Joy

Joy


1974 » Capítulo 02. Febrero

Página 5 de 100

02

Febrero

—El gringo le puso interés a la cosa desde que le hablé —dijo el coronel, mientras encendía un tabaco—. Enseguida me pidió una relación bien detallada de lo que hacía la Fiera en Cuba.

—¿Y usted cómo se enteró de lo de la Fiera, coronel? —preguntó Felipe.

—Vi las fotos en una revista cubana, hace algunos meses, y mandé hacer unas averiguaciones allá para ver si de verdad era él.

—Parece cosa de película que usted lo haya sacado por una foto…

El coronel escupió en la hierba, se quitó una chancleta y reventó una mariposita que se había posado en la baranda del columpio. Luego se echó hacia atrás, entrecerró los ojos y sin soltar la chancleta, se pasó el dorso de la mano por la frente.

—Es que fueron muchos años, bobo. La Fiera estuvo conmigo… desde el 50 hasta el 58. ¡Son muchos años! Me lo sé de memoria. Además, uno se ha pasado toda la vida mirando caras de prontuarios, fotos de presos y el cará.

—Pero así y todo —contestó Felipe—, después de tanto tiempo…

—Bueno, la verdad: si no hubiera estado riéndose en la foto, tal vez no lo saco. Él ha cambiado mucho: perdió pelo, está más flaco, más viejo; y con ese bigotón que se deja y el pelado de preso que usa… Figúrate: no es fácil reconocerlo…

—¿Y por qué usted dice lo de la risa? —preguntó Felipe.

—Es que cuando la Fiera se ríe, se le arruga el labio de arriba por un costado —se puso a imitarlo—, y se le cierra el ojo del otro lado así, y entonces se frunce todo, que parece que está cagando.

Felipe lanzó una risotada al ver las muecas que hacía el coronel, y sin dejar de reírse, encendió un cigarro.

El coronel se divirtió también con su propia gracia. Se calzó la chancleta que tenía aún en la mano, y comenzó a mecerse repantigado en el columpio.

—La verdad es que el tipo tiene que ser un bicho, porque si estuvo en el Escambray, como usted dice, y consiguió pirarse de allí, tiene que ser un bárbaro… —comentó Felipe.

—¡No digo yo! Algunos de los que trabajaron para mí, eran duros de verdá.

—Lo que más raro parece es que se haya quedado en Cuba, trabajando en una granja, ganando emulaciones y el cará. ¿Se habrá vuelto ñángara?

—¡No seas bobo! Él está allí guillao. Además, no es fácil reconocerlo, porque en los interrogatorios se cuidaba mucho. Bueno, en realidad, él no interrogaba: él daba. Yo nunca le entregaba los recién llegados. Era muy bruto y me los descojonaba enseguida. Te digo que se cuidaba porque siempre se ponía algún trapo en la cabeza o espejuelos oscuros. En realidad, él más bien remataba que otra cosa. Cuando ya no había nada que hacer con algún preso, se lo dábamos a la Fiera. A veces la cosa resultaba, pero en general los que pasaban por él ya salían medio guisados; y un tipo así munca se vuelve comunista. A eso ponle el cuño.

El coronel cogió la botella de Chivas Regal y la acercó al vaso de Felipe, que hizo un gesto de rechazo.

—¿No tiene por ahí un poco de bourbon, coronel?

—¿Bourbon? ¡Coño: hay gustos que merecen palos! Estás hecho un gringo completo —comentó el coronel, divertido, mientras se servía su scotch de doce años, a la roca. Luego se volvió en el columpio y silbó con dos dedos en la boca, vuelto hacia la casa.

De inmediato se acercó un perrazo gris, al que el coronel acarició con un gesto infantil, estúpidamente tierno. Luego gritó dos o tres frases en el alemán perruno del Kennel Club, y el animal —un pastor de unos cuatro años— se tendió a sus pies, pulcro y feroz. El coronel estiró la mano hacia la mesita de hierro forjado, cogió un vademécum de cuero verdoso, repujado en oro, extrajo del hueco del lomo un lapicillo rojo, arrancó una hojita y se puso a escribir algo en ella.

Para Felipe Carmona, el contraste entre aquel objeto tan bonito y femenino y el rostro rudo y las manotas gruesas del coronel, contribuía a darle mayor ferocidad a su figura. Siempre le habían impresionado esos exboxeadores, llenos de cicatrices en sus rostros, vestidos de impecable smoking, a la entrada de los cabarets y de los garitos. Así vestidos, parecían mucho más terribles que montados en un ring con un atuendo de boxeador. Y aquel lapicito rojo en las manazas del coronel le producía el mismo efecto. Recordó que en Cuba siempre andaba con objetos de los más picúos y a veces hasta un poco amariconados, como una pitillera de oro labrado, con cajita de música, o aquella boquilla larga de marfil que había usado la noche de la fiesta en casa de la querida de Papo Batista.

El coronel escribió: «Old Grand Dad, otro vaso, hielo». Ajustó el prendedor que el perro tenía en el collar, le colocó la hojita escrita y lo despidió con otra germanía canina. El perro salió como un bólido en dirección a la casa.

—¿Ese es el que le hace los mandados? —preguntó Felipe divertido.

—Por lo menos trae los tragos y no chivatea, ¿sabes? Y volviendo a lo nuestro —añadió el coronel, pensativo—. Los gringos están que son una seda. Más amables que nunca, después de que nos han tirado a mierda durante casi dos años.

—Deben de andar en algo gordo…

Los interrumpió la llegada del perro. Con un trote gallardo y sereno, traía colgado del hocico un cesto con la botella de bourbon, el vaso y el hielo. Felipe se sirvió un trago largo, cogió dos cubitos de hielo, pinchó un saladito, se echó hacia atrás y preguntó:

—Bueno, coronel, por fin, ¿pa qué me quieren los gringos? ¿Cómo sería el negocio ese con la Fiera?

Ir a la siguiente página

Report Page