Joy

Joy


Capítulo 11

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Un día como los demás, encontré en mi buzón una postal en color «Recuerdo de París», un sobre rosa procedente de Lausana y un cheque de la General Artists. En la postal solo había dos palabras: «¿Cuándo?», seguido de un pequeño corazón torpemente dibujado y «Marc».

Mamá me había escrito tres largas páginas cubiertas con su bonita letra inclinada que en otros tiempos descifraba con angustia en el glacial internado. Me explicaba cosas de Lausana, de su vida lenta que olía a encausto y manzanilla, la felicidad vista desde Suiza; al contarme su retiro, yo no podía evitar evocar su cuerpo moreno y rollizo que había apasionado a tantos hombres exigentes y que ahora ofrecía a ese sucio pelirrojo. Acababa su carta con consejos conmovedores. Notaba que envejecía por la distancia que nos iba separando poco a poco, como cuando dos personas andan por la misma calle y una de ellas avanza más rápido que la otra, al final, la que va delante dobla una esquina y no se la vuelve a ver.

Por la tarde, me llamó Margopierre:

—Cu-cu, soy yo, en París hace sol y pensaba en ti. —Las palabras se arremolinaban entre preguntas y risas—, Joy, amor mío, he encontrado al hombre de mi vida: me lleva a las Bamas…

—¿A las Ba-ha-mas?

Me habló de la época en la que yo vivía en Meudon con mamá, en una vieja casa puntiaguda cubierta de hiedra. Las rosas del jardín, las meriendas en la terraza bajo el tibio sol, el mantel de cuadros y la confitura de frambuesas, eso hace daño cuando una está colgada en un decimonoveno piso de Manhattan. Aspiré dos veces y en su voz intuí la preocupación.

—¿Qué pasa, Joy? ¿Las cosas no funcionan?

Le contesté:

—Todo va bien, gracias. Goraguine se ha ido y yo me muero de soledad, no puedo más.

—Joy, conozco a un amigo maravilloso que te hará ver las cosas de otra manera. Voy a llamarle en seguida…

—¡Oh! Sí —le contesté suspirando.

Nos despedimos y le repetí dos veces:

—Cuento contigo, ¿eh, mi Pierre?

Correteé por mi apartamento buscando una ocupación, conté el dinero, veintinueve dólares, y el timbre americano del teléfono sonó de nuevo. Oí una voz que parecía venir del fondo de la tierra, suave y dura a la vez.

—Buenas noches, soy el amigo de Margopierre. ¿Está libre esta noche?

Sorprendida y pensativa le contesté que sí.

—A las ocho estaré en la puerta de su casa. Arréglese. Sea puntual.

Me quedé una hora preguntándome lo que tenía que hacer. Intenté hablar con Margopierre pero la muy caradura ya se había ido.

Me metí en la bañera y estuve una hora chapoteando e imaginando a quién podía pertenecer aquella voz enloquecedora. Me puse una túnica abierta y un pantalón negro de rompe y rasga: peor que si fuera desnuda. Me maquillé divinamente, al estilo Hollywood-años locos, y me senté. Esperé la hora fatal fumando con nerviosismo y bajé a las ocho en punto, en el momento en que un Rolls deslumbrante se paraba ante mi puerta. Permanecí en el alto de la escalera, un ligero viento solapado intentaba levantarme la túnica y yo manipulaba el bolso para intentar mantener la compostura; él, al volante del Rolls, no decía nada. Percibí una silueta sombría e inmóvil que creaba un ambiente de serie negra ex-ci-tan-te. Al cabo de un siglo de desafío estoico, mi halcón maltés abrió la puerta. Avancé hacia el Rolls, me incliné para verle y pensé que debía de tener el aspecto de una puta ligando con un cliente.

—Suba.

Estaba apoyado en el cristal con el descuido y la elegancia de los que no se sorprenden por nada. Subí al coche y me asaltó una sutil mezcla de olores extraños, la aspereza del ante, una nube de tabaco rubio y estelas diáfanas de esencia de sándalo. El perfil sombrío y todavía silencioso observaba con atención mi silueta, blancos y estilizados dedos acariciaban instintivamente el volante, el corazón me latía con fuerza. Me pareció que movía la cabeza, puso la primera y el Rolls se deslizó silenciosamente por la calzada como un buque en la noche. Sonrió, sus dientes brillaron en la oscuridad.

—La belleza es una promesa de felicidad.

Abrí los ojos con verdadero asombro, era la forma más inesperada de entrar en materia que había oído nunca.

—Shakespeare debía conocerla, Joy.

No supe qué responder y repitió lentamente, varias veces, con entonaciones diferentes:

—Joy… Joy… Joy…

Salió de la oscuridad al girar por la Quinta Avenida y por fin lo vi. Conducía con soltura, sin prestarme la más mínima atención. Yo le miraba con seriedad y al contemplarle experimentaba una especie de alivio. Esperaba que me preguntara algo sin atreverme a romper el silencio, pero él, totalmente absorto, seguía conduciendo el Rolls que atravesaba las calles repletas de baches. Apoyé la cabeza en el respaldo de cuero y me relajé, estiré las piernas sabiendo que se mantendría distante. Cerraba los ojos y deseaba que actuara como los demás, que me hablara, que me tocara, pero permanecía silencioso e indiferente. Cada minuto que pasaba hacía más penoso el silencio, y ese silencio me encadenaba a él. Se detuvo junto a una valla pintarrajeada de rojo y cerró el contacto. Volví la cabeza hacia él y por fin me miró. Sus ojos me atravesaron como rayos láser.

—Me llamo Bruce. Debe olvidar todo aquello que la atormenta. Lo sé todo. No me diga nada. Sígame y calle pase lo que pase. Debe obedecer, LO SABE PERFECTAMENTE…

Me condujo hasta la puerta de un edificio sombrío. Atravesamos un patio y después tocó el timbre de una puerta metálica. Yo iba detrás de él temblando, seguramente por el frío. Entramos en una especie de hangar iluminado con antorchas. A la trémula luz, flotaban cortinajes suspendidos de las vigas de hierro. Una moqueta escarlata cubría las baldosas de cemento. Había ramos de flores negras sobre mesas bajas lacadas colocadas simétricamente. Animales disecados se agazapaban en los rincones oscuros, una pantera con la pata levantada, una leona con la boca abierta y algunos más que no tuve tiempo de ver. Una angustia repentina me invadió; me tambaleaba sobre los altos tacones. Bruce se volvió y me miró con dureza, como si hubiera captado mis temores. Levantó una cortina y me empujó al interior de un salón coronado por una bóveda negra. Una veintena de personas hablaban en voz baja, los hombres vestidos de oscuro, las mujeres con vestidos largos: tintineos de vasos con licores espesos donde se fundían los cubitos, roces de sedas, suspiros ahogados. Bruce me tenía cogida con fuerza del brazo y me conducía hacia una gran criatura negra que frunció el entrecejo al verme. Mis labios comenzaron a temblar, tenía miedo, me volví pero Bruce había desaparecido. La Negra se apoderó de mi mano mientras me sonreía intentando tranquilizarme. La palma tibia de su mano estrechaba la mía y la expresión de sus labios se dulcificó.

—El salón negro y el salón rojo. —Dijo la Negra. Y añadió—: Bruce QUIERE que vea los dos. Empezará por el salón rojo.

Se acercó a una mesa y me ofreció una copa de champán.

—Beba.

Bebí el líquido helado intentando disimular el temblor de mis manos. Después, la anfitriona me hizo una señal y me dirigí hacia las catacumbas que conducían a un salón tapizado de terciopelo rojo. La luz difusa rebotaba en el brillo de los dorados y se reflejaba en los espejos. Había tres mujeres sentadas en sillones de color sangre. La primera que vi era una joven vietnamita con el pelo liso y brillante. Su piel ambarina tenía reflejos malva satinados de sudor. Tenía el cuerpo apoyado en el respaldo y su mirada triste volvía fascinante la sonrisa que dejaba al descubierto sus dientes blancos como perlas. Junto a ella, se encontraba una mujer corpulenta con el cabello rubio platino que caía en cascada sobre sus hombros cubiertos de pecas, y voluminosos pechos que temblaban bajo una camiseta ceñida hasta la transparencia. La parte inferior de su cuerpo estaba desnuda y mostraba una mata de pelo rojo y largo cuyos mechones se perdían entre los muslos. Un poco más lejos, una tercera mujer con el pelo castaño, la frente apoyada sobre una mano y los ojos ocultos tras unas grandes gafas, parecía esconderse.

Me detuve, indecisa, y busqué a la anfitriona. Me preguntaba por qué había desaparecido Bruce al tiempo que intentaba averiguar en qué consistía la prueba. Las luces descendieron lentamente, descubriendo en la pared tres hornacinas enmarcadas de oro con cegadores y azulados resplandores en su interior.

Las tres hornacinas tenían las mismas proporciones, la dimensión aproximada de un gran libro abierto. De pronto, empezó a llover y me estremecí instintivamente. Me di cuenta de que oía la lluvia sin que cayera ni una gota sobre mí; el repiqueteo era ensordecedor, luego se calmó y se hizo más agudo y más lejano a la vez. Esos sonidos estridentes me hacían sentir incómoda y noté que mi vello se erizaba como si me hubiera caído encima un chaparrón helado. En ese momento, unas sombras se agitaron al fondo de las hornacinas y aparecieron tres objetos que no identifiqué inmediatamente. Como un pobre topo, me acerqué y descubrí en cada hornacina un sexo de hombre que se moría suavemente bajo mis ojos. La ondulación de los sexos hacía brillar el vello lustroso por la luz persistente de los focos. Me imaginaba a los tres hombres escondidos detrás de las hornacinas, a la espera de lo que sucedería a continuación, y un escalofrío me recorrió el cuerpo. Estaba fascinada por esos miembros expectantes. La vietnamita se levantó la primera y se acercó a la hornacina central. Se arrodilló y entonces me di cuenta de que delante de cada hornacina había un grueso cojín. Con precaución, adelantó la mano y empuñó el largo sexo moreno que pendía ante ella. El ruido de la lluvia se hizo ensordecedor. La joven asiática apretaba el miembro con la mano y lo retorcía con pasión apartando la piel brillante hasta desnudar por completo la considerable extremidad que se colmaba de sangre. En unos segundos, la verga así comprimida alcanzó un volumen impresionante, las venas nudosas se hincharon en la piel tensa y el sexo blandido adquirió un aspecto de serpiente dispuesta para morder. Era presa de una agitación extraordinaria. Un sudor helado me mojaba las sienes y una oleada ardiente manaba de mi sexo. La joven vietnamita de mirada afligida enderezó la larga y tensa verga y sacó una lengua puntiaguda con la que empezó a acariciar la considerable base. Me quedé impresionada por el gemido que no pudo contener la mujer rubia que estaba detrás de mí. Se levantó y se dirigió hacia la primera hornacina donde asomaba otra verga; se tiró al suelo y engulló el sexo gruñendo. Lo devoraba como una hambrienta y agitaba la cabeza con ardor. El sexo del hombre escondido se estiraba hacia adelante para llegar hasta el fondo de la garganta demente.

La tercera hornacina estaba ocupada por un sexo tan rojo como el terciopelo de las paredes y totalmente erguido a causa de las lentas impulsiones. Me acerqué. Tenía que tocarlo, darle vida con mis manos, absorberlo con mi boca reseca; no podía resistirme a esta llamada, ya no existían más que esos troncos de fuego que había que aplacar, porque la música de la lluvia se tornaba hechicera, porque la noche nos envolvía y nos apartaba del resto del mundo, porque deseaba esa verga anónima, mi boca se abría sobre la masa dura esperando la descarga violenta que sería bebida gota a gota. Me arrodillé, cogí el sexo que olía a almizcle y a incienso y me agarré a él; temblaba, se deslizaba entre mis manos con una enloquecedora suavidad. Cerraba los ojos para asirlo, poseída por el deseo frenético de hacer que gozara antes que los otros, quería que fuera el primero en morir bajo mi lengua. Aspiré con todas mis fuerzas y descubrí que disponía de fuerzas hasta entonces insospechadas. La vietnamita sacudía la cabeza, sus cabellos estaban revueltos, las lágrimas perlaban sus párpados; de repente, se retiró para que el sexo, que había adquirido proporciones monstruosas, brotara bajo la luz azulada, su lengua se afiló como una aguja bajo la lanza agitada por los sobresaltos que derramaba perlas claras sobre sus cabellos, salpicaba de marfil fundido su nariz tapada, sus largas pestañas bajadas con recogimiento, y cubría de grandes manchas sus pechos de azafrán. Aplacaba su sed y, con los labios redondeados, ingería lentamente el chorro que surgía. Aceleré mis caricias y arañé con todas las uñas la masa hinchada que vibraba. Una potente oleada regó mi boca y fluyó por mis labios como una fuente inagotable que goteaba sobre mi barbilla y caía sobre mi corazón como un ácido; mi garganta aceptaba este diluvio y dejaba que se deslizara hasta el fondo mismo de mi cuerpo. Alcanzaba el fondo del abismo apurando hasta la última gota de este semen espeso, y de pronto, la lluvia cesó.

Unas manos me cogieron con suavidad y me llevaron a través de las sombras y las luces, humillada por haber sucumbido al deseo más que al rito. La Negra enigmática me tendió un vaso helado y me dirigió una sonrisa en la que me pareció leer una sorpresa divertida. Me desnudó con cuidado y dejó mi túnica sobre un sillón; noté un pinchazo en los pechos provocado por la corriente de aire e, instintivamente, apreté los muslos sobre mi sexo mojado.

—Ahora, venga al salón negro.

Movió la cabeza como si quisiera decirme: Es preciso, Bruce lo ha decidido.

Me cubrió con un velo de seda negro bordado en plata y me condujo a una larga sala iluminada por un venenoso resplandor malva. El salón lo ocupaban tres divanes de cuero negro claveteado cuyo extremo se perdía al fondo de una hornacina sombría, de tal forma que la que se echaba sobre ellos tenía la parte superior del cuerpo dentro de esta pieza negra, y tanto la cintura como las piernas se sumían en la oscuridad desconocida. Me percaté de la magia del rito que se iba a celebrar y cuyo resultado sería la curación brutal de las punzadas caprichosas que agitaban mi sexo. Iba a ofrecer mi sexo a una boca desconocida, camuflada en la oscuridad. La ejecutora se convertía en víctima, el verdugo iba a sufrir su martirio, la justicia triunfaba. Me tendí en el diván del suplicio hundiendo mi sexo en la oscuridad fosforescente. Eché la cabeza hacia atrás, presa de una violenta agitación provocada por el inevitable enfrentamiento con los fantasmas que me atormentaban desde la adolescencia, cuando imaginaba este momento en la madrugada de las noches febriles: una boca bajo la falda levantada explorando la herida que chorrea, lengua de cristal sobre botón de sangre, víbora lasciva mordisqueando la pulpa jugosa, resquebrajada y reventada de placer.

La pequeña vietnamita se deslizó detrás de mí. Puso su rostro sobre el mío, al revés, como una alquimia geométrica, su espesa lengua lamía mis labios y los orificios de mi nariz y en su saliva notaba el resabio almizclado del placer que acababa de ingerir. Paseé mis manos por un pecho prieto y alargado, acaricié sus costillas salidas de animalillo hambriento, rocé una mullida cadera y llegué hasta el encaje áspero que remataba los labios del sexo picante, amargo y aceitoso como una flor carnívora que se descompuso ante mi caricia. Sumergí mis dedos en la lluvia de mucosas y arañé el interior sedoso como con un ganchillo. Ella, la pequeña vietnamita, empujaba mi mano. Bella a rabiar, la boca abierta en un grito silencioso, los ojos cerrados, partidos en dos, el sexo palpitante como un corazón.

De pronto, una descarga eléctrica me atravesó, frustrando la tierna caricia de la asiática que lamía mis mejillas. Mi sexo era agredido por un órgano flexible y violento que me aplastaba el clítoris y me entreabría con rudeza. Como una mariposa enloquecida, la lengua seguía avanzando; parecía una serpiente que vibraba y se retorcía. Me estremecí como si me hubieran dado un latigazo, me mordí los nudillos para respetar el silencio sobrenatural; observaba fijamente las perlas negras que brillaban sobre el terciopelo y me parecía reconocer las lágrimas de mi propio placer. El placer se arremolina alrededor de la cresta incendiada y mi sexo estalla, exploto en la boca que me bebe con avidez.

Lloraba en la penumbra eléctrica del salón negro, la cabeza de la joven vietnamita descansaba sobre mi sexo, sus ojos brillaban como estrellas y yo recordaba su grito silencioso, esa boca abierta por el placer que nunca olvidaré. Lloraba por haber sobrepasado el límite de mis deseos. ¿Qué me quedaba ahora que había llegado hasta el final, e incluso mucho más lejos?

Ni el amor, ni la ternura, ni la pasión, ni siquiera el deseo, podían justificar mi goce. Habían manipulado mi interior, habían sensibilizado mis fibras nerviosas y el espasmo vertiginoso que me había abatido me mostraba a la vez horizontes insospechados y la dificultad que, en lo sucesivo, experimentaría en alcanzarlos.

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