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1975 » Capítulo 64. Julio 5, sábado

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Julio 5, sábado

—¿De qué manera han organizado la vigilancia, mayor? —preguntó Bernardo, mientras esperaban a Alejandro.

—¿Qué vigilancia, Bernardo?

El mayor no oyó la pregunta porque pensaba absorto en la terrible novedad recibida una hora antes.

—La vigilancia de los viveros en Jagüey y en la Isla.

—Bueno, usted recordará que se convino vigilar solamente los viveros donde se hubiesen previsto injertos para esta época.

Bernardo asintió, se quitó sus espejuelos y se puso a examinar una de sus patas.

—De acuerdo con eso, procedimos a situar gente en todos los viveros que nos señalaron en el Grupo Nacional de Cítricos y Frutales del INRA.

—¿Son muchos, mayor? —preguntó Bernardo.

—Alrededor de cuarenta. En esta época no se realizan muchos injertos, porque los estudiantes salen de vacaciones.

Alejandro se acercó con su perro, que venía haciéndole fiestas, pues desde hacía un tiempo se le había perdido. A veces pasaba varios días sin acudir a la parcela. Estaba afeitado, con ropa limpia y parecía rejuvenecido. Alba hubiera preferido verlo todo desarrapado y barbudo, como anduvo toda la semana. Le parecía, al verlo remozado y pulcro, con aquella camisa impecable, que la terrible noticia le sería doblemente anonadante. De niño le impresionaba saber que a los difuntos, antes de enterrarlos, se los bañaba.

—… y a mí no me extrañaría nada —prosiguió Bernardo—, que a estas alturas también aparecieran brotes de la Toxoptera citricidus (Kirkaldy)…

—En eso mismo estaba pensando yo —agregó Alejandro.

—¿El vector natural de la Tristeza? —preguntó el mayor—. ¿Y eso por qué?

—Porque si piensan atacarnos con diferentes vectores, bien podrían incluir también el vector natural.

—¡Exacto! —agregó Alejandro.

Alba advirtió que por segunda vez Bernardo se quitaba los espejuelos y los observaba como si se trataran de un objeto extraño.

—Yo no estoy de acuerdo con ustedes —dijo el mayor.

El perro seguía haciéndole fiestas a su amo, como si Alejandro fuera Ulises de regreso en Ítaca.

—¿Ustedes no han pensado, compañeros, que a veces el enemigo procede como si quisiera enterarnos de sus movidas? —preguntó el mayor.

Los dos ingenieros se miraron y ambos alzaron las cejas. No, no entendían a qué se refería el mayor.

—¿Ustedes creen que la CIA, a estas alturas, con los reveses que ha sufrido últimamente ante nosotros, y conociendo como conoce nuestro actual nivel técnico en materia de seguridad, sea capaz de cometer tantas pifias, tantos errores en una sola operación?

—¿Cuáles errores, mayor?

—En primer lugar: ¿a quién se le puede ocurrir enviar palomas mensajeras para introducir los virus? Sería mucho más fácil introducirlos por el puerto, o por el aeropuerto, y de una sola vez, sin necesidad de poner a volar, quizá cientos de palomas. ¿No es cierto?

Sí, aquello parecía evidente. Vistas así las cosas, lo que el mayor decía sonaba sensato.

—Y luego —prosiguió Alba—, la paloma de la bahía de Cabañas fue capturada un día domingo.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Cualquiera sabe, Alejandro, que miles de escopetas de los clubes de cazadores, y de los mismos campesinos, están al acecho. ¿No les parece doblemente absurdo, todo el asunto de las palomas?

Los dos ingenieros asintieron, y volvieron a mirarse, esta vez con aire pensativo.

—Además, y eso ya lo señalaron ustedes en su oportunidad, ¿a quién se le ocurre distribuir el pulgón del melocotón como lo hicieron en Guane?

—Eso es cierto —comentó Bernardo—. Si en vez de concentrar miles de áfidos en unos pocos árboles, los hubieran distribuido en pequeñas cantidades sobre muchos árboles, habríamos tardado más tiempo en notarlo…

—¿No les parece entonces —interrumpió Alba— que eso se hizo para que nos diéramos cuenta?

—Discúlpeme, Renato, pero a eso yo no le encuentro sentido —se apresuró a decir Alejandro—. ¿Con qué intención podrían actuar así?

Que sí, que no, que tal vez, que no puede ser, que les propongo que vayamos ahora mismo a un lugar, y el perro también quiere ir pero lo botan, y siguen la discusión en el carro cuando van pasando el puente del Laguito.

—Ellos han querido desinformarnos, Alejandro —insistió el mayor—. ¡Convénzase!

—¿Pero a usted le parece lógico, mayor, que si pretenden realizar un ataque viral, nos llamen la atención precisamente con virus?

Bernardo volvió a quitarse los espejuelos. «¡Qué raro!», pensó Alba, extrañado de no haber advertido antes aquello que ahora le parecía un tic.

—Con todo respeto, Renato —terció Bernardo—, yo tampoco estoy de acuerdo con usted. Si lo que ellos pretenden es introducir la Tristeza, cualquier cosa que nos alerte sobre ella, tanto a Virología como a Sanidad Vegetal, no debe servir para desinformarnos. Al contrario, ya ve usted que enseguida nos hemos puesto en guardia, justamente, contra la Tristeza…

—Y ese fue, justamente, el momento en que comenzaron a desinformarnos —dijo Alba, y sonrió con una expresión de amargura.

—¡¿Cómo?! —gritaron al unísono Alejandro y Bernardo.

—Como lo oyen —contestó Alba, y aminoró la marcha del carro, para dejar pasar una guagua hacia Quinta Avenida—. Creo que han logrado desinformarnos durante casi todo un mes.

—Entonces, la Tristeza… —balbuceó Bernardo.

—La Tristeza es una maniobra de desinformación…

—¡Pero Renato! —exclamó Alejandro con brusquedad—. ¿Cómo usted puede decir eso? ¿Qué otra cosa podrían intentar, más dañina para nosotros?

—¡Eso mismo digo yo, Renato! —añadió Bernardo.

Alba parecía no tener prisa; esperó a contornear la rotonda de la calle 90 y enfiló hacia el Abreu Fontán. Parqueó el Volga a mitad de la cuadra y comenzó a dar vueltas a la manivela para alzar el vidrio de la ventana.

Los otros no cesaban de proferir sus negativas: Absurdo, eso no puede ser, imagínate, a quién se le ocurre, mayor, usted ahí no está claro, eso no tiene pies ni cabeza, discúlpeme, mayor, pero, honestamente… y todo lo demás.

Alba se compuso la voz, se ladeó en el asiento, se irguió por encima de sus interlocutores y en excelente inglés, en rabioso inglés, pronunció estas aladas palabras:

YOUNG TREE DECLINE.

El brinco que dio Alejandro no fue poca cosa. Blasfemó, se rascó la cabeza y comenzó a decir:

—¡No, no, no, no y no!

El mayor lo miró con dulzura esperando a que terminara de volcar toda su disconformidad. Iba preparado para aquella reacción del virólogo.

—¡Sencillamente, no, Renato, no puede ser!

—Bueno ¡explícate coño! —interrumpió Bernardo.

—El problema es que el Young Tree Decline no es un virus, chico —respondió Alejandro con aparatosos ademanes.

—Sí, Alejandro, el YTD es un virus.

—Discúlpeme, mayor —replicó Alejandro, más sereno—; pero usted está en un gran error. Nadie sabe en el mundo cuáles son las causas del YTD.

—Nadie no —respondió el mayor Alba—. Existen unos pocos privilegiados que saben que el YTD es un virus, y yo tengo el honor de contarme entre ellos.

Alejandro y Bernardo se quedaron mirándolo boquiabiertos. No podía ser que aquel hombre bromeara con una cosa tan seria. ¿Se habría «tostado» por exceso de trabajo? Lo que acababa de decir sonaba a disparate y a farol. No obstante, al agobio pertinaz que por falta de sueño y exceso de trabajo abrumaba desde hacía días al virólogo, se añadía ahora, ante aquella noticia, una inquietud cerval, una cierta disnea. Aquellos rostros miraban a Alba con una muda y vehemente expresión de súplica. Que por favor se explicara, el mayor.

—En este asunto no estoy hablando como biólogo ni como científico. Hablo con plena responsabilidad, como miembro de los servicios de Contrainteligencia, y poseo documentos inequívocos que me permiten asegurar que el virus del YTD fue aislado a mediados del año 72, por Vermeer y Hunt.

Alejandro se llevó las manos al rostro e hizo un gesto como si quisiera desgarrárselo con las uñas. Bernardo se quedó un instante como petrificado y solo atinó a quitarse los espejuelos y a mirar con detenimiento una de sus patas.

Alba pensó en ese momento que había cometido una enorme burrada. ¡Nunca debió haber comentado aquello con Alejandro y Bernardo! Era su segunda estupidez en el curso de la investigación. El mayor había llevado a los dos ingenieros hacia el Abreu Fontán, con la intención de exponerles sus planes para la prevención del ingreso del virus del YTD a territorio cubano.

Cuando comprendió que había metido la pata, decidió no mencionarles nada al respecto y les pidió que lo esperaran un momento en la puerta. Alba penetró en el edificio y salió a los dos minutos. Invitó a los técnicos a que regresaran al carro y les explicó que pensaba mostrarles algo interesante, pero lamentaba no poder pues no se habían terminado de revelar las diapositivas. Que lo disculparan, que él los llamaría en cuanto todo estuviera listo. Hizo esfuerzos por mantenerse calmado; trató de hacer algún chiste, pero los otros dos estaban de un humor fúnebre. Quisieron algún adelanto sobre el contenido de las diapositivas, pero él les explicó que, precisamente, no les anticipaba nada porque quería recoger de ellos una primera impresión, y si lo hacía, se desvirtuaría la cosa. Quedaron en que Bernardo y Alejandro seguirían su campaña de microscopía en pos de la Tristeza, pues en verdad cabía pensar en que junto con el YTD, el enemigo se valiese de la Tristeza, no solo para desinformar, sino para hacer un daño colateral, en caso de que no se detectase.

Convinieron encontrarse el lunes 7 para discutir la nueva situación. Alba propuso que Bernardo y Alejandro, por un lado y el SCC, por otro, planeasen muy bien la estrategia para defender las plantaciones contra el ataque del YTD. Debían no apresurarse y tomar decisiones muy prudentes para no fallar en aquello; y de la reunión del lunes saldría el plan definitivo. Antes de bajarse del carro, Alejandro preguntó:

—Y dígame, mayor, ¿qué podemos hacer si el virus ya ha ingresado a Cuba desde hace tiempo? ¿Qué nos garantiza que la Toxoptera aurantii no esté ya contaminada desde un principio, puesto que nosotros no somos capaces de detectar el virus del YTD?

—Si eso ha sucedido desde un principio, creo que ya no podemos hacer nada para impedir el desastre. A ustedes los del INRA les tocaría tratar de salvar lo que se pudiera…

—Cosa que sería muy difícil —intervino Bernardo—, ante un enemigo invisible y una enfermedad de la cual no tenemos ni la mínima experiencia.

—Así es —asintió el mayor—. Y la verdad es que no tenemos ninguna garantía de que no haya entrado ya el virus; pero de nuestra parte, la única medida realista es considerar que todavía estamos indemnes y tratar de protegernos. De nada nos vale en este momento dejarnos abatir por algo inevitable. ¿De acuerdo?

Aunque no de muy buena gana, Alejandro y Bernardo se manifestaron conformes.

Sí, aquella había sido la segunda burrada de Alba. El mayor tenía muy desarrollado el sentido autocrítico, y mientras regresaba a su trabajo, después de haber dejado en Sanidad Vegetal a Alejandro y Bernardo, se dedicó a sí mismo un verdadero florilegio de insultos.

Pese a la rabia casi irreprimible supo controlarse y condujo su máquina con la lentitud de siempre. Sobre la posibilidad de que el virus hubiese entrado, él tenía sobrados motivos para descartarla. Poseía datos objetivos, estadísticos, para casi asegurar que el virus del YTD no había entrado aún en Cuba.

Su primera burrada la cometió casi por un error de interpretación, al leer Los áfidos de Cuba.

Como biólogo, siempre sintió una gran predilección por el campo de la genética general y nunca mostró interés por la entomología. En Leningrado, llamaba «bicheros» a sus camaradas entomólogos, y se burlaba de ellos. En realidad, debía confesar que en esa materia solo leyó lo indispensable para aprobar los cursos de su carrera; y al realizar sus recientes lecturas sobre feromonas, se había ocupado siempre de insectos que presentaban formas sexuadas. Ese fue el punto de partida de su error.

Desde que apareció el tubito en Cabañas, Alba comenzó a documentarse. Según su costumbre, fue a las fuentes y no tardó mucho en dar con Los áfidos de Cuba del doctor Jaroslav Holman, un distinguido afidólogo checoslovaco que emprendiera, a mediados de la década del 60, un excelente trabajo sistemático con la fauna cubana. Clasificó ochenta y tres especies de áfidos y detalló las seiscientas ochenta y nueve especies de plantas hospederas, víctimas de sus ataques.

En la vorágine de los primeros días, Alba había leído el libro con cierta ligereza (vaya, con grandísima ligereza, a decir verdad) y cometió lo que él consideraba, luego, un error garrafal.

En su introducción, el autor expone en términos generales las características morfológicas del género, su biología, su importancia económica, los daños que provoca en los cultivos; pero Alba se interesó, sobre todo, por conocer el ciclo de las generaciones. En la página 15 leyó lo siguiente: «La mayoría de las especies de áfidos que habitan en la zona templada es holocíclica. Esto significa que durante una temporada (estación) vegetativa (rara vez dos temporadas) pasan a través de un ciclo de generaciones que comprende por lo común, cinco formas principales: fundadoras, vírgenes aladas, vírgenes ápteras, sexuales (hembras normales) y machos…».

Aquello fue suficiente para Alba: la presencia de hembras normales y machos, le sugirió de inmediato la idea de la aplicación de las feromonas.

Por cierto, Alba llevaba más de un año leyendo sobre feromonas y estaba maravillado con los recientes trabajos realizados por el profesor Mussorski y su grupo. Mediante la aplicación de feromonas, los científicos soviéticos consiguieron eliminar, de manera fulminante, algunas plagas de áfidos que atacan a los cereales en la Unión Soviética.

La feromona es un producto elaborado a partir de los órganos sexuales de una especie dada para provocar la atracción masiva del sexo opuesto de la misma especie. Se preparan por ejemplo feromonas de machos, que ejercen un efecto «atractante» sobre las hembras y viceversa. Mussorski había logrado con algunas especies de áfidos, un efecto de atracción masiva a grandes distancias, provocando una concentración de áfidos en un mismo punto, que permitía eliminar en pocos días millones de individuos de uno de los sexos. Al desaparecer así las hembras, por ejemplo, los machos no podían reproducirse y al cabo de un tiempo se conseguía la extinción total de la especie.

En el caso del pulgón del melocotón (Myzus persicae), que era lo que en aquel momento preocupaba al mayor Alba, quizá se pudiera lograr una feromona eficiente, cuando los pulgones tuvieran ya desarrollados sus órganos sexuales, a partir de la cuarta fase de su evolución. Pero lo más importante era que en la Unión Soviética. Mussorski y su grupo lograron la síntesis de algunas feromonas por procedimientos químicos, con fabulosos resultados para el control biológico de las áreas cerealeras. ¿Por qué no intentar lo mismo en Cuba con el Myzus persicae?

Si se lograba una cosa así, quizá se evitara tener que desmontar plantaciones, deflorar árboles, aplicar concentraciones de insecticidas que resultarían tóxicas, cosa que, por otra parte, tampoco garantizaba al ciento por ciento la eliminación total del mal.

A Alba siempre le gustaron los trabajos limpios y por eso se embulló con la feromona. Luego tuvo sus dudas y llegó a pensar que aquello quizá fuera demasiado fantástico, pero como no hay peor gestión que la que no se hace, decidió el viaje a Leningrado que culminó en Vladivostok.

Como las muestras que Alba llevara eran vírgenes ápteras, Mussorski le preguntó si estaba seguro de que en Cuba los áfidos desarrollaban formas sexuadas. Alba recordó lo leído en el libro de Holman y le dijo que sí. ¡Qué disparate! Si hubiera seguido leyendo con atención a la vuelta de aquella misma hoja, en la página 16, habría encontrado lo siguiente: «Casi todos los áfidos de las regiones tropicales y subtropicales… son anholocíclicos. A través del año, solo se desarrollan numerosas generaciones de hembras partenogenéticas (vírgenes) aladas y ápteras. No se efectúa reproducción sexual. En las regiones cálidas, esto es motivado por la temperatura relativamente alta predominante y que impide el desarrollo de hembras normales y de machos. Además, en los trópicos, algunos áfidos, después de muchas generaciones partenogenéticas, pierden su capacidad de engendrar formas sexuales, aun cuando sean mantenidas a temperaturas bajas».

Sí, comandante, había hecho venir, por pura negligencia, a dos científicos desde la Unión Soviética, para nada. Alba reconocía haber incurrido en un papelazo por su precipitación. De hecho, comandante, pasó totalmente por alto que la referencia al carácter holocíclico se refería a la zona templada. Y lo que más lo mortificaba era aquella sonrisa indulgente del comandante, que no obstante parecía decirle: «Metiste las patas hasta la cadera, viejo».

Bueno, ¿y qué se hicieron los científicos soviéticos, mayor?

Reaccionaron con gran ecuanimidad, comandante; y hasta se ofrecieron para colaborar mientras tanto en la elaboración de alguna otra forma de control biológico. De momento, trabajaban en Sanidad Vegetal, y como uno de ellos, el doctor Mironov, tenía gran experiencia en estadigrafía populacional, estaba dirigiendo el procesamiento de los datos obtenidos por las brigadas de conteo.

Al timón del Volga, Alba seguía viendo todavía la serena gravedad del rostro del comandante López. Quizá se hubiese indignado por su negligencia, pero ¿qué otra cosa podía hacer? No era un momento para regaños.

De todas maneras, aquello era insignificante en relación con el error cometido, hacía media hora, con Alejandro y Bernardo. ¿Cómo era posible que no se hubiese dado cuenta antes? ¡Con la experiencia que él tenía!… ¿Cómo era posible? Debió haberlo detectado desde un primer momento.

«A llorar detrás del biombo», se dijo.

Ahora, lo importante era ver cómo salir del lío. Por lo pronto debía eliminar a Alejandro y Bernardo de la reunión prevista para el día siguiente a las diez de la noche. Ojalá Carlos todavía no los hubiera localizado. Media hora antes, Alba les propuso encontrarse el lunes por la noche; y ahora, para no verlos, inventaría cualquier pretexto. Lo importante era arreglar aquella metida de pata. Quién se habría imaginado que a Bernardo y… No, no, no, Alba debía, tenía, estaba obligado a arreglar su burrada. Y en verdad, quizá… Sí, sí: quizá tuviera arreglo todavía.

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