Joy

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1975 » Capítulo 80. Julio 14, lunes

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Julio 14, lunes

A medida que adelgazaba, Sepúlveda se parecía más y más a Freddy Sorbona. Un observador sagaz no los confundiría: El parecido era grande, pero el rostro de Sepúlveda era inexpresivo y mucho más tosco. Freddy Sorbona era un poco más pequeño, siempre tenía a flor de labios una sonrisa amable, y sobre todo muy vivaz.

No obstante aquellas diferencias, mucha gente se quedaba mirándolo y Sepúlveda no tardó en comprender la causa: «Oye, Sorbona: ¿Cómo tú vas a decir que hay que sentar a Capiró?, ¡si con el eslún y todo, el hombre está bateando por encima de 280!». Eso se lo había espetado a boca de jarro en una guagua, un fanático del Habana, indignado por unos comentarios de Sorbona.

A veces, sobre todo los niños, lo saludaban como a personalidades del cine y la televisión. Un día, al atravesar el terreno deportivo frente a la iglesia de San Antonio en Miramar, unos escolares que estaban jugando pelota, insistieron en verlo batear unas bolas, a ver si de verdá él sabía de béisbol. Aquello lo había inquietado y comenzó a peinarse para atrás y a usar unos espejuelos oscuros.

Donde menos se espera, salta la liebre. Infiltrar en La Habana un rostro muy familiar para millones de cubanos fue un gravísimo error de la CIA.

Hay pequeños detalles que se le escapan al hombre más sagaz. La popularidad de Freddy Sorbona no llegaba a los Estados Unidos, ni a Jerry White, ni a Mauricio, a nadie se le ocurrió.

A partir de una reconstrucción exacta, como la que hiciera Eladio Ceballos, sobre la base inicial del gran parecido entre Felipe Carmona, alias Sepúlveda, alias Guillermo, y Freddy Sorbona, el DTI elaboró los diferentes disfraces lógicos que podría adoptar Sepúlveda, para no salir a la calle con el mismo rostro conocido por el saboteador de Guane y todos los cubanos. Y uno de los disfraces lógicos era justamente el que Felipe Carmona escogiera: supresión del bigote, peinado sin raya hacia atrás y espejuelos oscuros.

El DTI preparó también otras variantes, con uso de pelucas y abultadores de labios, pero se recomendó priorizar la búsqueda del original, y en segundo lugar, la del personaje peinado hacia atrás, con el pelo lacio bien tirante y sin bigote.

Cuando Mauricio decidió dar por terminada la misión de Sepúlveda en la parte activa del plan, le confió organizar la evacuación del grupo. Al mismo tiempo, le ordenó no salir a la calle con el aspecto conocido por la Fiera, cuya detención Sepúlveda ignoraba; pero Mauricio, tras procurarse informantes en San Juan y Martínez que conocían a Elpidio e ignoraban estar brindando informaciones a la CIA, supo por uno de ellos que la Fiera había desaparecido el día 6 de julio. De modo que Mauricio, el 9, confirmó lo que esperaba de un momento a otro. No era posible que después de tantas pifias cometidas adrede en el asunto de la Tristeza, Elpidio siguiera en libertad durante mucho tiempo. Además, al entregarle en Pinar del Río las yemas infectadas, Sepúlveda procedió sin dar la cara. Seguía instrucciones de Mauricio que, para ese entonces, supuso a Elpidio ya detectado por los cubanos, ante quienes, y sin saberlo, fungiría como desinformante. De ahí que Sepúlveda, único del grupo a quien Elpidio conocía, debía tomar las máximas precauciones; pero Mauricio no le comunicó la detención de Elpidio.

La caída de un miembro perteneciente a un grupo clandestino siempre producía malestar e inquietud en el resto. Mauricio tampoco le dijo jamás a Sepúlveda que dentro de los planes de la CIA, pese a la promesa de sacar a Elpidio del país, se dispuso sacrificarlo. Aquello levantaría resquemores y desconfianza en la gente. Mauricio se limitó a recomendarle el mayor cuidado, y atribuyó lo ocurrido en la calle 22, como una prueba clara de que el grupo ya tenía atrás a la Contrainteligencia cubana.

El plan de evacuación contemplaba dos variantes: o abordar el barco desde Cayo Cruz, por vía submarina, o abordarlo en el mismo lugar por donde ingresaran Evaristo y Segundo, en Miramar. Los seis eran buenos nadadores y podían hacerlo, pero solo se disponía de cuatro equipos de oxígeno, ya que Mena y él habían entrado desde la Argentina, como supuestos evacuados chilenos. Disfrazados con los más modernos recursos plásticos para el camuflaje, ingresaron a Cuba en febrero del 74 y una semana después desaparecieron. La Inteligencia cubana sabía que la solidaridad traía muchas veces al enemigo, pero, ¿qué se le iba a hacer?

Era un deber internacionalista y un riesgo que debía correrse. Los dos chilenos «desaparecidos» en febrero del 74, fueron buscados con denuedo, pero sin éxito.

Así pues, Sepúlveda y Mena que carecían de equipos subacuáticos, ¿deberían nadar sobre el agua para abordar el barco? Desde Miramar era arriesgado; pero más peligro se correría al tratar de abordar el barco desde Cayo Cruz. Quizá el puerto ya estuviese dotado de algún moderno sistema de alarmas.

Ante la disyuntiva, Sepúlveda optó por conseguir dos pares de tubos de oxígeno y salir desde Miramar. Para obtener los equipos lo mejor sería establecer contacto con el submarinismo deportivo, o quizá con el Instituto de Oceanología de la Academia de Ciencias.

Para el profesionalísimo Mena, karateca, cerrajero y «politécnico» en artes y oficios del espionaje, sería muy fácil robar los equipos. La operación debería realizarse alrededor del día 20 o 21, y en lo posible sin dejar huellas evidentes, para no provocar un aumento de la vigilancia costera.

Sepúlveda disponía aún de una semana y confiaba en lograrlo. La víspera, tras dos días de espera, Mauricio le dio su visto bueno al plan. Una y otra vez insistió en las enormes precauciones que debían tomar, tanto él como Mena, sobre todo después de lo ocurrido en Isla de Pinos.

Mena tampoco debía volver a asomar la nariz por las calles de La Habana, sino disfrazado, pues su desaparición del centro de trabajo debía haber producido alarma, y aunque no lo parecía, quizá ya lo estuviesen acechando en Línea y J y en casa de Hilda. En cuanto a Sepúlveda, las órdenes eran bien claras: nada más que las salidas indispensables.

Tras una semana de encierro, Sepúlveda respiró con placer el aire puro de aquella mañana. Era el 14 de julio, 186º aniversario de la memorable toma de la Bastilla.

Sepúlveda caminaba optimista a cumplir sus furtivos quehaceres. El envejecido Felipe Carmona ya sentía otra vez sobre las yemas de sus dedos la inefable caricia rugosa de sus «verdes» amados.

Sepúlveda no sabía qué significaba en la historia el 14 de julio. Olvidado de las grandes efemérides de la Primera Independencia cubana, aprendidas en la escuela, sus grandes fechas eran el 13 de enero de 1956, cuando vendió el seguro colectivo de la textilera El Bebito y se ganó de un tacazo veinticuatro mil cocos; y el 2 de marzo de 1954, en que obtuvo por vez primera su título de vendedor estrella del Trust Insurance. La única hazaña que le preocupara en su vida era la independencia personal de Felipe Carmona; y tras varios intentos fallidos en quince años, estaba ahora a diecisiete días de lograrla de una vez y para siempre. Eso creía él. Treinta y seis mil dólares cash, de manos del First National City Bank of New York, que lo liberarían para siempre de la zozobra y de la vida azarosa de la CIA.

Cómo no estar contento y silbar eufórico por las soleadas calles de La Lisa. Todo estaba decidido: cogería cinco mil, quizá menos, y se marcharía a Buenos Aires. En cuanto hiciera una sólida base, pondría a funcionar los otros treinta mil para consolidar su futuro.

Para no llamar la atención en el vecindario, Sepúlveda no podía salir de casa de Irma sino con su cara de siempre de Freddy Sorbona; pero al llegar a la calle 51, entraría en el baño de una cafetería muy concurrida, y saldría de él sin bigote, peinado hacia atrás, con sus grandes espejuelos de pata ancha y otra camisa.

El amable comisionado nacional de pesca submarina le había brindado abundantes informaciones, con lujo de detalles, sobre los integrantes del equipo nacional.

El papá y la mamá del subcampeón fueron también muy gentiles con aquel periodista que venía a hacer un reportaje a Albertico, a punto de llegar a la casa.

Y Albertico se prestó gustoso a mostrarle sus copas, medallas y sus magníficos equipos. El par de tanquecillos era muy manuable y bastante moderno.

A las cinco menos diez de la tarde, tras una fructífera jornada, Felipe Carmona caminaba aún más contento que por la mañana de aquel 14 de julio por una calle del reparto Palatino, y en medio de su canturreo sotto voce, oyó el chirrido de unos frenos. Dos hombres se apearon a su lado de un patrullero y lo invitaron a que los acompañara.

Eran las cinco en punto de la tarde. ¡Ay, Felipe!

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