Joy

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1975 » Capítulo 39. Junio 20, viernes

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Junio 20, viernes

El mayor no podía concentrarse en lo que Paco le decía. Teodoro lo ponía nervioso por su forma de manejar. Y, sin embargo, tenía un historial impecable. Jamás cometía infracciones; jamás lo multaban. Pero Alba detestaba tenerlo de chofer. Tras haber manejado rastras y ambulancias sin el menor accidente, Teo llegó a persuadirse de que el tránsito era un mecanismo de relojería donde cada pieza cumplía a la perfección sus cometidos. Y ahora, tras tanta inmunidad abusaba de sus derechos. ¡Como si las calle no estuvieran repletas de locos!, de «paragüeros», de niños, coño, que te salían por delante de una guagua tras un perro o una pelota. El día que Teo tuviera un accidente tampoco tendría que pagar multa, ni podría contar el cuento. ¡Qué va! Alba iba a pedir que se lo cambiaran. Cuando contornearon la rotonda de Marianao y cogieron por la calle 21, Alba se sintió más tranquilo; pero al cruzar el puente del Laguito, había unos niños jugando y brincando de espaldas a la calle, sobre la angostísima acera del puente, y Teodoro lanzó el carro como una exhalación. Si en ese momento uno de los niños tropezaba, se iba de lado, u otro lo empujaba… A Alba le corrió un escalofrío por el cuerpo y decidió liquidar a Teodoro en ese mismo punto y sin ninguna demora. Pa’l carajo. Le ordenó detenerse y propuso a Paco que lo acompañara a caminar unas cuadras. Así podría concentrarse en el relato que le estaba haciendo, sobre el hallazgo de los cadáveres de Huidobro y la mujer. Paco podría acompañarlo hasta la calle 150, y allí Alba seguiría a encontrarse con Bernardo en Sanidad Vegetal y Paco, si tenía suficiente valor, podría regresar con Teodoro. Alba, por su parte, nunca más montaría en un carro con él. Pediría que se lo cambiaran. Nada había más peligroso en el tránsito que un chofer tan seguro de sí mismo.

—… y entonces se echó a llorar y me pidió que lo acompañara, porque necesitaba hablar conmigo —dijo Paco.

—¿A qué hora salieron del reconocimiento de los cadáveres?

—A las siete, o siete y cuarto.

—¿Por qué tan tarde? ¿El perro no había descubierto los cadáveres por la mañana?

—Sí —dijo Paco—; pero la identificación no se pudo realizar hasta la tarde. Los dos estaban muy desfigurados. El hijo los reconoció más que nada por las ropas y el calzado. Los cuerpos eran una masa putrefacta, informe.

—Sí, claro —admitió Alba pensativo.

—Y entonces —prosiguió Paco—, cuando llegamos a la casa, el muchacho se echó en brazos de la hermana y se soltaron a llorar los dos. Daba pena verlos.

El mayor entrecerró los ojos y apretó los labios.

—Luego, cuando se calmó un poco, me soltó lo que tenía guardado.

—Raro que no hubiese hablado antes, siendo militante y demás…

—Precisamente por eso, mayor —lo interrumpió Paco.

Alba lo miró intrigado. Bajo sus pies crujían las hojas secas de la acera.

—El muchacho estaba convencido de que al viejo lo habían reclutado los de Inteligencia Militar o algo así, para un trabajo con palomas mensajeras.

—Ahí debe estar metido el capitán Sepúlveda ese —comentó el mayor.

—Yo se lo mencioné, y me reconoció que su padre algo le había revelado, pero sin darle nunca un nombre. Parece que alguien fue a verlo a su finca para citarlo en La Habana, nada menos que en el edificio de las FAR, en la Plaza de la Revolución.

—¿Cómo en el edificio de las FAR? —lo interrumpió Alba, sobresaltado. Por su cabeza pasó, como un rayo flagelante, la idea de que su servicio pudiera estar interfiriendo en alguna operación de Inteligencia Militar; pero la desechó enseguida. ¡Hubiera sido el papelazo del siglo!

—Así fue, mayor; pero según cuenta el hijo, Huidobro no alcanzó a entrar porque lo interceptó otro militar en un jeep antes de llegar a la puerta.

—¿Y eso, tú?

—Como lo oye, mayor. Según le dijo el chofer, el oficial que le diera la cita mandó interceptarlo porque no podía estar a esa hora en el edificio del Ministerio, y le ofrecieron trasladarlo al hotel Nacional, donde se vieron por la noche.

—Es evidente que al pobre viejo lo cuentearon.

—Seguro, mayor. Lo citaron en el Ministerio para impresionarlo y darle veracidad a la cosa, y después lo trabajaron en el hotel.

—Por cierto algo muy burdo y poco profesional.

—Sí, mayor —convino Paco—; pero lo cierto es que Huidobro creyó colaborar con la Revolución y trabajó para ellos.

—En concreto, ¿cuál fue su aporte?

—Entrenó unas sesenta palomas para vuelos largos.

—¿Iban y volvían?

—Según dice el hijo, desde finales del 74 las palomas de Huidobro volaban cada semana a un palomar de las FAR, desconocido para él. Y los domingos, a eso de las cinco o las seis de la tarde, comenzaban a regresar las enviadas en semanas anteriores.

—Así que un palomar de las FAR ¿eh? —comentó el mayor. «Sin duda, el palomar de las FAR en Homestead, Florida», pensó.

Cuando llegaron a la esquina de 150 y 21, Paco deshizo lo andado, de regreso al Laguito. Alba dobló a la izquierda y se internó por una callecita alfombrada de hojarasca, que más parecía la alameda de un parque abandonado. Las hojas muertas sofocaban el ruido de sus pasos.

Hasta Sanidad Vegetal tenía que caminar unos doscientos metros. Aminoró la marcha. Se olvidó de la muerte de Huidobro y de la rabieta que cogiera por culpa de Teodoro.

De pronto, sin saber por qué, lo invadió una ráfaga de optimismo. ¡Mira que el hombre es un bicho complejo! Respiró con fruición el aire dulce y deseó que la oficina de Bernardo no estuviera tan cerca. Se detuvo a contemplar un prisma de sombras. ¿Por qué se sentía de pronto tan eufórico? ¿Sería el espectáculo de aquella orgía de verdes? ¿Serían las palmas altísimas que custodian el silencio de Siboney?

Bernardo lo estaba esperando y qué tal Renato y qué hubo Bernardo, y que el mayor disculpara que lo citase allí, pero no quería alejarse de su oficina porque esperaba noticias urgentes de la Isla de Pinos, y si Renato quería, podían conversar caminando por los jardines de la casona, so pretexto de mostrarle las instalaciones. Alba veía satisfecho que Bernardo había aprendido la lección. Después del primer encuentro entre Alba, Bernardo y Alejandro, convinieron en que jamás conversarían en ningún lugar cerrado, excepto en el carro de Alba. El mayor había insistido enfáticamente. Era un problema elemental de técnica de seguridad. ¿Los compañeros comprendían? No era juego ni ganas de hacerse el misterioso. Era una exigencia metódica, rigurosa, y si no se cumplía, podía echarse por tierra en un segundo, el esfuerzo de mucho tiempo.

Alba había insistido, sobre todo, en que las conversaciones entre Bernardo y Alejandro fuesen al aire libre, y en que jamás hicieran ni una sola alusión, ni la más remota, al asunto de los áfidos y los virus cuando estuviesen en sus carros. Bueno, ¿y qué era lo que había, Bernardo?

Pues que la Toxoptera aurantii había aparecido también en la Isla de la Juventud. ¿De la misma forma que en Jagüey Grande?

Igualitico.

¿Y por dónde?

Por la zona de Siguanea, al sudoeste de la isla. La habían detectado los compañeros de una brigada del MININT y él lo supo por intermedio del jefe, que lo llamara de acuerdo con la clave estipulada.

Bernardo le pidió entonces seguir buscando y señalar los focos, para así adelantar los conteos asignados a los compañeros.

¿Y cuándo creía Bernardo que en Jagüey terminaran el mapeo de la Toxoptera?

Se habían propuesto para el día 27.

¿Antes imposible?

¡Eso ya era de por sí una proeza, mayor! Y a propósito, ¿el mayor no creía que ya era hora de detener a esa gente?

No, Bernardo, no: lo que debían hacer de inmediato era tratar de detectarlos; pero cualquier intento por detenerlos con premura, implicaría un despliegue sospechoso y resultados contraproducentes. Alba confiaba en que cuando se tuviera concluido el mapeo de Jagüey, se podría comprender bien cuál era la forma de actuar de los saboteadores. Además, debían ser consecuentes con el plan acordado: mientras no se detectara el virus, el trabajo no se encaminaría a detener un par de saboteadores, sino a capturar toda una red, con sus cabecillas. Bueno, ¿y dónde se había metido Alejandro, que hacía dos días Alba no podía comunicarse con él? Alejandro andaba fajado con los microscopios electrónicos, persiguiendo sus virus, casi sin dormir. El día anterior había venido a dar un paseo por el jardín con Bernardo, y parecía un facineroso, todo barbudo, con los ojos enrojecidos. ¡Un bárbaro trabajando, ese Alejandro! A ese sí no se le colaba ningún virus. Seguro que no, mayor.

Bueno, Renato se tenía que ir, pero no tenía carro…

Que el mayor no se preocupase. De inmediato, Bernardo le conseguiría uno con chofer para trasladarlo adonde deseara.

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