Joy

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1975 » Capítulo 53. Junio 29, domingo

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Junio 29, domingo

Al hacer las reservaciones, Denis situó a Eddy M., con documentos de Peter Lindsay, en el hotel Victory de Miami. Ya desde la visita al Matterson College, en Los Ángeles, Eddy M. había actuado con uno de los camuflajes de su tercer yo: peluca negra crespa, cejas negras, sin espejuelos y un nombre cualquiera.

El sábado por la tarde, al regresar a Miami, se quitó el disfraz en el carro de Denis, que manejaba Sylvia, y durante veinte minutos retomó su legítimo yo. Para entrar al Victory, del carro de Denis se apeó Peter Lindsay, el segundo yo.

Desde 1962, el personaje de Peter Lindsay fue el protagonista del noventa y nueve por ciento en su vida de relación. Al cabo de trece años, ya Eddy el Milanés compartía con Peter Lindsay su elegante figura. Se había apropiado del personaje. Le resultaba cómodo. Se desdoblaba sin ningún esfuerzo.

Dentro de un maletín pequeño guardó un pijama, una muda de ropa interior, una camisa, unas corbatas y los elementos para el disfraz. Salió de su habitación y se dirigió al baño grande de la planta baja. Allí penetró el segundo yo de Eddy, pero salió el tercero. Así como el primero y segundo tenían sus respectivos nombres, apellidos y una fachada común, el tercer yo de Eddy no tenía nombre fijo y su fisonomía variaba en función de sus clandestinos quehaceres.

Aquel sábado, al baño del hotel Victory había entrado Peter Lindsay y de él salió Jack Murphy, el gran amigo de William Hunt. Con el maletín en la mano, Jack atravesó el gran vestíbulo, lleno de lujosos asientos de cuero y exuberantes plantas de interior. Sylvia lo llevó hasta el hotel Atlantic, donde se inscribió con el nombre de Jack Murphy, y pagó por adelantado tres días en la habitación 321, que daba sobre la avenida 42. Frente al hotel Atlantic estaba el Imperial, donde Sylvia Purcell, con el nombre de Mary Tate, obtuvo la habitación número 410, que daba sobre la 42nd. Avenue, y de la cual se podía ver, con binoculares, lo que ocurriera en la habitación de Eddy, en el Atlantic.

Eddy se acostó a dormir. Sylvia, por su parte, tras tomar posesión de la habitación, volvió a salir, pues esa noche no necesitaría quedarse en ella.

Eddy durmió hasta las siete y media, y pidió su desayuno al Room Service para las ocho.

A las nueve de la mañana, Eddy el Milanés llamaba a la puerta de un apartamento del quinto piso, en un edificio del barrio de Coral Gables. Era la casa de Elizabeth Preston, viuda de William Hunt.

Una mujer de rostro seráfico y ojos de novilla, le abrió la puerta. La palidez extrema de su rostro resaltaba por el contraste con el pelo oscuro y lacio. No obstante, al gesticular para el habla, trasuntaba salud. ¡Vaya! ¡Más que salud…! Parecía vestida para salir y Eddy se alegró de llegar temprano.

—Quisiera hablar con Bill, por favor.

—¿Bill Hunt? —preguntó la mujer con una expresión de perplejidad en el rostro.

—Sí, por favor. Mi nombre es Jack Murphy. Somos viejos amigos.

—Mi marido murió hace un año y medio.

El rostro del falso Jack expresó un balbuceante y consternado embarazo debidamente ensayado, y logró el efecto previsto.

—Pero pase, Mr. Murphy…

—No sé cómo disculparme, señora. Debía haber llamado por teléfono, pero quise darle una sorpresa. Usted no se imagina hasta qué punto nos estimábamos Bill y yo…

—Sí, su nombre me lo había mencionado con frecuencia.

Eddy sintió el temor de que Bill lo hubiera estimado sobremanera y ella hubiese visto demasiadas fotos de la época del colegio; pero no parecía así.

—Sí. En un tiempo fuimos como hermanos, y estaba seguro de que cuando se enterara de que yo estaba aquí, se habría alegrado mucho, igual que yo…; pero… I’m so sorry!… ahora esta noticia me deja frío…

Sonó el timbre de un teléfono.

Excuse me, please —dijo la mujer, y se puso de pie.

Sus tobillos tenían una exquisita armonía. Eddy admiró los dos hoyuelos alucinantes, como burilados a ambos lados del tendón de Aquiles. Eran piernas ágiles, nerviosas, sensitivas, de esas piernas que inducen a adivinar sin ver el rostro, un dechado de virtudes amatorias; de esas piernas que a veces originan acres decepciones.

El Milanés alzó evaluativamente la vista mientras ella se alejaba y se acordó de una yegua de carrera que lo había embobado semanas antes en el hipódromo de Longchamps.

—¿Puedo ofrecerle una taza de café? —preguntó Elizabeth, mientras encendía un cigarro.

—Con mucho gusto, madam.

—Llámeme Betty, si desea.

—Gracias, Betty. «Claro que lo deseo».

Mientras ella fue por el café, Eddy se puso a pensar en qué lugares de aquella sala se habrían podido instalar escuchas.

—Yo veo, Betty, que usted se disponía a salir, y no quisiera ser inoportuno.

—En absoluto, Jack. Alguien vendrá por mí a las diez menos cuarto. Podemos charlar un rato.

La conversación duró lo que la taza de café: un cuarto de hora. Versó sobre las antiguas andanzas de Bill y Jack en la época del Matterson College, sobre las actividades de Jack en una empresa petrolera de Kuwait, sobre el quehacer científico de Hunt y sobre el accidente ocurrido en noviembre de 1973, en Devil’s Horn.

—¿Y usted dónde estaba, Betty?

—Esperándolo aquí, en Miami. Él solía llegar alrededor de las seis, y cuando no podía, siempre me avisaba. Lo esperé hasta las siete y media y al ver que no llegaba llamé a Homestead. Allí me dijeron que había salido a la hora de siempre. Diez minutos después, llegaba la policía y me informaba del accidente.

—Me imagino su situación, Betty.

—Esa misma noche tuve que identificarlo en el hospital.

—¿Muerte instantánea?

—Sí. Yo vi las fotos del carro y tiene que haber sido fulminante.

—Le gustaba correr, ¿no es cierto?

—En absoluto. Nunca incurría en excesos de velocidad ni en imprudencias. Debió ser una falla del carro.

—¿Estaba asegurado?

—Sí, y no tuve ningún problema. El seguro me pagó la póliza en menos de diez días.

A las nueve y veinte, con la discreción propia de todos los caballeros, exalumnos del Matterson College, Jack Murphy se puso de pie, reiteró sus condolencias a Betty, le dio su dirección en Kuwait, y le preguntó si durante los quince días que él pasaría en Miami, ella aceptaría cenar una noche con él. Betty le dijo que tendría mucho gusto y que podría llamarla cuando quisiera. Por las mañanas siempre la encontraría en su casa.

Al salir, Eddy tomó todas las precauciones propias de un profesional entrenado, para asegurarse de no llevar cola. Lo hizo con el rigor de un científico cuando trabaja en tareas de inteligencia.

Ese domingo no regresó al Atlantic, sino al Victory, a hospedarse en la misma habitación de Peter Lindsay. A las cinco de la tarde, volaría a Nueva York, pasaría allí todo el lunes para cumplir ciertas tareas inaplazables y asistir a una reunión de su organismo. Debía rendir un informe sobre sus trabajos en Zurich para luego fundamentar una solicitud de nuevos recursos, formulada un par de semanas antes por su jefe.

A las cuatro, antes de salir para el aeropuerto, habló con Sylvia Purcell y hasta esa hora, nadie penetró en su habitación del hotel Atlantic.

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