King, bajo las miradas de odio de las soberbias criaturas semidesnudas que esperaban desde hacía horas. La música y los olores característicos de los clubs, perfumes ácidos, humos exóticos, efluvios de sudor, me asaltaron y, por un instante, me emborracharon. Frank me pasó una especial bien fuerte que me bebí con voracidad, y todo empezó a marchar muy bien. Cráneos rasurados, cabellos rojos, un negro maquillado y vestido con lentejuelas verdes, un tipo alto y rubio con un paraguas-sombrero en la cabeza, mitad Carnaval de Río, mitad Corte de los Milagros, pechos aceitados, sexos ceñidos por los tejanos de látex, y por supuesto, la irreprimible angustia que provoca el exceso.

King Lorrimer me presentó a una star del disco, Gary, bello como un dios, camionero con la piel tan suave que provocaría la envidia de la mismísima Elisabeth Arden, zapatillas de deporte blancas y pantalones de cuero tan ceñidos que veía la marca de su sexo apretado contra el muslo. Se acercó a mí y me besó como si hubiéramos vivido juntos veinte años. Me empujó hacia la jauría gesticulante y empezó a bailar restregándose contra mí. No quería parar, pero yo no podía más, el champán, los destellos que me aceleraban el corazón, la música demencial, el desajuste horario y su tejano demasiado ceñido: creí que me iba a desmayar. Volvimos a la barra como pudimos. King Lorrimer me recompensó con un gesto pícaro y un «sheñoguita Joy» burlón, Goraguine estaba enfurruñado. Gary me arrastró, susurrando en mi cuello palabras que no entendía e interminables love. En la calle, las chicas se pusieron a gritar cuando lo vieron, yo estaba orgullosa e impresionada. Los flashes ametrallaron a la soberbia pareja que formábamos. Gary me preguntó en qué hotel me alojaba, luego le hizo un gesto a sus guardaespaldas, dos tipos fornidos bastante desaliñados, y subimos a un Rolls blanco que nos condujo sin rodear Park Lane.

Intenté bajar.

Good night, Gary…

Me miró con ironía. De acuerdo, me gustaba bastante, pero así y todo no iba a engañar a Marc la primera noche, con el primero que había aparecido, aunque fuera una star del disco, y además en mi habitación, ante las flores del hombre al que amaba. ¿Podía hacer una cosa así?

Pues bien, sí.

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