Joy

Joy


Capítulo 12

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¿A quién le podrán interesar los desengaños de una pobre chica sola en una ciudad hostil y complicada? ¿Quién podrá, al menos, sentir deseos de llegar hasta el final de esta confesión que me cuesta escribir, tan grande es mi angustia hoy, cuando todo esto queda lejos? Ya imagino las sentencias inapelables, las críticas sin indulgencia. Esta vez me muestro desnuda por completo, me exhibo con palabras de un modo más impúdico que con mi cuerpo. Acepto por adelantado la indiferencia y la falta de interés, pero sé que algunas de las que lean este libro se reconocerán en él, porque mi historia, con todas sus banalidades y torpezas, ingenua y primaria pero sublime, es la historia de amor que muchas han vivido, de esos amores fraudulentos que no se confían a nadie y que se guardan en el fondo de uno mismo con la amargura del fracaso. Paso de las burguesas que me acusarán de burguesa, de las puercas que me juzgarán mal, las otras son las que me interesan, las que tienen el corazón oprimido como yo, las pobres, y no pueden hablar con nadie porque nadie las escucha, nadie pierde el tiempo, a nadie le interesa ya nada. Amén.

Mi contrato con la General Artists llegó a su fin. King me prometió ayudarme si necesitaba alguna cosa, pero no me ofreció otro contrato. Me sonrió paternalmente:

—Joy, segá mejog que vuelvas a Fransia.

Asentí con la cabeza. Me fui dando un largo paseo por Park Avenue hasta el apartamento y allí me encerré. Controlaba mis gastos y, cuando no encontraba a nadie que me invitara a cenar, me compraba una hamburguesa y me quedaba delante de la televisión hasta que me dormía, chupándome el dedo y frotando la nariz contra una manta de Angora que tenía la suavidad de los jerséis de mamá y un olor parecido.

Volví a ver a Bruce unos días después de nuestro encuentro. Me invitó a cenar a Palm’s, en la Segunda Avenida. Devoré un bogavante monstruoso y me emborraché con champán de California; estaba contenta y relajada, alguien se ocupaba de mí y se mostraba atento, galante, cortés. Después, me cogió de la mano y me abrió la puerta del Rolls; le vi dar la vuelta al coche, con su pelo ondulado despeinado por el viento y una arruga de preocupación en la frente. Le deseé, tal como estaba, de pie en la noche sórdida de Nueva York, y cuando se sentó junto a mí, apoyé la cabeza en su hombro y murmuré su nombre. El Rolls se balanceó sobre los baches del pavimento, entre los chorros de vapor que salían de la calzada brillante. Bruce me miró y dijo:

—Lo entiendo, Joy, YO TAMBIÉN.

Fuimos a Regine: Dom Pérignon y mesa reservada, connivencia del maître, ambiente cargado acentuado por el espectáculo de chicas demasiado jóvenes en brazos de señores demasiado mayores que venían a entretenerse evitando divertirse.

—Bruce, vámonos, estoy triste.

Me miró con gravedad y dijo:

—Voy a pedirle un taxi.

Me sentí humillada en lo más profundo de mi alma y me levanté en el momento en que una pareja pasaba bajo un rayo de luz macilenta. Una chica preciosa con una túnica color burdeos, el cabello ondulado hasta los hombros y una encantadora sonrisa de animalillo: era Joëlle.

Pensé que me iba a dar un infarto; temía encontrarme a Marc, pero el hombre que acompañaba a Joëlle era rubio y llevaba gafas bifocales. Bruce interceptó mi mirada enloquecida y se acercó a mí:

—¿Qué pasa? —preguntó con voz inquieta.

—Nada. Nada, Bruce, recuerdos.

Miró a Joëlle y llenó una copa de champán. Ella avanzaba lentamente en busca de una mesa libre y me vio. Sonrisa deslumbrante.

—¡Es estupendo! Joy, ¡qué alegría…!

Me gusta su sonrisa, no conseguiré nunca imitarla por mucho que practique, me gustan sus ojos, me gusta esa chica que ha sido la causa de mi desgracia.

Estuvimos hablando un siglo, de pie, zarandeadas por señores fastidiosos, ávidas de palabras. Quise presentarle a Bruce, pero se había ido. Fuimos a sentarnos a la mesa, que se había quedado libre. Me contó que había venido a Nueva York por cuestiones de trabajo y que estaría quince días. Señaló al gentleman altivo que la acompañaba con un gesto expresivo, ¡vaya lata! Se sentó a nuestra mesa y me saludó con un brusco movimiento de cabeza. Charlamos un buen rato sin conseguir que sonriera. El espantoso personaje parecía aburrirse mortalmente.

—Es el jefe de mi periódico en Estados Unidos —me confió lanzándome una mirada de terror—, no sé cómo librarme de él.

Nuestro parloteo se prolongó durante horas, hasta que el individuo no pudo contener un bostezo. Joëlle le golpeó las manos: es su lado pied noir, que la traiciona de vez en cuando.

—Lo siento, hablamos de cosas sin interés… ¿Está cansado? ¿Nos veremos mañana?

El personaje se levantó, muy digno, nos besó la mano, dio las buenas noches, cita a mediodía en la oficina, y se sumergió en las tinieblas escoltado por dos camareros serviles. Risas locas de las chicas. Vaciamos la botella de champán para celebrar nuestra liberación. Miraba cómo se reía y se divertía, con el corazón dividido entre el odio y la ternura. Ya lo sabía todo sobre ella, le gustaba viajar y quería a su hermana gemela, a la que no veía nunca y que iba a casarse con un buen partido. ¡La pobre!, lo necesita. Adoraba el campo, aunque no iba muy a menudo, y los hombres en general con tal de que le causasen buena impresión. No pude contenerme por más tiempo.

—¿Y Marc?

Su alegría desapareció. Bajó la cabeza y hundió la mirada en el fondo del vaso.

—No me hables de él. Me telefonea tres veces al día, es horrible sentirse demasiado amada…

No se daba cuenta de que me hacía daño y de que hacía esfuerzos heroicos para contener las amargas y abundantes lágrimas.

—Es maravilloso, pero yo no tengo la misma idea del amor que tiene él, le deseo de vez en cuando, pero cuando lo veo demasiado no lo soporto, es demasiado amable; hace todo lo imaginable para complacerme, pero no lo soporto. Si me alejo de él unos días, se organiza un drama, es celoso, exagerado. ¿Sabes, Joy? He conocido a otro hombre, me atrae, no sé exactamente por qué, seguramente me casaré con él, el matrimonio es un fin, no me gustan las pasiones y con él no arriesgo nada…

—¿Y no volverás a ver a Marc? —le pregunté.

—De vez en cuando… No soy fiel. Cuando tenía dieciocho años, viví un gran amor. Él se llamaba Didier. Me da vergüenza recordarlo, pero por la mañana, cuando se iba a trabajar, llamaba a otro hombre para que viniera a hacerme el amor en la cama aún tibia, y sin embargo, le amaba con locura…

—A pesar de todo, en ese aspecto, Marc y tú funcionáis bastante bien, ¿no? —pregunté como una hipócrita.

—Sí, muy bien, pero me quiere demasiado, ¿me entiendes? Lo hace demasiado bien, demasiado LIMPIAMENTE. Con el otro es diferente, no me tiene sobre un pedestal, soy una chica como las demás, no vela por mí. Me maltrata, no me quiere de verdad, es idiota, lo sé, pero lo que me excita es eso…

Frase sin final que se despereza en la noche. No entiendo nada, todo se mezcla en mi cabeza, esa chica a la que Marc quiere, al que ella no quiere, y a la vez que yo quiero, ¿por qué no?, como Marc. La contemplo mientras habla de su juventud, de Argelia, de las bombas, del internado en Saboya, de su familia a la que no ha llegado nunca a conocer de verdad, de todos esos clichés, de todas esas postales. Miro sus labios trémulos, sus dedos que también tiemblan al encender un cigarrillo, instantáneas sobre un fondo sepia. Me mira Sus ojos, que brillan en la noche, siempre me han atormentado.

—Joy, no me dejes sola esta noche. ¿Puedo ir a dormir a tu casa?

—Sí, claro, vámonos.

La cogí de la mano y salimos a Park Avenue. El viento era muy fuerte y nos estrechamos la una contra la otra. Caminamos por la calle Cincuenta y Nueve y después por la Quinta Avenida, que bordea Central Park. Deslicé mi brazo bajo el suyo, ella me hablaba de su madre, a la que no veía nunca, con unas palabras tan graves, tan tiernas, que me tuve que contener para no besarla, así, en ese momento, delante del General Motors Building, delante de las putas que ligaban con turistas. Yo soy así, cuando quiero a alguien tengo que decírselo, y a la mierda Marc, ella existe, ella, y está a mi lado.

Cuando vio mi apartamento, empezó a exclamar entusiasmada:

—¡Qué maravilla! Me encanta la moqueta, y eso, ¿lo has hecho tú?

Impregnaba las cosas y las personas. Cuando entraba en algún sitio o en alguien, ya no volvía a salir. Me preguntó dónde estaba su habitación y me eché a reír.

—¡Pero si solo hay una habitación, y una cama!

Me miró con una expresión extraña y me dirigió su terrible sonrisa.

—¡Ah!

Entró en el cuarto de baño. Me dejé caer en el sillón, con el corazón hecho polvo y triste como el día en que mamá me envió de colonias. La puerta del cuarto de baño se abrió y apareció, crispada y desnuda. La encontré hermosa, con la piel tersa y salpicada de lunares. Me preguntó en voz baja si podía acostarse. Sin contestar, me quedé mirando sus largas piernas blancas, el oscuro vello de su pubis, sus pechos como manzanas con los pezones hinchados, y asentí con la cabeza.

—Sí, sí. Claro.

Me encerré en el cuarto de baño y me preparé como si fuera a reunirme con un hombre. Me miré en el espejo y me pregunté si me había vuelto loca. No había hecho nunca el amor con una mujer, no porque me desagradara, sino porque no había sentido nunca la necesidad. Y además, tampoco se había presentado la ocasión. Intuía que iba a producirse algo importante entre nosotras, tenía miedo de que me rechazara. Estaba violenta. Por primera vez interpretaba el papel del adversario, el del hombre, y por fin entendía lo que sentían la primera noche, cuando una chica nueva se acostaba junto a ellos. Me perfumé con Jungle Gardenia y salí con decisión, el pecho erguido y, en los labios, la mejor de mis sonrisas. Había apagado todas las luces y me acerqué a la cama sombría con la sensación extraordinaria de que me había transformado en Marc, sí, eso es, iba a amarla como él. Se acurrucó en una esquina de la cama —la mía, donde lloro y me acaricio hasta lo más profundo— lo más lejos posible de mí.

Al cabo de un momento volvió la cabeza y miró mi cuerpo, que parecía una mancha pálida sobre las sábanas oscuras.

—Eres guapa, ¿sabes?

Me di la vuelta entre las sábanas frías y me estiré lentamente para no asustarla. Estuve mil años sin atreverme a moverme o a respirar, mi vida estaba pendiente del movimiento que esperaba. Siguió mirándome, levantó un poco la cabeza, su sonrisa era más grave. Oía los latidos de su corazón al otro lado de la cama. Un resplandor azulado flotaba en la habitación, su cuerpo se fundía en la noche, pero haciendo un gran esfuerzo percibí sus ojos clavados en los míos. Sus ojos como estrellas, no pude saber si eran lágrimas lo que los hacía brillar; necesitaba tanto que llorara conmigo, las dos juntas. Extendí el brazo y puse una mano sobre su cadera. Se estremeció pero se quedó inmóvil. Me mordí los labios. Su piel era suave, estaba muy caliente y un poco húmeda. Desdoblé lentamente los dedos y rocé con las uñas el vientre, que se contrajo. Mi mano descendió, siguió la curva de su cadera, llegó hasta los muslos y encontró un refugio en el pliegue de su rodilla. Remonté con suavidad su cuerpo tenso; cuanto más subía, más caliente estaba su piel; de repente, me detuve al borde de los labios ardientes. Su cuerpo estaba en tensión. Evitaba tocar su sexo y mi mano se deslizaba por el vientre musculoso de deportista. Escalé sus senos. Susurró: «Joy», pero yo no respondí, me incorporé y la besé. Mi lengua forzó sus labios apretados, la besé como nunca he besado a un hombre en mi vida. Por primera vez el beso tenía un sentido para mí, no era un hábito. Su boca olía a anís como un prado al sol, caliente y fresco al mismo tiempo. La poseía como un hombre, era un hombre, le estrechaba los hombros, mi boca acariciaba sus mejillas, sus orejas, besaba sus párpados con suavidad, su nariz con ternura. Así que así era el amor visto desde el otro lado de la infranqueable barrera. Gimió al sentir mi boca en sus pechos puntiagudos, los atormentaba como a mí me gusta que me hagan; acariciaba sus muslos y ella lanzaba unos gritos que me conmovían. Puse los labios sobre su sexo, que encerraba especias y perfumes dulzones; ella ahogaba los gemidos con sus puños cerrados, yo frotaba mis labios cerrados sobre sus labios entreabiertos. Recogí con mi lengua una perla que se endurecía, la paladeé hasta que empujó mi cabeza con sus manos; introduje mi boca tan lejos como pude en la vaina movediza y, con los labios mojados, levanté la cabeza para decirle:

—Es la primera vez, ¿sabes?

Ella me contestó:

—Para mí también es la primera vez.

La lamí como un perrito, con obstinación; sus uñas se clavaron en mi cuello, estaba temblando. Con la respiración entrecortada, recibí su placer como un latigazo: tenía los ojos anegados por una generosa lluvia, el jugo tórrido de un delicioso fruto exótico. Caí hacia atrás, abierta hasta el dolor; no deseaba que me tocara, necesitaba poseerla, estar dentro de ella, guiar su placer con los movimientos de mi sexo. Sentí que su mano reptaba por mi cuerpo, separé más las piernas. Abrió mi sexo y se hundió en él, arañándome lenta y cruelmente; grité de placer y dolor, con los brazos en cruz, sorprendida por ese minuto intenso. Imaginaba nuestros cuerpos bañados por un aceite embriagador, nuestras piernas entrecruzadas, nuestros pechos aplastados, los cabellos mojados que restallaban como las tiras de un látigo. Mi sexo se contrajo alrededor de su mano, recaí a un ritmo vertiginoso. Recobramos la calma: silencio pesado, respiración lánguida, destellos fosforescentes en la noche azulada. El alma que se va.

Al cabo de mil años, me levanté para aplacar mi sed. Ella no se movía. Le di de beber levantando su cabeza como si estuviera herida, con mucho cuidado, para que sus labios hinchados y secos no desperdiciaran ni una gota de ese líquido precioso. Me eché junto a ella y apoyó su cabeza en mis muslos, le habló a mi sexo con una voz tan baja que no entendía las palabras apenas murmuradas. Me besaba lentamente, depositaba besos de ternura en mi sexo magullado. Me apreté contra ella.

—Ahora no vamos a empezar a decir tonterías, ¿eh? Tenemos que aceptar lo que acabamos de hacer.

Me puso un dedo en la boca para interrumpirme.

—Quiero seguir, Joy.

Invadí su cuerpo, primero con suavidad, luego con violencia. Su boca me amó hasta el infinito; bajo esa boca interminable me derretía como una niña, olvidaba mis temores. Ella era Marc, puesto que me amaba.

No sé cuánto tiempo duró aquello, pero el día disipó las sombras que poblaban la habitación y la descubrí oferente y tranquila.

Un coche de policía pasó bajo las ventanas haciendo sonar la sirena. La muerte madruga en Nueva York. El sol acarició sus cabellos; dormía sobre mi pecho, con la boca entreabierta y una gota de rocío escapaba de su sexo. Un escalofrío recorrió su cuerpo, tenía frío.

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