Joy

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1975 » Capítulo 25. Junio 3, martes

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Junio 3, martes

El comandante había citado a Alba a la una de la tarde en su despacho de la Plaza de la Revolución. A las dos y cuarto de esa misma tarde, Alba escalaba en un jeep la Loma del Añil, cerca del poblado de Nazareno, donde tenía su sede la Dirección Nacional del INRA, a cuarenta y tantos kilómetros de La Habana.

Allí, el compañero director del INRA y el jefe del Grupo Nacional de Cítricos y Frutales, le informaron sumariamente del caso y lo remitieron a los ingenieros Bernardo Cabral, director de Sanidad Vegetal del INRA, y Alejandro de Sanctis, de la Estación Nacional de Virología de los Cítricos.

Alba recibió una información sucinta de lo ocurrido en el plan citrícola Dos de Diciembre de Guane; examinó unas fotografías ampliadas de los pulgones y comprendió de inmediato, que aquello se relacionaba nada menos que con el caso de las palomas, en que él y sus compañeros venían trabajando febrilmente. No, no había duda posible: eran los mismos pulgones que aparecieron en el tubito. Desde la Dirección del INRA se acordó una cita entre Alba, Cabral y De Sanctis, para ese mismo martes a las cuatro de la tarde, en la parcela de Virología, ubicada sobre la carretera del Mediodía, a la salida del reparto Siboney.

El teniente Alfonso Cáceres había acompañado a Alba hasta la Loma del Añil, y en el camino de regreso, Alba le encargó que obtuviera en los archivos una información completa sobre los compañeros Alejandro y Bernardo, y sobre sus colaboradores más próximos.

En puridad, aquel chequeo debía haberse realizado antes de la entrevista de Alba con los dos ingenieros; pero de todos modos, el mayor aceptó la cita para las cuatro de la tarde, con miras de ir ganando tiempo. Hasta que Alfonso no obtuviera los datos del MININT, Alba no informaría ni a Alejandro ni a Bernardo, lo que él sabía sobre el asunto de las palomas, ni sobre lo que averiguara el lunes precedente, cuando llevó las muestras al Instituto de Entomología de la Academia de Ciencias. Tampoco pensaba hacerles ver que él en persona, igual que el capitán Carlos Ríos, poseía un alto nivel científico. El objetivo de aquella primera entrevista era recabar la máxima información sobre el caso; pero, además, interesaba determinar qué puntos calzaban los dos ingenieros, técnica e intelectualmente. Si en realidad resultaban gente sagaz, y luego se comprobaba que podían trabajar a nivel de secreto de Estado, se los podría incorporar como miembros de la investigación. Para la Contrainteligencia Científica aquello era lo más deseable, pues el sector necesitaba, más que otros del MININT, la colaboración estrecha del elemento civil. El principio universal de la seguridad —informarse y no informar— no podía respetarse siempre, en el Servicio de Contrainteligencia Científica. En una investigación meramente policíaca o de espionaje común, el investigador se informa, analiza y actúa por sí solo y excluye casi por completo de la investigación a los civiles; pero en el SCC, quien más sabe sobre el caso en cuestión, es precisamente el técnico, el civil; pues por más que los investigadores del SCC sean en su mayoría universitarios graduados, no pueden comparar sus conocimientos generales con los de un técnico especializado en una rama científica cualquiera. Y si a ese civil, a ese especialista, se le ocultan determinados datos, se le reduce su aporte enriquecedor, su orientación, y hasta se corre el riesgo de desvirtuar o desaprovechar elementos de juicio capitales para la investigación. Por eso lo más deseable es encontrar gente merecedora de confianza, a la que se pueda hablar casi sin reservas.

Cuando Alba comprendió que lo expuesto en el INRA era la punta de la madeja que él buscara con tanto afán desde el domingo, se llenó de alegría, pero no dijo nada. Lo primero sería determinar qué nivel de cooperación podría existir entre el SCC y aquellos dos ingenieros. Debía hacerse un fondeo de ambos, antes de involucrarlos de lleno en la investigación. Alba había convenido con Alfonso, en que luego de la reunión primaria con Cabral y De Sanctis, a la que asistiría él con Carlos, se reunirían en su despacho para analizar los datos obtenidos. Mientras se dirigía a la parcela de Virología, se comunicó con Carlos por la microonda del carro y quedaron en verse a las tres y cuarenta y cinco en la rotonda de la playa de Marianao, junto al Cinódromo, para llegar juntos.

Interrumpida la reunión en la parcela, Alba y Carlos se encontraron con Alfonso a las siete y diez, en el despacho del mayor. Alfonso había reunido la información pedida, y tanto Bernardo como Alejandro eran para los organismos de seguridad, gente de alta confianza. Ambos eran militantes, con una buena integración revolucionaria, el uno desde el 59 y el otro desde el 57. «Era lo lógico», pensó Alba.

A las siete y treinta llegó también Paco y pidió hablar con el mayor. Traía la inesperada noticia de que un bellboy del hotel Nacional había reconocido a Huidobro. ¡Increíble! ¿Después de siete meses? ¿Estás seguro, Paco? Sí, sí, sí. Paco estaba seguro de que el hombre no se engañaba, y aunque el nombre de Huidobro no aparecía entre los huéspedes, él estaba convencido de que el viejo se hospedó en alguna de las siete habitaciones de un ala del tercer piso. Al día siguiente se comenzaría la investigación de las personas registradas como ocupantes de tales habitaciones. Quizá se obtuviera algún resultado.

¡Buena esa, Paco! ¡Aquella si era una gran noticia!

Alba no contaba con que alguien pudiera acordarse de Huidobro siete meses después… Pero así eran las cosas, chico. Donde menos se espera, ran, ocurre lo impensado.

Aquel era el resultado de una rutina bien hecha. El campesino Molina dio el nombre de un tal Perlado, cuyo hijo recordó la llamada desde un gran hotel habanero. Ubicaron la fecha porque Perlado padre mencionó que ese mismo día tuvo lugar la boda de su sobrina, y el bellboy nunca olvidó al viejo de la portañuela.

¿Y qué era eso de la portañuela?

Paco explicó, con gran sentido del humor, la anécdota de Huidobro y el muchacho, y se divirtieron con lo grotesco de aquella situación. «Ahí tienen ustedes cómo una portañuela puede guardar secretos enormes», comentó Carlos.

A las ocho, Alba se dio un baño en su despacho y al salir sintió hambre. En el refrigerador, Rosa había dejado bocaditos de queso y una jarra de té.

El mayor se había habituado al té en la Unión Soviética. Carlos, que no lo apreciaba y tenía siempre un hambre descomunal, prefirió llegar un momento hasta su casa, en Marianao. Desde allí iría directo a la parcela de Virología para proseguir a las nueve la reunión interrumpida.

Volvieron a encontrase en la rotonda y, a las nueve menos cinco, el jeep de Alba y el Chevrolet 58 de Carlos, salían de la carretera del Mediodía, atravesaban un portón abierto, flanqueado por dos columnas encaladas, y se internaban en los predios de la parcela. Bernardo y Alejandro vieron, sobre la tierra roja, los faros de los carros, blancos como si fueran tubos de luz fría.

En una vieja casona restaurada estaba el despacho de Alejandro de Sanctis. Era una habitación pequeña, con un buró muy castigado por el tiempo, un armario cojo, un sofá, dos butacas y un librero atestado desde el piso hasta el techo, tan revuelto, que no cabía duda de que estaba en permanente servicio. Esa reflexión la hizo Carlos, el científico; pero Carlos, el policía, observó, además, que no había polvo sobre los libros. Sí, era evidente que aquel librero no cumplía una mera función decorativa.

La única nota grave, severa, que desentonaba con el ambiente negligé del despacho, era una pesada caja de caudales situada a la izquierda del buró de Alejandro. «Ahí debe de guardar sus documentos confidenciales», pensó Alba.

—Hagan de cuenta que están en su casa —dijo Alejandro, y les señaló los asientos.

Alba y Carlos notaron, al entrar en la habitación, un aire acondicionado que no vieran durante la tarde, y antes de sentarse, ambos miraron hacia el rincón de donde procedía el ruido, con una expresión de complacencia.

—Yo mismo lo estuve mecaniqueando —dijo Alejandro—. Si no explota, puede ser que nos dé un poco de fresco.

—Se le agradece, compañero —comentó Bernardo—. El calor de la tarde ha sido de anjá.

Una agradable sencillez emanaba de aquellos dos hombres. Alejandro tenía la piel muy tostada, con la marca de los soles del campo, del viento y la intemperie, y con la parte superior de la frente algo más pálida, como los guajiros.

Alba había sentido una simpatía instintiva, desde el primer momento. Su aparente rudeza, su hablar vertiginoso, la energía de sus movimientos, de sus gestos, toda su personalidad parecía armonizar con el ambiente. Ese mismo hombre, en un despacho más moderno y «presentable», quizá no irradiara tanta simpatía.

—Bueno, ¿qué? —preguntó Bernardo a Alejandro—. ¿Les doy la noticia a los compañeros?

Alejandro, que estaba de espaldas, llenando las tacitas de café en un estante del armario abierto, respondió sin volverse y alzando los hombros:

—Dásela, dásela. Al fin y al cabo tú eres el que trae todas las malas noticias aquí…

Bernardo anunció con gran seriedad:

—El pulgón del melocotón ha aparecido en Ciego de Ávila, compañeros.

—¿El Myzus persicae? —se apresuró a preguntar Alba, consciente de que estaba utilizando el nombre científico del pulgón del melocotón, que no había sido mencionado entre ellos.

—Sí, el Myzus persicae

«¡Qué raro!», pensó Bernardo. «Aquí solo se ha hablado del pulgón. ¿Cómo sabe el nombre científico? ¿Habrá ido a buscarlo en un diccionario de entomología al salir de aquí?».

—… apareció con la misma distribución de Isla de Pinos, hoy a las seis de la tarde…

—Y lo curioso —añadió Alejandro— es que fue la misma compañera de Pinar del Río…

—¿Qué cosa fue? —preguntó Carlos inquieto.

—La que descubrió también el pulgón de Camagüey.

Alba y Carlos se miraron aliviados.

—Sí —dijo Bernardo—: nosotros la incluimos en las brigadas de Sanidad Vegetal que realizan la búsqueda.

«De todos modos, a esa muchacha vamos a tener que hacerle un chequeo de tres pares», pensó Carlos Ríos.

—El asunto es ahora averiguar si esos áfidos se producen aquí o vienen de afuera.

—Vienen de afuera —dijo Alba—. Y sabemos cómo los introducen. Nos falta saber quién y cómo los distribuye.

El efecto de aquellas palabras no se hizo esperar. En el rostro de Bernardo se pintó una expresión de esperanza y comenzó a mover la cabeza vigorosamente como diciendo: «¿Ah sí? ¡Qué bien!». Por su mente relumbró la idea de que Seguridad ya tenía resuelto el problema, y de que Alba traía la varita mágica guardada en el bolsillo.

Alejandro se puso en pie de un brinco. Él creía que en aquel mismo despacho, pocas horas antes, el mayor se había enterado por boca suya y de Bernardo, de la existencia del pulgón y del sabotaje. Y ahora salía hablando del Myzus persicae y anunciaba saber cómo entraba al país. «¡Coño, ni Mandrake!».

El mayor Alba sacó de su maletín un tubito cilíndrico, del tamaño de medio lápiz, de color gris oscuro, y se puso a juguetear con él, como si tuviera un cigarro entre los dedos.

Carlos disfrutaba la expectativa y el indisimulado estupor de aquellos dos hombres. Alba también disfrutaba como el niño al que un día lo dejan atracarse de dulce…

Carlos y Alba tenían como norma no informar ni comentar ninguno de los hechos insólitos o maravillosos, espectaculares o misteriosos que solían producirse en la esfera de su actividad. No lo hacían ni con sus seres más íntimos. Su profesión les exigía obtener información y no darla sino a la propia gente del servicio, que por hipertrofia profesional habían perdido mucha capacidad de asombro. Y por supuesto ambos bacilaban aquel momento excepcional.

Carlos veía hipnotizados a los dos ingenieros, pendientes del tubito y su molinete entre los dedos de Alba, que demoraba la explicación con circunloquios, encendía un tabaco y se ponía de pie para coger un cenicero.

—Este tubito que ustedes ven aquí… —Y para prolongar el suspense tosió y volvió a encender el tabaco—, se encontró el domingo pasado, con novecientos setenta pulgones del melocotón, ¿y saben ustedes dónde?

Cuando Alba terminó de referir la historia de las palomas y el hallazgo del tubo en Cabañas, los rostros de Alejandro y Bernardo denotaban una deliciosa perplejidad.

Aquella reunión terminó a las once y treinta y cinco de la noche.

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