Joy

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1974 » Capítulo 01. Enero

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01

Enero

Para Felipe Carmona la calle era como una hembra. A unos no les daba nada y a otros se los daba todo. Él, Felipe Carmona, era uno de sus mimados. Le conocía todos los secretos y de ella vivía a todo tren.

Desde niño se había ganado la vida en La Habana caliente. A los dieciséis años había comenzado a vender chucherías. Le había ido bien. A los dieciocho consiguió una plaza como promotor (ese era el término) de artefactos electrodomésticos, puerta por puerta. También le fue bien. Tenía la agresividad de los ungidos para el milagro de las ventas; y adquirió tal confianza en sí mismo, que ya al final, cargaba un camión con diez o doce máquinas de coser y salía a trabajar «en frío». Era raro el día en que no realizaba tres o cuatro ventas. Más de una vez había regresado con el camión vacío.

Aquello de salir por la mañana a tocar timbres, meterse en las casas, hablar con desconocidos, buscarse la vida con energía e ingenio, le parecía la más viril de las profesiones. Por eso la calle se le antojaba una hembra. Y a él se lo daba todo. En sus peores jornadas le arrancaba cien pesos en comisiones, que la inmensa mayoría de los pobres diablos no se ganaban en un mes.

Sin duda, Felipe Carmona tenía dotes persuasivas que embelesaban a sus potenciales compradores. En sus días de mayor inspiración su palabra promocional caía sobre la clientela como mazazos irrebatibles; y la gente, con la mirada perdida, asentía, sonreía y se metía la mano en los bolsillos para comprar lo que no necesitaba. Otras veces salía por la mañana, llegaba a la esquina de su casa, comprendía de pronto que aquel no sería su día, y sin vacilación, regresaba y se echaba a dormir. Y la prueba de que lo movían fuerzas cuyo origen desconocía, lo demostraba sobre todo en los mediodías del verano impío, cuando los buscavidas de las calles se refugian en la sombra de los bares, cuando el sol de Cuba los obliga a meditar muy bien antes de decidirse a cruzar una calle. En esos momentos, muchas veces Felipe Carmona se levantaba de la mesa del bar y proclamaba, lleno de decisión: «¡Esta es la hora de la pega!». Con esa repentina inspiración, había establecido sus mejores récords.

Sí, en la calle la plata estaba botada, regalada. ¿Cómo era que la gente no la veía? Bueno, todos los hombres no eran iguales. Ahí estaba la cosa, bobo.

En 1957 Felipe comenzó a trabajar para el Trust Insurance. En los seguros también hizo gala de sus artes carismáticas. Tenía un cierre de ventas tan abrumador que le valió el mote de la Aplanadora. Sus jefes lo ponían como ejemplo a los compañeros; lo consideraban un creador de riqueza, un impulsor del progreso, un representante de las fuerzas vivas de la nación, según rezaba en los diplomas que se ganaba cada tanto.

En enero de 1959 Felipe Carmona tenía veinticinco años. Era socio del Vedado Tennis y del Miramar Yacht Club. Siempre había buscado relacionarse con la crema, con la high. Cuando estaba gestionando el ingreso al Yacht Club, alguien le aconsejó no meterse en camisa de once varas. No iba a poder sostener el tren de gastos que exigía el trato con aquella gente; pero mientras Felipe Carmona vivió en Cuba, jamás le tuvo miedo a los gastos. Más ganaba y más gastaba. Desoyó aquellos consejos, se metió al Yacht Club, hizo amigos y vio crecer sus negocios y sus ingresos.

En el 59, cuando aquella gente comenzó a marcharse, a Felipe no le faltaron ofertas para trabajar en el Norte; pero en aquel momento no aceptó, ni tampoco después, cuando quisieron llevárselo los directores del Trust Insurance. A su madre le habían detectado un cáncer en los ganglios y en cualquier momento se moría. Él debía estar a su lado. Era lo menos que podía hacer.

Además, estaba seguro de que no necesitaba ir a ningún lugar, ni abandonar su apartamentico del Vedado, ni hacer ningún sacrificio fuera de Cuba. Los gringos no podían permitir por mucho tiempo lo que estaba ocurriendo en su país. Sencillamente: ¡no lo permitirían! ¿En qué cabeza cabía, chico, que cualquier pelagatos pretendiera vivir como él, que era una máquina de hacer billetes, un impulsor del progreso? Él sacaba los billetes de abajo de las piedras. Los sacaba por tubería, vaya. Y entonces, ¿iban a venir ahora los muertos de hambre, incapaces de ganarse un peso, a que Agustín Batista, los Falla, los Gómez Mena, repartieran con ellos? ¡No, hombre, no! Ahí estaban las fuerzas creadoras de empleos, bienestar y riqueza. Claro, esa gente robaba lo suyo; y él también; y todo el mundo robaba lo que podía, porque así era la vida, chico. ¿Y acaso los comunistas no eran los peores ladrones, que le quitaban a la gente hasta la herencia de sus padres, sus abuelos? ¡Qué va! Aquello no podía durar. Los americanos no lo permitirían: estaba seguro.

Después de Girón, su seguridad comenzó a flaquear. Su compañía ya se había retirado del país y su madre no acababa de morirse. Se vinculó con elementos contrarrevolucionarios y colaboró en algunos sabotajes menores.

Se sentía asfixiado. Cuba cambiaba de día en día. Las calles de La Habana ya no se dejaban seducir; ya no soltaban los billetes como antes. Sus extraordinarias capacidades de vendedor comenzaban a ser obsoletas en aquel mundo trastocado. Y luego, cuando recrudeció la chiveta aquella de los CDR, ya no pudo más. Que la vieja lo perdonara, pero Felipe ya no resistía aquello. Estaba decidido a irse, como fuera. Anunció a su madre que había presentado sus papeles porque sabía que si no se marchaba iba a cometer alguna barbaridad; y si ella prefería irse con él…

La vieja prefirió morirse del disgusto a finales del 62, y en febrero del 63 Felipe Carmona salía de Cuba por Camarioca, impaciente por volver a estar otra vez entre la gente del Yacht Club, y sobre todo, por juntarse de nuevo con los mazos de billetes, con los verdes benditos, como en sus buenos tiempos. ¡Cosa más rica! Cuando ya el barco cogió distancia, sintió que nacía de nuevo.

Se llevó un gran chasco. Mejor dicho: dos chascos. De entrada, todos los pejes gordos del Yacht Club le tiraron la puerta en las narices, y los verdes no estaban tan botados, como él había creído.

Mientras se ambientaba, y hasta tanto se le ofreciera algún renglón de ventas que le gustase, se puso a vender lo primero que encontró, por un anuncio del Miami Herald: papel higiénico Waldorf, suave como plumón de ánade. ¡Compre caricias Waldorf y ríase de la vida!

Aunque andaba entre cubanos, y entre latinos en general, algo había en aquella ciudad, quizá en aquel país, que no dejaba que le bajara la musa de la venta. Pensó que sus malos resultados se debían quizá a la poca nobleza del producto, aunque él siempre había dicho que un gran vendedor, vende lo que le pongan por delante, desde mierda en polvo hasta un submarino.

Soltó el papel higiénico y se puso a vender juguetes. ¡Qué va! Tampoco marchó aquello.

Supuso que no saber inglés representaba un freno y una gran desventaja. Si quería vivir de la venta y la muela, tenía que ser en español. Pero en los barrios más cubanos de Miami, en calles donde la gente gesticulaba, hablaba, discutía o bromeaba como en los dorados años de Batista, faltaba no obstante algo. Sí, qué maldición; faltaba algo que él no podía definir, pero que lo privaba de su carisma, de su convicción, y lo que lograba vender era una miseria que apenas le daba para subsistir.

Así se le pasó el año 63. Ganaba comisiones misérrimas, que apenas le alcanzaban para vivir en un hotelucho atestado de maleantes y marihuaneros. ¡Y que eso le ocurriera a él, que en Cuba no bajaba de treinta mil billetes por año! Cómo lamentaba no haber sabido ahorrar. ¿Por qué no habría aprendido inglés?

Decidió probar suerte en Nueva York, lejos de la atmósfera cubana de la Florida. Quizá al verse obligado a aprender inglés, todo su problema se resolviera. Y allí descubrió que el dominio de aquel idioma, para poder vender con la misma labia que él se gastaba en Cuba, le tomaría muchos meses, quizá años; y descubrió también que en la misma medida en que le sobraba talento para vender, era duro de oído, incapaz de lograr ciertos sonidos, y a los dos meses desistió de aprender inglés, y tuvo que ir a morir al Barrio, porque en inglés nunca podría ganarse la vida.

Además, el frío de Nueva York lo acobardaba; y el ex champion salesman del Trust Insurance, se encerraba ahora a llorar en su furnished-room sin calefacción, de la calle 111 y Lexington Avenue.

Un socio que se consiguió en el edificio, y que trabajaba como camarero en una cafetería de Columbus Circle, le consiguió un puesto para ganar cuarenta dólares a la semana como lavaplatos. Felipe tuvo que aceptar. A los pocos días lo pasaron al salón a atender público y a ganar veinticinco dólares a la semana, pero con las propinas pasaba de cincuenta. Estimó que lo mejor era quedarse allí y hacer un segundo intento por aprender el cabrón idioma aquel, que se le hacía tan difícil. Mientras tanto se atiborraba de películas de Rock Hudson y Robert Mitchum. Por momentos llegaba a recobrar un poco de su antigua confianza, y a sentir fugazmente que allí también los dólares, los benditos dólares, los verdes amados, estaban botados en la calle; y que la calle seguía siendo una hembra, y que el macho era él, Felipe; pero cuando se encendían otra vez las luces, y salía a enfrentar el frío cortante del invierno neoyorquino, se le encogía el espíritu, se sentía solo, y hasta pensaba en su madre. Y lo peor del caso era que cuando se llenaba de decisión y coraje, cuando volvía a ser por un instante el macho de las cálidas calles de La Habana, comprobaba que aquella tremenda hembra que era Nueva York, no se dejaba cuentear por él, ni le daba nada. Para caerle encima, tenía que ser en inglés.

Una tarde llegó a la cafetería Alvarito Fernández Puig, y se sentó a una de las mesas que atendía Felipe. Alvarito tendría unos cincuenta, pero parecía mucho más viejo. Felipe conocía su edad, porque en el 57 le había vendido una póliza de vida a favor de una querida que tenía en La Víbora, y después lo convenció de que tomara un seguro colectivo por sus tres centrales. Aquello lo dejó a cubierto de robo, incendio, desfalco y otras eventuales peripecias; pero lamentablemente, el Trust Insurance no aseguraba a su clientela contra las revoluciones. En verdad, Alvarito había hecho un mal negocio con aquel seguro.

Felipe lo había encontrado luego varias veces en el Yacht Club, e incluso una vez estuvieron juntos en una fiesta en casa del coronel Paredes (por cierto, íntimo de Alvarito), que vivía muy cerca de la casa de Felipe, en El Vedado. Al salir de la fiesta Alvarito se había sentido mal, y Felipe lo montó en su carro para hacerlo dormir en su casa.

Aquella tarde, cuando Felipe lo vio entrar a la cafetería, estuvo a punto de ir a esconderse en un baño, pero el patrón andaba por ahí e iba a ser peor. Decidió pasar el mal momento y acudir a cumplir su obligación. ¡Qué vergüenza! ¡Un star promoter como él!, ¡de camarero!

Mientras pasaba el trapo para limpiar la mesa que acababa de abandonar otro parroquiano, se echó al bolsillo los quince centavos que le habían dejado de propina. Cuando Alvarito levantó la vista del periódico para pedir su chocolate y lo miró al rostro, Felipe deseó que se rajara la tierra y él pudiera abismarse entre sus grietas. Pero, por suerte, Alvarito no lo había reconocido. No hizo un solo gesto de sorpresa. Luego del chocolate pidió un brandy y estuvo como media hora sin levantar la vista del New York Times. Aquello tranquilizó a Felipe; y al mismo tiempo, la cercanía del hombre le trajo una inmensa amargura.

Cuando Alvarito lo llamó para pagarle, le pasó un billete de cinco dólares; y mientras Felipe le daba el vuelto, oyó su voz con la cabeza baja: «No me hables ahora. Llámame hoy a las siete y treinta al número que te dejo aquí».

Felipe se alejó unos pocos metros y al mirar de reojo hacia la mesa, lo vio ponerse de pie y colocar un papel bajo el pincho de los tickets.

«Pregunta por Frank», añadió sin mirarlo, al pasar a su lado.

Cuando Alvarito le propuso lo de la CIA, aceptó de inmediato. Ganaría trescientos dólares mensuales, más viáticos, y la Agencia le depositaría a su nombre, en una cuenta a plazo fijo, que Felipe podría abrir en cualquier banco, treinta mil dólares. Felipe podría cobrar ese dinero, el 14 de mayo de 1970, todo junto. No era mucho. Eran solo seis mil dólares por año; pero al cabo de cinco, los podría coger en mazo e iniciar una nueva vida. En caso de que Felipe muriera antes de esa fecha, el dinero podría cobrarlo Mr. Ralph Murdock, ministro de los Adventistas del Séptimo Día, de la parroquia de Searsport, Maine, o quienquiera ocupase ese cargo, el 14 de mayo de 1970.

¿Qué otra cosa podía hacer Felipe? La perspectiva de exponer la vida y la libertad durante cinco años, no le resultaba halagüeña; pero el tiempo pasaba rápido, y él tenía que buscar alguna forma para salir de aquel slump.

Antes de firmar el contrato, pasó un test y luego seis meses de entrenamiento básico. Entre 1966 y 1967 hizo tres viajes cortos a Cuba, para cumplir misiones de enlace y coordinación entre grupos contrarrevolucionarios. Durante esos viajes nunca permaneció más de una semana en Cuba. En 1968 y 1969 trabajó en Puerto Rico y Venezuela. Le encantó el ambiente de Caracas. Pensó que allí podría haber buenas perspectivas para él, y decidió radicarse en Venezuela, cuando cogiera el paquete de los treinta mil dólares. Allí se dedicaría otra vez a las ventas, en español.

Durante los cinco años del contrato, enfrentó peligros y estuvo a un tris de que lo cogieran en dos oportunidades. De seguro, si llegaba con vida al año 70, no renovaría el contrato con la CIA.

Al vencimiento del término, le ofrecieron la posibilidad de mantenerse dentro de la Agencia en un puesto regular, con mejor sueldo; pero a esas alturas, tras cinco años de zozobras, el tesoro más anhelado para Felipe Carmona, era vivir en paz, despertarse sin sobresaltos ni pesadillas. Firmó una declaración de todo lo que había hecho en esos años; pasó una semana internado en un campamento, donde se le instruyó con lujo de detalles, y con toda clase de documentos, fotos, grabaciones, etcétera, sobre la conveniencia de mantener el pico bien cerrado al salir de la CIA. Por fin, el 14 de mayo, a las ocho de la mañana, cobró sus treinta mil dólares y se marchó a Venezuela.

Trató de vender seguros, pero de inmediato notó que allí la cosa tampoco marchaba. Evidentemente, su musa se había quedado en Cuba. El slump seguía y ya no tenía el pretexto del idioma. ¿Qué le habría pasado?

Desde que saliera de La Habana, Felipe no volvió a ser el vendedor estrella de los años 50. Quizá estuviera algo más viejo, pero eso no podía ser determinante en sus reiterados fracasos. Lo cierto era que nunca logró recuperar la confianza en sí mismo. Y él era un vendedor inspirado, un vendedor emotivo. Si no tenía la musa consigo, todo resultaba inoperante Y la musa de Felipe Carmona, se había quedado en La Habana.

Decidido a no insistir con las ventas, compró un puesto de arepas en el barrio del Silencio y alquiló un apartamento en Colinas de Bello Monte. Durante los años 70 y 71, vivió del negocio, pero sin poder aumentar su capital nada más que en doce mil dólares. Cuando comprendió que estaba trabajando un mínimo de catorce horas diarias para obtener aquellos magros resultados, liquidó el puesto, montó una oficina de publicidad, se metió a representante de artistas y se hizo desplumar por una cantante. En noviembre de 1973 todos sus haberes sumaban cuatro mil ochocientos dólares y sus deudas ascendían a más de quince mil.

Sin decir nada a nadie, salió por la frontera colombiana de Cúcuta y desde allí se dirigió a Bogotá, donde tomó el primer avión para Nueva York. Buscó a Alvarito, que seguía con su recruiting agency cerca del Madison, y le encargó volver a buscarle pega en la Agencia. Se sentía joven. Tenía treinta y nueve años y aún podía volver a coger otro plazo fijo.

Alvarito le dijo que en ese momento no tenía nada, y le advirtió que desde hacía un tiempo los negocios con la CIA venían mermando. De todos modos, le pidió que le dejara alguna forma de comunicarse con él, por si aparecía algo.

Cuando salió de la entrevista con Alvarito, Felipe fue a un casino de Coney Island, adonde solo acudía gente muy adinerada, dispuesta a pagar cien dólares por la entrada al local, manejado por unos gangsters italianos. La ruleta tenía cero y doble cero y en vez de pagar treinta y seis dólares por cada dólar acertado en los plenos, únicamente pagaba treinta y cinco; pero aceptaba apuestas de hasta mil dólares a los plenos y de treinta y cinco mil a las chances mayores.

Felipe puso los primeros mil dólares al ocho. Cuando el croupier cantó en mal francés su rien va plus, Felipe cerró los ojos, e imploró a la virgen de Regla que le dejara oír un dulcísimo negro el ocho. Aquello le reportaría treinta y cinco mil dólares salvadores, que lo eximirían de la miseria o de la CIA; en fin, que le devolverían la vida y el optimismo. «Dime si no me lo merezco, virgencita linda…». ¡Colorado el diecinueve!, cantó el croupier, con implacable indiferencia.

La segunda vez le cantaron el doble cero y cuando puso los tres mil dólares en el veintitrés, le cantaron: ¡Negro el ocho! En aquel momento estuvo a punto de sollozar como un niño. La suerte estaba contra él. ¿Qué había hecho él para merecer esa saña del destino? ¿Sería un castigo de Dios por lo de su madre? ¿Qué otra cosa podría haber hecho?

Los últimos mil no se atrevió a jugarlos a pleno. Los puso a rojo y se doblaron; puso los dos mil a mayor y se doblaron; puso los cuatro mil al par y salió impar. ¡Justo cuando estaba por resarcirse de lo perdido!

En el bolsillo le quedaron diecisiete dólares con setenta y cinco centavos, pero se sintió mejor. Haber perdido aquellos cuatro mil dólares era como quitarse un peso de encima.

Al otro día se dedicó a vender una nueva marca de emulsiones para los callos, que le permitieron ganar, en el curso de la semana, veintitrés dólares de comisiones, parte de los cuales tenía que destinarlos a adquirir para su propio uso las famosas emulsiones, pues al llegar la noche sentía los pies como brasas, de tanto que caminaba durante el día de farmacia en farmacia. Con el resto, costeaba sus gastos de perros calientes y hoteluchos.

Unos días después supo de Alvarito. Había una oferta para pasarse un año y medio en Cuba, en lo calentico sabroso de verdá. Había que firmar un contrato a plazo fijo por treinta y seis mil dólares con diez mil de adelanto. «¿Treinta y seis mil dólares por un año y medio? ¡Claro que sí, volando!». A esas alturas, y con dinero por delante, Felipe Carmona estaba dispuesto a celebrar los contratos más riesgosos.

Los trámites se hicieron en Nueva York, con un poder para la misma parroquia de Searsport, Maine, en el caso de óbito, y se abrió una cuenta en el First National Bank of New York, pagadero el 31 de julio de 1975.

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