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1975 » Capítulo 10. Mayo 30, viernes

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Mayo 30, viernes

Fernando Alba penetró en la sala principal del CIDMI a las ocho y seis de la mañana y se detuvo ante el reloj que estaba sobre la puerta del gabinete de credenciales. Según lo establecido para los viernes, él podría pasar a las ocho y ocho, cuando la puerta del gabinete se abriera.

Ya adentro, llenó una papeleta en clave, anotó un número al pie; oprimió el pulgar derecho sobre la almohadilla y luego sobre el ángulo superior derecho de la boleta, para la comprobación dactiloscópica. Depositó la papeleta en un buzón y en otro la lista de documentos e información que solicitaba del Centro. Movió una palanqueta, y por una ranura cromada salió una tarjeta que se guardó en el bolsillo. Pasó al lavabo, se lavó y secó las manos, y salió por otra puerta, a un pasillo.

Los usuarios del Centro de Información y Documentación del MININT, debían redactar por anticipado la lista de materiales que desearan consultar. Para llenar la ficha y cumplir la rutina de identificación, disponían de treinta segundos, tras los cuales sonaba un timbre y debían abandonar el local. Nunca podía haber dos usuarios al mismo tiempo en el gabinete de identificación ni en otro aposento. El Centro trabajaba veinticuatro horas diarias y tenía capacidad para atender dos mil ochocientos ochenta solicitudes de información en una jornada.

Los miembros del MININT que requiriesen una información constante, disponían de un cubículo durante cuatro horas, una vez por semana. Cualquier información adicional o urgente, los miembros debidamente acreditados como usuarios del Centro, podían obtenerla de inmediato, mediante otro trámite, a cualquier hora del día o de la noche, de lunes a domingo.

Alba recorrió el pasillo hasta el final; bajó una escalera; a la entrada de otro pasillo se identificó y mostró la tarjeta que extrajera de la computadora del gabinete de credenciales. La posta se cuadró. Era la señal de que podía entrar. Si Alba hubiera llegado después de las ocho y diez, no lo habrían dejado pasar. Por ese procedimiento nunca se encontraban dos usuarios en el Centro.

La zona de los cubículos era una verdadera ciudad subterránea. A Alba le tocó el número 136, en el pasillo catorce entre siete y nueve. Verificó en la tarjeta el número de su pieza y la abrió con la combinación que venía anotada. Podría permanecer en el cubículo hasta las dos y diez de la tarde.

En cuatro metros cuadrados disponía de aire acondicionado, gabinete higiénico, lupa, microscopio, proyector, grabadora, una litera plegable adosada a la pared, material de escritorio y un timbre para el servicio de cafetería.

Como responsable de la Sección Biológica del Departamento de Seguridad Científica, el mayor Alba tenía acceso automático al grado séptimo de confidencialidad en el Centro de Información. Para ello había llenado la papeleta de las contraseñas en la computadora de identificación. Hasta ese grado séptimo el Centro le ponía a su disposición todo lo que pidiera. Para acceder a cualquier información evaluada de mayuor nivel, Alba necesitaba el permiso de la Superioridad.

En cinco minutos, por un complejo mecanismo de computación, la oficina verificaba las credenciales y le asignaba un cubículo con una clave que variaba automáticamente cada vez que la puerta se abría, conforme a un programa predefinido. Una vez que los usuarios entraban a los cubículos, nadie, absolutamente nadie más que la computadora, podía saber cómo abrir por fuera aquellos templetes del secreto estatal.

Por un tubo neumático los usuarios recibían los microfilms, documentos, grabaciones solicitadas. Nadie veía a nadie ni era visto por nadie, excepto las postas de turno, gente especializada por cierto, en no conocer tampoco a nadie. Los pedidos de cafetería bajaban por un pequeño elevador y se efectuaban marcando con crucecitas las diferentes ofertas de la carta del servicio.

El mayor Fernando Alba Granados atribuía a aquella actividad suya de los viernes una parte importante de su éxito como funcionario del Servicio de Contrainteligencia. La naturaleza eminentemente preventiva y documental de su cargo le exigía estar al tanto de cualquier novedad que incidiera en su esfera de acción. En cuanto a materiales estrictamente científicos, leía en español, inglés, francés y ruso, extractos de las publicaciones más importantes del mundo de la biología, que en caso de despertarle algún interés, leía luego en los originales, en el Centro de Documentación del INRA, en el de la Academia de Ciencias, en las hemerotecas de las diferentes facultades de la Universidad o en otros centros de informática.

Para lo que él consideraba su trabajo personal de actualización científica, consagraba semanalmente veinte horas a la lectura de aquellos extractos y artículos, que luego glosaba, seleccionaba y archivaba en la memoria de una computadora del Ministerio, al servicio de Contrainteligencia y de otros sectores.

En 1969, el novel licenciado en Ciencias Biológicas por la Universidad de Leningrado, Fernando Alba Granados, de veintiséis años, ingresaba al MININT con grados de primer teniente, por méritos obtenidos en Girón, con dieciocho años, y después, por su heroica actitud en la lucha contra el bandidismo del Escambray.

Su tesis de grado sobre estructuras enzimáticas había sido aplaudida con entusiasmo por el tribunal, y el académico Ustinov le dedicó inusitados elogios en una publicación científica de la Unión Soviética. Con aquella tesis, Alba culminaba un expediente estudiantil de sobresaliente absoluto, que unido a sus méritos revolucionarios, le valiera el ingreso al Servicio de Contrainteligencia Científica.

Pero el mayor Alba no iba los viernes a leer materiales científicos…

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