Joy

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1975 » Capítulo 19. Junio 1ro., domingo

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Junio 1ro., domingo

—La verdá, despué de ver tanto bicho parecido, ya uno no sabe lo qu’está viendo.

Se encendió la luz. En la sala de proyecciones del Instituto de Entomología de la Academia de Ciencias, se hizo un silencio agradable cuando cesó el ruido del proyector.

—Fíjese, compañero —dijo el teniente Méndez—; nadie quiere forzarlo a que vea lo que no ha visto. Vamos a tomarnos un cinco…

—Y si el licenciado nos invita —dijo Jacinto ofreciéndole un cigarro al teniente— a lo mejor hasta nos tomam’un café, ¿verdá?

—Para que se despeje, ¿eh, Jacinto? —terció el licenciado Cuestas, mientras arrimaba a la mesa unos vasitos y un termo, sonriendo.

—¡Seguro! Si de ver tanto bicho parecido ya confundo las moscas con cucarachas…

Cuando cesaron las risas Méndez insistió en que Jacinto debía actuar con objetividad, pero por la cara del guajiro se dio cuenta de que no estaba hablándole claro.

—Quiero decir, con toda tranquilidad. ¿Me entiende?

Jacinto asintió.

—Usted solo señale lo que se parezca de verdad a lo que vio.

Cinco minutos después, volvió a apagarse la luz y a oírse el ruido cansón del proyector. A estas alturas, Méndez estaba convencido ya de que su trabajo con Jacinto no daría frutos. Era muy difícil que aquel hombre pudiera informar algo cierto. Coño: el propio Méndez, un graduado universitario ducho en observar insectos y microorganismos de todo tipo, reconocía que el cansancio le dificultaba distinguir entre las decenas de áfidos exhibidos en la pantalla. Y si eso le sucedía a él, mucho más entendido en la materia que un viejo obrero azucarero con apenas un segundo o tercer grado de enseñanza primaria, de aquella gestión no iba a salir nada útil.

A las once habían terminado la última bandeja de diapositivas. Méndez llevó a Jacinto a su albergue y luego se dirigió al despacho de Alba, a quien informó sobre el resultado negativo de su trabajo de aquella mañana.

—Yo me lo imaginaba —comentó Alba—. Áfidos «carmelitosos», como dice Jacinto, y de ese tamaño que él indica, hay demasiados.

—Paco quiere verlo, mayor —anunció una voz masculina por el intercomunicador.

—¡Que pase, que pase! —contestó el mayor, apretando el botón del aparato con un gesto rápido. Parecía tener gran interés por aquella visita.

Al entrar Paco, Méndez hizo ademán de levantarse pero el mayor le indicó con la mano que se quedara. Paco se cuadró, y cuando el mayor le devolvió el saludo, comenzó a hablar:

—Vengo del DTI.

—¿Y…?

El carro de Huidobro había aparecido abandonado en las afueras de La Habana. «¿Será posible que este viejo resulte cómplice?», pensó Alba. Sobre el timón predominaban ciertas huellas dactilares que no eran las de Huidobro ni de su mujer. La verdad era que no había rastros.

—… ni de Huidobro ni de su mujer, mayor.

«¿Se habrá ido del país? ¿Por qué razón? ¿Por dónde?».

—¿Y los parientes, Paco?

—No estuvieron en casa de ningún pariente, mayor. Nadie ha sabido nada de ellos.

En el tercer teléfono se enciende una lamparita verde. Alba coge el receptor.

—Hola. ¿Sí? ¡Dime! ¿Qué hay de los buzos?

Méndez y Paco miraron con interés a Alba, y los tres rostros, encendidos al principio por una llama expectante, se ensombrecieron poco a poco.

—Bueno, ¿qué vamos a hacer? Sigan buscando. Sí, dime.

Alba cogió un lápiz y mientras hacía unas anotaciones en un papel repitió mecánicamente: Pedro, Esther, Ramón, Luisa, Alberto, Daniel, Orlando.

—Sí, está bien. Manténte informado sobre la fiesta y los payasos. Hasta luego.

—Anota ahí, Paco —dijo Alba después de colgar el receptor—: el amigo de Huidobro que pasó una semana en su finca se llama Orestes Perlado, y trabajó junto con él en el ferrocarril. Haz la indagación de rutina a través de la gente tuya. Que averigüen también a fondo la integración de Huidobro, de sus familiares, y sobre todo del hijo.

Paco era miembro del DTI y estaba adscripto desde hacía dos años al Servicio de Contrainteligencia Científica (SCC). No tenía el nivel académico de sus compañeros, pero sí una extraordinaria sagacidad. Era, además, un espíritu profundamente lógico y en general demostraba un férreo sentido común.

—¿Se te ocurre algo? —le preguntó Alba.

Era evidente que Alba estaba de mal humor, y lamentablemente, el sentido común de Paco no era un cofrecito con botones que pudiera botar tarjetas a pedido de los clientes. En aquel momento tenía la mente en blanco.

—¿Y a ti, Méndez?

A Méndez lo único que se le ocurría era proseguir a toda costa la rutina.

«Está en lo justo —pensó el mayor, con rabia—. Esa es la única línea; pero al fin de cuentas tampoco es una idea muy brillante…».

A esos fantoches de las novelas policiales, en aquellos casos siempre se les ocurría alguna idea brillante. ¡Si supieran qué distinta era la realidad!

Pese a su malestar e insatisfacción, el mayor amagó una sonrisa que no engañó a nadie.

Pero en ese momento, a Paco se le ocurrió una idea.

—Mientras el DTI localiza a Perlado, ¿por qué no almorzamos juntos en mi casa? Estos días estoy soltero.

—¿Te botó la mujer? —preguntó Méndez.

—No: se fue a ver a la mamá a Oriente.

En ese momento Alba recordó que él no estaba soltero, pero pensó que aquel estado de inquietud en que se encontraba, por falta de noticias de Cabañas, no le permitiría disfrutar de la compañía de su mujer e hijo. Ya otras veces le había sucedido: no dejaba de pensar como un obseso en los problemas del servicio, y todo intento de descansar o distraerse resultaba un fracaso. Para Carmen tenía que ser muy desagradable notar que su marido ni siquiera la escuchaba. Alba sabía que nada ganaba con aquel empecinamiento tan falible. Es más: sabía que aquello entorpecía su lucidez, su objetividad, pero, ¡le era tan difícil…! Bueno, quizá pudiera estar un rato con ellos y hacer un esfuerzo por olvidarse de los hombres rana y de las palomas. ¿No sería mejor aceptar la invitación de Paco?

—Bueno, mayor, ¿vamos?

Alba lo decidió en ese instante.

—No Paco, muchas gracias de todos modos. Voy a descansar un rato y a ocuparme un poco de los míos.

«Charlo un rato con Carmen, oigo alguna música sedante, juego con el niño…». En ese momento, el deseo de estar junto a ellos se tornó vehemente.

Cogió el teléfono verde y se puso a discar el número de su casa.

—Ustedes dos, llámenme a la casa a las siete, por si hubiera cualquier novedad…

—¿Carmen? No, no me digas nada; era para saber si estabas ahí. Así me gusta. No, ahora no: en diez minutos estoy contigo en la casa. Hasta luego.

Colgó el receptor del teléfono y apretó el botón del intercomunicador.

—Argüelles…

—Ordene, mayor.

—¿Quién lo releva en esta guardia?

—El teniente Álvarez, mayor, a la una.

—Bien, cuando lo releve, dígale que si me llaman de Cabañas, me localice en la casa. Allí voy a estar toda la tarde.

—Entendido, mayor.

El mayor Alba no pasó toda la tarde de aquel domingo en su casa. Llegó a las doce y media y se encontró con la sorpresa de que ese día era su cumpleaños. ¡Claro: 1ro. de junio! El niño le obsequió un dibujo hecho por él (notable ejemplo de arte moderno) y su mujer lo recibió con un beso inocente y un trago helado de Havana Club.

Con el niño encaramado tuvo que hacer maromas circenses, transformarse en tigre, perro, oso Yogui, elefante, payaso Yuri, tío Stiopa, bombero, guitarrista, Huckleberry Hound y Armando Capiró. Dormido el niño, estimulado su padre por los tragos y despiertos sus instintos, le demostró a Carmen que podía decir tres tristes tigres tragan trigo en tres trastos rotos sin que se le tabara la lengrua, y cuando ella salió desnuda del baño él la abrazó por las corvas, la cargó al hombro, la raptó, se la llevó al cuarto de las travesuras adultas y la poseyó bajo llave entre rugidos cavernarios que despertaron al niño, el cual, aunque nacido para ser feliz, debió esperar a que sus progenitores lo fueran primero, y de inmediato pidió ser llevado a la playa, pero manejas tú, que yo estoy muy cansado, muy descarado es lo que tú eres… ¿Teniente Álvarez? Sí, cuando me llamen para asuntos prioritarios, localíceme desde la planta por la micro del carro. Entendido, mayor, y tapando el micrófono, no, no, que Carmen no le diera más tragos, que lo iba a marear, pero a mí me gusta verte borrachito, te pones tan tierno, y además es tu cumpleaños, y como no, mayor, yo le paso el llamado, muchas gracias, teniente, ¿no era que tú bebías mano a mano con los georgianos vodka de noventa? Ay, amor, cómo me gusta ver tu perfil contra los arreboles del poniente, ¿arreboles a las cuatro de la tarde?, ¡uy, qué absurdo, qué picúo!, es verdad que estás borracho, ¿y si el tubito apareciera en la barriga de un pescado? Ya empiezo otra vez, coño, bueno sígueme contando, niño no me cojas los pantalones, lávate las manos, niño no brinques en el carro, niño que estamos llegando, el niño está contento porque le gusta montar en el carro, sí, pero tú acostúmbralo a que le gusten cada día más las guaguas, que se acostumbre a su futuro socialista y pedestre, y a las guagüitas lindas, repleticas de gente, vira por allí Carmen, abajo de aquellos árboles, no nos alejemos que tengo que estar atento a la microonda, y si el teniente me llama y es algo urgente, ¡fuera, fuera!, velas en el horizonte, cielo cerúleo, mar glauco, y si el tal Perlado supiera algo, ¡fuera!, ¿y qué es aquello Papi?, quizá pudiera ayudar en la pesquisa pero no hay por qué hacerse ilusiones, pero el tubito sí, coño, es indispensable, otra vez la matraquilla, fuera, cruz diablo, Carmen dame un beso y otro trago, tú no tomes que tienes que manejar, solo un poquito, bueno, y qué calor tan rico, la careta y las patas de rana están en el maletero del carro, y mira cómo me ha puesto este niño, tengo arena hasta en los dientes, ya las cinco y media y nada, me voy a bañar, quédate tú aquí por si me llaman y al agua pato, veinte metros, treinta metros, cincuenta metros, con patas de rana es un tiro, y por dentro con la careta, imponente, monumental, déjame acercarme a aquellas rocas, catedrales de silencio, abismos trémulos, luz filtrada, eso era lo que él necesitaba para serenarse, todo se embellecía en el silencio abismal, como si se parase el tiempo, y al emerger oye gritos y ve a Carmen que le hace señas, y remeda una llamada, y cerca de la orilla se entera de que hay noticias de Cabañas, y tras un raudo regreso a su despacho le informan que Tomás Trébol, veintiún años, estudiante de Economía, miembro de la UJC y de la preselección nacional de pesca submarina, introdujo a las cuatro de la tarde su mano en un hueco que bien pudo ser la cueva de una morena, pero al sentir unos tentáculos sobre la piel, dedujo que no era más que un púlpito, y tras aferrarse a una saliente de la roca, hundió más la mano y consiguió despegarlo de su escondite, y junto con él salió un tubo gris, revuelto entre la arena del fondo. Coñóooo, mayor, te pusiste dichoso.

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